Estrecho de Salamina, 20 de septiembre

Mientras regresaban de Cinosura, vieron unas luces más al norte. Eso significaba que los corintios ya se habían puesto en movimiento. En el camino se encontraron con un jinete que venía a buscar a Temístocles y se lo confirmó.

—Me envía Adimanto —les dijo—. Dice que ya han tendido la ropa y encendido el fogón, pero que se lo van a tomar con mucha calma, como tú les has indicado.

Como Arístides no comprendiera qué significaba aquel mensaje, Temístocles se lo explicó. Los corintios habían encendido luces a proa de sus trirremes e izado las velas, aunque tan sólo a medio trapo y con las vergas bajas. No se trataba de aprovechar el viento, que además no favorecía su propósito, sino de que el color blanco del velamen los delatara desde lejos y pareciera que huían.

—De modo que Adimanto es el cebo de tu trampa.

—Así es.

Dejaron atrás la primera bahía, donde las tripulaciones aliadas ya estaban atareadas con sus preparativos. Cuando llegaron a Cicrea ya empezaban a distinguirse los perfiles. Aunque aún faltaba un rato para que asomara el sol, el cielo se había ido despejando de nubes, y al oeste se veía una luna redonda y amarillenta a punto de ponerse. Los barcos estaban casi a punto, con los remos listos en los toletes y los estrobos atados y bien engrasados. Tan sólo las popas seguían varadas en la arena; bastaría con empujar con las pértigas y clavar en el agua los remos de proa para alejarse de la orilla.

Los remeros y los miembros de la marinería terminaban de desayunar, mientras los hoplitas se congregaban a cierta distancia de la playa para escuchar la lectura de los catálogos y saber quiénes combatirían a bordo de los trirremes y quiénes se quedarían en la orilla armados y esperando acontecimientos. De acuerdo con los demás generales y con una representación de los trierarcas, Temístocles ya había decidido varios días antes que si se producía una batalla, llevarían tan sólo a bordo a diez hoplitas, elegidos de entre los más jóvenes, y cinco arqueros. Aquélla era la táctica para la que habían diseñado aquellos trirremes tan ligeros y sin cubierta completa; abandonarla en Artemisio no les había servido de mucho.

—¿Qué ocurrirá si nos abordan? —había preguntado un trierarca. Cimón había contestado por Temístocles.

—Procurad que no os aborden. ¿Es que no valen más diez hoplitas atenienses que veinte soldados bárbaros? ¿No os acordáis de Maratón?

Temístocles le agradeció su apoyo otorgándole el mando de la Dínamis, cuyo trierarca había muerto en Artemisio. Cimón ya había gobernado aquella misma nave en combate y, pese a su juventud, había demostrado su valía. Podrían discutírsele otras virtudes al cachorro de león, mas no las militares.

Al ver a Arístides y Temístocles juntos, los hombres se levantaban a su paso y los saludaban. Alguien hizo un comentario que les arrancó una sonrisa a ambos:

—Si esos dos se han puesto de acuerdo en algo, ya no podemos perder.

Temístocles supervisó el sacrificio ritual antes de la batalla. El adivino Eufrántides examinó las vísceras de la víctima y comprobó que no había ningún presagio en contra. Después llegaron dos mensajeros que le confirmaron que habían avistado a la flota persa entrando en el canal.

—¿Vienen directos hacia aquí?

—No, señor. De momento avanzan costeando el Ática.

Aún les quedaba algo de tiempo. Temístocles se dispuso a ocupar su puesto en la nave capitana. En ese momento, Arístides le agarró del brazo y le preguntó:

—¿Vas a dirigirte a los hombres?

Tan concentrado estaba Temístocles en los preparativos de su trampa que no había previsto aquello. Estudió los rostros de los ciudadanos. En unos se advertía entereza, en otros desconcierto, en bastantes un miedo puro y sincero. Para muchos de aquellos hombres sería su último desayuno. Necesitaban que alguien les infundiera seguridad y les recordara que tenían una meta por la que luchar.

Meta con la que, por cierto, Arístides acaso no estaría de acuerdo.

—Hagamos una cosa. Habla tú con los infantes de cubierta —le dijo, señalando hacia los hoplitas.

—¿Quieres que pronunciemos discursos separados?

—Digamos que estos hombres entienden un lenguaje algo más directo y simple. Pero hay que hablar con ellos de todos modos. —Temístocles apretó el brazo de su viejo rival—. Esto no es Maratón, Arístides. Ahora el triunfo no depende tanto de la lanza ni del escudo. Esta batalla la ganarán o la perderán nuestros remeros.

Mientras el Justo se alejaba para arengar a los hoplitas, Temístocles subió por la escalerilla de la Artemisia y, encaramado a la popa, levantó los brazos para llamar la atención de sus tripulantes. Cuando éstos se pusieron en pie para escuchar sus palabras, los miembros de las demás dotaciones se fueron aproximando, hasta que, llevados por su ejemplo, todos los remeros de la flota se congregaron en una asamblea improvisada sobre la playa y guardaron silencio.

Había más hombres que en las reuniones más nutridas del Ágora o la Pnix, pues incluso aquellos jornaleros que trabajaban en los demos más alejados de la ciudad y que nunca acudían a las asambleas se encontraban aquel día en la playa de Cicrea. La mayoría estaban preparados ya para embarcar, con las túnicas arremangadas en la cintura o simples taparrabos. Se veían más cuerpos enjutos que robustos; las jornadas al remo, las batallas y los días de racionamiento en la isla los habían reducido a piel y músculo, sin apenas una gota de grasa.

Temístocles sintió sobre él la mirada de miles y miles de ojos, captó su silencio expectante y se dio cuenta de que todos esperaban algo de él. Miró a ambos lados y vio, tan cerca unos de otros que los remos casi se tocaban, los ciento setenta trirremes que en breves momentos iban a entrar en combate. Un escalofrío le recorrió la espalda, y el vello de los antebrazos se le erizó.

Ésta es mi flota, pensó. Éste es mi día.

—¡Ciudadanos de Atenas! ¡Remeros de la flota! Todos vosotros me conocéis, pero yo también os conozco a todos vosotros.

«Es verdad», murmuraron algunos al pie de la Artemisia.

—Vosotros sois aquellos a los que los hoplitas miran por encima del hombro. Aquellos a los que despectivamente apodan «los más» y también «los peores». Hoy vais a demostrarles que, efectivamente, sois más que ellos y que vuestra fuerza reside en vuestro número. ¡Pero nadie tiene derecho a llamaros «peores», porque no sois inferiores a nadie ni en destreza ni en valor!

»Hubo un gran hombre en esta ciudad. Era un eupátrida, sí. Pero en su corazón pertenecía a vuestro pueblo. Se llamaba Clístenes. Ese hombre cambió las leyes. Mientras me apretaba la mano en su lecho de muerte me explicó por qué. Éstas fueron sus palabras: «Si Atenas quiere ser grande de verdad, necesita a todos sus ciudadanos por humildes que sean. La pobreza no debe impedir a nadie que luche por el bien de la ciudad. ¡Nos hacen falta todas las manos!».

»Hablando de manos, mirad las mías. Están llenas de callos. Muchos me conocéis desde hace tiempo y sabéis que apenas me despuntaba la barba cuando ya remaba en los barcos de mi padre como uno más. Hoy desearía bogar con todos vosotros para clavar nuestros espolones de bronce en el corazón del enemigo. Sé que tengo que estar arriba, en la cubierta, porque debo ser vuestros ojos. ¡Pero vosotros seréis mis manos y mis pulmones! ¡Vosotros seréis mi corazón!

»No tendremos otra ocasión como ésta, atenienses. La victoria de Maratón fue grande. Pero se os privó de compartirla, y los miembros de las primeras clases se atribuyen todo el mérito de aquel triunfo.

»Sin embargo, ahora se os presenta la oportunidad de humillar al más soberbio de todos los nobles, a aquel que en su arrogancia se hace llamar Rey de Reyes. ¡Vamos a demostrarle que no reconocemos reyes ni tiranos! ¡Vamos a demostrarle que nuestro único soberano es la ley, y que la ley sólo nos la otorgamos nosotros mismos, los ciudadanos de Atenas!

»Los veteranos de Maratón aún recuerdan con orgullo su victoria y la guardan en su memoria como el más valioso de los tesoros. Pues a partir de hoy, cuando a vosotros os pregunten: «¿Qué estabas haciendo el dieciséis de boedromión, en el año del arcontado de Calíades?», entonces contestaréis con tanto orgullo como ellos: «¡Yo estaba remando en Salamina! ¡Yo estaba venciendo en la batalla de Salamina!».

Un rugido respondió sus palabras. Se dijo que aún soplaba el terral y probablemente arrastraría sus gritos lejos de los persas. ¿Por qué no incendiar sus espíritus un poco más?

—Venced hoy a los bárbaros, y pronto llegará el día en que podáis exigir el cargo de arconte y el de polemarca. ¡Incluso el puesto de general! Porque cuando los orgullosos eupátridas os lo pretendan negar, les podréis decir: «¡Somos los remeros de Salamina! ¡Tenemos tanto derecho a gobernar Atenas como vosotros, porque nosotros la hemos salvado!». Si vencéis hoy, os aseguro una cosa: ¡Nada estará fuera de vuestro alcance! ¡Nada será imposible para vosotros!

»Voy a confesaros algo, atenienses. Toda mi vida la he vivido para que llegara este día. Si hoy me otorgáis el triunfo, mi vida habrá tenido sentido. Si no, será tan inútil y vacía como si hubiese escrito mi historia sobre las aguas del mar.

»Os propongo un pacto, atenienses.

—¡Adelante! ¡Dinos cuál es! —contestó un joven remero llamado Dinocles.

—Es un pacto sencillo y os aseguro que lo cumpliré. ¡Dadme vuestras manos ahora, entregadme vuestros corazones sólo por un día! ¡Concededme esta victoria hoy, hijos de Atenea! ¡Si lo hacéis, recibiréis a cambio el tesoro más valioso que puede poseer un hombre!

Hubo un silencio expectante, tan espeso que Temístocles pudo oír los latidos de su propio corazón. Entonces gritó con tanta fuerza como no lo había hecho en su vida:

—¡Yo os entrego el futuro!

La arenga de Arístides a los hoplitas no fue tan visceral. Encaramado a una roca blanca, les habló de los viejos valores, del amor a la tierra, de su patrona Atenea y de cómo en Maratón ya habían demostrado a los persas que eran muy superiores a ellos en fuerza y valor. Cimón pensó que él lo habría hecho mejor. Como orador, Arístides adolecía de dos defectos. El primero, que utilizaba argumentos demasiado cerebrales. En cambio, Temístocles sabía apelar a las pasiones, a veces incluso a las más bajas. Su propio amigo Mnesífilo había afirmado que, al igual que a los criados que llevan de la mano a los niños se les llama «pedagogos», habría que acuñar un nuevo término para él, que conducía al pueblo adonde quería: «demagogo».

El segundo problema de Arístides era que, a pesar de su estatura y la amplitud de su pecho, no poseía una voz muy potente, y debido a su tono grave, las últimas filas no oían más que un confuso runrún. Pero Arístides lo solucionó en parte cuando al final de su alocución hizo subir a Esquilo para que los inspirara con unos versos. El poeta los improvisó con tal pasión y poderío que todos los hoplitas levantaron sus lanzas y aporrearon con ellas los escudos.

¡Adelante, hijos de los griegos!

¡Luchad por el honor y la libertad de vuestra patria,

de vuestros hijos y de vuestras mujeres!

¡Recuperad las tumbas de vuestros antepasados

y los templos de vuestros dioses ancestrales!

¡Éste es el día en que lucháis por todo!

Después de aquello, las dotaciones se dirigieron a sus respectivas naves. Mientras los remeros y los marineros terminaban de embarcar, los jóvenes que lucharían a bordo de los trirremes se despedían en la playa de los demás hoplitas. Quedaban allí amigos, amantes, hermanos, primos, padres veteranos de Maratón que deseaban suerte a sus hijos, incluso algún abuelo que pese a sus años se había enfundado la coraza y había embrazado el escudo.

Cimón se despidió de su cuñado Calias y de Arístides. Éste le dijo:

—Adelante, hijo de Milcíades. Demuestra que no eres inferior a tu padre en valor ni a Temístocles en astucia. —El Justo le abrazó—. En verdad te digo que tú eres el porvenir de Atenas, Cimón.

Enardecido por estas palabras, Cimón acudió a su puesto en la Dínamis. Los primeros trirremes ya empezaban a batir los remos y se dirigían hacia la Farmacusa para sortearla por ambos lados. Al verlo, Cimón se apresuró para que su nave no fuera la última, y el entrechocar metálico de sus armas al correr le complació. Eran cien kilos de músculo y metal los que hacían crujir la arena bajo sus pies, pero aquel peso lo hacía sentirse poderoso como Aquiles.

—¡Cimón!

Había llegado casi al pie de la escalerilla cuando oyó aquella voz femenina. Ahora que la playa se había vaciado un poco, las mujeres, niños y ancianos que se habían refugiado en Salamina y no en otros lugares más lejanos acudían para presenciar la partida de las naves. Cimón esperó mientras Elpinice se acercaba corriendo. O no había tenido tiempo de recogerse el cabello o no se había molestado, y su melena negra ondeaba como una bandera a su espalda. A bordo de la Dínamis se oyeron algunos silbidos y comentarios encendidos, hasta que alguien los acalló recordando que aquélla era la hermana de su trierarca.

—¿Te has despedido ya de tu esposo? —le dijo Cimón cuando ella llegó a su lado y se abrazó a él. Podía sentir el jadeo de su pecho y los latidos de su corazón incluso a través de la coraza.

—Calias no va a ninguna parte. No tengo por qué despedirme de él. Eres tú quien corre peligro.

Cimón aguantó unos instantes abrazado a su hermana y sintiendo las miradas de su tripulación clavadas en la nuca. Por fin, la apartó y la miró a los ojos. ¡Por Cipris, qué hermosa era!

—Antes de que anochezca volveremos a vernos.

—¡Júramelo!

—Te lo juro.

—Y yo te juro que si no vuelves me mataré —le dijo ella, con los ojos arrasados de lágrimas. Después le agarró por el cuello, tiró de él y le dio un beso en los labios. No fue precisamente un beso de hermana, y Cimón sintió en los ijares el calor del deseo.

Cuando subió la escalerilla y ordenó desatracar, Elpinice seguía allí abajo, con ambas manos apoyadas en el pecho. Cimón hizo un esfuerzo, apartó la vista de ella y la dirigió hacia el este, donde la aurora ya teñía el cielo con sus rosados dedos como heraldo del sol.

—¡Adelante! —ordenó al cómitre, que transmitió la orden a los remeros—. ¡Hacia la victoria!