Atenas, 23 de agosto
Apolonia se recostó en el diván a la manera de una cortesana. Se encontraba a solas con Mnesífilo, con quien tenía confianza, estaba cansada y, en cierto modo, ya le daba todo igual. Si lo pensaba bien, ¿acaso no era una especie de hetaira? ¿Qué diferencia había en Atenas entre una mujer como la célebre Targelia y una concubina como Apolonia? Ambas eran extranjeras. Sí, era cierto que Targelia ofrecía placer a muchos hombres y ella se lo brindaba sólo a uno. Pero eso podía cambiar.
¿Qué estoy pensando? Se dijo que había bebido de más y dejó la copa sobre la mesita. Notaba las mejillas ardiendo y lo veía todo como a través de un fino velo blanco.
—¿No quieres más? —preguntó Mnesífilo.
—Ya no tengo sed —respondió ella.
Ella y las tres niñas se habían alojado en el domicilio de Mnesífilo. No muy lejos de allí estaba la casa de Temístocles, donde la propia Apolonia había vivido hasta que se mudaron al Pireo. Esa misma mañana había salido con Nesi y Sicino a buscar agua a la fuente, y en el camino se habían encontrado con Ilara y Soteris, dos esclavas de Arquipa que se alegraron mucho al verlas.
—Te echamos de menos —dijo Ilara, la mayor de las dos—. Y también a Nesi. ¡Cuánto ha crecido y qué guapa está! Dentro de un par de años tendrás que pensar en casarla, señora.
Nesi bajó la mirada y se ruborizó un poco. Por ser amable, Apolonia preguntó a las criadas por Arquipa. Ilara chasqueó la lengua y Soteris sacudió la cabeza.
—Cada día está peor, señora. Si sigue así, no creo que pase del invierno —dijo Soteris.
—No digas esas cosas —la regañó Ilara.
—¡Pero si es la verdad!
—¿Qué le ocurre? —preguntó Apolonia.
—Se ha obsesionado con que se está poniendo gorda como una vaca y apenas prueba bocado. Sólo bebe agua y come un cuenco de ensalada de berros y pepinos con un boquerón ahumado. ¡Al día!
—Pero ¿por qué hace eso? ¿Es verdad que ha engordado tanto?
—¡Quia! Si la vieras ahora, te daría pena, señora. Se le han quedado las muñecas tan finas como las de un bebé y le ha adelgazado tanto la cara que parece que los pómulos le van a rasgar la piel. Cuando la bañamos le podemos contar todas las costillas, pero ella se agarra un pellejo, se tira de él y nos dice: «¿Veis cómo tengo razón? Mirad qué lorzas tengo».
—Vale ya, Soteris —dijo Ilara, y le tiró de la túnica—. Vamos, tenemos que llegar al puesto de Damo antes de que se quede sin pescado.
Pero Soteris, antes de irse, besó a Apolonia y aprovechó para susurrarle al oído:
—Pronto serás nuestra señora. Tú te lo mereces mucho más.
Si Apolonia no tenía intención de regresar a la casa del Pireo, mucho menos pensaba volver a la de Atenas. Sabía que alojarse en el hogar de un viudo como Mnesífilo habría sido un escándalo si fuese la esposa de Temístocles. Pero, al fin y al cabo, sólo se trataba de su concubina. File, que hacía la compra en el Ágora, le había dicho que la gente no le daba importancia a su historia. Todo lo más, algunos afirmaban que Temístocles se había aburrido de su barragana y se la había pasado a su amigo. Como si Apolonia fuera un martillo o una sierra que se pudieran prestar a un vecino.
«Que digan lo que quieran», respondió ella. Pero aquel comentario se le había clavado como un puñal.
La casa de Mnesífilo no era ninguna mansión. Apolonia compartía alcoba con las dos pequeñas, mientras que Nesi tenía que dormir con File, la única criada que le quedaba de sus tiempos de Eretria. El aya Hedia había muerto cuatro años antes, y Arges, el último invierno.
A cambio estaba Sicino, que en aquella casa tan pequeña aún parecía más grande, y no tenía más remedio que acostarse en el patio. Temístocles se había empeñado en que se quedara con ellas en lugar de acompañarlo a él a Artemisio. Apolonia le había dicho:
—¿Por qué no te lo llevas contigo?
—Me importa más tu seguridad que la mía —contestó él.
—No quiero tus favores. ¡Llévatelo!
Pero Sicino se había quedado al final. Apolonia procuraba portarse bien con él, pues no tenía culpa de los pecados de su señor. Lo cierto era que se sentía mucho más protegida cuando las niñas y ellas salian a la calle acompañadas del gigantón persa. Y lo hacían a menudo, pues Apolonia sentía que le faltaba el aire y se le aceleraban los latidos del corazón encerrada entre las paredes de la casa de Mnesífilo. Aunque sabía de sobra que el problema no estaba en la casa, sino dentro de ella.
Sicino también acompañaba a Nesi cuando ésta bajaba al Pireo a ver a Euterpe. Sin ser su verdadera nieta, la visitaba más que los hijos varones de Temístocles, ya que iba a verla casi todos los días. Era una caminata de más de una hora de ida y otro tanto de vuelta. Pero a Nesi, que últimamente abusaba mucho de los dulces de miel, aquellos paseos le venían bien para no engordar.
A Apolonia le daba mucha pena no ver a Euterpe, pero ni quería regresar a aquella casa ni, por supuesto, se atrevía a traer a la madre de Temístocles con ellas. Nesi no entendía el porqué de esa situación.
—¿Por qué ya no quieres estar con papá? —le preguntaba de vez en cuando. Sabía que Temístocles no era su padre natural, pero no se acordaba de Jasón ni conservaba memoria alguna de su vida en Eretria.
—Es un asunto muy complicado. Algún día te lo explicaré.
—Yo quiero volver a casa. Ésta es muy pequeña, y además está sucia.
—¡Pues ayuda tú a limpiarla, señorita! Mnesífilo no tiene dinero para pagar tantos esclavos como Temístocles. Pero debemos agradecerle que nos brinde su hospitalidad.
—Pero si yo se lo agradezco, mamá. Es que no entiendo por qué vivimos aquí, teniendo una casa mucho más grande.
Apolonia tenía tentaciones de contarle la verdad, pero no le parecía bien. Aunque no se lo quisiera reconocer a sí misma, en su interior sentía que si lo hacía traicionaría a Temístocles. ¿Traicionarlo? ¡Él era el traidor!
Las pequeñas también le preguntaban, pero resultaba más fácil engañarlas. Su padre estaba de viaje, algo que era muy frecuente, y ellas se habían mudado allí porque había una guerra y estaban más seguras. Lo malo era que después no tenía más remedio que explicarles en qué consistía una guerra. ¿Cómo hacerlo si ella misma no lo entendía? Hombres clavando hierros en las tripas de otros hombres, hombres violando mujeres, hombres incendiando casas, talando árboles, aniquilando todo lo que era hermoso. ¿Por qué tanto odio y destrucción si la vida era tan breve?
—¿Seguro que no quieres más vino? —preguntó Mnesífilo.
—No, gracias. No me parece…
—¿Decoroso?
—Sí, eso es.
—¡Qué más da hoy! Estás con un viejo amigo. Por una noche, puedes dejar que el vino te regocije el corazón.
El bisnieto de Solón solía moderarse, pero en esta velada había vaciado la copa más de cinco veces, y tenía los ojos brillantes y la punta de la nariz colorada. Apolonia pensó que Mnesífilo tenía razón y que necesitaba algo que le deshiciera el nudo que se le había formado en el pecho y apenas le dejaba respirar. Ella misma se rellenó la copa. Había enviado a File a dormir, pues era muy tarde.
—Dime una cosa, Mnesífilo. ¿No te preocupa tenerme en tu casa?
—¿Por qué iba a preocuparme? De lo único que tengo miedo en esta vida es de obrar mal. Y sé que ahora no lo estoy haciendo.
—Temístocles puede ponerse furioso contigo. Si no me hubieses brindado tu hospitalidad, yo no tendría más remedio que volver al Pireo con él.
—Por eso te ofrecí mi casa. No es justo dejar sin opciones a una persona. Cuando decidas volver con Temístocles, debe ser por tu libre voluntad, no porque dependas de él.
Apolonia pensó que tampoco dependía del todo de Temístocles. Con su peculio tal vez podría comprar o alquilar una casita en Atenas. El caso era que le gustaba más el Pireo, porque estaba al lado del mar. Pero eso significaría vivir demasiado cerca de Temístocles. No, mejor Atenas. Tejía bien, y rápido. Entre ella y File, con la ayuda de Nesi, podrían confeccionar túnicas, mantos, cortinas y tapetes, y venderlos en el Ágora. Eso, junto con el dinero que aún conservaba de Eretria, les daría lo suficiente para vivir sin mendigar la caridad de nadie.
Pero ¿cómo casaría a Nesi, que se acercaba a la edad núbil? ¿Y a Italia y a Síbaris cuando crecieran? No podía darles una dote decente a las tres. Por un momento se imaginó a sus pequeñas convertidas en concubinas o hetairas y sacudió la cabeza con rabia.
—Ya me las arreglaré —respondió, más a sus propios pensamientos que a las palabras de Mnesífilo—. No pienso volver con él.
—Está muy arrepentido. No te haces idea de cuánto le ha torturado siempre que llegaras a saber lo… Bueno, lo que pasó.
—Debería habérmelo confesado. ¡Tuve que enterarme por boca de Cimón!
—¿Le habrías perdonado si te lo hubiese dicho él?
—¡No!
—¿Ves? Por eso no se atrevía a contártelo. Tenía miedo de perderte.
—¿Y por qué iba a tenerlo? Él es el gran Temístocles.
—Porque te ama.
Apolonia iba a beber, pero se detuvo con la copa en los labios. Su corazón se aceleró, y se odió a sí misma por ello.
—Nunca me lo ha dicho.
—No es dado a demostrar sus emociones, sobre todo si son tan nobles como el amor. —Mnesífilo soltó una carcajada—. A veces da la impresión de que le avergüenza albergar buenos sentimientos.
—Pero ¿de verdad lo crees capaz de albergar buenos sentimientos? ¡Mira lo que hizo con mi patria!
—No fue una decisión fácil, créeme. Antes de aconsejar a Milcíades sopesó en un platillo de la balanza las ventajas para Atenas y en otro los peligros. Y decidió que si nuestra ciudad ayudaba a la vuestra, podía acabar destruida. Me temo que quizá tenía razón.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Si hubiéramos cruzado el estrecho para socorreros, tal vez los persas habrían arrasado dos ciudades en lugar de una sola.
—Hablas con tanta frialdad como él. ¡En Eretria vivía gente! Miles de personas que murieron o que fueron esclavizadas. —Los ojos de Apolonia se empañaron. Quería creer que estaba derramando esas lágrimas por el destino de Eretria, no por Temístocles.
—No soy tan frío, Apolonia. Sólo intento comprender la forma de pensar de Temístocles. Él lo ve todo desde las alturas, como un dios. Es un don para él, pero también una maldición. No he conocido a otro hombre igual. Es capaz de tomar decisiones en el momento sin apenas tiempo para reflexionar, pero también sabe prever con más antelación y exactitud que nadie lo que puede ocurrir. Creo que los dioses han creado a Temístocles para salvarnos en este momento de tribulación. —Mnesífilo dio un trago de su copa y añadió—: No me puedo creer que yo haya dicho esto. Está claro que el vino suelta la lengua y aligera la mente. Demasiado.
—Temístocles será todo lo inteligente que tú quieras —dijo Apolonia—. Pero trata a las personas como si fueran cuentas de su ábaco o calderilla de cobre de la que se puede prescindir. ¡Eso no está bien!
—Puede parecer que actúa así, Apolonia, pero no es verdad. Pregúntales a los hombres que han servido bajo su mando. Pregúntale a Arifrón, que estaba a punto de desmoronarse de pavor en la batalla. Gracias a la comprensión de Temístocles, es ahora un hombre respetado en toda la ciudad y gobierna su propio trirreme. O habla con los tripulantes de los barcos que ha capitaneado Temístocles. Todos te dirán que no quieren servir con otro jefe.
—No me digas ahora que conoce todos los nombres de sus remeros, porque lo sé. No lo hace porque le interesen de verdad las vidas de los demás, sino porque sabe que eso le da popularidad.
—En parte tienes razón, Apolonia. Pero a fuerza de fingir que se preocupa por los demás, ha acabado preocupándose de verdad.
Siguieron discutiendo sobre Temístocles largo rato, y vaciaron otra jarra de vino. Conforme los vapores de Dioniso nublaban sus mentes, razonaban en círculos cada vez más cerrados y repetían, una y otra vez, los mismos argumentos. Luego, en cierto momento, Mnesífilo le preguntó a Apolonia por qué ya no subía a la Acrópolis como antes.
—No quiero rezarle a Atenea —contestó ella.
Le guardaba rencor a la diosa, aunque no se atrevía a expresar ese pensamiento en voz alta por temor a un castigo divino. Volvió a contarle a Mnesífilo el sueño que la había impulsado a huir de Eretria. Ya habían hablado de él antes. Pero en otras ocasiones Apolonia encontraba un dulce placer en referirle a su amigo cómo Atenea le había dicho que buscara el barco de Temístocles, mientras que ahora se sentía engañada.
—¿Cómo pudo decirme Atenea que buscara al verdugo de mi ciudad?
—El verdugo de tu ciudad fue Darío, Apolonia, igual que ahora Jerjes pretende serlo de Atenas. Las personas que no impiden que se lleve a cabo una acción injusta cuyo origen parte de la voluntad de… —Mnesífilo aventó su propio argumento con un manotazo—. Estoy borracho. No era eso lo que quería decir.
—¿Y qué querías decir?
—Que lo importante es que Atenea te dijo que debías ir con Temístocles. Si así lo han dictado los dioses, no puedes huir de tu destino.
—¡Apolonia!
Abrió los ojos. Una silueta delgada se recortaba entre las sombras. Llevaba un sombrero de viaje y un caduceo. Apolonia pensó que Atenea había escuchado sus palabras y sus pensamientos y había decidido abandonarla del todo. Por eso, en lugar de ella se le acababa de aparecer Hermes, el heraldo de los dioses.
—Tengo un mensaje para ti.
Apolonia recordaba perfectamente que cuando soñó con Atenea estaba paralizada. Ahora, sin embargo, logró incorporarse, aunque al hacerlo la cabeza le dio vueltas. El manto se le había resbalado y se tapó con él, porque se sentía destemplada. Qué falta de decoro, pensó, haberse quedado dormida allí mismo, en el diván del comedor, como hacían los varones en sus simposios.
A Mnesífilo le había pasado lo mismo. Se incorporó frotándose los ojos y apretándose la cabeza. Con la cara hinchada y los ralos cabellos revueltos, aparentaba más edad de la que realmente tenía.
—Fidípides… —dijo—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Quién te ha abierto la puerta? ¿Ya es de día?
—Hazme las preguntas de una en una y te contestaré.
Mientras Mnesífilo repetía las preguntas y Fidípides las respondía —venía a traer un mensaje de Temístocles, le había abierto Sicino y no, aún no había amanecido—, Apolonia bebió directamente de la hidria que contenía el agua que se mezclaba con el vino. Era cierto que Dioniso soltaba las lenguas y abría los corazones, pero luego se tomaba su venganza.
—¿Y cuál es el mensaje de Temístocles? —preguntó Mnesífilo.
—Los persas han derrotado a los espartanos en las Termópilas. Leónidas ha muerto.
A Apolonia le afectó más enterarse de la muerte del rey que pensar que la barrera que podía contener la invasión persa había caído. Sólo había visto una vez a Leónidas, pero le pareció un hombre muy afable. Hablaba de su esposa y de sus nietos con mucho cariño, casi con dulzura. Lo último que habría esperado en un espartano.
Pero las malas noticias no habían terminado. Según Fidípides, aunque los atenienses intentaban convencerse a sí mismos de que habían plantado cara a la flota enemiga, lo cierto era que los persas también los habían derrotado por mar.
—Tenían demasiados barcos —dijo el mensajero—. Es imposible enfrentarse a tantas naves a la vez.
—¿Y qué va a pasar entonces? —preguntó Apolonia.
—Temístocles dice que hay que evacuar la ciudad.
Huir otra vez, pensó Apolonia.
Fidípides les explicó que había venido con la nave mensajera Angelia. Sus tripulantes habían remado día y noche para llegar cuanto antes, comiendo pan de cebada empapado en vino y aceite de oliva sin dejar de bogar. Cuando alcanzaron las costas del Ática al anochecer, a Fidípides se le ocurrió que, si desembarcaba en Maratón, podía llegar a Atenas antes que el barco. Por el camino se dedicó a avisar a los vigilantes de los demos para que comunicaran a sus convecinos las malas noticias y la orden de evacuación general.
—Ahora tengo que presentarme ante los prítanos de guardia. Pero he pasado antes por aquí porque tengo que darte una cosa, Apolonia.
Al dirigirse a ella, Fidípides siempre atemperaba su habitual sequedad. En una ocasión, Apolonia le había preguntado a aquel misántropo por qué no se casaba. Aunque Temístocles estaba delante, el mensajero contestó sin vacilar: «Porque sólo conozco a una mujer que valga la pena en esta ciudad, y eres tú». Lo que en otros hombres habría parecido un intento de galanteo, en Fidípides sonó como la escueta enunciación de un hecho, y Temístocles y ella no tuvieron más remedio que reírse.
Ahora, Fidípides le entregó una bolsita de cuero.
—Esto me lo ha dado Temístocles para ti. Me ha dicho que era muy importante. Parecía preocupado de verdad. Por eso me he pasado por aquí antes de informar a los miembros del consejo.
Apolonia abrió la bolsa. Dentro estaba la lámina de oro que Temístocles llevaba al cuello.
—¿Te ha dado algún mensaje para mí?
—Uno que no entiendo. —Fidípides frunció el ceño, recordando—. «Dile a Apolonia que se quede con esto. Ella merece más que yo estar con los bienaventurados».
A Apolonia se le hizo un nudo en la garganta. Incluso a cientos de kilómetros, Temístocles sabía cómo manipularla. Primero le había dejado a Sicino para demostrar que le importaba más la seguridad física de ella que la suya. Y ahora, al entregarle la lámina con las instrucciones del maestro órfico, le estaba diciendo que también prefería salvar el alma de Apolonia, aunque eso le supusiera a él morar el resto de la eternidad entre las sombras del Hades.
Sí, aunque estuviera lejos, Temístocles sabía cómo hacerle daño. Apolonia apretó la lámina de oro contra su pecho y lloró, porque no podía dejar de amar a ese hombre.
Pero eso no quería decir que volviera con él. Según el decreto aprobado casi un mes antes, las mujeres y los niños irían a Egina y Trecén. Apolonia trató de recordar cuál de las dos ciudades estaba más lejos.