Golfo Malíaco y Artemisio, 16-21 de agosto
Los ojos de Cimón también estaban llenos de lágrimas cuando la Iris se dirigió hacia el oeste para dar las malas noticias. Durante largo rato siguió con la mirada clavada en el desfiladero, agarrado al codaste de la nave mensajera. Desde allí, los bárbaros parecían diminutos e innumerables como hormigas y su enorme masa casi había engullido a los espartanos. Más al oeste se veía llegar el contingente persa que, tal como les advirtieron los vigías focios, había rodeado el monte por la senda Anopea. Cimón habría querido quedarse junto a la costa hasta ver el final de los espartanos y los escasos aliados que seguían con ellos; pero Abrónico, el patrón de la Iris, insistió en que tenían que alejarse de allí cuanto antes.
De haber estado en su mano, se habría quedado con los espartanos hasta el último momento para morir con ellos. Siempre los había admirado, pero de una forma más bien intelectual, casi abstracta. Ahora, tras compartir con los lacedemonios aquellos días en las Termópilas, su adoración se había convertido en un sentimiento intenso y visceral.
—Te quedarás aquí con Abrónico —le había dicho Temístocles unos días antes, cuando la flota abandonó las Termópilas para dirigirse a Artemisio—. Serás el enlace entre nuestra posición y la de Leónidas. Es lo que te había prometido. —Y añadió con hiriente sarcasmo—: Porque, aunque no lo creas, yo sí respeto mi palabra y mis compromisos.
Desde la asamblea, Temístocles se dirigía a él con fría corrección, puntuada por ocasionales brotes de ironía. Sólo le había levantado la voz el desafortunado día del Pireo. Cimón se arrepentía de lo que le había dicho a Apolonia, pues en su concepto de la lucha política no cabía separar a un hombre de su esposa o tan siquiera de su concubina. Esas mezquindades se las dejaba a otros como su futuro cuñado Calias o Jantipo; quien, por cierto, al igual que Arístides, aún no había aparecido en Atenas cuando la flota zarpó para Artemisio.
Pese a sus remordimientos, Cimón no había intentado pedir perdón. El asunto no se había vuelto a mencionar entre ambos. Temístocles parecía más serio que de costumbre, casi triste; pero Cimón no creía que la verdadera razón fuera su pelea con Apolonia, sino el golpe a sus ambiciones recibido en la asamblea.
Para ser ecuánimes con él, el curso que llevaban las operaciones justificaba su pesimismo. Cuando llegaron a las Termópilas y vieron que el ejército prometido por las ciudades del Peloponeso se reducía a poco más de cuatro mil soldados, el desánimo y el desconcierto cundieron entre los aliados de la flota y, sobre todo, entre los atenienses, que se veían cargando ellos solos con casi todo el peso de la guerra. Leónidas se llevó a Temístocles aparte y ambos subieron a una colina en forma de túmulo a la que los locales llamaban Colono. Desde abajo, Cimón los vio gesticular con vehemencia. Aunque se suponía que eran amigos, en algunos momentos alzaron tanto la voz que se les oía desde abajo.
A los demás atenienses se les explicó que si no había más espartanos en las Termópilas era, de nuevo, por las fiestas Carneas. Pero no sólo incumplían su compromiso los lacedemonios, sino también el resto de sus aliados del Peloponeso. Cuando se adujo que el motivo de que apenas aportaran hombres era que estaban celebrando las Olimpiadas, a los atenienses les pareció una broma grosera. Ellos, como griegos, también participaban en los juegos en honor de Zeus. Pero aquel año se habían limitado a enviar a un par de atletas, una exigua representación oficial y, por supuesto, ningún espectador. Como Temístocles había dicho: «Si le ofrecemos una buena hecatombe de persas, Zeus sabrá disculparnos por deslucir su festival».
Cuando Leónidas y Temístocles bajaron de la loma, parecían haberse puesto de acuerdo. Después, antes de zarpar para Artemisio, Temístocles le contó la verdad a Cimón. Esparta no tenía la menor intención de arriesgarse enviando tropas al centro de Grecia. Su intención era levantar un muro en el Istmo y sembrar de obstáculos los angostos caminos entre el Ática y el Peloponeso.
—Nos aíslan como si fuéramos unos apestados. Ésos son tus admirados espartanos, Cimón. Ésos, que arriesgan a trescientos hombres en las Termópilas y diez naves en Artemisio, son los que dirigen nuestra Alianza. A ésos les habéis otorgado el mando tú y tus amigos.
Cimón se quedó avergonzado. Pero su bochorno duró poco. En cuanto habló con Leónidas y sus hombres, se dio cuenta de que se hallaban tan comprometidos por la causa como los demás.
—No te preocupes, cachorro de león —le dijo Leónidas. Temístocles le había contagiado la irritante manía de llamarlo por aquel apodo—. Tenemos hombres suficientes para mantener esta posición. Te doy mi palabra de que no cederemos ni un palmo de terreno.
Cuando empezaron los combates comprobó que las palabras del rey no eran mera baladronada. Por la mañana, tebanos y arcadios combatieron con gran valor en el desfiladero. Pero por la tarde presenció un espectáculo maravilloso y sobrecogedor. Los Inmortales se estrellaban como las olas del mar contra los espartanos, en una tormenta que no amainó durante horas. Los trescientos de Leónidas formaban en las primeras filas apoyados por sus aliados periecos, que empujaban sus espaldas con los escudos para ayudarles a mantener la posición. Los Inmortales, por su parte, no necesitaban apenas los gritos de los oficiales y seguían peleando espoleados por un ímpetu suicida, aunque caían por decenas en aquel frente tan reducido. Los lacedemonios los aniquilaban con la precisión y la fría economía de movimientos de quienes desde los siete años consagraban sus vidas al arte y la profesión de la muerte.
Los lacedemonios acabaron tan agotados de matar que los tespios tuvieron que entrar por entre sus filas para relevarlos, momento que aprovechó Cimón para tomar parte en la batalla. Disfrutó así del honor de luchar codo a codo con Leónidas: el rey, a sus sesenta años, se negaba a retroceder a las últimas filas. Fue la de Cimón una participación breve, pues los oficiales de los persas ordenaron por fin la retirada. Pero en ese rato acabó con las vidas de dos enemigos e hirió a otro.
Por la noche, mientras un sirviente le ungía los miembros con aceite de romero caliente, Leónidas dijo:
—Veo que eres de mi misma estirpe, Cimón, hijo de Milcíades. No volveré a llamarte cachorro. Ya te has ganado el nombre de «león». En verdad te digo que habrías sido un buen lacedemonio.
Ningún otro elogio habría podido enorgullecer tanto a Cimón. Esa noche se prometió que su primer hijo se llamaría precisamente Lacedemonio.
Al día siguiente, pese al cansancio y las heridas, los espartanos formaron los primeros. Cimón observó el combate encaramado a la muralla y presenció cómo esta vez aplastaban no a un batallón de persas, sino a una falange de hoplitas equipados con el mismo armamento que ellos. Entre esos griegos combatía una mujer de la que Cimón había oído hablar, Artemisia de Halicarnaso. Estando en Atenas no había concedido demasiado crédito a lo que se afirmaba de ella, pero en las Termópilas la vio combatir como un diablo. Durante toda la batalla no tuvo ojos más que para Artemisia. Cuando un espartano la hirió, Cimón la dio por muerta y se entristeció pensando que su hermana Elpinice habría querido ser tan libre como esa reina guerrera. Pero Artemisia se repuso y, pese a que los espartanos estaban consumando una carnicería en sus primeras filas, se empeñó en volver al combate hasta que sus hombres la sacaron de allí en volandas.
Bravo por ti, mujer, se dijo Cimón.
Sus compatriotas no eran tan indulgentes como él con Artemisia. El general Andrónico había presentado una propuesta por la que se ofrecían diez mil dracmas a quien la capturara viva. «Esa ramera vendida a los persas debe ser humillada y ejecutada en público. ¿Qué ejemplo dará a nuestras mujeres?», dijo ante la asamblea. Había alegado la legendaria guerra entre las Amazonas y los atenienses, añadiendo que era intolerable que una hembra se atreviese a mandar a hombres a luchar contra otros hombres que, además, eran griegos como ella. Temístocles respondió que si se dedicaban a ofrecer recompensas por cada oficial o jefe del ejército persa, serían ellos quienes tendrían que cruzar a Asia para conquistar los tesoros del Gran Rey. Pero el pueblo ateniense, tradicionalmente misógino, había aprobado la propuesta de Andrónico.
Durante la tarde del segundo día, los ataques habían sido menos intensos. Se limitaron a incursiones de la caballería saca y persa que, mientras no se abandonaran las posiciones ni el amparo de la muralla, resultaban más fastidiosas que dañinas. Aquel terreno era aún más impracticable para los jinetes, que ni siquiera se acercaban lo bastante a los defensores para alcanzarlos con sus flechas.
Aquellos éxitos tempranos los llevaron a pensar que tal vez serían bastantes para sostener la posición. Al anochecer, mientras cenaban, Leónidas le dijo a Cimón:
—Puede que al final no decepcionemos a nuestros aliados.
—Nadie podría sentirse decepcionado combatiendo al lado de hombres tan valientes como vosotros.
—No se trata de valor —intervino un guerrero veterano llamado Dieneces, sentado con ellos junto a la hoguera—. Es una cuestión de obediencia. La ley nos manda defender este paso. La ley debe ser cumplida. Eso es todo.
Leónidas se levantó con un gruñido y ambas rodillas le crujieron.
—Nosotros resistiremos el tiempo que sea menester. Lo importante es que vuestra flota consiga retener a la persa. Si aguantamos ambas posiciones, mi colega el Gran Rey se arruinará y tendrá que volver a su palacio a recaudar más monedas de oro.
—Nuestra flota aguantará.
—Yo no lo tengo tan claro, Cimón. No soy ducho en cuestiones de mar, pero, por lo que tengo entendido, Artemisio no es un lugar tan estrecho como éste. Allí los persas sí podrán hacer valer su superioridad. En cambio, aquí en las Termópilas —añadió, señalando el perfil del Calídromo, que se recortaba imponente contra el cielo de la noche—, es la propia tierra de Grecia la que se defiende de los invasores.
Irónicamente, el rey ignoraba que al otro lado de aquella sombra rocosa se estaban infiltrando varios batallones persas. El primer aviso se lo dieron los dioses al rayar el alba. Cuando el sacerdote Megistias examinaba las vísceras de la víctima que acababa de sacrificar, anunció:
—Todos los hombres que se queden en este desfiladero morirán antes del anochecer.
Sus palabras, como era de esperar, preocuparon a los defensores. Pero el rey, con el típico humor laconio, dijo a sus soldados que, en ese caso, desayunaran bien y no se preocuparan si gastaban las provisiones, ya que por la noche Hades y Perséfone les darían gratis la cena en el infierno.
Durante un par de horas no observaron ninguna actividad por parte persa. Después, cuando el sol ya se levantaba sobre el mar, aparecieron los focios. Leónidas había enviado a un millar de ellos a guardar las alturas, pero ahora sólo llegaron unos cincuenta. Los demás habían huido para defender su tierra o, probablemente, para salvar la vida en las montañas.
—¡Los persas han tomado la senda Anopea! —les dijeron.
—¿Cuántos son?
—¡Hay por lo menos diez mil! ¡Son los Inmortales!
Leónidas celebró una reunión de urgencia con los demás oficiales. Una vez flanqueada y rebasada la Segunda Puerta, las Termópilas eran indefendibles, por lo que dio instrucciones a los demás aliados del Peloponeso para que se retiraran.
—Yo debo cumplir con lo que dicta el oráculo. O cae un rey, o la propia Esparta sucumbirá. Puesto que así lo quieren los dioses, es digno y decoroso que yo muera aquí.
Por supuesto, sus trescientos espartanos se quedarían con él. Lo contrario ni siquiera se discutió. Pero no fueron los únicos que decidieron resistir. Los tespios, que se habían distinguido por su valor en los combates del primer día, se negaron a retroceder. Había además cuatrocientos tebanos, miembros de las familias que más se oponían a los persas. Los oligarcas que gobernaban Tebas y que estaban deseando rendirse a Jerjes los habían enviado allí para que lucharan con Leónidas, seguramente con la esperanza de que perecieran todos. Esos cuatrocientos hombres también se empeñaron en defender las Termópilas. Tespias y Tebas se hallaban en Beocia, y nada podría impedir ya a Jerjes que conquistara ambas ciudades si ellos abandonaban el desfiladero.
—Me quedaré con vosotros —dijo Cimón a Leónidas.
—Tu deber te reclama en otra parte. Ve a contarle a Temístocles lo que ha pasado aquí, y explícaselo también a los demás griegos. Diles que el ejército de Jerjes no es invencible. —Sus ojos brillaron húmedos un instante—. Y, sobre todo, dile a Temístocles que cuando piense en Esparta no se acuerde de las intrigas del consejo de ancianos ni de mi colega Latíquidas. Que se acuerde de mí, de mis trescientos hombres y de las Termópilas.
Cuando se disponía a embarcar, el rey, que ya se había ajustado la coraza de campana plagada de abollones y hendeduras, le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Sé que tienes diferencias con Temístocles. Pero debes apoyarlo. Él es ahora la esperanza de Grecia. Cuando se está en inferioridad de número y de fuerzas, sólo la inteligencia puede ganar una guerra.
Mientras Cimón rememoraba aquellos días que jamás se borrarían de su recuerdo, el desfiladero desapareció de su vista. Tenían a babor la costa del continente y a estribor la de Eubea. Aquel brazo de mar tan angosto habría sido un buen lugar donde cortar el paso a los persas. Pero había pocos fondeaderos adecuados para una flota de más de trescientos barcos como la suya. Temístocles había preferido la larga playa de Artemisio, en el extremo norte de la isla. Ofrecía abundante agua potable y desde ella se podía dominar el paso a ambas costas, la occidental que daba al estrecho y la oriental que se abría al Egeo.
Aquellas aguas eran peligrosas incluso para la Iris, una triecontera veloz en la que servían los mejores remeros de la flota ateniense, exceptuando a los que bogaban para Temístocles en la Artemisia. Un par de veces se cruzaron con naves correo del enemigo, pero hicieron más por alejarse de ellos que por acercarse a combatir, y sus tripulantes se limitaron a insultarlos desde la cubierta.
Navegaban contra el viento. La topografía del estrecho reforzaba el soplo del etesio, por lo que los hombres tenían que esforzarse el doble para avanzar. Al cabo de un rato, empezaron a ver restos de barcos que el oleaje y el propio viento arrastraban hacia el golfo. Pasaron junto a un fragmento de proa con un gran ojo negro y verde que Cimón reconoció. Pertenecía a la Panopea, uno de los primeros trirremes construidos con el dinero del Laurión.
Poco después encontraron varios cadáveres flotando, hinchados y blancuzcos como panzas de pez.
—Ha habido una batalla por lo menos hace dos días —comentó Abrónico.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cimón.
—Cuando alguien se ahoga, tarda dos días en salir a la superficie otra vez.
Había algunos barcos casi enteros que flotaban entre dos aguas. Se cruzaron con uno griego, pero del bando enemigo: no exhibía en la proa el tridente rojo que habían pintado en todos los trirremes de la Alianza para reconocerse entre sí. La nave tenía dos vías de agua abiertas. Al parecer, había sufrido el ataque simultáneo de dos espolones. Por las portillas de los remos se veían asomar brazos y piernas e incluso alguna cabeza. Bajo el escaso metro de agua que los cubría, los cadáveres ofrecían un siniestro color verdoso. El barco debía de haberse ido a pique con tal rapidez que los infortunados remeros no habían tenido tiempo de escapar de la bodega.
Pasado el mediodía seguían viendo pecios, remos, timones, popas desgajadas. En un fragmento de tablazón a la deriva encontraron el cadáver de uno de los suyos. Los enemigos le habían clavado brazos y piernas a la madera usando flechas y le habían rajado el vientre. Aunque tenían prisa por reunirse con la flota aliada, si es que ésta seguía existiendo, se detuvieron a recoger el cadáver.
Ningún griego se merecía un destino como ése.
—Ésta es la guerra de verdad —dijo Abrónico, malinterpretando el gesto serio de Cimón.
—No hace falta que me lo cuentes. Yo combatí en Maratón al lado de mi padre.
—¿En Maratón? Pero no podías tener más de dieciocho años…
—Veinte. Fue mi primera batalla.
El marinero asintió y desde ese momento lo miró con más respeto. Cimón no se molestó en añadir que también había combatido al lado de Leónidas. Abrónico se había mantenido en todo momento junto a su triecontera, sin acercarse al campo de batalla.
Cuando por fin llegaron a Artemisio, el sol ya se había puesto y la playa se veía sembrada de hogueras. Era evidente que acababa de librarse una batalla. Algunos trirremes aún estaban terminando de embarrancar. Bastantes de ellos habían perdido los espolones, y la mayoría mostraban en sus cascos las cicatrices del combate. Se veían también filas de cuerpos tendidos en la playa, a los que sus compañeros iban añadiendo otros que bajaban de los barcos o que arrastraban por la arena.
Cimón se animó un poco al ver también navíos enemigos. Mientras los remeros los despojaban de sus mascarones dorados y de los adornos de popa, los hoplitas de cubierta desembarcaban a los escasos supervivientes atados en reatas con las manos a la espalda, los obligaban a arrodillarse en la arena y, sin más contemplaciones, les cortaban la garganta con el filo de sus espadas. La Alianza había decidido no tomar prisioneros. Había que sembrar el terror en el corazón de los persas para que abandonaran cuanto antes la tierra griega.
Atracaron por fin junto a la Artemisia. Cimón saltó a tierra sin esperar a que la triecontera se detuviese y buscó a Temístocles. No le fue difícil encontrarlo. Estaba sentado a popa, en el puesto de trierarca, acompañado por su ecónomo, que le leía listas de nombres y números de un rollo de lino. Cimón subió por la escalerilla y le dio las malas noticias sin más preámbulos.
—Las Termópilas han caído.
Grilo interrumpió su contabilidad, y Temístocles le indicó con un gesto que los dejase solos. Después contestó a Cimón:
—Era de esperar. Anoche no hubo nubes y brilló la luna llena. No pretenderían defender las alturas apostando a cuatro comadrejas.
—¡Habla con un poco más de respeto! Los espartanos han combatido como auténticos héroes y han caído hasta el último hombre.
—Esto no ha sido precisamente el concurso de borrachos del festival de Dioniso, Cimón. Los números que me estaba leyendo Grilo eran el parte de bajas.
—¿Hay muchas?
—Es una lista larga, sí.
Cimón tragó saliva. La expresión de Temístocles se suavizó un poco y dijo:
—Si las Termópilas han caído, eso quiere decir que mi buen amigo Leónidas está muerto. Cuéntame cómo ha sido.
—Antes de nada, quiero saber qué ha pasado aquí.
Temístocles sonrió con amargura.
Que aún seguimos vivos. Eso ya es algo.
Tres días antes, habían traído ante Temístocles a un hombre muy peculiar.
—¡Soy Escilias de Escíone, el mejor buceador del mundo! —se presentó.
Aquel hombre hablaba tan alto porque estaba medio sordo. Temístocles se apartó un poco de él para que sus voces no lo atronaran. Escilias tenía brazos y piernas largos y fibrosos y un tórax exageradamente ancho que lucía utilizando una túnica con una sola hombrera. Llevaba las guías del bigote enhiestas como púas y oro por todo el cuerpo: pendientes en ambas orejas, ajorcas en muñecas y tobillos, una gruesa cadena al cuello de la que colgaba una esmeralda y anillos hasta en los pulgares. Para rematar su aspecto de bárbaro, lucía en los brazos sendos tatuajes con las figuras de Poseidón y de su esposa Anfítrite.
Como algunos parecieran dudar de su afirmación, Escilias hizo que Temístocles y otros generales lo acompañaran en una falúa hasta llegar a un punto donde la sonda marcaba veinte metros de profundidad. Allí dejó caer un yelmo de bronce y esperó un rato para que se hundiera del todo. Luego se recogió la túnica en la cintura a modo de taparrabos y se tiró de cabeza al agua. Su sombra desapareció en las profundidades. Pasó el rato sin que el buceador diera señales de vida. Cuando Temístocles calculaba que había pasado tiempo suficiente para que él se hubiera ahogado tres veces, el Nervios dijo:
—A esa mierda de espantajo ya no volvemos a verlo.
—Espérate —dijo Temístocles, al que le había parecido ver una hilera de burbujas a unos diez metros de allí, en dirección a la playa.
Transcurrió un rato más. Al ver que el Nervios se estaba poniendo rojo de contener el aliento, Temístocles le recordó que no era él quien estaba sumergido y que podía respirar. Apenas había terminado de decirlo cuando Escilias apareció en la orilla y los saludó a gritos, levantando el yelmo sobre su cabeza. No se había conformado con descender hasta el fondo para recuperar el casco, sino que además había nadado bajo la superficie los casi cien metros que separaban la falúa de la playa.
—¿Y ahora qué dices? —preguntó Temístocles a su amigo.
—Que es un buceador del carajo —fue toda la respuesta de Euforión.
Una vez demostradas sus aptitudes, Escilias les narró una historia interesante. Desde niño se había dedicado a pescar esponjas. Pero a raíz del naufragio de la flota persa en el monte Atos había descubierto una ocupación mucho más provechosa: recoger tesoros de las profundidades. Al contrario que los trirremes, los barcos de transporte sí llevaban lastre y, cuando naufragaban, se hundían hasta el fondo.
—¡Por eso he acompañado a los barcos de Jerjes desde hace dos meses! ¡En una flota tan grande siempre hay algún barco que se hunde!
Después de verlo bucear, Temístocles empezaba a comprender por qué aquel hombre era tan duro de oído. Debía de haberse reventado los tímpanos más de una vez. Escilias les contó que, cuando un barco persa se hundía, él recuperaba su cargamento, o al menos lo más valioso, a cambio de una comisión.
—¡Hace tres días estalló una tormenta al norte de aquí! ¡Los persas han perdido decenas de barcos!
Jugándose la vida, Escilias había buceado en pleno temporal. El segundo día de rescate encontró un carguero que al hundirse se había posado sobre una roca muy aguzada y se había partido en dos. En la bodega, entre hileras de ánforas y sacos de trigo, había un cofre de madera lleno de monedas, joyas y copas de oro y de plata. El barco pertenecía al príncipe de Sidón, Eshmunazar, al que los griegos llamaban Tetramnesto. Cuando emergió, Escilias le dijo a Eshmunazar que no había visto nada, ya que el fondo estaba muy turbio. Lo cual era cierto. Otro buceador no habría encontrado nada allí abajo, pero Escilias era capaz de aguantar la respiración tanto tiempo que podía avanzar al tiento por entre las rocas del lecho marino hasta encontrar lo que buscaba.
Escilias, experto en recordar cualquier referencia topográfica por confusa o imperceptible que fuese, había memorizado el emplazamiento del cofre. Por la noche regresó solo al lugar, a pesar de que caía sobre la costa un violento aguacero. Una vez allí, aprovechando que la luna creciente aún no se había puesto, se arrojó al agua, agarrándose a una cuerda lastrada con una gran piedra que utilizaba para sumergirse más deprisa.
Temístocles no quería ni imaginar el peligro que había corrido aquel hombre buceando junto a un acantilado de noche y en plena tormenta. Las tinieblas del fondo debían de ser más negras y espesas que las del Tártaro donde Zeus había encerrado a los Titanes. Pero, tras cuatro inmersiones, Escilias acabó encontrando su cofre y lo sacó a la superficie.
Esa misma noche huyó del campamento persa en un pequeño velero, jugándose de nuevo la vida.
Aunque el temporal empezaba a amainar, la marejada seguía siendo fuerte. Durante todo el día siguiente navegó hacia el sur, ahora a fuerza de remos. Había quitado la vela para que su silueta se recortara lo menos posible sobre las olas.
—¡Si me ofreces protección —le dijo a Temístocles—, puedo informarte de todo lo que he visto!
Lo que quería Escilias era que Temístocles le garantizara que nadie iba a quitarle el cofre. Lo había rodeado con una gruesa cadena de bronce cerrada con tres candados, pero la madera siempre se podía partir a hachazos.
—Puedes quedarte en mi barco —le dijo Temístocles.
Pensó que si ya tenía a Fidípides, el mejor corredor de Grecia, que servía con él como arquero de cubierta, ¿por qué no disponer también del mejor buceador? En algún momento acabaría siéndole útil.
De haberlo acompañado Sicino, el Hércules persa, la Artemisia podría haber parecido la mítica nave de los Argonautas, plagada de héroes. Pero Sicino se había quedado en Atenas para proteger a Apolonia y a las niñas. Considerando la cantidad de enemigos que tenía Temístocles, era un gesto muy altruista por su parte. Pese a ello, Apolonia ni siquiera dejó que Italia y Síbaris se despidieran de él cuando partió a la guerra.
—Te aborrezco —le había dicho en su última conversación. Ya no lloraba ni levantaba la voz. Cada vez que recordaba la fría serenidad de su tono y la dureza de su mirada, Temístocles sentía escalofríos—. Me arrepiento de haberte conocido. Sería mejor que hubiera muerto en Eretria con mi verdadero esposo.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Es que también te arrepientes de nuestras hijas? ¿Vas a renegar de ellas?
Apolonia se había callado durante unos segundos, sin saber qué decir. Pero luego respondió:
—No las mezcles en esto. Ensucias todo lo que tocas, Temístocles. Deja que ellas sigan siendo puras.
Por más que pensaba en ello, Temístocles no encontraba la lógica de aquella contestación y la achacaba a la peculiar forma de pensar femenina. Pero eran las últimas palabras que le había dirigido Apolonia y las llevaba grabadas a fuego en la memoria. Ensucias todo lo que tocas.
La conversación con Escilias, dado el volumen al que hablaba, no quedó precisamente en secreto. Conforme recorrían el campamento, los rumores fueron engrosando. Al final, se decía que Escilias había arribado desde el continente buceando más de diez kilómetros y que la tormenta no había hundido a decenas de barcos de transporte, sino a doscientos o trescientos trirremes.
—¡Poseidón está con nosotros! —aseguraban los marineros.
El temporal no había llegado a causar los destrozos que los griegos querían creer, pero sí les ofrecía una oportunidad. Por su culpa, la flota enemiga estaba dispersa desde el monte Pelión hasta Afetas y la isla de Escíatos.
Atenas disponía de cincuenta naves de reserva ancladas en Caristo, al sur de Eubea, por si los almirantes persas decidían enviar parte de su flota circunnavegando la costa oriental de la isla. Escilias informó a Temístocles de que el alto mando enemigo no tenía la menor intención de hacerlo. Demostraban buen criterio, pues el litoral este era mucho más escarpado y quedaba a barlovento, lo que lo hacía muy peligroso. Sobre todo, la estrategia planeada por Jerjes y Mardonio dictaba que la flota y el ejército de tierra debían avanzar siempre en paralelo y a la menor distancia posible.
Apenas escuchó eso, Temístocles, sin encomendarse a nadie más, mandó que se prendieran las almenaras para dar la señal convenida que ordenaría a los cincuenta trirremes presentarse de inmediato en Artemisio. Calculaba que en dos días podrían estar allí, aunque fuera remando en jornadas agotadoras de más de doce horas.
Después, convocó al almirante Euribíades y los generales de los demás contingentes aliados. Sobre una copia en madera del mapa de Hecateo, les señaló los fondeaderos donde, según Escilias, se hallaban las diversas escuadras persas.
—Hemos de aprovechar para atacarlos ahora que tienen los barcos diseminados por toda esta zona.
Euribíades se rascó la mejilla con el muñón de la mano izquierda, como solía hacer cuando dudaba. En él, la proverbial prudencia lacedemonia se juntaba con su poca experiencia marinera. Aunque en Esparta pasaba por ser un lobo de mar, en comparación con otros generales como Temístocles o el corintio Adimanto no era más que un profano.
—Estamos aquí para contener a los persas, no para atacarlos —objetó.
—Contenerlos, ¿para qué? —dijo Arimnesto, veterano de Maratón y general del pequeño contingente de Platea. Sus hombres servían como infantes de cubierta en varios trirremes atenienses—. ¡Ah, ya! Se trata de contenerlos mientras los trescientos soldados que habéis traído destrozan a los ciento veinte mil hombres de Jerjes en las Termópilas.
—¡Muestra un poco de respeto, plateo!
—Te recuerdo que no estás en Esparta, y que yo no soy uno de tus ilotas.
—¿Cómo te atreves, siendo de una ciudad minúscula, a desafiar la autoridad de Esparta?
—Minúscula y todo, Platea aporta a esta guerra casi tantos hombres como Esparta. Y te recuerdo que nosotros ya derrotamos a los persas en Maratón, así que tenemos tanto derecho a opinar como vosotros.
—¡Yo soy el almirante supremo! —exclamó Euribíades, levantando el bastón para golpear a Arimnesto.
—¡Calma, por favor! —terció Temístocles, interponiéndose entre ambos. Adimanto, por su parte, agarró al general plateo y le comentó algo. Arimnesto asintió y después dijo en voz alta:
—Te pido disculpas, Euribíades. Sólo siento admiración por tu ciudad. Estoy seguro de que Leónidas combatirá con valor en las Termópilas. Euribíades se cruzó de brazos y dijo:
—Disculpas aceptadas.
Temístocles sospechaba que los consejos de guerra del ejército persa no eran así. No se imaginaba a los generales enemigos insultándose y amenazándose delante de Jerjes. Pero es que nosotros no tenemos un Jerjes, se dijo. Precisamente por eso luchaban. Por no tener un Gran Rey. Por seguir siendo libres. Luchaban por que el general de una ciudad tan pequeña como Platea pudiera dirigirse con franqueza a todo un almirante de Esparta.
—Temístocles tiene razón —dijo Adimanto—. Hay que aprovechar esta ocasión.
El corintio tendía a coincidir con Euribíades, más por la rivalidad que existía entre su ciudad y Atenas que por motivos razonables. Pero, como Temístocles, llevaba la sal del mar en la sangre y comprendía que, ahora que la flota enemiga estaba dispersa y debilitada tras días de tormenta, era el mejor momento de atacar.
Puesto que ocho de los trece generales se mostraron de acuerdo, Euribíades se dejó convencer, aunque con reservas. Al día siguiente zarparon hacia el norte en dirección a Afetas. Pero lo hicieron con ciento ochenta barcos y dejaron noventa varados en la playa.
Tal como les había asegurado Escilias, en Afetas encontraron tan sólo una parte de la flota persa, barcos jonios y chipriotas repartidos por diversos fondeaderos y playas. El resultado de la batalla subió la moral de los griegos. Luchando en superioridad numérica, a menudo con dos trirremes embistiendo y abordando a un solo enemigo, echaron a pique algunas naves, capturaron otras e incluso una de ellas, de la isla de Lemnos, se pasó a su bando.
La batalla duró muy poco, porque la oscuridad se les echó encima enseguida. Euribíades había insistido en que zarparan tarde; no quería arriesgar la flota en una batalla de un día entero. Pensaba que así no podrían sufrir demasiadas pérdidas; aunque, obviamente, tampoco podrían obtener grandes ganancias.
Al día siguiente actuaron de la misma forma. Esta vez atacaron la isla de Escíatos, donde por la mañana habían atracado las naves de Cilicia. De nuevo apresaron varios barcos, e incluso incendiaron algunos que no tuvieron tiempo de desembarrancar, mientras sus tripulantes huían al interior de la isla. Al atardecer, los griegos regresaron a Artemisio muy ufanos y remolcando sus presas. Allí se encontraron con los cincuenta trirremes de refuerzo que acababan de llegar del sur de la isla.
Temístocles sabía que sólo estaban librando escaramuzas. Por eso, mientras los miembros de la flota celebraban su segunda victoria junto a los fuegos del campamento, pidió al Nervios que lo acompañara.
—Quiero que lleves esto —le dijo, colgándole una bolsa de piel a la espalda.
Al sentir la carga, Euforión se sacudió en unos cuantos tics. Había desarrollado uno nuevo, frotarse una pantorrilla con el empeine del pie contrario hasta seis veces.
—¿Qué coño lleva esa mierda de saco que pesa tanto? ¿Plomo?
—Luego lo verás —contestó Temístocles. Para ocultar la bolsa, puso encima el escudo de Euforión y se lo colgó del cuello a su amigo con la correa del tiracol.
—Eh, que no soy un puto mulo de carga.
—Te voy a pedir dos cosas, Euforión. Vamos a hablar con Euribíades. Delante de él tienes que mantener la boca cerrada.
—Tranquilo. No diré palabrotas. ¡Coño!
Él mismo se dio cuenta de lo que se le acababa de escapar y se tapó la boca con la mano.
—Será mejor que no hables, ni siquiera para dar las buenas noches. Lo segundo que quiero pedirte es que seas discreto. Nadie debe enterarse de lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo?
Sin quitarse la mano de la boca, Euforión asintió con tres bruscas sacudidas de la cabeza. Temístocles le dio una palmada amistosa en la mejilla. Sabía que a su amigo le fastidiaba aquel gesto. Pero, tal vez porque se conocían desde niños, no podía evitar mortificarlo de vez en cuando.
Caminaron por la playa, sembrada de hogueras. Junto a ellas, los hombres cenaban, bebían, jugaban a las tabas o a los dados, cantaban o bailaban. Normalmente los remeros, que eran con mucho los miembros más numerosos de la flota, se sentaban aparte de los hoplitas. Existía bastante rivalidad entre ellos, más o menos acentuada según cada barco, y a menudo estallaban peleas. En aquel mismo momento, mientras se dirigían a la nave de Euribíades, Temístocles tuvo que terciar en una, porque Euforión y él prácticamente pasaron por encima de dos hombres que se revolcaban por la arena dándose puñetazos.
—¡Éuporo! ¡Filocles!
Ambos se separaron y se incorporaron, sorprendidos de que el primer general de su flota conociera los nombres de dos humildes talamitas. En este caso, la pelea se había suscitado entre remeros, lo cual tampoco resultaba extraño. Más de ciento setenta hombres tenían que convivir durante muchas horas encerrados en una angosta bodega. Cuando uno no se llevaba un codazo de un compañero o un pisotón de otro, acababa propinándose un cabezazo contra alguno de los puntales o vigas que atravesaban la sentina. Los talamitas, además, sufrían la humedad del fondo. Pese a los manguitos de cuero que tapaban las portillas, el agua acababa entrando por ellas, o se colaba directamente entre las tablas del pantoque. Por más que embrearan los cascos y tensaran los cables maestros para apretar la tablazón, siempre había filtraciones.
Temístocles no había perdido la costumbre de remar durante los viajes para mantenerse en forma y, de paso, demostrar a los ciudadanos de la cuarta clase que consideraba su puesto en la flota tan honroso como cualquier otro. Por eso sabía que, de las miserias que se sufrían allí abajo, la peor era el olor. Cuando los remeros ocupaban sus puestos por la mañana, pese a que la nave se había ventilado durante la noche, la bodega ya desprendía un hedor ácido, como el de una quesería. Luego los hombres rompían a sudar, la temperatura ascendía y aquello se convertía en un fétido caldario. Para colmo, en muchas naves, las ventanas del pescante superior, el único lugar por el que se ventilaba la bodega, se tapaban con gruesas cortinas de cuero para proteger a los tranitas de las flechas enemigas. Los remeros de la Artemisia le habían dicho a Temístocles que preferían correr el riesgo de ser alcanzados por un proyectil a cambio de respirar algo de aire puro y no cocerse dentro como quisquillas en un caldero.
Esas condiciones acababan agriando el humor de cualquiera. Los momentos más delicados eran el embarque y, sobre todo, el desembarque, cuando esos ciento setenta cuerpos agotados y sudorosos chocaban y se rozaban entre sí. A veces, los remeros la emprendían a puñetazos incluso antes de bajar de la nave, pero normalmente las peleas quedaban larvadas y no estallaban hasta horas o incluso días más tarde.
Euporo y Filocles se pusieron de pie y agacharon la cabeza, avergonzados por la mirada de su general. Lo más que Temístocles podía hacer era reprenderlos. En los viejos tiempos habría estado en su mano azotarlos. Ahora eran ciudadanos con todos los derechos y sólo podían ser castigados por un tribunal militar formado por otros ciudadanos. Temístocles se congratulaba por ello, pero a veces echaba de menos una disciplina más estricta y, sobre todo, más rápida y práctica.
—Me alegra comprobar que, después de dos días de combates, a los remeros atenienses les quedan fuerzas todavía para aporrearse entre ellos. Pero tal vez deberíais reservar algo de energía para remar mañana contra los persas.
—Hoy no hemos combatido, señor —respondió Filocles, el más joven de los dos—. Nos ha tocado quedarnos en la playa.
—¡Ah, ya entiendo! En ese caso me cercioraré de que mañana la Aglaya navegue en vanguardia.
—¿Mañana vamos a combatir otra vez, Temístocles? —preguntó otro remero que había estado observando la pelea de sus compañeros.
—Eso espero, Timoleón. Al fin y al cabo, esto es la guerra.
Tras poner paz entre aquellos dos, Temístocles y Euforión prosiguieron su camino. Atravesaron un pequeño pinar y entraron en el sector de la playa donde acampaban los peloponesios. No tardaron en llegar junto a la Clitemnestra, la nave capitana de Euribíades. El almirante estaba solo, sentado en el sillón de trierarca. Temístocles sospechaba que lo hacía por imitarlo a él, en la creencia de que acaso así adquiriría sus virtudes marineras. Sin más ambages, le dijo:
—Mañana tenemos que sacar toda la flota, y hacerlo pronto. Como muy tarde, a la hora en que se llena el Ágora.
—Es un riesgo inaceptable. Mis órdenes son no correr peligros innecesarios —contestó Euribíades.
—Todos hemos recibido órdenes: de los consejos de la ciudad, de los representantes de la Alianza Helénica. Hasta de nuestras esposas. —Como era de esperar, Euribíades no le rió la broma. Temístocles no se arredró por ello y continuó—: Pero tus éforos y tu consejo de ancianos están a cientos de kilómetros de aquí, y además tierra adentro. La responsabilidad de tomar decisiones está en tus manos, Euribíades. Si la flota persa se congrega al completo, en estas aguas tan abiertas no tendremos ninguna opción contra ellos. Hay que atacar mañana en una ofensiva general y hundir o capturar al menos sesenta o setenta barcos. Si no, sólo seguiremos dando picotazos de mosquito en la piel de un elefante.
—¿Y si ya se han congregado? Podemos perder toda la flota en un solo día.
En opinión de Temístocles, no podía ser buen jugador quien no estuviese dispuesto a arriesgarlo todo en una sola apuesta. Pero en Esparta la ley prohibía el juego. Incluso el uso del dinero estaba proscrito y, en teoría, comerciaban recurriendo a enormes y engorrosos lingotes de hierro para evitar el excesivo enriquecimiento y la corrupción.
Según le había explicado Pausanias, todos los ciudadanos de pleno derecho, los auténticos espartanos conocidos como los Iguales, poseían lotes de tierra heredados de sus antepasados. Esas tierras se las cultivaban los ilotas a los que tenían sometidos, y de ellas obtenían lo justo para llevar una vida frugal y mantener a sus familias. De ese modo no se veían obligados a trabajar y podían dedicar todo su tiempo a la milicia. Pero, con el tiempo, un reducido grupo de espartanos había acumulado propiedades de forma más o menos encubierta. Algunos ciudadanos se arruinaban por no poder contribuir a los syssitía, los banquetes comunales de los guerreros. Otros morían sin hijos, o tan sólo dejaban hijas que heredaran sus propiedades. La élite disimulada de los nuevos oligarcas se las arreglaba para acaparar en sus manos todas aquellas fincas, sobornando a los éforos para que miraran hacia otro lado.
Y Euribíades era uno de ellos.
—En Esparta hay mucha más corrupción de la que sospechas —le dijo Pausanias al despedirse de él tras la última reunión de la Alianza—. Ponle a cualquier espartano, a mí el primero, unas cuantas monedas de oro delante y lo verás correr como un perro detrás de un palo.
—¿Y Euribíades? ¿Qué me dices de él?
—Euribíades es de los más corruptos. ¿Ves la mano que le falta? La perdió en una batalla, pero en Esparta corre la historia de que se le engangrenó de tanto esconder en ella la plata de los sobornos.
Con la mentalidad de jugador que le faltaba al espartano, Temístocles había decidido apostar fuerte.
—¿Hay alguien en la bodega, Euribíades? —dijo.
—En este momento, no.
—¿Podemos bajar un momento?
Euribíades miró con desconfianza a Euforión.
—Está bien. —Se volvió hacia Damocles, el fornido ilota que lo escoltaba en todo momento, y le dijo que los acompañara.
Bajaron a la sentina y se sentaron sobre los bancos de los talamitas. Aquella bodega olía incluso peor que las de los trirremes atenienses. Temístocles pensó que no le vendría mal que la fregaran y rasparan con cepillos de raíces. Pero en lugar de criticar la higiene de la flota espartana, le dijo a Euforión que se quitara el escudo. Después le descolgó la bolsa de piel, desató el nudo que la cerraba y mostró su contenido a Euribíades. A la luz de la lámpara que llevaba el ilota, el oro de los daricos se reflejó en los ojos del almirante.
—¿Qué es esto?
—Medio talento de oro. Para ti.
Tras mucho regatear, había conseguido que Escilias le diera aquellos daricos a cambio de cinco talentos de plata. Temístocles había traído consigo los diez que le devolvió Cimón, pensando que tendría que sobornar algunas voluntades. En concreto, la de Euribíades. Esta maldita guerra me va a arruinar, se dijo. Su ecónomo le había dicho que entre los gastos de Delfos y el dinero aportado de su propio peculio para los barcos había consumido más de la mitad de su hacienda. Temístocles lo sabía de sobra, pues no perdía la cuenta de un cobre, pero prefería no pensar en ello hasta que tuviera ocasión de recuperar su fortuna.
Al parecer, había acertado en su apuesta. Euribíades sonrió. Su rostro se transformó al hacerlo. Un sátiro no habría mirado a una ninfa desnuda con tanta lujuria. Metió la mano derecha en la bolsa y sacó un puñado de daricos.
—Ahora empezamos a entendernos —dijo, con una cruda sinceridad que sorprendió a Temístocles.
Mejor será que arreglemos esto cuanto antes, pensó. Si le daba tiempo a Euribíades para pensar, podía avivársele la codicia y tal vez decidiría extorsionarlo un poco más.
Quiero que hagas caso a mis consejos —le dijo—. Puedes fingir que te opones a ellos ante los demás generales, pero en la justa medida para disimular. Después has de ceder.
—El almirante supremo soy yo, no tú —respondió Euribíades, pero los ojos no se le despegaban de las monedas marcadas con el troquel de Darío.
—Nadie afirma lo contrario. Yo tengo asesores que me aconsejan en materias en las que soy profano. A ellos les pago. En cambio, tú puedes disfrutar de mis servicios gratis. E incluso —añadió, señalando la bolsa de oro—, recibiendo una pequeña donación.
—Con esto no será suficiente —dijo Euribíades, apartando por fin la mirada de los daricos.
Me lo imaginaba.
—Habrá más. Otros tres talentos de plata. Pero sólo cuando esto acabe.
—No me convences, ateniense. Las guerras no se acaban nunca.
—Ésta lo hará, créeme. Para bien o para mal.
Temístocles dejó a Euribíades contando esas monedas que tan prohibidas estaban en Esparta. Aún tenía otra visita que hacer. Adimanto mandaba cuarenta barcos y, por su experiencia marinera, poseía más predicamento entre sus colegas del Peloponeso que el propio Euribíades. Por más que a Temístocles le doliera la bolsa y que su ecónomo jurara en nombre de Hermes que a ese paso iban a quedarse en la ruina, Adimanto también tendría que llevarse su regalo.
Al amanecer, al mismo tiempo que en las Termópilas Megistio vaticinaba la muerte de los espartanos, el sacerdote ateniense Nicipo examinó el hígado del cordero que acababa de sacrificar y comprobó que sus vísceras no auguraban ninguna desgracia. Después, los catorce generales de la flota aliada se reunieron junto al altar erigido en honor de Ártemis la cazadora. Temístocles expuso su plan. Atacar con todas las naves a los persas, sin reservar ninguna.
—¡Es una locura! —se opuso Euribíades, con tal vehemencia que hizo dudar a Temístocles. ¿Estaba representando su papel o haciéndole una jugarreta?—. Tenemos que dejar naves de reserva. Por lo menos treinta o cuarenta trirremes.
—Si es para reforzar nuestra retaguardia y acudir donde más falta hagan, estoy de acuerdo —respondió Temístocles—. Pero para eso habrá que botarlos igualmente. Si se quedan varados en la playa no nos servirán de nada.
El cielo estaba despejado. De momento, la brisa refrescaba, pero el día prometía ser muy caluroso. Temístocles miró hacia el este. El reflejo del sol en el agua lo deslumbró, de modo que volvió la vista a su izquierda para comprobar que el oleaje era suave. No se veían cabrillas en el agua.
—Hace un tiempo excelente para los remeros. Debemos aprovecharlo.
—Si la mar está tranquila —intervino Sátiro, el general de la isla de Ceos—, deberíamos tener en cuenta lo que discutimos ayer. Quince soldados a bordo son muy pocos. Los barcos enemigos llevan treinta infantes de cubierta. A veces incluso más.
—Eso ya lo hemos discutido —respondió Temístocles—. Nuestras cubiertas no están preparadas para tantos hoplitas. Además, el peso adicional entorpecerá nuestras maniobras y hará más lentas las naves.
—Si en las batallas de estos dos días hemos perdido barcos es porque los enemigos que nos abordaban tenían más hoplitas sobre el puente que nosotros —insistió Sátiro—. Yo propongo que llevemos al menos veinticinco soldados en cada nave, y mejor si pueden ser treinta.
—Eso supondría reasignar tripulaciones. Además, no tenemos hombres suficientes para equipar todos los barcos con tantos hoplitas.
—¡Razón de más para que dejemos naves de reserva aquí! —dijo Euribíades.
Temístocles intentó convencerlos de que esa reserva no serviría de nada si los trirremes no disponían de dotaciones de cubierta. Pero los generales habían arrancado a hablar todos a la vez y a razonar en círculos viciosos, y argumentos como el de Temístocles eran demasiado sutiles para tal guirigay. Por fin, tras discutir en vano durante largo rato, la propuesta de Sátiro se sometió a votación y fue apoyada por diez de los catorce generales. Aunque parecía una mayoría holgada, esos diez votos no representaban más que la sexta parte de las naves. Tanto el ejército como la flota de la Alianza funcionaban de una manera muy peculiar. Se contaba un voto por cada ciudad, aunque algunas aportaran más de la mitad de los barcos, como era el caso de Atenas, y otras, como Ceos, tan sólo dos.
Está bien. Que hagan lo que les dé la gana. Yo organizaré como quiera mis ciento ochenta trirremes, se dijo cuando abandonó la junta. Por desgracia, al no ser almirante supremo de la flota, su autoridad ante sus colegas atenienses también se había visto mermada. Cuando se reunió con los seis generales que habían venido a Artemisio, descubrió que alguien les había informado de la reciente votación.
—Nosotros también pensamos que hay que reforzar las dotaciones de cubierta —dijo Andrónico, actuando como portavoz de los demás—. Es un error y lo sabéis.
—¡Vamos! —dijo Leócrates, primo de Arístides y general de la tribu Antióquide—. Quince hombres más en cubierta no aumentan tanto el peso de la nave, y a cambio duplican su fuerza ofensiva.
—La fuerza ofensiva de un trirreme es su espolón. Seguís pensando de forma anticuada. Esto no es Maratón. ¡Estamos en el mar!
Tampoco hubo forma de convencerlos a ellos. En reorganizar la flota transcurrió buena parte de la mañana y cuando zarparon el sol ya estaba casi en su cenit.
Finalmente llevaban doscientos cincuenta trirremes con las cubiertas atestadas de hoplitas. Las dotaciones de las otras setenta naves permanecieron en tierra no sólo guardando sus barcos, sino también los mástiles y el velamen de los que iban a participar en el combate. En una batalla naval, ningún capitán se arriesgaba a utilizar las velas, pues un golpe de viento azaroso podía arruinar cualquier maniobra en el momento más inoportuno. Por eso, antes de zarpar desmontaban los palos y, dependiendo de la urgencia de la situación, los abatían sobre la plataforma central o los bajaban a tierra para que no estorbaran los movimientos de la tripulación.
Sentados en cubierta, con los escudos sobre la tablazón y abrazados a sus propias rodillas, ya que no había otro lugar donde agarrarse, iban veinte hoplitas: los diez habituales de su dotación más diez de la Euterpe. En la popa, flanqueando a Temístocles y a su piloto Heráclides, había además cuatro arqueros escitas ataviados con pantalones de brillantes colores que los hacían parecer persas, aunque sus túnicas eran más cortas y de mangas más ceñidas. También se encontraba allí Fidípides, armado con su propio arco de madera de tejo. De niño, antes de convertirse en mensajero, se había ganado la vida cazando conejos y liebres por los montes del Ática, y aún conservaba la puntería.
De pie, en la pasarela baja que separaba ambas cubiertas, iban los marineros, armados con espadas, jabalinas o arcos. No era misión suya participar en el primer choque. Pero al final solían acabar involucrados, ya que sus vidas también corrían peligro si permitían que la nave cayera en poder del enemigo.
Demasiada gente a bordo, pensó Temístocles. Sentado en su puesto, notaba en su trasero el pulso de la nave, la forma en que rompía las olas con su panza, sus virajes, el rítmico bogar de los remeros que seguían el agudo trino de la flauta. Pero también percibía los movimientos de los hoplitas sobre la cubierta. Los remeros, sobre todo los de la bancada superior, solían quejarse cuando había carreras sobre sus cabezas. Los trirremes eran tan ligeros y tenían tan poco calado que enseguida se producían balanceos o cabeceos que dificultaban su labor.
En un trirreme, como en un coro de baile, el ritmo lo era todo. Aunque tranitas, zigitas y talamitas remaban en bancos dispuestos a varias alturas, las palas prácticamente convergían en el agua, por lo que cualquier despiste o falta de coordinación provocaba choques entre ellas. En un día de verano como aquél, sin apenas viento ni mar de fondo, los remeros que iban a proa trabajaban con cierta comodidad, rompiendo una superficie lisa y sin turbulencias. Pero los que iban detrás se encontraban con aguas cada vez más picadas por los remos de sus compañeros. Y en el momento en que se levantaba un oleaje algo más fuerte, los remos empezaban a azotar el aire más veces de las que se clavaban en el agua; eso descompensaba los movimientos de la nave, provocaba más colisiones entre las palas y, a la postre, imposibilitaba el combate naval.
De momento, la superficie del mar se veía de un azul intenso y puro, sin más espuma que la que levantaban las proas y los propios remos de los trirremes. La flota se había desplegado con dos líneas de profundidad, cubriendo un frente de casi tres kilómetros. Los atenienses ocupaban el ala derecha, pero, puesto que sus barcos eran más de la mitad, eso significaba que también cubrían el centro de la formación.
Al contrario del procedimiento habitual en los combates terrestres, Temístocles no iba en el extremo derecho de su flota. Las treinta naves de su escuadra, la Erictonia, formaban en la parte central, donde él podía controlar mejor la situación. Por el momento los trirremes navegaban alineados, y desde el asiento de Temístocles las gráciles curvas de los codastes de popa se veían superpuestas como imágenes repetidas en espejos paralelos.
A estribor avanzaba la Perséfone. Su trierarca, Clinias, hijo de Alcibíades, lo saludó con la mano.
—¡Un día magnífico! —exclamó Temístocles.
—¡Ya verás qué pronto nos lo fastidian! —respondió Clinias—. ¡Mira al frente!
Frente a ellos se divisaba la escarpada línea de la costa de Afetas, con la que ya se habían familiarizado tras las batallas de los dos días anteriores. Pero ahora había algo nuevo. Temístocles entrecerró los ojos para ver mejor y consiguió distinguir por delante del litoral una línea oscura de la que el sol arrancaba reflejos dispersos.
La flota enemiga. Esta vez los almirantes persas se habían adelantado en lugar de esperar a recibir un nuevo ataque. Y, a juzgar por la separación entre un extremo y otro de la formación, que parecía abarcar todo el horizonte, esta vez traían muchos barcos.
Más bien todos los barcos, pensó.
—Hoy no va a ser igual —dijo su piloto, volviéndose hacia él—. Debe haber por lo menos mil trirremes.
—Déjalo en la tercera parte, Heráclides —respondió Temístocles para evitar que cundiera la alarma entre la tripulación.
Conforme ambas flotas se acercaban, calculó que, si bien Heráclides había exagerado, era fácil que los barcos persas los duplicaran en número. Venían contra ellos más de quinientos trirremes, acaso seiscientos.
Recordó las palabras de Euribíades. Podemos perder toda la flota en un solo día.
—¿De qué país son los que tenemos enfrente? —gritó Temístocles, dirigiéndose al oficial de proa, que gozaba de una vista digna del argonauta Linceo.
—¡Creo que fenicios!
—¡Excelente! Los mejores rivales para la mejor escuadra de toda la flota griega.
Estaba lejos de sentir lo que decía, pero había que animar a la tripulación. Ambas flotas acudían al choque como falanges, pero en vez de pisotones y cánticos se oía el rumor de los arietes cortando el agua, el poderoso y acompasado chapoteo de los remos y los penetrantes silbidos de las flautas. Nadie hablaba. En otras ocasiones los remeros entonaban canciones de boga, pero ahora sólo se oían sus jadeos. Debían estar atentos a las órdenes de maniobra, que en la sentina resultaban difíciles de escuchar, ya que la aglomeración de cuerpos y vigas de madera ahogaba los sonidos.
Los hoplitas, aunque impacientes por entrar en acción, seguían agazapados en el sitio para no perturbar las maniobras. Euforión, sentado en la cubierta de estribor, era el único que no conseguía estarse quieto. Al menos no movía las piernas: sus tics en aquel momento se reducían a atusarse las plumas del penacho. Los diez infantes que no pertenecían a la dotación de la Artemisia y por tanto no conocían al Nervios habían estado riéndose de él desde que embarcaron. Pero ahora, bien fuera porque se habían acostumbrado ya a sus excentricidades o porque comprendían la gravedad de la situación, permanecían callados.
La flota persa se hallaba ya tan cerca que sus extremos se habían perdido de vista y la escuadra que tenían frente a ellos ocupaba todo el horizonte de Temístocles. Una de sus naves venía directa hacia la proa de la Artemisia, en rumbo de colisión frontal.
—Eso que lleva delante es un ídolo de oro macizo —dijo Fidípides—. Podemos sacar un buen botín de esto.
—¡No empieces a relamerte! —contestó Escilias. El buceador estaba sentado en la escalera de la pasarela central, a los pies del timonel—. ¡Si esa estatua fuera maciza, la nave se hundiría de proa! ¡Es sólo madera pintada!
Hasta entonces, los únicos enfrentamientos de Temístocles contra los fenicios habían consistido en acciones de piratería no demasiado heroicas. Pero conocía su maniobra favorita. El diekplous. Fingir una embestida frontal contra los barcos enemigos para, en el último momento, dar un bandazo y pasar entre ellos. De esa manera sus trirremes podían aparecer en la retaguardia de la formación, virar con rapidez y atacar las popas desguarnecidas del adversario.
Temístocles dio una orden al signífero. Éste izó un banderín azul sobre el asta que se levantaba por encima de la popa. El trirreme que navegaba tras ellos, el Proteo, viró unos metros a estribor para cerrar el hueco que quedaba entre la Perséfone y la Artemisia. La misma maniobra se repitió por las líneas de toda la flota ateniense.
—Intentad el diekplous ahora, cabrones —masculló entre dientes.
La nave fenicia estaba ya a menos de cien metros. Desde su proa, el rostro de su dios marino, Dagón, los miraba con odio. Si ninguno de los dos trirremes desviaba su rumbo, iban a chocar espolón contra espolón. El timonel se volvió hacia Temístocles.
—Creo que es el momento —le dijo.
—Pues hazlo.
Heráclides viró a babor y apuntó la proa hacia el barco que venía a la izquierda del trirreme fenicio, como si hubiera cambiado de presa. Durante unos instantes, la maniobra ofreció al ariete enemigo la amura y el costado de estribor de la Artemisia. Pero no era ésa la intención de Temístocles. Apenas unos segundos después, ordenó:
—¡Todo a estribor!
El piloto tiró de la caña que manejaba el timón derecho y empujó la vara del izquierdo. El cómitre, que estaba acurrucado en la pasarela junto a Escilias, gritó una orden al flautista y éste la transmitió a los remeros. Los de babor siguieron bogando, mientras que los de estribor levantaron las palas en el aire durante un instante, volvieron a clavarlas en el agua y ciaron invirtiendo el movimiento de sus brazos. Entre rociones de espuma, la Artemisia dio una guiñada a la derecha tan brusca que los hoplitas tuvieron que agarrarse al borde de la pasarela central para no resbalar, y la proa apuntó de nuevo al primer enemigo, ahora de través y no de frente.
—¡Magnífico! —exclamó Temístocles. Pocos barcos en la flota griega tenían remeros capaces de llevar a cabo esa maniobra en un espacio tan reducido.
Por desgracia, la tripulación del barco fenicio era tan competente como la de la Artemisia y su trierarca se anticipó a ellos maniobrando de forma casi simétrica. El ariete de Temístocles no se encontró con la amura del barco enemigo, como pretendía, sino con su espolón chapado en bronce. Aunque chocaron con cierto ángulo, el impacto sacudió a la Artemisia de proa a popa. Temístocles se había aferrado con fuerza a los brazos del sillón, pero, aun así, estuvo a punto de salir despedido y sintió cómo se le sacudían hasta los dientes, mientras que los infantes de cubierta rodaron sobre sus espaldas como tortugas indefensas.
Tras el horrísono crujido del choque se produjo un instante de silencio. Pero los hoplitas no tardaron en levantarse y, entre gritos de guerra, corrieron a defender la proa de la Artemisia.
—¡Ciar! —ordenó Temístocles.
Aunque trataron de retroceder invirtiendo la remada, ambas naves habían quedado trabadas. Los hoplitas de la Artemisia se aglomeraron en la proa, al igual que los soldados del barco enemigo, lo que hizo que las popas de las dos naves se levantaran. Eso dificultó la tarea de ambos timoneles, que trataban de maniobrar para desenganchar los arietes mientras los cómitres gritaban órdenes a sus respectivos equipos de remeros. Empezó un extraño baile entre los trirremes en que a ratos parecían buscarse y a ratos rehuirse. Los infantes enemigos, persas y medos, disparaban flechas sobre todo lo que se movía sobre la cubierta de la Artemisia, y Fidípides y los escitas les respondían como podían. El propio Temístocles había abandonado su puesto de trierarca para cubrir al piloto con su escudo. En aquel momento, Heráclides era el hombre más valioso que tenía a bordo.
Por fin, cuando las proas se soltaron y los costados de ambas naves estuvieron lo bastante cerca, los marineros de la Artemisia saltaron fuera de la pasarela y lanzaron los garfios de abordaje. Una vez enganchados en la regala del barco fenicio, se refugiaron de nuevo en la relativa seguridad de la pasarela y desde allí tiraron de las sogas de los garfios. Ambos barcos empezaron a acercarse. Una vez abarloados, sería el momento de saltar al abordaje. Temístocles embrazó su escudo y acudió a la cubierta de babor junto con los demás hoplitas, cuyo peso había escorado la nave más de un palmo. Con el rabillo del ojo, Temístocles había visto que la Perséfone se estaba batiendo a estribor con otro enemigo, mientras que a babor, más allá de la nave fenicia, se libraban combates en condiciones similares.
Pero todo eso quedaba ya fuera de su control. De los elementos que provocaban el caos en una batalla campal, allí sólo faltaba el polvo. Pero, a cambio, el suelo que pisaban se movía como en un terremoto constante, lo que añadía el riesgo de caer por la borda al de ser herido por una flecha o lanza enemiga. Y el ruido era aún más ensordecedor. A los gritos de los hombres y el clangor de las armas se sumaban el grave y estremecedor rechinar de las naves que chocaban entre sí, los crujidos de los grandes maderos que se rompían bajo los espolones y los brutales chasquidos de los remos de abeto que se tronchaban como mondadientes. Todo ello acompañado por el aturdidor chapoteo de miles de palas golpeando las aguas y levantando chorros de espuma.
Los infantes aguardaban casi al borde de la cubierta el momento de saltar sobre la nave enemiga, encorvados tras sus escudos para protegerse de las flechas de los arqueros iranios. Ya habían disparado sus jabalinas y empuñaban las picas, más largas que las que se usaban en tierra para poder herir con ellas aunque las naves todavía no estuvieran borda contra borda.
Cuando ya casi tenían a los enemigos al alcance de sus lanzas, los marineros fenicios se colaron entre los soldados, provistos de hachuelas, y se dedicaron a cortar las cuerdas de los garfios.
—¡Hijoputas cobardes, no hagáis eso! —gritó Euforión.
—¡Vamos a por ellos! —exclamó un hoplita llamado Sofrón, colgándose el escudo del cuello.
—¡No seas loco! —le dijo Temístocles—. ¡Están demasiado lejos!
Los dos metros que separaban ambos barcos podían parecer una distancia corta, pero no para un hombre cargado con casi treinta kilos de armas. Sofrón saltó y logró tocar con la mano izquierda la regala del barco fenicio, pero después resbaló y cayó a plomo al agua.
Algunos marineros fenicios habían traído largos bicheros con los que empujaban el costado de la Artemisia para apartarla. Ya no quedaba ninguna cuerda que los uniera, y el trirreme se alejó de ellos; aunque antes los arqueros persas dispararon una andanada de flechas contra las portillas de los remeros. Por los gritos que subieron de la bodega, Temístocles se imaginó que habían alcanzado a varios talamitas.
A su izquierda oyó un chapoteo.
—¿Quién más ha caído al agua?
—¡Nadie! —le contestó Fidípides—. ¡Es Escilias, que se ha tirado!
Durante un instante, Temístocles pensó que era un momento muy extraño para desertar. Luego descubrió que el buceador había saltado por la borda atado a un grueso cabo enganchado a un puntal de la pasarela.
—¡Que dejen de bogar a babor! —gritó Temístocles, y el timonel transmitió su orden al cómitre.
Instantes después la cabeza de Escilias salió entre la espuma. Llevaba agarrado a Sofrón. Los marineros halaron la soga y ayudaron a salir del agua a ambos hombres.
Mientras Sofrón, al que Escilias había conseguido arrancar la coraza debajo de la superficie, tosía y escupía agua sobre la cubierta, Temístocles le dijo al buceador:
—Para ser un hombre casi rico, te arriesgas demasiado.
—¡No me gusta dejar que la gente se ahogue! ¡Es una muerte horrible! —contestó Escilias, atusándose el bigote. Usaba una grasa tan espesa que sus guías seguían tiesas incluso después de haberse sumergido.
—Eres un héroe, amigo. ¿Qué harás si caigo al agua yo, que te debo tanto dinero?
El buceador soltó una carcajada y le palmeó la espalda.
—¡Te arrancaré de las garras de Poseidón aunque tenga que clavarle su tridente en el culo!
A estribor, la Perséfone había conseguido hincar su espolón en el trirreme enemigo. Al apartarse ciando, el agua entró en la sentina de la nave, que empezó a escorarse con rapidez y acabó volcándose entre los gritos de pavor de sus remeros. Los hombres de la Artemisia aclamaron a sus compañeros de la Perséfone, y Temístocles saludó a Clinias con la mano.
El oficial de proa le comunicó que habían perdido el ariete en el choque con la nave fenicia. Eso los dejaba desarmados, y además había debilitado la estructura del barco.
—Deberíamos retirarnos, señor —le dijo el carpintero tras subir de la bodega—. Está entrando agua en el pantoque.
—¿Tanta como para hundirnos?
—De momento no, pero nos hará maniobrar más despacio. Además hemos perdido a cinco remeros de babor.
Los tripulantes ya sabían lo que tenían que hacer, de modo que Temístocles no malgastó el tiempo con instrucciones innecesarias. El cómitre repartió a los remeros para mantener la simetría de boga y los marineros tensaron los cables maestros para apretar las cuadernas. La única orden se la dio a Heráclides:
—¡Vira en redondo! ¡Volvemos a la playa!
—¿Nos retiramos del combate? —preguntó un hoplita.
—¡No! Hay muchos barcos intactos en la orilla. Vamos a tomar uno prestado.
Saber quién había vencido en una batalla naval resultaba más complicado que en una terrestre. El campo en que se libraba el combate era mucho más extenso, y la posibilidad de comunicarse de un extremo a otro, casi nula. Mientras combatió en las aguas de la zona central, primero con la Artemisia y luego con la Tisífone, Temístocles recibió la impresión de que el resultado estaba siendo parejo. Pero su campo de visión era limitado y en el caos de la batalla ignoraba lo que estaba pasando en otros lugares.
Sólo cuando toda la flota griega arribó a la playa y Temístocles recibió informes e inspeccionó en persona los daños empezó a hacerse una idea cabal de lo que había pasado. Y el panorama no era como para sentirse risueño.
A lo largo del día se habían librado cientos de duelos como el sostenido por la Artemisia con la primera nave fenicia. En la mayoría de los casos, los barcos chocaban en ángulos tales que prácticamente rebotaban unos contra otros y los espolones no llegaban a abrir grandes vías de agua en los cascos. Después, dependiendo de lo aguerridos que fueran los tripulantes y hoplitas y de la agresividad de los trierarcas y pilotos, los trirremes se abarloaban e intentaban abordarse mutuamente, o bien se esquivaban y se limitaban a dispararse flechas y jabalinas. Mientras no se llegara a luchar cuerpo a cuerpo, los infantes de cubierta, bien protegidos, apenas sufrían bajas en esos intercambios de proyectiles. Los talamitas, en cambio, pagaban el privilegio de bogar en la bancada superior y eran los que más heridas recibían a través de las amplias portillas, pues además los arqueros los buscaban a propósito. Casi desnudos como estaban, muchos de ellos morían sobre la empuñadura de madera o caían encima de sus compañeros de los bancos inferiores.
En esos enfrentamientos, los barcos fenicios demostraron su superioridad sobre los griegos. Aunque estaban tan cargados de soldados como ellos y eran más altos y pesados por tener balaustradas y cubiertas completas, maniobraban con superior pericia y se movían con más rapidez. Sabedores de que sus infantes de cubierta, iranios armados con arcos, eran más eficaces a distancia que en el combate cuerpo a cuerpo, rehuían el abordaje siempre que podían y buscaban dañar los barcos griegos con sus espolones. También practicaban la arriesgada y difícil maniobra de lanzarse de frente a por un barco enemigo, esconder los remos, virar en el último momento y pasar rozando el casco del adversario. Con ello no sólo le rompían la mayoría de los remos de un costado, sino que también arrancaban los toletes y desgajaban trozos de madera de las portillas. Los propios remos, al partirse, herían a los hombres que los manejaban. A unos les rompían los dientes, a otros les fracturaban los dedos o las costillas, y algunos remeros morían al recibir el golpe de una empuñadura de remo en el cráneo.
Sólo la escuadra Erictonia, donde formaba la Artemisia, pudo afirmar que su duelo con los fenicios había acabado en empate. El héroe del día era Clinias, trierarca de la Perséfone, que había logrado echar a pique un trirreme asiático y capturar otro. Pero las demás escuadras habían sufrido más bajas de las infligidas al enemigo.
Los peores daños los habían sufrido en los flancos de la formación. Allí la flota persa hizo valer su superioridad numérica desplegándose en cuarto creciente y recurriendo a maniobras envolventes, de modo que muchos trirremes de la Alianza se vieron atacados por dos y hasta por tres enemigos. En el ala derecha, la escuadra ateniense Cécrope había perdido quince de sus treinta barcos en la naumaquia contra los fenicios, y en la izquierda los egipcios habían causado grandes estragos en la flota del Peloponeso.
Por suerte, pasada la media tarde, el etesio empezó a soplar con cierta fuerza y a arrancar espuma de las crestas de las olas. Los almirantes persas debieron temer que se levantara un ventarrón como el que en los días anteriores había hecho naufragar a parte de su flota de transporte y, puesto que eran ellos quienes estaban más lejos de su base en Afetas, dieron orden de retirarse. Luego, tras hacer el recuento de bajas, Temístocles comprendió que esa decisión los había salvado. Pues aún quedaban un par de horas de luz y el viento amainó enseguida.
Sobre el puente de la Artemisia, tras escuchar el relato del desastre final en las Termópilas, Temístocles le resumió a Cimón el resultado de la batalla naval. A proa sonaban los martillazos de los carpinteros que estaban ensamblando el espolón de una nave jonia capturada al enemigo.
—Entre trirremes hundidos e inutilizados, hemos perdido setenta barcos. Según el último recuento faltan casi diez mil hombres. Supongo que algunos llegarán nadando a lo largo de la noche, pero me temo que serán pocos. Entre los muertos están los generales de las tribus Antióquide y la Hipotóntide.
—¿Cuántos barcos hemos apresado?
—Treinta. Y si los trierarcas con los que he hablado no mienten, hemos echado a pique veinticinco más.
—En ese caso hemos perdido la batalla por cincuenta y cinco barcos contra setenta. Puede considerarse casi un empate.
—Si los persas no hubieran decidido retirarse por el viento, su flota habría rodeado a la nuestra y nos habrían aniquilado como hicimos nosotros con ellos en Maratón. Los fenicios y los egipcios han demostrado que son mejores marineros que nosotros —reconoció Temístocles con toda crudeza—. Y quitarle setenta barcos a una flota de trescientos no es lo mismo que restarle cincuenta y cinco a otra que dispone de más de seiscientos. Con un par de «empates» como éste, no nos quedará más remedio que huir a Italia o rendirnos a Jerjes.
Cimón, que había agachado la cabeza al comprender la gravedad de la situación, miró a Temístocles con un destello de furia en los ojos.
—¡Eso nunca! Leónidas no se merece que hables así.
Temístocles pensó que, aunque hubiera empuñado un remo ante la asamblea ateniense, en el fondo de su corazón Cimón seguía siendo un aristócrata al que conmovía más el sacrificio de trescientos hoplitas en el campo de batalla que la muerte casi anónima de diez mil hombres en las aguas del Egeo. Al fin y al cabo, desde su punto de vista, muchos de ellos eran ciudadanos pobres o esclavos y sus vidas no tenían el mismo valor.
Con un suspiro, Temístocles se levantó del asiento. Al hacerlo se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo. Me estoy haciendo mayor para la guerra, pensó.
—Era una forma de hablar, mi querido Cimón. Cuando toda Grecia le haya entregado a Jerjes el agua y la tierra que tanto ansía, yo se la seguiré negando aunque me quede solo en mi empeño.
—Hermosas palabras, Temístocles. Pero tal vez te quedes solo de verdad. ¿Cómo vas a convencer a nuestros aliados de que vuelvan a enfrentarse con la flota persa si ya han comprobado que es superior a la nuestra?
—Algo habrá que inventar. Por tierra es imposible detener a Jerjes. Ni siquiera un paso como las Termópilas lo ha frenado, y no podemos contar con que los espartanos nos ayuden a defender Atenas. Hemos empleado todos nuestros recursos en la flota. Ya es demasiado tarde para apostar por otra cosa.
—Pues me temo que tu apuesta no funcionará. Los fenicios llevan surcando los mares desde mucho antes de la guerra de Troya. Tú pretendías convertir a los atenienses en marinos expertos en menos de tres años. Era imposible que saliera bien.
Gracias por tus ánimos, pensó Temístocles, pero se ahorró el sarcasmo.
Cuando Cimón lo dejó solo, Temístocles descubrió que aún no habían acabado sus problemas.
Aunque no tenía hambre, se disponía a bajar a tierra para cenar algo. En ese momento vio que Andrónico se acercaba a la escalerilla de la Artemisia. No lo acompañaba ninguno de los hombres de su tribu, tan sólo Telo; el pancraciasta era protección más que suficiente para cruzar el campamento de noche.
Quiero hablar contigo, Temístocles.
—Sube.
Telo se quedó jugando a los dados con un grupo de remeros. Temístocles pensó que no le vendría mal que se organizara una pelea, algo que solía ocurrir en esas partidas, y que sus hombres apuñalaran al esclavo de Andrónico. Pero mucho se temía que antes de meterse en problemas con el pancraciasta preferirían dejarse ganar.
Los peldaños de madera crujieron bajo el peso de Andrónico. Temístocles volvió a sentarse en su puesto de trierarca y, sin invitar al general a tomar asiento, puesto que no había ningún otro en la cubierta, lo animó a que hablara.
—Vengo a hacerte un favor, Temístocles —le dijo Andrónico.
—Te lo agradezco de antemano. Soy todo oídos.
—Tu prestigio no está en su momento más alto. Hasta la chusma de remeros en la que siempre te has apoyado piensa que has cometido un error atacando a los persas.
—Sé que eres de los que se han quedado en tierra con las naves de reserva, Andrónico. Pero puedes preguntarle a cualquiera, y te dirá que los persas venían a atacarnos a nosotros. La prueba es que hemos combatido más cerca de Artemisio que de Afetas.
Andrónico barrió ese argumento con un gesto de la mano y entornó los ojos. Ah, siempre tan despectivo, pensó Temístocles.
—Me es indiferente. La cuestión es que cuando volvamos a Atenas te vas a encontrar con problemas. Y esos problemas tienen un nombre.
—¿Cuál?
—Arístides. Ahora que su primo Leócrates ha muerto, están pensando en nombrarlo general de la tribu Antióquide.
—Es una irregularidad. No se pueden nombrar nuevos generales hasta el verano que viene.
Andrónico se encogió de hombros.
—En la guerra se cometen muchas irregularidades. Ya sabes lo voluble que es la plebe. Muchos se están arrepintiendo de haber votado el destierro de Arístides. Piensan que si el Justo está al mando —Andrónico pronunció el apodo con sonsonete burlón—, los dioses favorecerán más nuestra causa. Así que se está hablando de revocar tu nombramiento de autócrator para dárselo a él.
Aunque la noche era cálida, un escalofrío recorrió la espalda de Temístocles.
—¿Cuál es el favor que me propones, Andrónico?
—Apoyarte en la junta de generales. Argumentaré que tus decisiones han sido correctas y que debes seguir siendo el autócrator.
—¿Cuánto me va a costar esta vez?
—Nada que no puedas pagar, Temístocles. Sé que cuando llegamos a Artemisio, los eubeos te regalaron treinta talentos de plata para que convencieras a Euribíades y a los generales de las demás ciudades de que no abandonaran la isla.
—Eso es absurdo. No íbamos a abandonar Eubea en ningún caso. —Al menos, hasta que cayeran las Termópilas, añadió para sí—. Nadie me ha entregado treinta talentos de plata, ni diez, ni cinco.
—Es curioso que digas «cinco». Aseguran que, precisamente, de esos treinta le entregaste cinco a Euribíades. Y que los llevó escondidos bajo el escudo ese amigo tuyo que parece poseído.
Aunque aquel rumor mezclaba mentiras con una información muy concreta y veraz, Temístocles miró a los ojos a Andrónico y, sin hacer el menor movimiento con las manos para no traicionarse, le dijo:
—Eso es falso.
—¿También es falso que le diste otros tres talentos al general corintio?
Temístocles aguantó de nuevo sin pestañear y respondió:
—Tan falso como lo primero.
O alguien espiaba sus movimientos con mucha habilidad, o él estaba volviéndose demasiado torpe. Porque, de nuevo, el dardo de Andrónico había acertado en el blanco. Era cierto que le había enviado a Adimanto el equivalente en oro a tres talentos de plata escondidos dentro de una cesta de comida.
Empezaba a sospechar la identidad de quien propalaba esas habladurías y las mezclaba con informaciones veraces. Al parecer, las traiciones no tenían fin. Pero ya se enfrentaría a ese problema en su momento. Ahora tenía otro entre manos.
—Lo siento, Temístocles, pero no te creo —dijo Andrónico—. Sé que el soborno es una de tus habilidades.
La única habilidad que posees tú es aceptarlo, pensó Temístocles.
—Quiero mi parte por apoyarte en la junta. Cinco talentos.
—¿Estás…?
—Espera, Temístocles. No he terminado. También quiero mi parte por no denunciarte ante el consejo y la asamblea por corrupción. Otros cinco talentos. Diez en total. A ti aún te quedarán otros doce de los que te entregaron los eubeos, no te quejes.
—Veo que sabes sumar.
—Los quiero en oro. Es más discreto y más fácil de transportar.
Temístocles asintió.
—Ahora te daré dos, pero tendrá que ser en plata. El resto te lo entregaré cuando estemos en Atenas.
—No me convence.
—Tendrá que convencerte. Si te entrego ahora todo, ¿quién me garantiza que después no me traicionarás y votarás a favor de Arístides?
—¿Y quién me garantiza a mí que me darás los otros ocho talentos?
Temístocles se levantó y desenfundó su espada. Andrónico retrocedió, malinterpretando sus intenciones. Durante un instante, Temístocles disfrutó de su gesto de terror. Después se pasó el filo de la espada por la palma de la mano izquierda y dejó que unas gotas de sangre cayeran sobre la cubierta.
—Te juro por Gea, Poseidón y Urano estrellado, por Hécate y Perséfone, por las aguas de la Estigia y el Aqueronte, por los cabellos serpentinos de las Erinias y la terrible mirada de las tres Gorgonas que yo mismo iré a llevarte a tu casa esos ocho talentos antes de que acabe la próxima luna llena. De lo contrario, que mis sesos se esparzan por el suelo como esta sangre y que Apolo y Ártemis aniquilen a mis hijos con sus flechas igual que hicieron con los hijos de Níobe.
Andrónico tragó saliva y se quedó callado unos segundos. Después dijo:
—Terrible juramento has hecho en verdad, Temístocles. Aceptaré tu palabra. Pero antes de que zarpemos para Atenas quiero esos dos talentos que me has prometido.
—Descuida. Los tendrás.
Cuando ya estaba bajando la escalerilla, Andrónico se acordó de algo y se volvió.
—Esto no afecta a nuestro otro trato, por supuesto. Mi renta anual por lo de Delfos no tiene nada que ver con este asunto —dijo con una sonrisa cruel.
—Sanguijuela asquerosa —murmuró Temístocles, apretando los dientes.
Andrónico se llevó a su esclavo, que se fue tan contento con los óbolos que había ganado como su amo con la promesa de los talentos. Temístocles había perdido el poco apetito que le quedaba. Se quedó sentado en su sillón, con la mirada baja. La luz plateada de la luna recortaba su silueta en la tablazón de la cubierta. La silueta de un hombre derrotado.
¿Podían ir peor las cosas? Cuando su ecónomo se enterara de que a los ocho talentos que había gastado en sobornos había que sumar otros diez, se llevaría las manos a la cabeza. Había cometido el error de dejarse extorsionar una vez por Andrónico, de mostrarse débil ante él. Aquel hombre no dejaría de chantajearlo. Además tenía a alguien muy cercano a Temístocles que le informaba de todos sus movimientos.
Pero cualquier situación era susceptible de empeorar, y él lo sabía. Aunque no se lo hubiera dicho Andrónico, Temístocles ya sospechaba que la muerte de Leócrates en combate le iba a acarrear perjuicios. Con el generalato de la tribu Antióquide vacante, ¿quién podría evitar que eligiesen a Arístides para el puesto? Y el Justo no era hombre que se dejara sobornar.
No podía acabar bien lo que tan mal había empezado. Primero, la ingratitud de Cimón. Luego, lo de Apolonia. Temístocles sabía que, cuando regresara a Atenas, ella no estaría en la casa del Pireo para recibirlo. Como tampoco estarían Italia ni Síbaris.
De pronto se sintió débil y los ojos se le empañaron. De haberlo visto su madre, lo habría abofeteado como hizo cuando tenía nueve años y volvió llorando de la escuela de Fénix. Pero su madre no estaba, ni allí ni en Atenas. Lo que quedaba de ella sólo era un cascarón cada vez más vacío que en tiempos se había llamado Euterpe.
Se enjugó una lágrima y tragó saliva. No podía mostrarse débil. Él era Temístocles, hijo de Neocles. Aún demostraría a los eupátridas y a toda Grecia que podía hacer grandes cosas.
Pero ¿qué grandes cosas? Sus trirremes, los barcos con los que llevaba tantos años soñando y que al fin había logrado construir, habían sido derrotados por los enemigos. Tenía que reconocerlo: los fenicios, y también los egipcios, los superaban. Sus naves eran más rápidas, más maniobrables. No porque estuvieran mejor construidas, sino por lo que acababa de recordarle Cimón.
Los atenienses se jactaban de haber nacido de la tierra, fecundada por el semen de Hefesto cuando Atenea se lo limpió de la pierna con un trapo de lana y, asqueada, lo arrojó lejos de sí. Por eso estaban tan apegados al suelo. Era imposible convertirlos en marineros en tan poco tiempo. Se necesitaría una generación para obrar un milagro así. Temístocles estaba convencido de que si repetían diez veces la batalla que se había librado hoy, otras tantas saldrían derrotados.
En esta ocasión no conseguiría detener al corcel negro de Jerjes. La única alternativa que les quedaba a los griegos era morir o someterse.
Tenía toda la espalda empapada de sudor frío, y también las manos. Se levantó para dar un paseo hasta la proa. No quería hablar con nadie ni que sus hombres lo vieran así. Pero apenas había avanzado unos pasos cuando tuvo que agarrarse a la caña del timón. Estaba respirando muy rápido, en bocanadas casi espasmódicas que no lograba controlar. De pronto, los músculos del pecho se le contrajeron y experimentó un terrible dolor en el lado izquierdo, como si una garra de lobo se le estuviera clavando en el corazón. Trató de pedir ayuda, pero las palabras no le brotaron de la boca. Dio un traspiés y cayó por los escalones. Es el final, pensó, y durante un segundo rogó a los dioses que el ataque lo matara y no lo dejara convertido en un inválido como Clístenes. Después, su cabeza chocó contra los tablones de la pasarela central.
Cuando abrió los ojos vio sobre su cabeza un cielo negro. Se levantó con precaución. Estaba en una llanura blanca, cuajada de lirios y asfódelos que se extendían hasta difuminarse en la distancia. Pese a que no había luna y las estrellas se habían apagado, podía ver las flores, igual que se veía a sí mismo alumbrado por un resplandor que no provenía de ninguna parte y que tallaba las formas con perfiles cortantes.
Se volvió. A unos pasos acababa el prado y empezaba una playa que la luz fría teñía de azul. Se dirigió hacia ella y la arena crujió bajo sus pies descalzos. Las aguas oscuras lamían la orilla con suavidad. En aquel mar no había olas, y de su lisa superficie subían espiras de vapor blanquecino. A lo lejos se levantaban unos acantilados negros sobre los que volaban enormes sombras aladas.
Descubrió que no estaba solo en la playa. No había barcos, pero sí tripulaciones enteras esperando a que llegaran. Temístocles caminó ante aquella interminable fila. Había hoplitas con el escudo destrozado o la coraza agujereada por una espada enemiga, marineros y remeros con flechas clavadas en el cuerpo o en el cuello, otros con la cabeza rota por el golpe de un remo o un tablón.
Pero la mayoría de los hombres no presentaban heridas. Eran los ahogados, miles y miles de ellos, con el rostro hinchado y verdoso y los miembros tumefactos. Todos aquellos muertos aguardaban a que el barco de Caronte acudiera a recogerlos para llevarlos a la otra orilla.
Temístocles los conocía a todos. Ciudadanos de las diez tribus de Atenas y colonos de Salamina o de Eubea. Mientras pasaba delante de ellos recitaba sus nombres, los de sus padres y los de sus demos. «Eufrosino hijo de Dión, del demo de Decelia. Ireneo hijo de Pirro, del demo de Mirrinunte. Hipómenes hijo de Pasión, del demo de Prospalta». Pero eran muchos, demasiados. Quería saludarlos a todos, como si con ello pudiera devolverles la vida, o tal vez para demostrarles que no habían caído en el olvido, que existía al menos una persona que los recordaba. Apretó el paso y ya sólo pronunció sus nombres individuales.
—Eufrosino… Epígenes… Nicómaco… Carias… Artemón… Néstor… Filisto… Epígono… Euctemón… Epafrodito… Sóstrato… Nicias… Epicteto…
Algunos intentaban contestarle, pero tenían la lengua hinchada y de la boca les brotaban chorros de agua con algas verdes. Otros habían perdido los ojos y en sus cuencas anidaban pequeños cangrejos o anémonas.
Había saludado a más de cuatro mil ciudadanos cuando llegó a los extranjeros y los esclavos que también servían en la flota ateniense. A muchos los conocía de nombre. Otros sólo eran rostros para él, y se limitó a inclinar la cabeza ante ellos. Por último estaban los muertos de Mégara, Corinto, Calcis, Egina y las demás ciudades.
Cuando llegó al final de la fila, había contado nueve mil cuatrocientos veinte hombres. Una cosa era ver sus nombres tachados en los catálogos de las tribus o en las listas de embarque. Otra bien distinta desfilar ante esa multitud, contemplar sus rostros y saber que todos habían muerto el mismo día, en el curso de unas pocas horas.
Por su culpa.
Temístocles siguió caminando por la playa y los muertos quedaron atrás, esperando su último barco. Un árbol solitario se levantaba a unos pasos de la orilla, un alto ciprés de hojas blancas como la plata. Al pie del ciprés, un arroyo de aguas transparentes corría cantando como un cascabel, tal vez porque ignoraba que iba a morir unos metros más allá absorbido por la negrura del lago infernal.
Temístocles se agachó y metió los dedos en el riachuelo. Al atravesar la superficie, desaparecieron. No sólo de la vista. Cuando quiso tocar las piedras del fondo le fue imposible, como si su mano entera hubiera sido borrada de la existencia.
Sacó la mano del agua y volvió a sentirla, pero eso no fue un alivio. Acarició la lámina de oro que llevaba colgada al cuello y pensó en desplegarla. Pero no le hacía falta. Recordaba bien lo que había escrito en ella.
Allí se refrescan las almas de los muertos, ¡pero no se te ocurra beber de ella, pues son las aguas del Olvido! Más adelante encontrarás la laguna de la Memoria. Di a sus guardianes: «Hijo de Gea soy y de Urano estrellado. Seco estoy y de sed me muero. Dadme a beber las frescas aguas de la Memoria».
Temístocles no tenía ningún deseo de recordar más. De pronto comprendía que el olvido no era ningún mal, sino una bendición de los dioses, y que si bebía de las aguas del Leteo, aquellos miles de rostros, y los de los eretrios, y también el de Apolonia se borrarían de su mente.
Se tumbó junto al arroyo, apoyó ambas manos en la orilla y acercó los labios al agua.
—No hagas eso.
Temístocles se volvió. Una hermosa doncella, tan alta que casi le sacaba la cabeza, lo miraba con unos ojos grandes y tristes. Tenía un yelmo de bronce echado hacia atrás y empuñaba una larga lanza de fresno.
Temístocles se quedó arrodillado junto al riachuelo. El arrullo del agua seguía tentándolo, pero no se atrevía a desobedecer a la diosa.
—¿Por qué, señora? —preguntó.
—Lo sabes bien. Si lo haces, lo olvidarás todo. Quién era tu padre, cuál es tu ciudad. Cómo se llaman tus hijos. A qué mujer amas. Será como si nunca hubieras existido.
—Eso es lo que deseo, señora. Quiero beber las aguas del Leteo para olvidar el fracaso que ha sido mi vida. Me han derrotado.
—¿Derrotado? —Atenea sonrió con picardía y en las mejillas se le marcaron dos hoyuelos como los de Apolonia—. Astuto y artero ha de ser el que a ti te aventaje en tramar argucias, aunque sea un dios quien te salga al encuentro. Los dos sabemos de tretas, tú que ganas a todos los hombres en ardides y enredos, y yo que soy célebre entre los dioses por mi agudeza e ingenio. ¿Es que no reconoces a Palas Atenea, la hija de Zeus, que siempre te he ayudado y protegido en tus muchos trabajos? Ea, pues, soporta las aflicciones que padeces en tu casa por más que te duelan y aguanta en silencio tus muchas desgracias. Ahora, ¡despierta, Temístocles!
Cuando abrió los ojos, las estrellas volvían a lucir en una franja de cielo delimitada por las dos cubiertas de la Artemisia. Temístocles se incorporó y se tocó la cabeza. Le estaba saliendo un buen chichón sobre la oreja izquierda, pero no sangraba. El pecho le dolía todavía y el aire apenas entraba en sus pulmones. Pero se obligó a sí mismo a respirar hondo, cada vez más despacio, y el dolor fue cediendo.
Lo que acababa de sufrir no era un ataque como el de Clístenes. Comprendió que las garras que se habían clavado en su pecho no eran las de la muerte, sino las de Fobo, el pánico. Había cedido a él en un momento de debilidad, pero nadie lo había visto.
Salvo los muertos.
Se levantó y subió de nuevo a la cubierta, pensando en las palabras de Atenea. Eran casi las mismas, verso por verso, que le había dicho a Ulises cuando éste llegó en secreto a Ítaca. En aquel momento, el héroe estaba solo y tenía que enfrentarse a los orgullosos nobles que se habían apoderado de su palacio y trataban de quitarle a su mujer, Penélope. ¿Cómo había actuado el astuto Ulises?
Con cautela, paso a paso. Solucionando los problemas de uno en uno, confiando en quienes debía confiar, como su fiel porquerizo Eumeo, y utilizando a aquellos que lo querían traicionar, como el pérfido cabrero Melantio.
Así debía obrar él. En primer lugar, hizo que avisaran a Fidípides.
—Están cargando provisiones en la Angelia para llevar las noticias a Atenas —le dijo—. Quiero que vayas en ella. Tengo un recado que quiero que lleves, viejo amigo.
Cuando se despidió de Fidípides, se quedó pensando en los demás problemas. Con Andrónico ya trataría en su momento. Ahora, la guerra urgía más.
Divinal Salamina, tú aniquilarás a los hijos de las mujeres. Si aún tenían una posibilidad de vencer a la flota persa era en los estrechos entre Salamina y el continente. Pero si los trirremes y las tropas de la Alianza se congregaban en ella, eso sería a cambio de abandonar la ciudad.
Atenas estaba condenada.