Maratón, 11 de septiembre

Temístocles observó con ojo crítico el equipo de Fidípides. El corredor llevaba varios días comiendo como un lobo, a base de pingües costillas de vaca y chuletas de cordero, redondas hogazas de pan blanco y untuosos quesos de cabra. Sus canillas se habían rellenado con un poco de carne, igual que sus pómulos, que cuando llegó al campamento con el mensaje espartano estaban hundidos como cuévanos. Pero seguía siendo tan delgado que parecía como si detrás del escudo de roble, en vez de una lanza y un guerrero, hubiera dos lanzas juntas.

—No llevas grebas.

—Se me caen —contestó él.

Temístocles apartó un poco el escudo y examinó la coraza. Era de cuero hervido, con placas de metal del tamaño de media mano cosidas en la zona del abdomen. Le faltaban tres o cuatro de aquellas escamas. Temístocles metió los dedos entre la hombrera y la clavícula de Fidípides y movió el peto.

—Baila bastante. Te hará rozaduras.

—Estoy acostumbrado a las rozaduras —contestó Fidípides, terco.

—¿De dónde has sacado estas armas? —le preguntó Temístocles, observando ahora el escudo.

No tenía refuerzo de chapa, tan sólo una bloca de bronce en el centro. También le faltaba el ribete, y en el borde de madera se advertían varios bocados. La Gorgona cabezuda pintada en negro sobre el fondo rojo estaba descascarillada.

—Me las han regalado por ser tan guapo.

Temístocles tomó la lanza. Al menos, era de madera de tejo, algo más gruesa que un pulgar, y la moharra de hierro no estaba oxidada. En el otro extremo, en lugar del regatón de bronce terminado en punta para clavar la lanza en el suelo, tenía un simple pincho embutido en la madera.

En campaña, siempre había hoplitas que necesitaban reponer un escudo desvencijado, una lanza rota o, incluso, un yelmo robado al ir a las letrinas —unos diestros martillazos y un penacho nuevo ayudaban a disfrazarlo para que su antiguo dueño no lo reconociera—. Por eso los armeros hacían un buen negocio siguiendo al ejército; pero había algunos que vendían armas de tan baja calidad que más bien merecían el nombre de chatarreros.

—Espero que no te hayas gastado en esto todo el dinero que te di —le dijo—. Te habrían timado.

El corredor torció el gesto, sin decir nada. Había aparecido en sus filas en el mismo momento en que el ejército ateniense atravesaba la abatida de pinos y formaba en la llanura abierta, cuando el cielo empezaba a grisear a oriente y Arturo anunciaba por fin la cercanía del sol. Fidípides se había empeñado en formar con los demás hoplitas, aunque como heraldo estaba exento de combatir.

—Ni siquiera eres de mi tribu —le dijo Temístocles, desesperado de hacerle entrar en razón—. Estás inscrito en la Cecrópide.

—¿Es que tienes un catálogo grabado debajo de la frente?

—Me temo que sí.

—Pues prefiero luchar al lado de alguien que tiene buena cabeza que a las órdenes del bocazas de Jantipo.

Temístocles ladeó la barbilla.

—Supongo que es un halago. ¿Por qué tanto empeño en combatir? Fidípides se volvió, y con un gesto de la lanza abarcó la fila que se extendía a ambos lados, izquierda y derecha. Mil quinientos escudos de frente alineados en la llanura, extendiéndose desde la barra de grava que delimitaba la playa hasta casi las laderas del Crotón. Por delante, los taxiarcas y sus ayudantes pasaban revista y daban las últimas instrucciones, como estaba haciendo ahora Temístocles. En el centro, a menos de cincuenta metros de ellos, los diez generales y el polemarco ultimaban sus deliberaciones y se preparaban para el sacrificio previo al combate.

—Nunca ha habido una batalla como ésta —respondió el corredor—. Cuando sea viejo y me pregunten dónde estaba el día de la batalla de Maratón, no quiero contestar que mirando desde un cerro.

Lo mismo le había dicho Mnesífilo cuando apareció con su panoplia. Por lo menos era mejor que la de Fidípides. «Tienes cincuenta y tres años. ¿Qué haces aquí?», le había dicho Temístocles. «No me pierdo esta locura por nada del mundo. Quiero ver si a los dioses les gusta tu plan o si nos aniquilan a todos», le contestó Mnesífilo.

Y, en verdad, su plan era una locura. Lo había discutido con Milcíades una hora antes. Los soldados estaban desayunando en frío, a toda prisa. Los había que se atiborraban como si no fueran a comer nunca más en su vida; y tal vez tenían razón. Había cundido el rumor de que hoy no iban a formar como todos los días, para hacer plantón durante horas al sol detrás de la abatida, sino que esta vez habría batalla de verdad. Muchos corrían tras los pinos y los matorrales para aliviar el vientre, porque en las letrinas había que esperar cola y los taxiarcas y los jefes de fila apremiaban a formar cuanto antes. La mayoría bebían más que comían, y no le echaban demasiada agua al vino.

Hasta entonces, no les había faltado el jugo de Dioniso, porque estaban cerca de casa y todos los días llegaban caravanas de acémilas con provisiones. Pero ahora necesitaban más para adquirir valor antes de la batalla, o simplemente para embotar la conciencia y no pensar demasiado en lo que les esperaba.

Temístocles no los culpaba, pero él sólo bebió agua hervida. Necesitaba la cabeza despejada. En su mente no dejaban de correr los números, saltando de un lado a otro como las cuentas coloreadas del ábaco. El mensaje del criado de Artemisia era muy concreto, y Temístocles, por lo poco que conocía a la joven de Halicarnaso, estaba seguro de que su fuente de información era precisa y fiable.

El esclavo había dicho que Datis estaba enviando a Atenas a un tercio de su infantería. La tercera parte de veinticinco mil eran casi ocho mil quinientos hombres. Redondeando, si era cierto que los mandos persas se mostraban tan puntillosos con el sistema decimal, nueve mil. Eso dejaba dieciséis mil en el campo de batalla. Como los persas formaban con un fondo de diez hombres, el resultado era un frente de mil seiscientos guerreros.

Los atenienses y sus aliados plateos, en su formación habitual de ocho en fondo, podían oponerles un frente de mil doscientos cincuenta escudos. Eso suponía que el frente persa superaba al suyo por trescientos cincuenta hombres. A un metro de espacio por cada uno, cada flanco del enemigo se extendía ciento setenta y cinco metros más lejos que las alas griegas. Eso era particularmente peligroso en la derecha, donde formaba el polemarca, pues los hombres de esa zona no tenían protegido el costado de la lanza. Una solución era desplazarse en oblicuo a la derecha al avanzar, maniobra que tendían a hacer todos los ejércitos de hoplitas, salvo los disciplinados espartanos. Pero eso dejaría el flanco izquierdo de los plateos completamente sobrepasado por el enemigo: quedaría un corredor enorme entre ellos y el monte, por donde podrían entrar varios batallones persas, rodear a los atenienses y atacarlos por la espalda. Si la falange se veía rodeada, sin posibilidades tan siquiera de retirarse en caso de sufrir un revés, su destino inevitable sería la aniquilación.

Temístocles tuvo la visión de las tres primeras clases de Atenas, toda su élite, tendida en el polvo, entre nubes de moscas y hediondos cuajarones de sangre negra. Vio a los persas pasando sobre sus cadáveres y entrando en una ciudad indefensa. Los templos incendiados, las tumbas profanadas, los restos de los antiguos héroes esparcidos al sol. Su casa, saqueada. Su madre, ya anciana e inservible, asesinada de un lanzazo. Arquipa y Apolonia, violadas junto con las criadas y luego convertidas en concubinas del harén de algún potentado persa. Sus hijos, vendidos como esclavos o convertidos en eunucos, y probablemente también violados…

Atenea, señora de la inteligencia, enséñame un camino, por angosto que sea, por descabellado que parezca, rogó.

Sólo se le ocurría una solución. Pero una cosa era dibujarla con un palo en la arena del suelo y otra cosa llevarla a la práctica con hombres de verdad y bajo un diluvio de flechas. A pesar de todo, no había otra opción, así que se acercó a hablar con Milcíades. El viejo león discutía acalorado con los demás generales. Sin duda, debatían precisamente sobre el despliegue de las tropas.

Cuando Temístocles le dijo que quería hablar con él, Milcíades se apartó del grupo y los dejó debatiendo entre sí.

—Cuando salga el sol, el mando le corresponderá a la Pandionisia, pero Euclides también me lo ha cedido a mí —le explicó a Temístocles—. No pueden tomar ninguna decisión mientras no esté yo delante.

—Me alegro.

—Al fin y al cabo, lo más cerca que esos pazguatos han visto a un persa es pintado en el fondo de una copa. No tienen más remedio que recurrir a mi experiencia.

Temístocles pensó en cómo enfocar la cuestión. Milcíades no se había abstenido del vino, como él. Nunca lo hacía, y hoy no iba a ser el principio de una nueva vida más virtuosa. Con aquel corpachón que tenía, era muy difícil que se emborrachara, pero el licor de Dioniso le calentaba más de lo debido tanto el ánimo como la boca.

Ésa era una buena posibilidad. Una boca caliente. Milcíades era de los que nunca contestaban que no a la pregunta: «¿A que no tienes agallas para…?».

—¿Dónde crees que estará el punto más fuerte del enemigo? —preguntó Temístocles, aunque conocía de sobra la respuesta, ya que lo había visto con sus propios ojos.

—Los persas siempre colocan a sus mejores hombres en el centro. De eso discutía con esos ineptos. —Milcíades se agachó y recogió del suelo una gruesa rama que se había caído de una pila de leña—. Vamos a reforzar nuestro centro para romperles el espinazo. —¡Chas!, la rama se partió entre sus dedos como un mondadientes—, justo ahí, donde más fuertes se sienten.

Temístocles asintió, como si de veras estuviera considerando esa idea.

—Seguro que sorprenderá a Datis…

—¡Imagínate qué cara pondrá cuando vea a la flor de sus lanceros poniendo pies en polvorosa!…, pero me preocupa un poco qué pueda pasar en las alas. Si consiguen flanquearnos por la derecha y la izquierda, nos envolverán, y entonces las filas de hoplitas que tengamos acumuladas en el centro no nos servirán de nada. Nos aplastarán por la pura fuerza de su número.

Milcíades entrecerró los ojos.

—Tú ya has pensado algo. Desembúchalo de una vez. ¿Qué me sugieres?

—Que seamos nosotros quienes los rodeemos a ellos.

Ahora Milcíades abrió unos ojos como platos y tragó aire. Durante un instante, Temístocles pensó que lo iba a colmar de improperios, pero el viejo león soltó una carcajada y le palmeó la espalda con tanta fuerza que casi lo derribó.

—¡Qué pelotas tienes! No había oído nada tan absurdo en mi vida. Pero, por si acaso, cuéntame cómo vamos a rodear a los persas siendo menos que ellos.

A Milcíades le había parecido bien el plan de Temístocles, y enseguida volvió con los generales para comunicarles lo que se le había ocurrido. A él, por supuesto. Para evitar que las alas del enemigo pudieran flanquearlos, explicó Milcíades, iban a estirar su propio frente. Por supuesto, lo primero que pensaron todos fue en «adelgazar» sus alas, pues ahí era donde los persas habían dispuesto a las tropas en las que confiaban menos, mientras que los propios iranios se aglomeraban en el centro. La propuesta de Milcíades los sorprendió. Pero, y Temístocles tenía que reconocerle ese mérito, la había defendido con tanta convicción como los charlatanes que pregonaban sus mercancías en el Ágora.

—No vamos a estirar las alas, sino el medio —concluyó, dibujando el despliegue sobre la arena.

Ahora ambas líneas, la griega y la persa, medían lo mismo, pero la parte central de las tropas atenienses se veía lastimosamente frágil.

—¡Nos van a partir en dos si hacemos eso! —chilló Jantipo, escandalizado.

Milcíades se volvió hacia Arístides.

—Tu tribu estará en el centro. ¿Crees que podrán resistir? Arístides, por supuesto, dio la única respuesta que se podía esperar de él.

—Si lo manda la ciudad, resistirán.

Ésa era la primera parte del plan de Temístocles. Las dos tribus que ocupaban el centro y se enfrentaban a la flor del Imperio Persa formaban con tan sólo cuatro filas de profundidad, en lugar de las ocho habituales. El problema para Temístocles era que su tribu formaba allí junto a la de Arístides. El sorteo realizado al llegar a Maratón para decidir la colocación de las tribus y el orden de mando de sus generales había establecido que la Antióquide y la Leóntide fuesen la quinta y la sexta respectivamente. Así que ahora los hombres de los dos viejos rivales formaban codo con codo. El plan del propio Temístocles iba a poner en peligro a sus camaradas y a provocar entre ellos la mayor mortandad.

Y por eso, aunque Fidípides tuviera un equipo lastimoso, no podía colocarlo en la octava fila, lejos de las armas enemigas, sino como mucho en la cuarta.

—Está bien, no te perderás esta ocasión —le dijo ahora al corredor, y lo llevó a una fila situada en el centro del batallón, la misma donde iba a formar él.

Tras el hueco que aún no había ocupado Temístocles estaba su fiel Euforión. De momento, con el escudo apoyado en el suelo y en los muslos, la cabeza descubierta y la mano izquierda libre, el Nervios no hacía más que toquetearse el equipo, hacer gestos contra las maldiciones y el mal de ojo y, de paso, sacar de quicio a sus compañeros. Pero Temístocles sabía que, una vez empezara la acción, su amigo sabría empuñar las armas con tanta firmeza como el que más y olvidarse de los tics.

Detrás de Euforión formaba Mnesífilo, y el cuarto y último hombre de la fila era Jenófanes, un veterano de confianza que no protestó cuando Temístocles le ordenó que cambiara de sitio cerrando otra fila y le cediera el puesto a Fidípides.

Bonita fila tengo ahora, pensó con una sonrisa irónica. Un manojo de nervios que es incapaz de dejar de decir «mierda», un cincuentón barrigudo y un corredor misántropo que pesa menos que las armas que lleva.

Temístocles pasó revista al batallón, ya que Melobio seguía hablando con los demás generales.

Tenía ochocientos ochenta hoplitas, y a todos los conocía por su nombre y el de su padre, y también por el de su demo. Mientras desfilaba ante ellos veía en sus caras la exaltación previa a la batalla, a la que no era ajena el vino, pero también el temor. Este era comprensible. Los hoplitas de la primera fila, en la que había bastantes nobles y miembros de las dos clases más adineradas de Atenas, miraban hacia atrás y sólo veían a tres hombres. Una fila alargada a la espalda daba muchas veces más apoyo moral que material, pero era importante. Y en cuanto a los que estaban al final, los que no llevaban grebas y tenían petos de cuero, o ni tan siquiera eso, tan sólo escudo y casco, aquellos hombres que en una batalla normal ni siquiera habrían llegado a batir sus hierros, ahora se veían a poco más de la longitud de una pica de la linea de matanza y comprendían que tal vez no verían otro atardecer.

—Tienes buena cara, Epiménides. Debes haber dormido bien. Se nota que has dejado a la mujer en Atenas —le decía a uno que siempre hacía bromas sobre lo mandona que era su esposa, y los demás, que estaban deseando reírse por cualquier motivo, se reían—. Y tú, Cindinófobo, demuestra que tu padre se equivocó con el nombre y que no te da miedo el peligro. —Más risas, y un grito de batalla del bravo Cindinófobo—. Calístenes, procura salir vivo de la batalla. Me prometiste invitarme a un cochinillo.

—¡Serán dos, Temístocles, uno por barba!

Temístocles caminaba con el yelmo bajo el brazo izquierdo. La lanza y el escudo se los sostenía Sicino, y así él podía ir estrechando brazos y repartiendo sonrisas, aunque sin exagerar. Ni gestos de preocupación ni de euforia desmedida. Tan sólo intentaba contagiarles serenidad antes de la tormenta. Incluso, en un gesto de relajo, no se había abrochado las hombreras de lino, que se levantaban rígidas y blancas como dos alas de gaviota.

En realidad, estaba lejos de sentirse tan sereno como aparentaba. Aunque procuraba respirar hondo y despacio, su corazón batía por dentro como los martillos de la fragua de Hefesto. No era la primera vez que participaba en una batalla, pero hasta entonces lo había hecho como un hoplita más. Ni siquiera había llegado a abollar la fina chapa de bronce que recubría el escudo de su padre o a estropear el dragón alado del blasón, pues los contrarios habían huido antes de recibir la carga final de su falange. Los combates más sangrientos los había librado en el mar, sobre la cubierta de un barco, y se trataba de empresas de piratería de las que prefería no presumir delante de sus hombres.

Esta batalla iba a ser muy distinta. Si miraba a lo largo de las filas atenienses, la vista se le perdía entre los escudos y las lanzas, cuyas puntas se agitaban innumerables como las espigas de un trigal al viento. Diez mil hoplitas juntos, un número que jamás la ciudad había puesto a la vez en el campo de batalla. La línea de hombres era tan alargada que habría llegado desde su casa hasta la Acrópolis y habría podido dar la vuelta. Y, aun así, iban a enfrentarse a muchos hombres más, extranjeros que, por la voluntad de un rey que se sentaba en un trono remoto, estaban dispuestos a enviarles una lluvia de hierro desde el cielo. Nunca, que Temístocles supiese, se había librado una batalla igual en suelo griego.

Su miedo también era diferente. No era el que hacía a los hombres encogerse para contener los retortijones de las tripas, dar tientos a las cantimploras colgadas a su espalda y que habían llenado de vino, o frotarse las manos contra las gamuzas y trapos enrollados en el centro de las lanzas para limpiarse el sudor. Él sólo tenía miedo a fracasar. Veía únicamente los ojos de esos ochocientos ochenta hombres que lo miraban buscando en su rostro confianza y fe en la victoria, y rogaba a Atenea, a la astuta y valiente Atenea, que le infundiera el coraje y la inteligencia necesarios para no fallarles.

Durante su revista, cuando llegó casi al extremo de su tribu, donde sus hombres se juntaban con los de la Antióquide, Temístocles observó algo extraño. La mayoría de los soldados esperaban hasta el último instante para terminar de ponerse el armamento. Los escudos descansaban en el suelo, había muchas corazas aún desabrochadas y casi nadie se había ajustado el yelmo. Estaban demasiado lejos de los persas para correr peligro inmediato, aunque con los primeros albores ya habían visto exploradores a caballo que volvían grupas, sin duda para informar a Datis de que el erizo griego se había decidido a salir de su madriguera.

Pero había un soldado en la primera fila que ya se había calado el casco. Temístocles lo reconoció por la pintura del escudo, un gallo blanco con el pico y la cresta de color bermellón. Era Arifrón, de la noble familia de los Códridas, descendientes de los antiguos reyes de Atenas. Al parecer había querido taparse el rostro, pero su yelmo era parecido al de Temístocles y dejaba ver los lagrimones que le rodaban por las mejillas. Sus ojos le miraban grandes y húmedos como los de un cordero lechal antes del sacrificio.

Temístocles le hizo una seña para que saliera de la formación y ambos se apartaron unos pasos.

No muy lejos, Calímaco, reunido con el adivino Toante, esperaba a que le trajeran el carnero que sacrificaría antes de la batalla para impetrar la victoria.

—Quítate el casco, Arifrón. ¿Qué te pasa?

—Tengo miedo, taxiarca.

—Todos tenemos miedo, Arifrón.

El muchacho, que no podía tener mucho más de veinte años, llevaba el pavor pintado en la cara.

—Lo sé, señor. Pero el miedo de los demás es distinto. Ellos pueden resistirlo. Lo…, lo mío es pánico. —La voz se le quebró en un hilo—. Cuando vea a los persas sé que voy a caer de rodillas y a taparme la cabeza con el escudo. ¡Por favor, taxiarca, me van a matar!

Deilía. Cobardía. Una acusación que bastaba para perder los derechos cívicos. Pero al ver aquellos ojos tan oscuros y húmedos, Temístocles no pudo sentir desprecio, sólo compasión. Aquel muchacho estaba en la primera fila no porque hubiera demostrado su valor en la batalla, sino porque era un eupátrida y Antígenes, su padre, había luchado en ese puesto antes que él. El brocal de hierro que rodeaba su escudo mostraba mellas de espada, y en el yelmo se veían abolladuras mal reparadas. Temístocles sabía que su padre llevaba años paralizado en la cama precisamente por una herida en la cabeza. Al parecer, su hijo había heredado sus armas, pero no su valor.

Su primera intención fue poner a Arifrón en la cuarta fila. Tal como estaban las cosas, era lo más que podía hacer para protegerlo. Pero, visto el miedo que tenía, equivalía a invitarlo a que se diera la vuelta en mitad del combate y huyera. Eso podría salvarle la vida de momento, pero se la destruiría en el futuro. Para un eupátrida como él, la pérdida de todos sus derechos ciudadanos y la exclusión de la vida pública acabarían siendo peores que la muerte. Incluso su padre, aunque Arifrón era hijo único, lo desheredaría; de eso estaba seguro Temístocles.

Eso no podía ocurrirle a un hombre de la tribu Leóntide. No bajo su mando. Temístocles le rodeó los hombros con el brazo. El bronce del espaldar estaba frío, porque el sol todavía no había salido, como si quisiera demorarse para no presenciar la inminente carnicería. Cuando por fin se levantara, los hombres se cocerían dentro de sus corazas de metal.

—Mira ahí —le dijo, haciendo que se girara hacia el frente. Sobre la línea de prados y trigales empezaba a vislumbrarse una masa oscura que avanzaba lentamente, como una gran bestia. Era el ejército persa.

—Lo peor que te puede ocurrir allí delante —prosiguió Temístocles— es la muerte. Un instante de dolor, menos que cuando el cirujano te quita una muela, y después nada. Una sepultura pública, elogios delante de todos los ciudadanos. Serás un héroe.

A Arifrón se le movió la nuez como si fuera a sollozar y respondió:

—Ojalá pudiera serlo, señor.

—Si abandonas las filas, en cambio, te enfrentarás a un mal mucho más cruel, mucho más insidioso. Estarás muerto en vida, todo el mundo te señalará con el dedo cuando cruces el Ágora y ninguna muchacha, ni de la familia más humilde, querrá casarse contigo.

—Señor, yo…

Temístocles le hizo un gesto para que se callara. Después tomó al joven eupátrida del brazo y lo llevó consigo, de vuelta al centro del batallón. Allí, a la derecha de su propio puesto, se encontraba Demetrio, un hombre de su confianza.

—Corre hacia la derecha —le dijo Temístocles—, hasta llegar casi a la tribu Antióquide. Allí encontrarás un hueco en la primera fila. Quiero que lo ocupes.

Demetrio frunció el ceño, desilusionado, pero fue sólo un segundo, y después embrazó el escudo y partió trotando a cumplir la orden. Temístocles se acercó todavía más a Arifrón y le habló al oído.

—Escúchame bien. Si te coloco en la última fila, todo el mundo lo verá, y se preguntará por qué el noble Arifrón, hijo de un guerrero como Antígenes, que tiene una panoplia que vale por lo menos el precio de diez bueyes, combate en la última fila. Así que éste será tu puesto, a mi derecha. —Temístocles le señaló el hueco—. ¿Sabes por qué lo hago?

—¿Por qué, señor?

—Te pongo ahí, cubriendo mi costado, para demostrarte que confío en ti, Arifrón, y que sé que bajo tu miedo se esconde el valor de un hombre capaz de grandes gestas. —Temístocles golpeó con los nudillos el gallo del broquel, arrancándole un tañido metálico—. Ésta va a ser mi protección durante la batalla. Mientras mi brazo derecho empuña la lanza para herir al enemigo, mi costado estará al descubierto, defendido tan sólo por tu escudo. Pero yo no voy a tener miedo, y te diré por qué. —Mirándole a los ojos sin parpadear, a un palmo de su cara, añadió—: Porque sé que Arifrón, mi compañero de fila, no me va a fallar. Porque sé que cuando la lanza del persa quiera herir mi pecho, ahí estará el escudo de mi amigo para detenerla.

Los ojos del joven se iluminaron con un nuevo brillo. Arifrón se mordió el labio inferior con fiereza, tal como el poeta Tirteo exhortaba a hacer a los espartanos, y dijo:

—Este escudo es bueno, señor. Lo ha demostrado en cien combates.

—Pues éste será el ciento uno. Ve a tu puesto, Arifrón.

Espero tener razón, se dijo. De lo contrario, no llegaría vivo a la noche.

En el centro de la formación, Calímaco se volvió hacia el oeste, donde la luna a punto de ocultarse rozaba ya la cima del Agrélico, y levantó los brazos al cielo. Los heraldos, repartidos delante de los batallones, repitieron sus palabras como un eco para que todo el mundo las oyera.

—¡Oh, Ártemis Agrotera, que te complaces cazando fieras en las montañas umbrías y en las cimas azotadas por el viento! Tú que tensas tu elástico arco y con certero ojo disparas tus saetas de plata, desvía hoy las flechas de nuestros enemigos y permite que lleguemos a ellos con nuestras lanzas. Te prometo que, a cambio, te sacrificaremos una cabra por cada bárbaro que matemos.

Ahora te presento esta ofrenda como anticipo, hija de Zeus y de Leto.

Calímaco puso la rodilla sobre el lomo de un grueso carnero blanco para inmovilizarlo y con su propia espada lo degolló de un tajo. El adivino se agachó junto a él para examinar la forma en que fluía la sangre de su cuello, e incluso la probó con el dedo. Cuando asintió, satisfecho, Calímaco levantó el escudo sobre su cabeza, las trompetas de los diez batallones y de los plateos dieron la orden de cerrar filas y sus ecos estridentes reverberaron en la llanura.

Temístocles se abrochó por fin las hombreras de la coraza y dio un par de saltos en el sitio para comprobar que estaba bien ajustada. Se colocó después el yelmo, aunque aún no se lo caló hasta las cejas. Cuando Sicino le tendió el escudo, deslizó el codo por el brazal central y aferró con los dedos el asa de cuerda trenzada. Por último, su esclavo le pasó la lanza, dos metros y medio de madera de fresno con punta de hierro y regatón de bronce. Había quienes preferían el astil de tejo, pero en opinión de Temístocles no había material que combinara mejor la ligereza y la resistencia que la clara y flexible madera de un fresno talado en las montañas de Macedonia.

—Adiós, Temístocles —le dijo el gigante persa, y por un momento le rozó la mano que sujetaba la lanza—. Has sido un buen señor para mí.

—No estés tan seguro de que no siga siéndolo. Confías demasiado en tus compatriotas.

Sicino chasqueó la lengua y movió la cabeza a los lados.

—Rezaré por ti a Ahuramazda, señor, para que seas recordado como un héroe.

Todos los esclavos y asistentes se retiraron entre las filas y retrocedieron más allá de la abatida.

Temístocles ocupó su puesto delante de Euforión y se volvió a su derecha para sonreír al joven Arifrón. La siguiente señal de la trompeta fue para avanzar.

Ya empieza, pensó Temístocles.

Poco antes del amanecer, los hombres de Halicarnaso aguardaban en la playa junto a sus naves, cargadas ya con las tiendas y la impedimenta. Sangodo, al que fastidiaban sobremanera los traslados y viajes, se les había adelantado y se había metido en la toldilla que, para su comodidad, había hecho montar en la popa de la Calisto. Estaría durmiendo otra vez, o bebiendo vino para que no se le espabilara la borrachera. A Artemisia ya le era indiferente. Si todo iba bien y Patikara cumplía su promesa, ella dejaría de depender de su esposo. Si las cosas se torcían —significara eso lo que significase, pues no estaba muy segura de qué pretendía el enmascarado con el informe que les había pasado a los atenienses—, si se descubría su traición y venían a prenderla, pensaba seccionarse la carótida con el filo de su espada antes que brindarle a Datis el placer de torturarla en público.

Las naves fondeadas ya estaban zarpando hacia mar abierto, y pronto les tocaría el turno a los trirremes varados en la arena. Estaba previsto que los dieciséis mil soldados que se quedaban en el campamento llegaran a Atenas por tierra. Por eso, la mayoría de los barcos iban mucho más sobrados de sitio que durante la travesía de las Cíclades, lo cual se notaba en la mayor altura de sus bordos. Las únicas naves que llevaban la línea de flotación tan baja como a la arribada eran los transportes de caballería, que al alejarse de la orilla rompían el agua con cierta parsimonia, pues tan sólo disponían de la tercera parte de los remeros para impulsar el mismo peso que un trirreme normal.

Artemisia iba embutida de nuevo en la panoplia. Esta vez había elegido sus propias armas y no de las de su esposo, puesto que no pretendía suplantar la personalidad de Sangodo delante de Datis, sino dirigir a sus hombres en las operaciones de desatraque. Tenía el pálpito, además, de que el mensaje enviado por medio de su esclavo iba a acarrear consecuencias y quería estar preparada para ellas. A falta de Zósimo, el propio Fidón la había ayudado a ponerse su coraza, un peto relativamente ligero de cuero blindado con láminas de bronce, y también las grebas. Llevaba el cabello recogido y el yelmo bajo el brazo; no era un casco corintio, sino beocio, tan abierto que revelaba a las claras sus rasgos de mujer. En cuanto a la barba, no sólo no se la había puesto, sino que le había prendido fuego y se la había ofrecido a Ártemis mientras le suplicaba no tener que disfrazarse nunca más de lo que no era.

A unos doscientos metros de donde se encontraban, el escuadrón de caballería de Patikara esperaba también su momento para embarcar. Los espoliques sujetaban de las riendas a los corceles, que relinchaban y piafaban nerviosos, recordando seguramente las incomodidades de la travesía del Egeo. El propio Patikara, en lugar de aguardar a pie como los demás, estaba montado a lomos de su enorme bestia negra, que con el petral, la testera y el penacho de plumas rojas que la coronaba, parecía más grande y amenazadora. Era difícil saberlo a la distancia y bajo aquella luz mortecina, pero Artemisia tenía la impresión de que el oficial persa no hacía más que mirar hacia donde estaba ella.

Va a pasar algo, se dijo. El corazón se le aceleró, pero no de miedo, sino alimentado por una extraña euforia. Con el cuerpo ceñido y apretado por el peso de la armadura, oliendo el cuero de las correas y del faldar que protegía sus ingles y oyendo el cascabeleo de las piezas metálicas que acompañaba todos sus movimientos, se sentía invulnerable, henchida de unas energías que, como los vientos del odre de Eolo, silbaban en su interior, pugnando por salir a la luz.

Cuando unos instantes después sonaron las trompetas y los gritos de alerta, no le sorprendió.

Unos exploradores llegaban cabalgando a galope tendido desde la tierra de nadie, y todos ellos venían gritando lo mismo.

—¡Los griegos! ¡Los griegos! Artemisia trepó por la escalerilla de embarque para gozar de un panorama algo más amplio y volvió la mirada hacia el oeste. Al principio le costó distinguir lo que veía. Pero no tardó en captar movimientos entre los árboles del olivar sagrado donde se habían refugiado los griegos, y también en la empalizada que habían improvisado derribando pinos. Los atenienses, diminutos como hormigas desde aquella distancia, salían por fin de su guarida para cerrar sus filas. Artemisia notó cómo se le erizaba la piel de los antebrazos. ¿Sería eso lo que pretendía Patikara, que los griegos se decidieran a combatir? ¿Y si era Datis quien estaba detrás de esa maniobra, si la habían utilizado a ella tan sólo para engañar a los atenienses? En ese caso, el general persa conseguiría su propósito, destruir a sus enemigos, pero también habría convertido a Artemisia en una traidora y podría tomar represalias contra ella.

—¡Diógenes! —Sí, señora.

El piloto de la Calisto estaba dos pasos detrás de ella, observando lo que ocurría con gesto de preocupación.

—Quiero que las naves estén listas para que baste con darles un empujón para salir de aquí.

Diógenes entrecerró los ojos.

—Aunque el jefe de la flota no nos haya dado orden para zarpar…

—Y aunque no nos la llegue a dar. Cuando yo te lo diga, nos largaremos más rápido que la Argos perseguida por toda la flota de la Cólquide.

La posibilidad de degollarse a sí misma siempre estaba a mano, colgando del tahalí que llevaba en bandolera. Pero la huida era una opción preferible. El mar al oeste de Grecia era vasto y las naves de Darío no lo dominaban. Fantaseó con vivir como una proscrita. En cierto modo, lo llevaba en el nombre. Su diosa patrona había tenido que vagar por tierras y mares cuando sólo era un feto, hasta que su madre encontró una isla que la acogió y la pudo dar a luz.

Los soldados persas ya acudían a sus puestos, rápidos y disciplinados. Algunos terminaban de ajustarse los caftanes y atarse los pantalones por el camino, pero todos sabían cuál era su hazarabam y su fila exacta. En cuestión de minutos, los batallones se formaron, listos para la batalla.

Al comprobar una vez más la eficiencia del ejército imperial, Artemisia chasqueó la lengua.

¿Cómo se les ocurría a los atenienses salir al llano? ¿No dejaba bien claro el mensaje que Datis sólo había despachado a la tercera parte de sus tropas? Los que quedaban aún eran muchos más que los griegos. Además, las mortíferas descargas de sus arcos iban a infligir tales estragos entre las filas atenienses que para cuando éstos llegasen al combate cuerpo a cuerpo, su formación sería tan sólo el remedo hecho jirones de una auténtica formación de hoplitas.

Me has decepcionado, primo, pensó, pues estaba convencida de que la maniobra ateniense era obra de Temístocles. Lo había imaginado más prudente y cerebral. Ahora comprobaba que era igual que todos, y dejaba que lo que le colgaba entre las piernas lo arrastrara a la acción sin cavilar en las consecuencias.

Artemisia bajó la escalerilla. Fidón esperaba sus órdenes.

—¿Qué vamos a hacer, señora? —le preguntó el capitán.

Sin caer en la cuenta de que su respuesta contradecía por completo su anterior pensamiento, que a la postre se debía al despecho, Artemisia se caló el yelmo, ordenó que le trajeran el escudo y dijo:

—Es evidente, Fidón. Ocupar nuestro puesto en el ala izquierda. ¡Por fin vamos a pelear! Y, como la amazona que era, se dirigió llena de júbilo a la batalla.

Hecho el sacrificio y comprobados los presagios, Calímaco trotó hasta ocupar su lugar en el extremo derecho de la formación, en el límite entre la llanura y la playa, junto a Estesilao, el general de la Ayántide. Cinégiro, como segundo al mando de la tribu, formaba en el centro de las filas del batallón, a menos de cincuenta escudos del polemarca. Las trompetas tocaron la orden de silencio.

Sobre los nerviosos susurros de los hombres, el rumor de las olas sonaba como un arrullo casi tranquilizador.

El hermano de Cinégiro estaba a su derecha. Esquilo tenía treinta y cuatro años, dos menos que él, pero su tez tan morena y su gesto grave y reconcentrado lo hacían parecer mayor. Ambos combatían hombro con hombro, con los escudos solapados. Antes de calarse el yelmo, Cinégiro se volvió hacia su hermano y ambos se besaron en la mejilla.

—Esperemos mostrarnos dignos de nuestros antepasados —dijo el joven poeta.

—Y esperemos que el plan de Temístocles funcione —respondió Cinégiro.

Esquilo enarcó una ceja, escéptico. Cuando eran efebos que empezaban a adiestrarse con las armas, los tres se llevaban muy bien y solían compartir cenas y jaranas por el Pireo. Pero luego Esquilo empezó a componer tragedias y a presentarlas a los certámenes teatrales de las fiestas de Dioniso. Como su familia, aunque de noble cuna, no era demasiado adinerada, buscó el patrocinio de Temístocles. Por desgracia, éste ya se encontraba comprometido con otro trágico ya consagrado, el veterano Frínico, que había sido amigo de su padre. «Cuando no se presente Frínico, yo seré tu corego», le prometió Temístocles. Mas Frínico escribía las tres tragedias reglamentarias año tras año, sin faltar a una sola ocasión, y Esquilo se había ido resintiendo cada vez más con Temístocles.

Además, era muy tradicionalista, y los coqueteos de Temístocles con el pueblo llano no le hacían ninguna gracia.

—Sólo es taxiarca, no general —dijo Esquilo—. ¿Qué tiene él que ver con esto? No posee autoridad suficiente.

—No te engañes, hermano. Nuestro despliegue ha sido idea suya. Incluso ha sugerido que llevemos las lanzas así.

Cinégiro se refería a la forma en que les habían ordenado empuñar la lanza cuando cargaran contra los persas. Normalmente, los soldados de una falange aferraban el astil con la palma de la mano hacia abajo y el pulgar apuntando a la parte posterior de la lanza, y levantaban el arma por encima del escudo para herir al enemigo golpeando de frente y hacia abajo. Hoy se les había instruido para empuñar la lanza al revés, por debajo del escudo y con el pulgar señalando hacia la punta. Así se llevaba en el hoplitódromo, pues era la única forma cómoda de cargar con ella a la carrera.

—Pues si la idea ha sido suya, me temo que nos encaminamos a un desastre —dijo Esquilo—. Lo único que siento es que moriré sin haber ganado el galardón de las Dionisias.

—Escucha, hermano. Tienes que dejar de ser tan mordaz con Temístocles. Si todo sale bien, espero que seas el primero que escriba una tragedia en la que cantes sus méritos. Es un hombre mucho más inteligente y valeroso de lo que la mayoría quiere reconocer.

Antes de que Esquilo pudiera responderle, la consigna para la batalla llegó por su derecha y ambos hermanos tuvieron que repetirla y transmitirla a su izquierda. «Nacidos de la tierra y Atenea Nike». La contraseña aún andaba recorriendo las filas como la onda de una comba, cuando las trompetas volvieron a sonar y los oficiales dieron la orden de calarse los cascos. Cinégiro miró un momento a los lados para asegurarse de que los hombres que lo rodeaban cumplian la orden. De repente, los ciudadanos individuales de la tribu Ayántide, sus convecinos, los hombres con los que compartía los sacrificios ante el altar, los ejercicios en la palestra y las charlas en la barbería, las tabernas y los baños, se convirtieron en guerreros de bronce sin rostro a los que las plumas que adornaban los penachos les daban un aspecto todavía más imponente y terrible. Cinégiro los miró con orgullo durante unos segundos, y después se encajó su propio casco. Era un modelo similar al de Temístocles, un yelmo calcídico que dejaba parte de la cara al descubierto, provisto de unas carrilleras articuladas para proteger las mandíbulas. Esquilo, que usaba el tradicional yelmo corintio, le regañaba diciendo que estaba loco al ofrecer el rostro como una tentación para las lanzas enemigas; pero Cinégiro era de los que pensaban que ver y oír lo que lo rodeaba suponía mucho mejor protección que una delgada capa de bronce que lo convertía en medio ciego y casi sordo.

—¡Avanzad! —gritó la voz de Calímaco, a su derecha.

Cinégiro volvió la vista allá. Al borde de la llanura, el polemarca destacaba entre los hombres que lo rodeaban por su estatura, y el gran penacho de plumas rojas que se recortaba contra el horizonte del mar lo hacía parecer aún más alto. Nadie cubría su costado. Pero Calímaco, si bien no destacaba por su lucidez ni su capacidad de decisión, era un valiente, y Cinégiro estaba seguro de que caminaría en línea recta hacia los enemigos en vez de desviarse hacia la derecha para rehuir sus lanzas.

La orden se repitió por las filas, y los atenienses empezaron a avanzar al unísono. La clave estaba en llegar todos juntos y con los escudos trabados hasta el enemigo, que los aguardaba a mil quinientos metros. Por eso marchaban marcando el paso con un monótono grito de guerra: E-le-léu, pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo, respirar tras las tres sílabas, dar un fuerte pisotón con el derecho y volver a empezar.

E-le-léu!… E-le-léu!… E-le-léu!

Con cada grito, Cinégiro sentía cómo un licor divino fluía por sus venas, despertando en sus miembros el ardor del combate. Ya quedaban sólo unos minutos para que Ares y Eníalo desataran sobre la llanura de Maratón la locura de la batalla. De pronto, le pareció que su vista se reducía y sus otros sentidos se amplificaban. Notaba cada nudo en la madera del borde interior del escudo, pues lo llevaba encajado sobre el hombro izquierdo, esperando hasta el último momento para sostener en vilo sus siete kilos de peso. Bajo sus pies, la tierra del Ática, de la que los atenienses habían nacido en tiempo inmemorial, parecía palpitar con sus pisadas, y también con el ensordecedor Eleléu, con el estridor de las trompetas, con los agudos trinos de las flautas que seguían a la formación. Cinégiro venteó el aire y captó la mezcla del sudor de los hombres acalorados bajo sus armaduras, el aliento vinoso del camarada que marchaba detrás de él y el aromático de la almáciga que mascaba su hermano Esquilo. Pero también el tibio perfume del aceite con el que habían limpiado el bronce y el hierro de las armas para que su brillo impresionara aún más al enemigo, el penetrante y tranquilizador aroma del cuero de correajes, petos y tahalíes, el olor grasiento y algo nauseabundo de la lanolina con que los habían untado para que no se agrietaran. De pronto entendió a Temístocles, que siempre lo captaba todo, y pensó que si su amigo se hallaba tan alerta siempre era porque vivía como si a cada minuto estuviera a punto de entrar en combate.

E-le-léu!… E-le-léu!… E-le-léu!

La formación tuvo que abrirse un par de veces para sortear los escasos obstáculos que había en el camino, pues durante los días previos los persas se habían ocupado de allanar el terreno para su propia caballería talando árboles y derribando tapias. Pero una vez flanqueados los impedimentos, la larguísima línea se recomponía de nuevo, entre las voces de los oficiales y de los compañeros de filas que se llamaban unos a otros para no perder la posición.

Arturo brillaba ya por encima del promontorio que cerraba la bahía, y una franja anaranjada anunciaba la salida de Helios. Paralelas al horizonte se veían estrechas líneas de nubes cuyas panzas se habían teñido de un dorado fresco y limpio, casi acuoso, mientras que sus lomos plomizos todavía guardaban la pesada oscuridad de la noche. Pero por debajo del cielo había algo que reclamaba la atención de Cinégiro más que los colores de la aurora. La línea persa, tan larga como la suya, todavía se estaba formando. Al parecer, el madrugón de los griegos los había sorprendido, y por eso acudían a la carrera a cerrar huecos, levantando nubes de polvo que a la luz casi fantasmal del amanecer parecían jirones de bruma. Pero las tropas del Gran Rey debían ser disciplinadas y su organización eficaz, porque ya estaban cerrando filas detrás de aquellos enormes escudos de colores brillantes.

—Son muchísimos —murmuró su hermano Esquilo, a su lado. Su voz temblaba más de sobrecogida admiración que de temor. Conociéndolo, Cinégiro pensó que su mente ya estaría componiendo trímetros yámbicos para cantar la abigarrada imagen que se ofrecía a sus ojos.

—A más tocaremos —respondió Cinégiro. Pero no pudo evitar preguntarse si la información era buena, si sería cierto que Datis había despachado a una parte considerable de sus tropas o si, por el contrario, el informe del desertor era un cebo que les habían tendido para sacarlos a la llanura a pelear en abrumadora inferioridad numérica.

Al menos, de momento, no se atisbaban señales de la caballería.

El avance proseguía. Las órdenes transmitidas de generales a taxiarcas y de taxiarcas a soldados habían sido estrictas. Nadie podía romper la disciplina de marcha, nadie podía embestir hasta que se diera la orden. Las piernas de todos estaban deseando arrancar a correr, porque el miedo tiende al apresuramiento. Pero los persas aún distaban trescientos metros de ellos, y si corrían antes de tiempo sólo conseguirían disgregar la formación y ser más vulnerables a las armas enemigas. «¡Tenéis que avanzar al paso, como los espartanos!», los había arengado el propio Cinégiro unos minutos antes.

Algunas flechas sueltas brotaban de las líneas enemigas, trazaban arcos solitarios en el cielo y caían desde lo alto para clavarse en tierra de nadie. Pero, fuera de esas exhibiciones, los persas debían darse cuenta de que los griegos no habían entrado todavía en el campo de alcance de sus proyectiles y reservaban su munición para mejor momento.

Avanzaron cincuenta metros más. El borde de luz naranja sobre el promontorio se hizo más intenso, casi carmesí. Una bandada de ánades levantó el vuelo desde el pantano y pasó entre ambos ejércitos, huyendo hacia el mar entre graznidos.

—Han salido por nuestra izquierda. Mal presagio —murmuró alguien.

—¡Silencio! —ordenó Cinégiro, y entonó el Eleléu con más fuerza para que sus compañeros no perdieran el paso ni pensaran en aves de mal agüero.

Los persas estaban ya tan cerca que se distinguían los vivos colores que cruzaban en diagonales sus enormes escudos, y entre el borde superior de éstos y las tiaras y mitras que cubrían sus cabezas asomaban sus largas barbas. Cinégiro tragó saliva al ver que por detrás de los sparabara, los persas cargaban sus arcos y los apuntaban hacia arriba. A la izquierda de Cinégiro, la trompeta que acompañaba a Milcíades dio la orden de parar.

E-le-léu! —gritaron los atenienses una última vez, y todos juntos clavaron el pie derecho para detenerse. Un único eco prolongado retembló por la llanura. Luego hubo unos segundos de silencio en los que Cinégiro pudo escuchar los latidos de su propio corazón. Estaban a unos doscientos metros de los bárbaros. A esa distancia, las flechas más certeras podrían alcanzar ya el blanco; pero los persas esperaban órdenes, como ellos, o simplemente acontecimientos.

En ese momento, se oyó el inconfundible rugido del vozarrón de Milcíades:

—¡Adelante, hijos de Atenas y Platea! ¡Por vuestra libertad! La trompeta primera, una potente salpinx de bronce que medía más de metro y medio de longitud, entonó unas notas rápidas y vibrantes, y todas las demás respondieron exhortando a los hombres a la carga general. Un rugido brotó de diez mil gargantas a la vez: «Íe, Paián!», y nueve mil cuatrocientos atenienses y seiscientos bravos plateos corrieron hacia la lluvia de hierro y bronce que los aguardaba.

Los doscientos hoplitas de Artemisia estaban desplegados en el extremo izquierdo del ejército de Datis, no muy lejos de la playa. Se hallaban a menos de trescientos metros de sus propios barcos y, lo más importante para Artemisia, no había obstáculos en el camino por si urgía la retirada. Aunque, en teoría, las tropas de Halicarnaso debían haber evacuado ya el campamento, la infantería irania junto a la que formaban les agradeció su llegada en esa mezcla de griego, persa y arameo que usaban como lengua franca.

Fidón los repartió en veinticinco filas de ocho hombres, pegados a un batallón de arqueros vestidos con pantalones y caftanes rojos y protegidos por los grandes escudos de los sparabara.

Allí, donde coincidían ambas unidades, pretendió colocarse Artemisia.

—Por favor, señora —le dijo Fidón—. Deja que me ponga yo ahí y proteja tu costado derecho.

—El puesto del jefe es éste, Fidón —respondió Artemisia.

—Me concederías un gran honor si me dejaras cubrirte con mi escudo, señora.

Artemisia miró a los demás hombres. La mayoría eran veteranos, hombres que ya habían pasado la treintena y que ahora la miraban fijamente. La joven se imaginó sus ceños fruncidos tras los estrechos visores de los yelmos y leyó lo que estaban pensando: «Esa niña caprichosa nos va a poner en peligro a todos».

Irritada, se volvió hacia Fidón. Si hubiera encontrado en su mirada una sola muestra de condescendencia, se habría negado a seguir su consejo. Pero los ojos del capitán brillaban suplicantes y sinceramente preocupados. Artemisia recordó que ese hombre había jurado al difunto tirano Ligdamis defender la vida de su hija con su propia sangre.

—Hazlo entonces, Fidón —admitió con un suspiro—. Pero no creo que sea necesario. —Señaló con la lanza hacia el frente, donde la larga línea ateniense iba creciendo de tamaño conforme se acercaba por la llanura—. Los arqueros no les dejarán llegar hasta aquí.

El propio Datis pasó a caballo por delante de sus tropas, seguido por un signífero que portaba el estandarte del dios alado. Si estaba dando instrucciones o arengando a sus hombres, Artemisia no lo llegó a saber, porque antes de llegar al ala izquierda, el general se coló por un pasillo abierto entre dos batallones y desapareció de su vista.

Los griegos seguían avanzando. Artemisia, que formaba por primera vez en una falange para una batalla real y no para un ejercicio de instrucción, trató de escrutar los rostros de sus hombres, buscando en ellos señales de temor o preocupación. Pero bajo los yelmos sólo se veían mandíbulas apretadas. A su izquierda, a los persas se los notaba tranquilos, y en los rostros de algunos de ellos incluso brillaba una sonrisilla irónica. Sin duda debían de creer que se enfrentaban a una caterva de aficionados, y en parte tenían razón.

Haced un papel digno antes de morir, atenienses. Dejadnos a los demás griegos en buen lugar, rogó Artemisia.

Thanuvaniya!

Al oír la orden, los arqueros descolgaron sus armas de los hombros y cada uno de ellos sacó una flecha de la aljaba y la colocó en el arco, aún sin tender. Había entre cada fila algo más de metro y medio, lo suficiente para que pudieran apuntar sus proyectiles a lo alto y disparar todos a la vez con comodidad.

Los atenienses se habían detenido. Artemisia calculó que no debían estar a mucho más de un estadio, y se dio cuenta de que tenía la boca seca. No es miedo, se repitió. Una vocecilla aguda le dijo en su interior que había cometido un error, pero que todavía podía resarcirlo retirándose a sus naves. La joven relegó esa voz a un telar imaginario y rogó a Ártemis que le concediera fuerza y valor. Recordó entonces las palabras del poeta Tirteo, cuyas elegías guerreras siempre había preferido a los epitalamios y los cantos de amor, y las recitó en voz alta.

—¡Ea, pues! ¡Que cada uno aguante en su puesto separando bien las piernas, clavando en el suelo ambos pies y mordiéndose el labio con los dientes! ¡Que se cubra las piernas, el pecho y los hombros con la concavidad del amplio escudo! ¡Que enarbole en la diestra la robusta lanza y agite sobre la cabeza el terrible penacho!

Íeee! —contestaron sus hombres, y golpearon los escudos con el astil de las lanzas. Fidón miró a Artemisia y sonrió.

—Muy bien, señora.

Thanuvana abiy asmanam! Los persas levantaron sus armas hacia el cielo y empulgaron las cuerdas. Decenas de miles de arcos compuestos crujieron a la vez. El estremecedor chirrido del cuerno y la madera al doblarse le recordó a Artemisia cómo sonaban los cables maestros de la Calisto cuando los tensaban con el cabrestante para ajustar la tablazón de la nave y resistir una tormenta.

—No quisiera estar ahora en el pellejo de los atenienses —murmuró Fidón.

Una trompeta enemiga tocó la llamada para embestir, y las demás la contestaron. Los atenienses entonaron el peán, abatieron las lanzas y se lanzaron a la carga.

Artemisia ignoraba si viviría mucho tiempo, si sobreviviría a la batalla o a las intrigas de los persas, si se ahogaría en el mar o si algún día envejecería junto al fuego del hogar contando sus aventuras a sus nietos. Pero supo que, por breve o larga que fuese su vida, aquel momento jamás lo olvidaría.

Pues, justo en ese momento, el sol salió a la espalda de Artemisia y de los persas, y sus primeros rayos cayeron de frente sobre los atenienses. Fue como si de pronto un pincel tiñera de oro la línea griega: sus escudos bruñidos, sus yelmos, incluso las puntas de sus lanzas brillaban. Y aquella marea dorada y deslumbrante venía a la carrera contra las tropas de Datis. Artemisia miró los rostros de los persas que tenía a la derecha, y en muchos de ellos vio pintado un temor supersticioso. Oyó cómo murmuraban el nombre de Ahuramazda y de Hvar, el sol, como si temieran que sus divinidades se hubiesen vuelto contra ellos.

La orden de disparar corrió entre las filas, aunque quedó ensordecida por los trompetazos y el griterío de los atenienses. Miles de arcos restallaron a la vez y Artemisia contempló, admirada, la nube de flechas que vibraba en el aire como un inmenso enjambre de abejas, se levantaba hacia el cielo en un arco casi grácil y después se abatía sobre los atenienses. Y mientras las primeras saetas volaban hacia su objetivo, los guerreros persas ya habían cargado de nuevo sus arcos y volvían a dispararlos, cada uno al ritmo que marcaba su pericia.

—¡Ojalá tuviera yo también un arco! —dijo Artemisia al oído de Fidón, casi gritando para hacerse oír—. ¡Así tendría algo que hacer!

—¡Antes de que hayas respirado diez veces más, tendrás trabajo, señora! —contestó el capitán, y levantó la lanza sobre el brocal del escudo, preparándose para resistir la embestida.

Artemisia dejó de mirar las flechas y concentró la vista en el frente. Allí, al final de las lineas enemigas, entre la oscura lluvia de flechas que caía del cielo, reconoció el escudo y el penacho del polemarca Calímaco. Tal como ella misma había recitado, separó bien las piernas, apretó los dientes y agazapó el rostro tras el escudo de modo que sólo sus ojos quedaban por encima del ribete de hierro.

La primera parte del plan de Temístocles se había cumplido. Estaban ya a unos doscientos metros de los persas, poco más de un estadio, y la línea ateniense se mantenía tan recta como al principio. Ahora, al escuchar la señal de Epitropé, «Carga», tragó saliva, pues venía la segunda parte, el momento que había anticipado y temido desde que supo que los persas estaban cruzando el Egeo para atacar Atenas.

Enfrentarse a sus flechas.

Para recibir sus ráfagas el menor tiempo posible tenían que correr cargados con treinta kilos de armas, tal como había sugerido Mimnermo, el joven bravucón acarniense.

Íe, Paián! —cantó con los demás, y arrancó a la carrera.

En ese momento, asomó el sol. Temístocles soltó una maldición. No había calculado que amaneciera justo en ese momento y que los rayos de Helios les dieran en los ojos.

—¡Apolo está con nosotros! —gritó Arifrón, a su derecha.

Temístocles no lo había considerado de esa manera, pero enseguida comprendió que el joven eupátrida tenía razón. Todo lo que se hallaba por debajo de aquel resplandor anaranjado cada vez más brillante se veía borroso, difuminado. No era ya tanto una horda de hombres dispuestos a matarlos como una simple meta adonde sus piernas debían llevarlos sin flaquear.

Miró a los lados sin dejar de correr para verificar que los hombres de la primera fila no se atrasaran ni se adelantasen, y entonces se dio cuenta de que estaba sucediendo algo no previsto en sus planes, pero maravilloso. Mientras cantaban el himno guerrero en honor de Apolo el Resplandeciente, el propio dios les sonrió. Pues los rayos del sol se reflejaron en sus yelmos y en la superficie bruñida de sus escudos y los bañaron a todos en una pátina dorada.

Sus pies retumbaban rítmicos en el suelo, marcando el rápido compás del peán, que sonaba como una mezcla de canto, jadeos y gruñidos guturales. Temístocles llevaba la lanza junto a la cadera, como los demás, la única manera práctica de cargarla en una carrera prolongada. Delante de ellos, sobre las cabezas de los persas, se levantó una nube oscura, como una bandada de pájaros. No, se corrigió. No eran pájaros, sino una lluvia sobrenatural que brotaba de la tierra y subía hacia las alturas.

Sabes de sobra lo que es, le dijo una voz interior.

Ese momento que le hacía sentir escalofríos había llegado.

—¡Escudos arriba! —gritó. Y con él gritaron otras mil gargantas, de generales y taxiarcas, de jefes de filas, de simples hoplitas, pues todos veían lo que se les venía encima.

Temístocles hizo un esfuerzo y levantó el peso del escudo sobre su cabeza. La bandada de pájaros empezó a zumbar, cada vez más fuerte. Lejos de amilanarse, Temístocles entonó los versos del peán con más potencia, y su ejemplo cundió entre sus camaradas, mientras Euforión, a su espalda, salmodiaba hijoputas-hijoputas-hijoputas al mismo ritmo que los demás cantaban.

El zumbido se convirtió en un repiqueteo sobre sus cabezas, como si miles de pequeños martillos aporrearan a la vez otros tantos yunques. Era un estrépito parecido al de un aguacero cayendo sobre mil cacerolas de cobre. Pero también era más violento, y los tinggg sonaban más prolongados cuando las puntas de las flechas golpeaban los escudos, y venían acompañados de crujidos y de impactos más sordos cuando las saetas se clavaban en la madera.

Curiosamente, en el momento que más había temido Temístocles notó una euforia como nunca antes había experimentado. Mientras recibían aquel diluvio de bronce y hierro, sintió que el espíritu de un dios, fuera Apolo, su hermana Ártemis o la propia Atenea, se apoderaba de su corazón y lo unía al de todos los demás en un solo espíritu. Las piernas a su derecha y a su izquierda corrían al mismo ritmo, los pechos respiraban al mismo compás, y eso que no se trataba de los legendarios espartanos de la raza superior doria, sino de atenienses, aficionados jonios que embestían al enemigo bajo un mar de flechas. La visión de sesenta mil manos empuñando los remos de su flota se había desvanecido, olvidada, y Temístocles se veía a sí mismo con el resto de los hoplitas, la clase superior de la ciudad, como parte de un inmenso organismo de bronce, carne y roble.

Yo quiero la gloria sólo una vez, en el momento decisivo, por una acción definitiva.

Cuando le dijo eso a Mnesífilo frente a Salamina, pensaba en un futuro lejano. Pero tal vez no tenía por qué aguardar tanto. Quizá, gracias a su plan, Temístocles el advenedizo estaba a punto de conseguir la gloria en este preciso momento y entre las mismas personas que lo habían despreciado.

Por debajo de su brocal veía ya de cerca los vivos colores de los escudos persas. Pensó que sus enemigos cometían un error guareciéndose detrás de ellos. Si las sparas de metro y medio de altura no hubiesen estado allí, los arqueros persas de la primera fila habrían podido disparar en trayectoria horizontal contra los atenienses y apuntar directamente a sus cuerpos y sus piernas mientras se cubrían la cabeza con el escudo.

Pero no era tiempo de pensar, y menos de ponerse en el lugar del enemigo, sino de actuar.

—¡Escudos abajo! —ordenó Temístocles. Aunque todavía corrían peligro, ya estaban tan cerca de los persas que necesitaban verles la cara para que cada hoplita pudiera dirigirse contra el contrincante que tenía enfrente.

Temístocles vio a su sparabara. Tras el gran escudo pintado con diagonales blancas y rojas había un hombre, un persa de verdad, un guerrero tan alto que entre la barba y el borde del escudo se veía más de un palmo de túnica azul. Estaba tan cerca ya que Temístocles distinguió sus ojos, maquillados de negro y abiertos en un gesto de pavor.

Entonces comprendió. Los persas no habían previsto la locura de sus enemigos, no se habían imaginado aquella carga suicida bajo la nube de flechas. Por primera vez en sus luchas contra los griegos, los soldados del Gran Rey no llevaban la iniciativa.

—¡Nos tienen miedo! —exclamó Arifrón.

Ahora los persas gritaban, dándose ánimos para resistir la carga, y los atenienses habían dejado de cantar y sólo proferían alaridos de guerra. Temístocles nada más tenía ojos para su sparabara. Si estuvieran combatiendo contra otros hoplitas, habría buscado sus piernas por debajo del escudo.

Pero los spara persas eran tan grandes que formaban una pared sin resquicios, así que no tenía más remedio que golpear directamente con la lanza en el escudo.

Temístocles refrenó un poco el paso y apretó los dientes, preparándose para un impacto seco que podía dislocarle el hombro. Pero, para su sorpresa, la moharra de su lanza rasgó el escudo persa con un crujido seco que le era familiar.

—¡Son de mimbre! ¡Son de mimbre! Por toda la línea se desató el infierno del choque, y la naturaleza de los ruidos cambió de súbito.

Aunque algunas flechas seguían silbando sobre sus cabezas, mientras los atenienses luchaban contra la pared de escudos, sonaban golpes sordos y violentos acompañados de gritos y jadeos, como si una horda de leñadores frenéticos se afanase en talar un pinar.

Temístocles tiró de la punta de su lanza y, con cierta dificultad, logró desengancharla del agujero que él mismo había abierto. Durante un rato él y el sparabara pugnaron empujándose, uno con su broquel de bronce y roble, el otro con su escudo de cañas trenzadas y cuero rígido. Temístocles se percató de que, dado el tamaño del otro, así no conseguiría nada, y retrocedió dos pasos. A ambos lados, sus camaradas alanceaban los escudos persas, mientras otros más fogosos la emprendían a patadas con ellos para derribarlos, y más de uno recibió graves heridas cuando la pierna se le quedó enganchada entre las varas de mimbre.

Temístocles se dio cuenta de que el agarre de la lanza no era ya el más adecuado. Volvió a clavarla en el mimbre y aprovechó que quedaba enganchada para soltarla un segundo, girar la mano, arrancar la lanza de nuevo y levantarla sobre su cabeza. El persa le lanzó un tajo con su sable por encima del escudo, pero, a pesar de su envergadura, el golpe le quedó corto. Al ver que por detrás de él acudía en su ayuda un lancero, Temístocles comprendió que debía sacar partido cuanto antes de la diferencia de alcance de sus armas y tiró un lanzazo al rostro del sparabara. Éste hizo un esguince con el cuello, pero no fue lo bastante rápido y la punta de hierro le abrió una raja en la mejilla.

El persa retrocedió con un grito de dolor, y al hacerlo empujó al lancero que había acudido a ayudarlo. Temístocles aprovechó el momento para dar una patada en la parte inferior del spara, que se volcó y cayó boca abajo. A su alrededor, la lucha se libraba de forma parecida. Aquella pared de mimbre y piel, diseñada más para detener los proyectiles de otros arqueros que para el combate cuerpo a cuerpo, estaba cediendo ante el empuje de los hoplitas.

Pese a su estatura y su corpulencia, el sparabara no debía ser ningún valiente, porque se dio la vuelta y se abrió paso a empujones entre las filas de lanceros para huir del frente. Ahora Temístocles se encontró de cara con uno de aquellos arshtika, ataviado con túnica y tiara azul y protegido con un escudo amarillo en forma de ocho. Era un rival muy rápido. Se agachó y tiró un lanzazo a las piernas de Temístocles, que logró detener el golpe con el borde del escudo, pero se desequilibró un poco. El persa, en cambio, se rehízo enseguida y le lanzó otro rejonazo, esta vez contra el cuerpo. Pero en el último segundo, cuando Temístocles esperaba ya el impacto contra su coraza de lino, otro broquel se interpuso en su camino.

—¡Estoy contigo, Temístocles! —gritó Arifrón.

Sin perder tiempo en mirar al lado, Temístocles asestó un lanzazo a su enemigo a la altura del pecho. Notó algo metálico por debajo de la túnica, pero aprovechando que el persa se había quedado momentáneamente aturdido, volvió a golpear, y esta vez pudo sentir cómo la punta de hierro vencía una breve resistencia y se hundía en carne blanda. Temístocles removió la lanza con todo su peso. El rostro de su enemigo se desencajó en un rictus de odio y dolor, y su arma cayó inútil al suelo. El lancero persa retrocedió como pudo entre los demás, y otro guerrero ocupó su puesto. Temístocles escupió saliva y tierra y se preparó para enfrentarse a su tercer adversario.

A la derecha de la tribu de Temístocles, los hombres de Arístides también estaban enzarzados en un encarnizado combate con los lanceros del centro persa. La línea del frente se había estancado en un sinfín de combates individuales, con avances y retrocesos que dibujaban los dientes de una sierra.

Pero aún más a la derecha combatía el batallón de la tribu Enea, que formaba con filas de ocho hombres y se estaba enfrentando a los thanuvaniya, arqueros vestidos de rojo, y no a los lanceros del centro enemigo. Allí combatían hombro con hombro Cimón y Milcíades. Éste, que conocía bien cómo eran los escudos persas, había embestido con todas sus fuerzas al final de la carga, y el tremendo lanzazo que asestó había atravesado de paso al hombre que estaba detrás de la pantalla de mimbre y cuero. Cuando intentó tirar de su arma para atrás, no hubo manera de sacarla. Milcíades rugió pidiendo otra lanza, y cuando se la pasaron desde una fila posterior, apartó a patadas el enorme escudo e irrumpió entre las filas persas, seguido por su hijo.

Era la primera vez que Cimón entraba en combate. Mientras cargaban contra los enemigos, había experimentado a la vez un miedo terrible y una excitación brutal. En algún momento debía de haberse orinado encima, porque notaba los muslos y el perizoma empapados, pero no se avergonzó de ello. Ahora, cuando derribó el escudo que tenía enfrente y lo pisoteó, se acuclilló un instante y movió la cabeza con un rugido de león, agitando el penacho de plumas ante los arqueros persas.

Aquello sembró el pánico entre los enemigos, que retrocedieron. Cimón, sin pensárselo, se abalanzó sobre ellos.

Delante tenía un persa de barba rubia con una coraza de escamas doradas. Cimón le tiró un golpe, pensando que rebotaría. Como él no había cambiado el agarre de su lanza, la punta subió en una trayectoria ascendente y, tras resbalar un instante, penetró entre las escamas, que estaban cosidas por arriba y sueltas por abajo. Mientras, el persa trataba de golpearle con su espada, pero estaba tan lejos que ni siquiera logró rozarle el escudo. Pues a Cimón le sobraba metro y medio de lanza desde la mano, sumada a la longitud de su propio brazo.

El joven, acuclillándose un poco, hizo fuerza con su propio peso para hurgar con la punta de hierro en la carne de su enemigo. Éste cayó sobre sus compañeros, que lo apartaron a un lado para lanzarse contra Cimón. Pero sus armas, valiosas sin duda para saquear ciudades o para enfrentarse entre ellos, resultaban inútiles ante la larga lanza de fresno griega. Del mismo modo, las escamas y mallas que blindaban sus cuerpos, adecuadas para detener los tajos de sus propias espadas, eran una protección mediocre contra una punta bien aguzada, que acababa abriendo los anillos o penetrando entre las aberturas de las placas. Cuando el tercer persa cayó ante Cimón, los demás comprendieron que no tenían opciones de acercársele y empezaron a retroceder. Tal vez pretendían ganar distancia para utilizar de nuevo sus arcos, pero el joven no pensaba permitírselo.

—¡Seguidme! —gritó, saltando sobre un cadáver. Una mano de hierro le agarró por las trenzas y tiró de él hacia atrás. Cimón se volvió, furioso, para encontrarse con el rostro de su padre, aún más encolerizado que él.

—¡Serás tú quien me siga a mí! ¡Vamos! Como lobos entre ovejas, padre e hijo penetraron entre los arqueros persas formando una cuña.

Sus hombres los siguieron, alanceando a todo enemigo que se ponía a su alcance, mientras los de las filas posteriores clavaban los pinchos de sus regatones en los ojos y las gargantas de los enemigos caídos.

—No te emociones, hijo —gruñó Milcíades—. Recuerda que todavía tendremos que reagruparnos y girar a la izquierda.

Cimón asintió. El ardor del combate no lo había vuelto tan necio como para olvidar el plan de Temístocles.

En la parte central la situación no era tan halagüeña para los atenienses. Los arshtika de uniformes azules que luchaban contra la Leóntide y la Antióquide sí tenían escudos. Aunque eran también de mimbre y cuero y sus lanzas medían un palmo menos que las griegas, aquellos hombres combatían con denuedo, espoleados por el orgullo de ser la élite reclutada por el Gran Rey en el propio corazón de su imperio. Acumulaban, además, más del doble de efectivos que los atenienses en la misma longitud de frente y se podían permitir muchas más bajas que ellos.

Aprovechando un instante de descanso cuando ambas fuerzas se apartaron unos pasos para tomar aliento, Temístocles ordenó que la segunda fila relevara a la primera allá donde fuese posible, y él mismo se giró de lado para dejar que Euforión pasase al frente. El combate volvió a trabarse enseguida, más encarnizado que antes, pues la visión y el olor de la sangre ya vertida convertían a los hombres en una jauría de lobos. Si atenienses y persas se aborrecían antes del combate de una forma remota, casi abstracta, ahora el odio se había convertido en algo tan tangible y visceral como los intestinos que Temístocles había visto ensartados en la lanza de un compañero a modo de trofeo.

Y eso que la verdadera matanza no había empezado, pues las piernas aún estaban frescas y las fuerzas parejas. Temístocles, que había herido a dos hombres y los había obligado a retroceder, comprobaba que matar a alguien no era tan fácil como en los relatos de taberna. Si uno creía las fanfarronadas de muchos soldados, cada uno de ellos acababa con la vida de diez o doce enemigos en cada batalla. Ya el poeta Arquíloco, que como mercenario entendía de eso, había dicho: Han caído siete muertos que alcanzamos en la huida, ¡y somos mil sus matadores! Mientras Euforión combatía en la primera fila, Temístocles trató de apoyarlo agazapándose tras él y colando su arma por los huecos que se le abrían. Por fin, cuando vio que el guerrero persa bajaba el escudo para cubrirse las piernas, aprovechó para arrojar la lanza por encima del hombro de Euforión como si estuviera cazando jabalíes en el monte Himeto. La punta de hierro atravesó la espesa barba del enemigo y se clavó en su cuello. El persa retrocedió un solo paso y cayó fulminado. Otro enemigo ocupó su lugar, pero antes de hacerlo rompió la vara de la lanza de Temístocles. Éste echó mano a la espada, pensando que perder una lanza a cambio de matar a un enemigo no era tan mala inversión.

—¡No! ¡Coge la mía! —le dijo Mnesífilo, que estaba detrás de él.

Temístocles se volvió de medio lado y cogió la lanza de su amigo con mucho cuidado; en las apretadas lineas de la falange cada movimiento suponía chocar contra los escudos de los demás y el peligro de clavarse el pincho de algún regatón. Su mirada se cruzó con la de Arifrón, que también había retrocedido a la segunda fila. El muchacho tenía un corte en un antebrazo y sus armas, llenas de polvo, habían perdido todo su lustre. Pero el brillo febril de sus ojos ya no era de miedo, sino de algo distinto. Temístocles le sonrió con ferocidad.

Por detrás de las líneas enemigas sonó un agudo y penetrante clarín, tocando una cadencia extrañamente femenina que no pertenecía a ninguna escala griega que Temístocles conociera. Los lanceros empezaron a retroceder y abrieron un gran pasillo justo frente a su posición. Durante un instante, Temístocles pensó que habían conseguido ponerlos en fuga. No puede ser, se dijo enseguida. Los persas estaban manteniendo el terreno hasta ahora. Debía tratarse de alguna maniobra del enemigo.

Aprovechó para apartar a Euforión, volver a la primera fila y mirar a su alrededor. Miles de pies revolviendo el suelo habían levantado una polvareda tan densa que era difícil distinguir algo a más de veinte metros de distancia. Hasta donde le alcanzaba la vista había bastantes cuerpos en el suelo, cadáveres griegos y persas mezclados sobre los restos rotos de los grandes escudos.

La llamada del clarín se repitió, y junto a ella se oyó el relincho de un caballo. Temístocles miró hacia el frente. Los rayos de sol que se colaban oblicuos entre la nube de polvo le daban de refilón en los ojos y lo hacían todo más confuso. Por el ancho pasillo que habían abierto las filas persas apareció la enorme sombra de un caballo, y detrás otros, como fantasmas recortándose en la niebla.

Pero ¿no decían que la caballería había embarcado?, pensó, y un miedo casi supersticioso le detuvo el corazón durante un instante.

Fffzzzzuuu. Algo negro silbó en el aire y una fracción de segundo después Temístocles sintió un golpe en el pecho, por encima de la tetilla derecha. Retrocedió con un gruñido de dolor. Como por arte de magia, una flecha había aparecido clavada bajo su clavícula. Ffzzuuu, ffzzuuu, ffzzuuu. Las saetas volaban en horizontal, más mortíferas que las que habían recibido durante la carga. El hombre que estaba a la izquierda de Temístocles, Filodemo hijo de Androción, soltó un grito y se llevó la mano a la cara. Al arrancarse la flecha que había penetrado en el visor del yelmo se sacó también el ojo, una bola blanca unida a un colgajo sanguinolento, y cayó de rodillas entre alaridos.

Las flechas seguían lloviendo sobre los hombres de la tribu Leóntide, y tras ellas venía la carga de los jinetes persas que las disparaban. Estaban a menos de quince metros, un escuadrón en cuña cuyo número no podía precisar Temístocles, pues los caballos que venían detrás quedaban tapados por la nube de polvo que levantaban los cascos de los primeros. Pero el hombre que dirigía la carga, a lomos de su corcel negro y con la máscara de oro, era inconfundible.

Tienes una flecha clavada en el pecho, se dijo.

Si fuera grave, ya estarías muerto, se respondió a sí mismo, y tiró de la flecha, que salió con facilidad. Había sangre en la punta, pero después de atravesar las capas de lino debía haber perdido fuerza y no había conseguido perforar la costilla.

A su alrededor se oyeron gritos de desánimo, y muchos hombres volvieron la espalda para huir de los caballos que los embestían. La percepción de Temístocles, que parecía haberse agudizado durante la batalla, ahora se ralentizó, como si la rueda del tiempo hubiera quedado atascada en un espeso río de miel. Vio a su izquierda un escudo que caía boca abajo y giraba sobre la bloca como una peonza unos instantes antes de detenerse. El hombre que lo había soltado daba media vuelta y huía, abriéndose paso a empujones entre otros hoplitas que retrocedían con gestos de pavor, muchos de ellos abandonando también los broqueles. Después oyó un relincho, poderoso y grave como el mugido de un toro, y se volvió hacia el frente. Vio la testera dorada del caballo negro y las plumas rojas que ondeaban sobre su cabeza como llamaradas del infierno. Al contemplar su aparición de entre el polvo, se imaginó lo que debió sentir la joven Perséfone cuando la tierra se abrió y de una nube de humo negra surgió el carro del dios Hades, tirado por corceles tan tenebrosos como el que montaba el hombre de la máscara de oro.

Miró a ambos lados y se vio solo entre el polvo. Él era una barca solitaria en la bruma, y el caballo del enmascarado un enorme escollo negro que las olas empujaban contra él. Temístocles no sabía qué estaba pasando en otros puntos del frente, e ignoraba si la tribu Antióquide también estaría sufriendo un asalto como aquél. Pero estaba seguro de que Arístides no iba a arrojar su escudo.

El pánico cerval a la caballería que impulsaba a huir a sus camaradas no significaba nada para él.

Había otro miedo mucho más palpable, más cercano, el mismo miedo que no había dejado de sentir desde que Fénix lo azotó delante de sus compañeros. La tribu de Temístocles estaba retrocediendo ante el enemigo y la línea ateniense se iba a romper justo por el centro, demostrando que su plan tenía una debilidad fatal. Iban a señalarlo con el dedo, a burlarse de él y a compararlo con Arístides.

No pensaba sobrevivir para verlo.

Clavó la contera de su lanza en el suelo, proyectó la punta hacia delante y se arrodilló, protegiéndose bajo el escudo. El corcel negro rompió la nube de polvo y apareció a menos de cinco metros de él. El hombre de la máscara había colgado el arco junto a la silla y ahora blandía sobre su cabeza un enorme sable. Temístocles rechinó los dientes y entrecerró los ojos, aguardando la inevitable embestida. Pero, al ver la punta de hierro delante de su cara, el caballo se encabritó y rehusó seguir adelante. Su jinete lo hizo girar a la izquierda apretándole el lomo con la rodilla, y aprovechó el movimiento para descargar un tajo sobre la lanza de Temístocles y arrancarle la moharra.

—¡Aquí, a tu lado! Temístocles miró de reojo a la derecha. Arifrón se había arrodillado junto a él, y ahora su pica también se proyectaba contra la cabeza del caballo.

Los demás jinetes llegaron junto al enmascarado, pero sus monturas se frenaron en seco, siguiendo el ejemplo del corcel negro. Temístocles, al detener la embestida del macho dominante, había logrado robarle el impulso de la carga a toda la manada.

—¡Aguanta, Temístocles! Miró a la izquierda un instante. Allí estaba el enjuto Fidípides, hincando su lanza en el suelo y sonriéndole a través de una capa de polvo tan blanca y espesa que los bordes internos de sus párpados parecían heridas ensangrentadas. Más allá de Fidípides, Mnesífilo clavó la rodilla y levantó una lanza que debía haber recogido del suelo.

Ah, qué hatajo de patéticos y magníficos compañeros con los que morir, pensó.

Por encima de su hombro apareció otra punta de lanza, y luego otra. Más hombres ocupaban sus puestos a derecha e izquierda, haciendo más tupida la barrera de hierro aguzado que amenazaba a los caballos de los persas.

Temístocles comprendió que a sus hoplitas les había podido más la vergüenza de ver morir a su taxiarca abandonado por ellos que el propio miedo. Había que aprovechar ese momento cuanto antes.

—¡Arriba! ¡Ahora! —gritó, y él mismo se puso en pie.

El caballo negro volvió a encabritarse y le tiró una coz con la pata delantera que casi arrancó el escudo de brazos de Temístocles. El dolor fue como si le hubieran dado un martillazo en el codo, y dejó de sentir todo el antebrazo izquierdo. Pero aguantó y tiró un golpe a la cara del caballo, al que, en ese momento, odiaba más de lo que había aborrecido nunca a ningún humano. El corcel, que había dado un paso adelante para arrollarlo y había abierto la boca con intención de morderlo, se tragó el palo quebrado de la lanza. Temístocles apretó con rabia y sintió que la punta astillada raspaba en algo duro y se hundía. El caballo negro soltó un agudo relincho de dolor y empezó a corcovear sin control. El enmascarado tuvo que sujetar las riendas con ambas manos y el sable se le cayó al suelo.

La cuña de caballería, frustrada su penetración, se había convertido en una línea que ahora peleaba contra el frente recompuesto de los hoplitas. Los jinetes golpeaban desde arriba con sus espadas curvas. Algunos de sus tajos arrancaban los yelmos de los atenienses o conseguían clavarse en la estrecha ranura entre la coraza y el casco y romper clavículas y segar arterias, mientras sus caballos, rabiosos, pateaban y mordían a diestra y siniestra. Perdido el impulso primitivo de la embestida, la situación era incierta. Aquellos jinetes, persas de noble cepa, cubrían sus cuerpos con lujosas armaduras, pero la forma en que tenían cosidas las escamas los hacía vulnerables a lanzazos recibidos de abajo arriba, y muchos de ellos caían al suelo y eran pisoteados por los cascos de sus propios corceles o rematados por los griegos, que buscaban sus caras descubiertas con las puntas de las picas.

El hombre de la máscara había retrocedido, pues su caballo no hacía más que sacudir la cabeza a ambos lados, loco de dolor. Ahora que Temístocles disponía de algo más de espacio delante de él, en medio de aquella polvareda tan espesa que el sol se había convertido en una mancha blanca y difusa, se sintió suspendido en un lugar fuera del tiempo, como debía pasarles a los héroes homéricos cuando los dioses los arrebataban del campo de batalla en una nube.

Lejos, a su izquierda, se oyó una trompeta, y varias más la contestaron por la derecha. Aunque sonaban amortiguadas por el fragor de la batalla, los gritos y los relinchos de los caballos, Temístocles reconoció su breve melodía, inconfundiblemente griega. Era la señal para la tercera parte de su plan.

El jinete enmascarado, intuyendo tal vez lo que se le venía encima, levantó la mano y gritó una orden, mientras su montura corcoveaba y se revolvía en círculos como un potro sin domar. Después se giró y se perdió en la polvareda, seguido por sus jinetes. Temístocles jadeó, tosió y escupió polvo y granos de tierra, mientras veía las grupas de los caballos desaparecer de su vista, como si no hubieran existido, como si fueran imágenes de una pesadilla. Pero en el suelo había jinetes derribados, y también estaba el sable del enmascarado como prueba de que no habían combatido contra fantasmas. Temístocles pensó en apoderarse de la espada como botín, pero era demasiado larga y en aquel momento no se le ocurría de dónde colgársela sin que le estorbara.

—Vienen más —dijo Mnesífilo.

Temístocles se volvió hacia su amigo. En algún momento había perdido el yelmo; tenía toda la piel de la sien derecha levantada y la oreja partida en dos. No quería ni imaginarse cuánto debía dolerle, pero Mnesífilo no se quejaba. Temístocles se acordó de su propia herida y se miró el pecho.

El agujero en el lino no se había manchado de sangre, y el dolor que aún sentía en el codo anulaba el del flechazo.

Las túnicas azules volvieron a aparecer entre el polvo, cerrando los huecos por donde habían dejado pasar a la caballería. Pero se quedaron allí, a unos metros de ellos, sin decidirse a atacarlos.

Griegos y persas se miraron por encima de los cadáveres apilados entre ambos frentes.

—¿Cargamos, señor? —preguntó Arifrón.

—No, amigo mío —contestó Temístocles, agachándose ahora para recoger una lanza. Era persa y más corta que la suya, pero conservaba su punta de hierro y le serviría—. Vamos a aguantar la posición aquí. Pronto serán ellos quienes vengan a ensartarse en nuestras picas.

Los arqueros persas, comprendiendo por fin que en el combate cuerpo a cuerpo no tenían nada que hacer contra el blindaje y las largas lanzas de los hoplitas, huían por delante de la tribu Enea, buscando las naves que pudiesen quedar varadas en la playa. Milcíades rugió, blasfemó y golpeó varias cabezas para evitar que sus hombres, borrachos de sangre y codiciosos del oro que veían en los cuellos, las orejas y las muñecas de los persas, los persiguieran. A su izquierda, en el centro del campo de batalla, se vislumbraban tras una gruesa cortina de polvo las túnicas azules de los lanceros persas. Como se había acordado en la reunión de generales, si los batallones que combatían en las alas lograban ahuyentar a los enemigos, debían acudir en auxilio de las tribus de Temístocles y Arístides para compensar la debilidad de su formación.

—¡Conversión a la izquierda! —ordenó al trompeta, que sopló hasta perder el aliento para transmitir la orden.

Tenían que pivotar sobre el extremo izquierdo del batallón para girar todo un frente de cien escudos hacia el centro del campo de batalla. Era una maniobra muy complicada. Cimón pensó que, en pleno combate, ni los propios espartanos, que entrenaban durante toda su vida, lo habrían conseguido. La línea griega, que ya se había quebrado por veinte sitios, se rompió aún más. Pero los quinientos acarnienses y el resto de sus conmilitones de la tribu Enea, aun incapaces de cumplir la orden al pie de la letra, habían captado al menos el espíritu que les dictaba la música: tenían que acudir en ayuda de sus compañeros del centro. Por grupos de treinta, de cincuenta, como mucho de cien, formaron pequeñas falanges y se internaron donde la polvareda era más espesa, buscando las casacas azules de los enemigos.

Cimón, que seguía hombro a hombro con su padre, tiró la lanza, que se le había vuelto a romper, y desenfundó la espada. Estaba tan excitado como un garañón ante un rebaño de yeguas, y la distancia que interponía la lanza entre los enemigos y él era demasiado frustrante para su sed de sangre.

—¡Estás loco! —gritó Milcíades—. ¡Coge una lanza!

—¡No me hace falta, padre!

Milcíades se volvió hacia él. Tenía las pestañas blancas de polvo y la barba pringada de saliva y de sangre, suya o de algún persa.

—No se trata de que te haga falta a ti, sino de lo que tenemos que hacer. ¡O coges una lanza o te vas a la fila de atrás! Alguien le pasó una pica a Cimón. Tenía la punta limpia, pero la contera estaba ensangrentada.

Su dueño debía haber rematado a un enemigo caído en el suelo mientras pasaba por encima de su cuerpo.

Una racha de aire desgarró el velo de polvo, y ante ellos, a unos cinco metros, apareció nítidamente una fila de lanceros persas que les ofrecían el costado izquierdo. Algunos de ellos vieron a los atenienses y se volvieron con gesto de asombro. Sin duda, no se esperaban ver enemigos por aquel lado.

—¿Ves, hijo, como te hacía falta una lanza? —dijo Milcíades—. No se pueden pescar atunes con espada.

El terral había dejado paso a la brisa del mar, que soplaba ahora con cierta fuerza y arrastraba las nubes de polvo hacia los montes que cerraban el valle por el norte. Temístocles tuvo una visión más clara de la situación, al menos en la zona donde se encontraba su tribu. Frente a ellos seguía habiendo un gran número de persas, pero ya no estaban tan organizados como antes. Algunos caftanes rojos de arqueros se mezclaban con los azules de los lanceros, y unos se empujaban a otros, cada grupo pugnando en una dirección diferente. Detrás, por encima de las cabezas de los enemigos, se alzaban puntas de lanzas, y también penachos que parecían griegos. Por si a Temístocles le cabía alguna duda más, desde allí, sobreponiéndose a los gritos y las voces de los persas, le llegó el inconfundible canto del peán.

Aquella era la culminación de su plan, que Milcíades había tildado de locura y, sin embargo, había aceptado. Para evitar que el enemigo los rodeara, le había propuesto que fuesen ellos quienes lo rodearan a él. Si las cosas habían ido según lo previsto —o más bien lo deseado, porque en aquel fragor de gritos, polvo, sudor y sangre todo era caótico e imprevisible—, las alas atenienses habían conseguido derrotar a los adversarios formados frente a ellas y ponerlos en fuga, y ahora estaban cerrando una tenaza sobre el centro del ejército persa.

La brisa siguió despejando el polvo, y durante unos segundos Temístocles vio a miles de persas, más apelotonados que los ciudadanos en las asambleas de la Pnix. Los que estaban en primera fila ante ellos, viendo las largas lanzas que ya habían probado en sus carnes, clavaban los pies en el suelo para resistirse a la presión de los que tenían detrás. Pero era inútil, porque sus propios compañeros intentaban también huir de los atenienses que tenían a la espalda y no dejaban de empujarlos.

Esta vez eran los persas quienes venían hacia las puntas de sus lanzas, aunque no por propia voluntad, y muchos de ellos habían perdido sus escudos. Temístocles echó cuentas. Había matado a un enemigo y herido a otros dos, amén de clavarle el palo de la lanza al enorme corcel negro. De momento, había probado suficiente ración de sangre. Se ladeó y dejó pasar al hombre que tenía a su espalda, un tal Demódoco que al principio del combate formaba quince escudos a la derecha de él y en la tercera fila. Sólo Zeus sabía cómo habría ido a parar detrás de Temístocles; pero ahora Demódoco le dio las gracias, deseoso de matar enemigos.

Fuera de la formación, el mundo parecía distinto, más aireado y luminoso. Temístocles miró hacia el suroeste, en dirección al monte Agrélico. Había pequeños grupos de persas corriendo hacia el olivar de Heracles, e incluso algún que otro jinete. Debían de haber roto las filas de su tribu o la de Arístides. En cualquier caso, no podían suponer demasiada amenaza ni siquiera para la infantería ligera que se había quedado guardando el campamento ateniense.

—¿Qué hacemos ahora, general? Temístocles se volvió. Quien le había preguntado era Cares, el corneta del batallón. En su coraza había salpicones de sangre, le habían arrancado el penacho y tenía una muesca de espada o de hacha en el yelmo, pero conservaba la trompeta. Temístocles estuvo a punto de contestarle que él no era el general de la tribu. Entonces comprendió.

—Melobio ha muerto, ¿verdad? El trompeta asintió, con lágrimas en los ojos. Temístocles, algo aturdido por la batalla, recurrió a su memoria y recordó que aquel joven se llamaba Conón y era hijo de Melobio. Le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Tu padre era un gran hombre.

Era mentira, por supuesto. Pero al menos Melobio había tenido la decencia de morir en una gran ocasión y no apuñalado en algún garito del Pireo. Luego, Temístocles captó algo más en la mirada de Conón y le tranquilizó:

—Sólo te dejará honor, no deudas.

Sin duda se arrepentiría más tarde de su generosidad, pues le tocaba responder de casi un talento y medio ante los acreedores de Melobio. Pero ahora era incapaz de sentirse mezquino.

—¿Qué hacemos, general? —insistió Conón.

—Nada. Ya no es necesaria ninguna maniobra.

Se volvió y señaló hacia sus propias líneas. Entre las espaldas de los hombres, se veían las conteras de las picas adelantarse y retroceder conforme alanceaban a los enemigos. Ya no había apenas cantos, ni trompetas, las órdenes eran pocas y los alaridos muchos, y el entrechocar de metal contra metal había dejado paso a ruidos más ominosos. Los que se podrían oír cuando los matarifes degollaban y despiezaban cien bueyes en las hecatombes en honor de Atenea.

—Si quieres vengar a tu padre —le dijo a Conón—, ponte en la primera fila. Aunque no sé si tus propios compañeros te dejarán.

Cuando los enemigos cargaron contra ellos, Artemisia se había esperado un choque espantoso.

Pero los atenienses se refrenaron unos pasos antes de llegar. Ya se lo había advertido Fidón:

«Frenarán, frenarán. Un choque de verdad entre dos falanges es demasiado duro».

Gracias al refuerzo de los soldados de Halicarnaso, el ala izquierda persa se solapaba un poco sobre la ateniense. Por eso, Calímaco y el general que estaba a su lado, ambos ocupando el puesto de honor de su formación, se abalanzaron contra el centro de la pequeña falange de Artemisia, dejando su flanco derecho descubierto.

—Mira a tu hombre, señora. Mira a tu hombre —le recordó Fidón, al darse cuenta de que ella no hacía más que girar la vista a un lado.

Artemisia respiraba en bocanadas cortas y rápidas. Ella misma no sabía si lo que sentía ahora era miedo u otra cosa. Lo que fuera, le servía para infundir más fuerza a sus brazos y sus piernas, así que daba igual. El hombre que venía contra ella llevaba un yelmo corintio muy cerrado, pero por debajo se le veían los ojos, muy blancos sobre su piel morena. Y en el último momento, antes de golpear, el ateniense los cerró.

Nada podía haberla preparado para lo que vino después. Aunque Artemisia había entrenado durante años con Fidón y sus soldados, los golpes del adiestramiento siempre tenían un punto de contención, privados de la fuerza incontrolable que el miedo y la excitación de la batalla pueden prestar a un brazo. En ese momento, la lanza de su enemigo pegó en el centro de su escudo con tanta fuerza que el propio brocal golpeó a Artemisia en la cara y le partió un labio. Pero ella, que, al contrario que el ateniense, no había cerrado los ojos, adelantó la pierna derecha y estiró el hombro y el brazo para meter su arma por debajo del escudo enemigo. La hoja de hierro hirió la parte exterior del muslo del ateniense. Artemisia vio la sangre brotar y oyó el grito de su adversario.

—¡Bravo, señora! —gritó Fidón, que al parecer tenía tiempo para combatir por su cuenta y a la vez observar lo que hacía ella.

Así fue el inicio de la batalla para Artemisia. Su adversario siguió peleando con ella un rato, aunque cada vez más débil y trastabillando por culpa de la herida en el muslo. A su izquierda, los halicarnasios que sobrepasaban el flanco ateniense aprovecharon esta ventaja para concentrar sus golpes en el costado derecho de aquellos hombres. Calímaco fue de los primeros en caer, y uno de los halicarnasios levantó en alto su casco y su penacho entre gritos de triunfo. Pero los atenienses que peleaban en las últimas filas salieron de ellas para acudir a cerrar el hueco, y durante un rato el combate se trabó.

Todo era tan confuso que luego Artemisia no recordaría los detalles. Su primer adversario había desaparecido, sustituido por otro que le tiraba lanzazos contra las piernas con una rapidez endiablada y que llegó a arañarle las grebas dos veces, hasta que Fidón intervino y le clavó su arma en la cara. Estaba tan cerca de ella, a poco más de un metro, que Artemisia pudo ver perfectamente cómo la punta de hierro le reventaba un ojo, y de éste brotaba un repugnante líquido gris mezclado con sangre. Luego, el propio Fidón dijo:

—¡Retirada! ¡Retirada! Ella no entendía por qué, pero Fidón la agarró por el faldar sin el menor reparo y tiró de ella para atrás. Los atenienses que combatían contra ellos se detuvieron donde estaban, agradecidos de tomarse un respiro, mientras los halicarnasios reculaban paso tras paso, mirando a la vez hacia delante para no perder la cara a los enemigos y hacia atrás para comprobar que sus propios compañeros también retrocedían.

Entonces comprendió Artemisia lo que pasaba. A su derecha, los atenienses habían penetrado entre las filas de los persas tras hacer astillas su barrera de escudos y ahora avanzaban pisoteando cadáveres y alanceando a los arqueros. Si los halicarnasios se hubieran quedado donde estaban, aunque hubiesen resistido a los hombres que tenían enfrente, no habrían tardado en verse flanqueados y atacados por la retaguardia.

—¡A las naves! —gritó Artemisia—. ¡A las naves, rápido! Los hombres de las últimas filas dieron la vuelta y corrieron hacia los barcos. Artemisia, Fidón y los demás hombres de la vanguardia siguieron retrocediendo con cierta disciplina, casi de lado. Pero los atenienses, que se habían dado un respiro, ahora olieron sangre y se lanzaron a por ellos entre gritos. Artemisia miró hacia atrás. Sus barcos estaban a más de doscientos metros, y los enemigos a menos de veinte.

—¡Tira el escudo, Artemisia! —le dijo Fidón—. ¡Tíralo! Aquello, según contaban, era la mayor deshonra para un guerrero, y para un espartano significaba prácticamente la muerte. Pero el veterano capitán siempre le había dicho que, llegado el caso, recordara las palabras de Arquíloco: Algún enemigo disfruta del magnífico escudo que tuve que abandonar tras un arbusto. Pero salvé la vida. ¡Ya me compraré otro mejor! La joven soltó el escudo, que cayó junto a los demás con un sonoro gong, se dio la vuelta y corrió, arrepintiéndose incluso de haberse puesto las grebas.

Huyeron hacia los barcos, perseguidos por los ruidos de la batalla. Mirando a la izquierda, tierra adentro, Artemisia podía ver que en las filas posteriores de los persas había muchos que seguían su ejemplo. Por detrás, los hoplitas del ala ateniense corrían en persecución de los halicarnasios. Pero iban lastrados por el peso de los escudos y el cansancio de la prolongada carga por la llanura, así que consiguieron sacarles cierta ventaja.

A diferencia de lo que pasaba con los persas, entre los hombres de Artemisia no había pánico. Al fin y al cabo, no habían sido derrotados en su zona del campo, y la mayoría estaban frescos porque no habían llegado a entrar en el combate. Al llegar a la playa, abrieron sus filas para no tropezar entre ellos. Cada uno se dirigió a su nave y empezaron a embarcar, unos por las escalas, otros izándose con las sogas que les tendían y otros escalando directamente sobre los remos. Las naves ya estaban en el agua, y desde la cubierta los tripulantes jaleaban a sus compañeros. Diógenes, el piloto, le tiró un cabo a Artemisia.

—¡Date prisa, señora! La joven miró hacia atrás. Los primeros atenienses no podían estar a mucho más de veinte metros. Tiró la lanza, corrió hacia la popa de la Calisto y trepó por la soga, pues ya habían retirado la escalerilla.

Menos mal que los atenienses no tienen arqueros, pensó, pero aun así la nuca se le erizó al pensar que estaba dando la espalda a los enemigos.

Las filas persas se habían desmoronado ante Cinégiro y sus hombres. Al ver cómo, en cuestión de minutos, los griegos destrozaban tres o cuatro filas de soldados y se abrían paso pisoteando cadáveres, los demás sucumbieron al pánico, les dieron la espalda y huyeron.

A los primeros, que ahora se habían convertido en los últimos e intentaban empujar a sus propios compañeros para huir, los alancearon por la espalda sin misericordia. Cinégiro derribó a uno hincándole el arma en los riñones, pasó por encima de él y al pisarle un brazo comprobó que aún seguía vivo. El hoplita que venía detrás de él se ocupó de rematarlo. Luego, Cinégiro clavó la lanza en la espalda de otro, por debajo del omóplato. Como no llevaba ninguna protección bajo el caftán rojo, la moharra se hundió con tanta fuerza que se quedó enganchada entre las costillas, y Cinégiro ya no tuvo manera de sacarla. Allí quedó su lanza.

Ante ellos se abría un amplio espacio despejado. Por delante, los persas huían hacia las naves, y a su derecha un grupo de jonios corría por la playa. Cinégiro miró a los lados. Alguien se acercó a decirle algo a Esquilo, que asintió y se volvió hacia su hermano.

—El polemarca y el general han muerto. Tú estás al mando.

Cinégiro, ofuscado por el combate y la sangre, tardó unos segundos en asimilar lo que pasaba.

Después recordó las órdenes. En la reunión previa a la batalla, se había concertado que, si conseguían romper las líneas persas, el batallón Ayántide podía dedicarse a perseguir a los enemigos mientras las tribus que formaban a su izquierda acudían a socorrer a sus compañeros del centro.

—¡A por ellos! —exclamó ahora, apuntando con la espada hacia la playa—. ¡Hay que impedir que embarquen y vayan a Atenas! Los ciudadanos de la Ayántide pidieron un esfuerzo más a sus piernas y avanzaron al paso ligero, cargados con toda la impedimenta. La formación se rompió, los más rápidos se adelantaron y se fueron escindiendo en grupos que corrían hacia los barcos alineados en la orilla. Cinégiro pensó que tal vez debería reorganizar a los hombres del batallón, pero enseguida desechó aquella idea. No era necesario volver a formar la falange: los persas estaban aterrorizados, lo había visto en sus ojos.

Fobo se había apoderado de sus almas y ya no las soltaría de entre sus garras, al menos mientras durase la batalla.

Muchos barcos habían zarpado y se alejaban a toda prisa de la costa, pero no muy lejos de ellos unas naves griegas aún no habían terminado de desembarrancar. Los jonios que habían formado junto a los persas estaban embarcando en ellas. Eran los mismos que habían matado al polemarca y al general de su tribu, pensó Cinégiro, y el rencor lo acicateó todavía más.

Cinégiro era un atleta de gran resistencia que había ganado varias coronas de laurel en la carrera larga del dólikhos. Pronto él y los más rápidos de sus compañeros dejaron atrás a los demás. La primera nave estaba ya a su alcance. Era la mayor de todas, un trirreme pintado de ocre, con un estandarte que representaba a un oso bordado con hilos blancos sobre un fondo rojo, y vistosos adornos de oro en la proa y en la popa.

—¡Vamos a por ese barco! —animó a sus hombres.

Cuanto más corría, menos cansado se encontraba. Se sentía una reencarnación de Aquiles combatiendo junto a las murallas de Troya. El trirreme se bamboleaba ya en las olas someras de la playa. Cinégiro se metió en el agua, y los últimos jonios que aún no habían embarcado se dieron la vuelta para enfrentarse a él y a los hombres que lo seguían.

Se libró un breve combate al pie de la nave. Las aguas se tiñeron de sangre jonia: aquellos traidores a su raza habían arrojado sus escudos por el camino, y ahora se arrepentían. Cinégiro hirió a uno en el muslo y, cuando se agachó, le dio un tajo en el cuello. Sin esperar a ver qué era de su adversario, chapoteó hacia el barco, persiguiendo a los enemigos que trepaban por las sogas. Si se apoderaba de la primera nave, sin duda ganaría el premio al valor delante de todos los atenienses.

Dejó caer el escudo, se colgó la espada al costado y pisó sobre el último remo, cerca de la popa.

Aunque sus hombres lo siguieran, nadie le disputaría el honor de ser el primero en poner el pie sobre un barco enemigo.

Su mano derecha se aferró a la borda allí donde se curvaba hacia arriba para unirse con el codaste, y se izó a pulso hasta agarrarse con la otra. Pero cuando ya tenía la barbilla por encima de la regala, vio algo que lo detuvo un instante. Frente a él había un hoplita que se quitó el yelmo y lo miró.

—¡Atenea! —exclamó Cinégiro, porque era una mujer y no un hombre, lo que significaba que sólo podía tratarse de la diosa guerrera.

Obnubilado por la mirada de aquellos ojos azules y por lo extraño de la situación, apenas se dio cuenta de que la mujer empuñaba un hacha. De pronto notó algo duro, un fuerte golpe en la muñeca. Cinégiro pensó que debía apartar el brazo. Pero al hacerlo su mano derecha se quedó allí, aferrada a la borda. Vio su carne roja, sus huesos y sus tendones blancos, las venas que goteaban sangre, y siguió viéndolo todo mientras caía de espaldas al agua con un grito de dolor que salía de su propia boca.

Sus compañeros lo sacaron a la playa, renunciando a apoderarse del trirreme, que ya se alejaba de la orilla a fuerza de remos. Cinégiro apartó a los demás, se levantó y señaló a la nave con el muñón.

—¡Tenemos que tomarla! ¡No dejéis que se escape! Pero mientras gritaba, la sangre le seguía brotando a borbotones de la muñeca. El dolor le empezó a subir por el brazo y llegó hasta su cabeza, como una coz. Cayó de rodillas en el agua y todo se volvió negro. Escuchó, muy lejos, a su hermano Esquilo, y notó que unos brazos lo agarraban.

—Hoy estarás conmigo en los Campos Elíseos.

Cinégiro levantó la cabeza al oír aquella dulce voz. Atenea, la misma que le había cercenado la mano, le miraba ahora con una dulce sonrisa. Cinégiro dejó que ella le acariciara los cabellos, mientras las olas de Maratón lo arrullaban.

Cinégiro nunca despertó. Los harapos de lino con los que intentaron taparle la herida no sirvieron de nada, y cuando alguien consiguió fuego para cauterizarle el muñón ya era demasiado tarde. Cuando Temístocles lo vio, su amigo estaba tendido en la arena con el rostro exangüe, tan blanco que, por contraste, su barba castaña parecía de carbón. Pero su gesto era plácido y tenía los ojos cerrados como si durmiera. Esquilo, arrodillado junto al cadáver, contemplaba a su hermano con mudo estupor.

—Tu dolor es mío —le dijo Temístocles, apretándole el hombro. Esquilo levantó la mirada. Sus ojos eran negros y duros como la obsidiana.

—No, Temístocles. Mi dolor es sólo mío. Tú disfruta de tu victoria.

A Temístocles le dolió aquella reacción. Había compartido mucho con Cinégiro, quien le contaba cosas que nunca le habría confesado a su propio hermano, cada vez más morigerado con los años. Pero se tragó sus lágrimas y se apartó de ellos sin decir nada.

Como autoridad más alta de la tribu Leóntide, tenía que deliberar con los demás generales.

Mientras caminaba hacia el punto de reunión, Temístocles fue hablando con los ciudadanos que se encontraban para acopiar información. La magnitud del triunfo se hacía más asombrosa a cada momento que pasaba, y los propios atenienses la iban asimilando poco a poco.

—¡Milcíades es un genio! —comentaba alguien en un corrillo de hoplitas—. Sólo un loco como él podía llevarnos a la victoria.

Quítale ahora la gloria a Milcíades, si eres capaz, pensó Temístocles con amargura.

Antes de reunirse con los demás, Temístocles ya tenía un panorama bastante claro del resultado de la batalla. Frente al ala izquierda griega, los enemigos que se habían enfrentado a los plateos y a la tribu Egea habían sufrido bajas cuantiosas. Desde aquel punto, al pie del monte, los persas tenían muy lejos la retirada a las naves, así que muchos de ellos se habían visto obligados a entrar en el pantano. Hasta allí los habían perseguido los griegos, cazándolos como patos en el cañaveral.

Algunos, por huir de sus lanzas, se habían adentrado en zonas del marjal más profundas; sólo para ahogarse en sus aguas, pues la mayoría de los iranios no sabían nadar.

Pero la mayor mortandad se había producido en el centro. Las tropas elegidas de Datis, que al principio de la batalla habían resistido bien el embate ateniense e incluso en varios puntos del frente llegaron a llevar la mejor parte, habían perecido, paradójicamente, por su propio éxito. En lugar de huir a los pocos minutos del choque, como habían hecho sus conmilitones de ambas alas, los lanceros habían mantenido la posición, y fue en ella donde los casi cuatro mil hoplitas de las tribus Erectea, Cecropia, Hipotóntide y Enea los rodearon en una maniobra envolvente. Como Milcíades le había predicho a su hijo, aquello más que una batalla fue una almadraba en la que se dedicaron a arponear a los persas como si fueran atunes boqueando en las redes. Los que no murieron alanceados, perecieron asfixiados por la aglomeración de cuerpos, heridos por las armas de sus propios compañeros o pisoteados por sus botas. Alli habían caído cinco batallones casi enteros, salvo los escasos lanceros que lograron romper el cerco ateniense y huir. Milcíades había dado órdenes de no coger prisioneros.

El botín parecía menor del que se podría esperar tras aquella apabullante victoria. Datis había hecho recoger las tiendas más lujosas durante la noche, y las demás las habían incendiado los propios persas antes de huir. En cuanto a las naves, los atenienses se habían apoderado de siete, tres jonias y cuatro fenicias. Las de Artemisia habían conseguido escapar.

No obstante, en la montonera de cadáveres apilados en el centro del campo de batalla había oro y joyas en abundancia y armas muy valiosas.

No disponían de tiempo para repartir el botín, erigir un trofeo ni ocuparse de los muertos. Los generales supervivientes se reunieron en un rápido conciliábulo. De ellos, habían caído cuatro, a los que sustituyeron sus taxiarcas, salvo en el caso de la tribu Ayántide, que había perdido tanto a su general Estesilao como a su taxiarca Cinégiro.

Mientras deliberaban, las velas de las naves persas se perdían en el horizonte. Unos exploradores que habían despachado para que fueran al extremo de la Cola del Perro y otearan el mar informaron de que la flota se había dividido. La mayor parte de ella estaba costeando el Atica hacia el sur, pero una porción se había desviado hacia el este, a Eubea.

—Irán a recoger a los eretrios —dijo Milcíades.

Temístocles, pasada la euforia del combate, recordó de nuevo su proyecto de flota. De haber tenido suficientes barcos de guerra podrían haber rescatado a los eretrios. Tal vez el abatimiento posterior a la batalla y la tristeza por la muerte de Cinégiro lo hacían más propenso a los remordimientos. Lo cierto era que se sentía atormentado pensando en el destino de los cautivos eretrios, hacinados en el islote de Egilia. De nada les serviría la victoria de sus antiguos aliados los atenienses cuando a ellos los deportaran como esclavos a Asia.

No pienses en eso, se dijo. Es una pérdida de tiempo.

—¿Qué ha pasado con los jefes persas? —preguntó Milcíades—. ¿Tenemos a Datis? Entre los cadáveres había algunos que, por la riqueza de sus atuendos, debían de pertenecer a la más alta nobleza persa. Pero, según todos los indicios, tanto Datis como Artafernes habían conseguido escapar. Al enterarse, Milcíades escupió con desprecio.

—¡Cobardes! Nuestro polemarca fue de los primeros en morir, mientras que ellos han sido de los primeros en huir. ¿Algún rastro de Hipias? Megacles el Alcméonida soltó una carcajada.

—Ese debió ser el primero en embarcarse anoche. Ya no tiene edad para estos trotes.

—Bueno. Eso da igual ya —dijo Milcíades—. Ahora hay que ponerse en marcha. Tenemos que regresar a Atenas cuanto antes. Ya veis por dónde están sus barcos —añadió, señalando hacia el sur.

—¿Cuántos persas pueden quedar? —preguntó Euclides.

—Que nos eche las cuentas Temístocles —respondió Milcíades. El aludido se acarició la barbilla antes de responder.

—Si los batallones del centro han sido aniquilados, como parece, puede haber cinco mil muertos.

Sumadles los que hayan caído en otros lugares del campo de batalla. No sé, tal vez mil quinientos más.

—¿Por qué no te dejas de rodeos y nos dices de una vez cuántos quedan? —dijo Jantipo.

Temístocles cerró los ojos y contó hasta diez, no por calcular el contingente persa, sino por no mandar a los cuervos a Jantipo. Aunque todos estaban muy cansados e irritables, la insolencia y el soniquete agudo del Pepino sacaban de quicio a cualquiera.

—Aún pueden quedar unos veinte mil —dijo por fin—. Siendo optimistas, tal vez diecisiete mil.

Pero creo que ser optimistas es lo último que conviene.

—¿Por qué? Hemos obtenido una gran victoria —dijo Megacles, con una sonrisa radiante. Al parecer, olvidaba que él se había opuesto en todo momento a plantar cara a los persas.

—Hemos obtenido parte de una victoria —gruñó Milcíades—. Pero si queremos tener hogares donde celebrarlo y familias con las que festejarlo, debemos regresar a Atenas ahora mismo.

—Los hombres están derrengados —dijo Euclides—. No podemos exigirles eso.

Milcíades soltó un bufido.

—Escúchame. Tengo sesenta y dos años. —Temístocles enarcó una ceja. Era la primera vez que oía a Milcíades reconocer su verdadera edad—. Acabo de batirme contra los persas al lado de hombres a los que sacaba veinte, treinta y hasta cuarenta años. Si el carromato y los bueyes que llevan en procesión a la sacerdotisa de Argos me hubieran pasado por encima del cuerpo, no me dolería más. Por mí, me bebería ahora mismo una tinaja de vino y me dormiría hasta las Apaturias. ¡Así que no me digas lo que puedo o no puedo exigirles a mis soldados!

—Milcíades tiene razón —intervino Arístides. El viejo rival de Temístocles mostraba un aparatoso vendaje en la cabeza y había recibido una herida en el muslo izquierdo, pero se negaba a sentarse y permanecía de pie como los demás, apoyado en su lanza—. Hay que hacer lo que hay que hacer.

La decisión fue rápida. Los hombres volvieron a formar para la marcha. Pese a la mezcla de agotamiento y euforia, nadie protestó, pues sabían cuál era su deber: defender a los suyos. Los asistentes de los hoplitas, que durante el combate sólo habían salido de la abatida para dar caza a fugitivos persas, cargaron con el peso de los escudos y las corazas para dar un respiro a los hombres que acababan de combatir. Los heridos se quedaron allí, junto con la tribu de Arístides. La Antióquide había sufrido muchas bajas durante el combate contra los lanceros de Datis y, además, la única persona en la que confiaban los ciudadanos para custodiar el botín hasta que se procediera al reparto era Arístides el Justo.

Así, apenas dos horas después de cargar a la carrera contra dieciséis mil persas bajo una lluvia de flechas, los ciudadanos de las tres primeras clases de Atenas se dispusieron a recorrer cuarenta kilómetros a marchas forzadas para salvar su ciudad.