Atenas, 2 de septiembre

—Clistines se está muriendo.

La noticia que le traía Mnesífilo planteó un dilema a Temístocles. Ya estaba listo para ir a la asamblea. Aunque no había amanecido todavía, le gustaba acudir de los primeros a la Pnix para enterarse del orden del día y también de los rumores y chismorreos que corrían entre los más madrugadores. Sabía que cuando se levantara el sol haría calor, pero se había puesto sobre la túnica un manto muy fino de lana de Alepo. Si tenía que tomar la palabra para explicar al pueblo ateniense lo que había visto en Eubea, quería estar elegante, y nada realzaba más las palabras de un orador que un manto bien recogido en el brazo izquierdo.

—No pasará de hoy —añadió su amigo, leyéndole las dudas en el semblante.

Temístocles sopesó sus opciones. La de hoy sería tal vez la asamblea con más asistentes de la historia de Atenas. Sin duda, Milcíades llevaría la voz cantante, pues conocía de sobra a los persas e incluso al Gran Rey, y su experiencia era imprescindible para afrontar la invasión. Pero también habría oportunidades para que otros oradores, como Temístocles, ganaran prestigio entre los ciudadanos.

Por otra parte, no podía dejar que Clístenes muriese en su retiro de Salamina sin ir a verlo. El viejo era el abuelo materno de su esposa Arquipa, pero el vínculo que los unía era más antiguo y más estrecho que el matrimonial. Cuando Temístocles era un efebo que aún no había empuñado las armas por vez primera, Clístenes empezó a cultivar su amistad, hasta tal punto que muchos creyeron que eran amantes. Sin embargo, no era la belleza de Temístocles lo que había atraído al gran estadista, pues en la palestra había muchachos más bellos y que lucían sin ningún pudor sus cuerpos atléticos y brillantes de aceite. Lo que le había llamado la atención era su inteligencia, sus dotes de observación y su talento para estudiar las situaciones y prever el futuro. Él mismo había confesado que veía en Temístocles un trasunto de sí mismo cuando era joven. Por eso decidió adiestrarlo en la política, para asegurarse de que, cuando él muriera, alguien continuara su labor y no dejase que Atenas volviera a caer en manos de una tiranía o se desangrara en las luchas fratricidas de las facciones aristocráticas.

—Iré a verlo —decidió Temístocles, quitándose el manto.

—¿Faltarás a la asamblea?

—Seguro que Milcíades se basta y se sobra para convencer al pueblo de que no se rinda a los persas.

Temístocles eligió un capotillo más cómodo, y después ordenó a un esclavo:

—Por favor, despierta a Sicino y dile que venga lo antes posible.

—¿Para qué quieres al persa? —le preguntó Mnesífilo—. Ya sé que Sicino resulta más difícil de matar que Sísifo, pero no creo que le pueda contagiar su suerte a Clístenes. Me han asegurado que está en las últimas.

—Esta vez no me interesa su suerte, sino sus puños —respondió Temístocles—. Me temo que el Pireo no va a ser precisamente una balsa de aceite.

Fobo había llegado a la ciudad casi al mismo tiempo que Temístocles. Y el Miedo, aquel hijo del dios de la guerra, siempre traía disturbios y violencia en su estela.

La víspera, cuando se acercaban a Atenas, habían empezado a encenderse hogueras en las cimas del monte Pentélico. Temístocles aún estaba descifrando el mensaje que transmitían las almenaras cuando un mensajero a caballo los adelantó con tanta prisa que tuvieron que salirse del camino para que no los arrollara. Al preguntarle por su misión, el correo se volvió un instante a lomos del caballo para decir:

—¡Los persas han desembarcado en Maratón! Luego, conforme avanzaba la tarde, su avance se había visto entorpecido por las columnas de caminantes que confluían hacia la ciudad desde todos los demos de la zona: Afidna, Decelia, Hécale, Pedonas, Icarión, y también los del propio Maratón y Ramnunte, ocupados por los persas.

Todos los ciudadanos atenienses estaban convocados desde los rincones más apartados del Ática para una asamblea que se celebraría al amanecer siguiente en la colina de la Pnix, dentro de la ciudad. No era una ekklesía normal para tratar asuntos rutinarios, sino una movilización general.

Todos llevaban sus armas, ya fuera en sus espaldas o en la de sus esclavos o a lomos de sus acémilas. Algunos venían acompañados por sus familias, mientras que otros las habían enviado a las alturas del Parnes o del propio Pentélico, más confiados en la protección que podían brindar los montes que en las vetustas y estrechas murallas de Atenas.

El humor que reinaba en el camino era lúgubre. Muchos andaban con los hombros caídos y la mirada perdida en algún punto del negro futuro. Las conversaciones eran en susurros, como si temiesen que el viento las pudiera arrastrar hasta Maratón, a oídos de los persas. Cuando los que acudían a la ciudad se enteraron de que la comitiva de mujeres, niños, ancianos y esclavos que acompañaban a Temístocles eran supervivientes de Eretria, los acosaron a preguntas, y las respuestas sólo contribuyeron a encoger más sus corazones.

Los ánimos se levantaron un poco cuando aparecieron en el camino los ciudadanos de Acarnas.

En vez de dejar que cada uno fuese a su aire, su jefe de demo los había reunido a todos para dirigirse juntos a Atenas, y ahora desfilaban marciales blandiendo sus lanzas y entonando cantos bélicos y obscenos a partes iguales. Los acarnienses aportaban quinientos hoplitas que tenían fama de ser los más aguerridos del Ática, y también los más fanfarrones. Temístocles habría pagado un buen dinero por reclutarlos para las filas de su tribu. Pero tenían un buen jefe en Milcíades, general de la tribu Enea, que si bien no era acarniense, se parecía a ellos en lo bravucón.

Temístocles, que guardaba un ábaco en su cabeza, sabía que los atenienses, sin recurrir a los reclutas bisoños ni a los veteranos de más de cincuenta años, podían movilizar a casi diez mil hoplitas. Para otras ciudades griegas, se trataba de una cifra impresionante. Ni siquiera los espartanos podían igualarla, a no ser que se unieran a ellos los periecos, los aliados forzosos que habitaban cerca de su ciudad.

Pero, por las noticias que le habían llegado y los comentarios de los refugiados, era indudable que los persas superaban con creces ese número. Algunos aseguraban que habían llegado con doscientos mil hombres. Temístocles sabía que esa cifra era imposible, pues ni el astuto Hermes, señor de los mercaderes, habría podido solucionar los problemas de logística de un contingente tan numeroso. Pero mucho se temía que los soldados persas duplicaran o incluso triplicaran a los hoplitas que Atenas podía oponerles en el campo de batalla.

Al acercarse a Atenas, se les habían juntado los que venían de los demos de Palene y de Colargo.

Así, cuando el sol caía tras las cimas del monte Parnes y llegaron a la ciudad, formaban parte de una larga riada humana. En aquel momento, Temístocles había escrutado el gesto de Apolonia. La joven viuda de Jasón parecía decepcionada.

—¿Esperabas que Atenas fuera más grande? —le preguntó. Ella sonrió tímidamente, pero no le rehuyó la mirada.

—Creí que sería cuatro o cinco veces mayor que Eretria, la verdad. Y… me la esperaba más limpia.

Seguramente Apolonia se había imaginado una capital más impresionante, sin sospechar que la mayoría de la población del Ática vivía dispersa en sus ciento cuarenta demos. Temístocles podía entender su decepción mientras recorrían aquellas calles tortuosas y polvorientas. En algunos puntos eran tan angostas que los vecinos tenían que avisar con unos golpes antes de salir de casa para no partirle la crisma al prójimo al abrir la puerta. Y eso que el tirano Pisístrato, en su afán por embellecer la capital, había dictado unas ordenanzas que prohibían construir las puertas hacia fuera, tender balcones por encima de las calles o poner canalones que vertieran el agua al exterior en vez de a los patios internos. Incluso había organizado una brigada de esclavos públicos para que recogieran los cuerpos de los mendigos que morían en la calle y los enterraran extramuros. Pero en los tiempos revueltos que habían seguido a la caída de su hijo Hipias, la gente parecía haberse olvidado de aquellas normas y la ciudad había vuelto a crecer de forma anárquica.

—Lo único que merece la pena que veas en el asty —dijo Temístocles, usando el término que los atenienses solían utilizar para la capital— es la Acrópolis. Ni siquiera el Ágora es gran cosa, fuera del monumento a los Diez Héroes de las tribus.

Al ver que en vez de cruzar la puerta de Acarnas se desviaban a la derecha para entrar en el barrio de Melite, donde tenía su casa Temístocles, la joven le había preguntado:

—¿No vamos a entrar en la muralla? Aunque intentaba disimularlo, había cierta alarma en sus ojos. Acostumbrada como debía de estar a vivir tras la protección de las sólidas fortificaciones de Eretria, a Temístocles no le extrañó.

Él mismo pensaba que había que construir una muralla que abarcara todos los suburbios que se habían ido fundiendo al núcleo de la ciudad. Además, tenía que ser una muralla en condiciones, levantada con buenos sillares de roca labrada, y no con tierra y ladrillos cocidos al sol. La que tenían ahora apenas rodeaba el Ágora, la Acrópolis, el Areópago y las zonas aledañas. Además, algunos tramos llevaban décadas derruidos y los habían reparado de forma chapucera con empalizadas de troncos. Desde luego, no resistiría los embates de las máquinas persas. Por no añadir que, por más que las hacinaran, era imposible refugiar allí ni tan siquiera a la cuarta parte de las ciento cincuenta mil personas que habitaban el Ática.

Aun así, Temístocles había mirado a Apolonia a los ojos para asegurarle:

—Tranquila. No dejaré que los persas vuelvan a hacer daño a los tuyos.

Ahora, al día siguiente, mientras bajaba por el camino que llevaba al Pireo, Temístocles volvió la vista atrás y pensó de nuevo en la muralla y en la promesa que le había hecho a Apolonia. La Acrópolis, con sus farallones de roca caliza que se alzaban cincuenta metros sobre la llanura, parecía inexpugnable. Pero el resto de la ciudad se le antojaba tan vulnerable y débil como los castillos de arena que construía de niño en la playa de Falero.

—Sé lo que estás pensando —le dijo Mnesífilo—. Pero, por muy sólida que sea una muralla, siempre hay un traidor dispuesto a abrir sus puertas. Mira lo que les ha pasado a los eretrios.

—No es necesario que me lo recuerdes —contestó Temístocles.

—Aquí en Atenas tenemos traidores de sobra. Quién sabe cuánto oro persa se ocultará en las bodegas y en los sótanos de la ciudad.

Bajaban al Pireo en dos caballos del propio Temístocles y una mula que les había prestado un vecino. No era una caminata demasiado fatigosa, poco más de una hora a paso vivo. Temístocles era poco amigo de montar a caballo cuando podían verlo las gentes del pueblo llano, pues no quería que lo identificaran con los nobles. Pero había cogido las monturas por temor a retrasarse y no llegar a Salamina a tiempo de ver a Clístenes vivo.

En el camino se cruzaron con grupos de ciudadanos que subían a la ciudad para asistir a la asamblea, y que los miraban con gesto de extrañeza. Temístocles era bastante conocido y a la gente le sorprendía que fuera en dirección contraria a ellos, alejándose del lugar donde se jugaba el meollo de la política.

Pero había alguien más que seguía sus pasos. Al oír pisadas a su espalda, Temístocles se volvió.

Un mensajero corría tras ellos. Aunque los caballos llevaban un trote ligero, no tardó en alcanzarlos. Temístocles le preguntó:

—¿Adónde vas tan de mañana, Fidípides? Nunca había hablado con el hemeródromo, pero lo conocía de vista, había preguntado por él y se había quedado con su nombre y algunos datos personales, del mismo modo que había hecho con varios miles de ciudadanos. Tenía comprobado que el nombre era una de las posesiones más importantes de cada persona, hasta tal punto que pagaban una buena suma a los lapidarios para que lo inscribieran en sus estelas funerarias y se lo llevaban así más allá de la muerte. Para la memoria casi perfecta de Temístocles, un enorme almacén mental organizado en tinajas y anaqueles con sellos de cera, no era un gran esfuerzo grabar juntos nombres y rostros. Había comprobado que eso le ganaba muchos apoyos entre la gente. Sobre todo entre los miembros del pueblo, que deseaban sentirse tan importantes como los nobles.

—¡Voy a Esparta! —respondió el mensajero, que ya había llegado a la altura de Temístocles.

Corría sin esfuerzo aparente, levantando bien las rodillas y posando los pies con tanta ligereza que apenas se oían sus pasos. Era un hombre muy flaco, con las piernas tan magras que al verlo daban ganas de ofrecerle una limosna.

—¿Y qué mensaje llevas a los espartanos, si te lo puedo preguntar?

—Que vengan a ayudarnos, como nos prometieron en su tratado.

—¿Piensas seguir con ese paso tan vivo, amigo? —preguntó Mnesífilo—. ¿No crees que te cansarás bastante antes de llegar a Mégara? Por toda respuesta, el mensajero bufó y aceleró la marcha para dejarlos atrás. Temístocles soltó una carcajada. Fidípides tenía fama de ser hombre de pocos amigos, pero no había otro corredor con tanta resistencia como él. Habría podido ser campeón olímpico si no fuera porque la carrera más larga en los juegos era de veinte estadios y le quedaba muy corta.

El Pireo era un hervidero de rumores y de gente. Para colmo las moscas que lo infestaban parecían contagiadas por la llegada de Fobo y estaban más latosas que nunca. Con bastantes dificultades, lograron abrirse paso entre la gente que abarrotaba los accesos al puerto de Cántaro y llegar hasta la mesa de Jenocles, el cambista. Jenocles, aunque usaba ese nombre griego, era en realidad un hebreo que trabajaba como socio de Temístocles en algunos negocios y como testaferro en otros. Pues para las ambiciones políticas de Temístocles no era en absoluto conveniente que se le conociera abiertamente como banquero y fletador.

—Es la locura —le dijo Jenocles—. Todo el mundo quiere huir de la ciudad. Sólo se habla de empalamientos y orejas cortadas. —Hizo una pausa para aplastar una mosca sobre la mesa y sacudirse las manos. Después añadió en arameo, lengua en la que él mismo había instruido a Temístocles—. Pero eso no puede ser verdad. Los persas no son tan bárbaros como decís.

Jenocles hablaba así porque sentía una admiración apenas disimulada por los persas. Ciro, el fundador del imperio, había liberado a los judíos que llevaban cincuenta años deportados en Babilonia, lo que le había valido el agradecimiento eterno de su pueblo.

—Puede que normalmente no sean tan crueles —respondió Temístocles—, pero ahora están muy enfadados con nosotros.

—Sus razones tienen. No fue una idea muy brillante matar a sus embajadores.

Los emisarios de Darío habían recorrido las ciudades de Grecia pidiendo el agua y la tierra rituales, símbolos de sumisión al Gran Rey. Los atenienses los habían ejecutado con la excusa de que habían profanado la lengua griega al utilizarla para exigirles que renunciaran a su libertad. Los espartanos habían preguntado a los embajadores: «¿Cómo, que queréis agua?», y los habían arrojado a un pozo.

Al parecer, los persas no sabían apreciar el humor negro de los laconios.

—¿Y tú, no piensas marcharte? —preguntó Mnesífilo.

El hebreo negó con la cabeza.

—Confío en que vuestros bravos soldados detengan a los invasores. Y si no los detienen —añadió con una sonrisa taimada—, los persas necesitarán gente con la que hacer negocios.

Por si las previsiones más pesimistas se cumplían, Temístocles dio instrucciones al cambista para que sacara una buena parte de sus fondos del Pireo y los llevara discretamente a Trecén. Después se dirigió a los muelles de Emporio, el puerto comercial.

Poco más de veinte metros separaban la mesa de Jenocles del embarcadero, pero había tanta gente empujando para llegar al muelle, que se les hicieron tan largos como la procesión en honor de Atenea. Temístocles ordenó a Sicino que se pusiera delante, y él y Mnesífilo aprovecharon el hueco que abrían los enormes hombros del persa a modo de rompeolas. Hacía tiempo que Temístocles había ordenado a su esclavo que se arreglara la barba al modo griego y que abandonara los pantalones y el caftán por la túnica sin mangas; si el gentío hubiera sabido que Sicino era del mismo pueblo que los invasores desembarcados en Maratón, lo habrían despedazado allí mismo a pesar de sus casi dos metros de estatura y sus músculos.

Llegaron por fin al borde de un muelle que pertenecía a Temístocles. Un cordón de soldados contenía a la multitud que se agolpaba y pisoteaba por conseguir pasaje en cualquier embarcación que abandonara aquella ciudad condenada. Sobre las tablas se veía una gran mancha de sangre unida a un rastro oscuro que llevaba hasta el borde del agua. Al parecer, alguien ya no tendría que temer la llegada de los persas.

Los soldados, que pertenecían a la tribu Leóntide, abrieron paso a su taxiarca. En el muelle había dos barcos de carga que ya estaban atestados, y también una pequeña falúa. El patrón de ésta le debía a Temístocles varios favores y también algo de dinero, así que, sin contemplaciones, echó fuera a unos macedonios a los que había prometido llevar a Egina y dejó embarcar a los dos atenienses y al esclavo persa.

Desatracaron entre insultos y juramentos en sirio, paflagonio, tracio, cario y veinte idiomas más.

Una mujer de piel oscura con aspecto de egipcia les tiró una piedra por encima del cordón de hoplitas, con tanta puntería que Mnesífilo tuvo que agacharse bajo la borda para evitar que lo descalabrara. Asomando apenas la cabeza por si volvía a lloverle algún regalo, comentó:

—Parece que los extranjeros no apuestan a nuestro favor. Están muertos de miedo.

—Yo tampoco apostaría por Atenas si estuviera en su pellejo —repuso Temístocles, que seguía en pie, impertérrito ante los insultos—. Pero si Fidípides es tan rápido como cuentan y los espartanos llegan a tiempo, otro gallo cantará.

—¿Quién te dice que los espartanos querrán acudir en nuestra ayuda?

—Firmamos con ellos un tratado de defensa mutua. Tienen que honrarlo.

—Me sorprende que seas tú, precisamente tú, quien diga eso.

Temístocles se volvió hacia su amigo. La sangre le había afluido a las orejas; por suerte, sabía que su piel morena disimulaba el rubor.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó en voz baja, mirando de reojo al patrón de la falúa y a los marineros que manejaban los aparejos y los remos.

—Nosotros no hemos ayudado a los eretrios —respondió Mnesífilo, encogiéndose de hombros—. ¿Podemos esperar que otras ciudades nos ayuden ahora a nosotros? Temístocles sabía a qué se refería su amigo. Milcíades había convencido a los otros nueve generales de que era peligroso acudir en auxilio de Eretria, pues eso suponía que las fuerzas atenienses quedarían separadas de su ciudad, al otro lado del estrecho que separaba el Ática de Eubea. Ni siquiera habían accedido a la petición de los eretrios, que solicitaban al menos la ayuda de los colonos atenienses asentados en la isla. Y, así, Atenas había abandonado a su suerte a la aliada con la que unos años antes había compartido la aventura del asalto a Sardes.

Temístocles juraría ante quien fuese que el responsable de esa decisión era Milcíades. Pero, al principio, Milcíades no estaba tan decidido como había aparentado en la reunión. Había sido el propio Temístocles quien le sugirió que dejaran a los persas desgastarse intentando asaltar las sólidas murallas de Eretria. Ellos ganarían tiempo, y si Eretria caía, dejaría de ser una potencia competidora para el dominio del mar. Pues Temístocles estaba obsesionado con que debía ser Atenas quien ostentara la talasocracia de la que tan sólo unos años antes se enorgullecían los eretrios.

—Me han dicho que has acogido en tu casa a una mujer de Eretria y a su familia. ¿Sabe ella que fuiste tú quien…?

—No, y nunca debe saberlo —respondió Temístocles entre dientes. De pronto le vino la imagen de las Furias con sus antorchas, sus cabellos serpentinos y sus ojos como ascuas diciéndole: «Has traicionado a tu propio huésped».

Que les dieran higas a las tres Furias. Bastante tenía con pensar en la amenaza de los persas.

—Por lo visto, es una mujer bastante guapa —siguió Mnesífilo—. ¿Qué le ha parecido a Arquipa que la metas en casa?

—¿Qué había de parecerle? La casa es muy grande. Tenemos sitio de sobra —respondió Temístocles. Y era cierto, porque tras nacer su cuarto hijo había comprado la finca colindante a la suya y había derribado parte del muro medianero.

—A ver si, como es tan grande, te extravías una noche y acabas en la alcoba que no es.

—Tal vez Arquipa me lo agradecería —contestó Temístocles con cierto cinismo—. Me ha dicho que éste es su último embarazo.

—Cuatro críos, y todos ellos cabezones —comentó Mnesífilo—. No te faltarán herederos, desde luego, pero ¿no te gustaría que el quinto fuera una niña? Temístocles no contestó, convencido de que su mujer iba a alumbrar otro varón. Entonces se acordó de los grandes ojos de Nesi, la hija de Apolonia, de sus rizos dorados y de cómo le había rodeado el cuello con aquellos bracitos tibios y tan gordezuelos que tenían hoyuelos en los codos, y sintió algo que resultaba difícil de explicar.

O tal vez la sensación tenía más que ver con los hoyuelos que se le formaban a la madre en las mejillas cuando sonreía, aunque fuera pocas veces y con tristeza. Apolonia era una mujer hermosa.

No tanto como Arquipa, pero había algo más cálido en ella. Por un momento, Temístocles fantaseó con la idea de tomarla como concubina. Había esposas que aceptaban aquel tipo de apaños, pues las libraban de cumplir con un débito que se les hacía enojoso o, pasada cierta edad y cierto número de partos, muy arriesgado.

Pero Arquipa, que por parte de su madre tenía sangre de los Alcmeónidas, no era de ésas.

Temístocles ahuyentó aquella idea, pues no era hombre que perdiera el tiempo con pensamientos que no llevaban a ninguna parte, y se quedó mirando los muelles que dejaban a babor.

Se hallaban en Cántaro, uno de los tres puertos naturales que, junto con Zea y Muniquia, formaban el Pireo. Los atenienses llevaban desde tiempo inmemorial utilizando como puerto la alargada playa de Falero, más al este. Pero tres años atrás, Temístocles, que había sido elegido como magistrado epónimo, se empeñó en convencer al pueblo para acondicionar y fortificar el Pireo, pues sus ensenadas estaban más resguardadas del viento y, si cerraban las bocanas con espigones y cadenas, podían convertirlas en inexpugnables.

La mayoría de los arcontes epónimos se limitaban a ejercer de funcionarios a las órdenes del consejo y la asamblea; lo único que dejaban para la posteridad era el hecho de prestar su nombre al año. Pero Temístocles, que acababa de cumplir a la sazón la treintena, era demasiado inquieto y amante de novedades, lo que los atenienses llamaban neochmós, como para conformarse con que se dijera: «Esto sucedió en el año del arcontado de Temístocles». De modo que presentó y defendió en persona ante el pueblo su programa de reformas. Por supuesto, los nobles se opusieron a él casi en bloque, pues su mentalidad de terratenientes aborrecía todo lo que tuviera que ver con el mar y el comercio naval.

Pero la fortuna sonrió a Temístocles por dos veces. En primer lugar, aquel año el invierno fue muy seco, y luego la primavera llegó con una serie de heladas y granizadas que machacaron los campos de trigo y los cebadales. La cosecha fue tan exigua que hubo que importar el triple de cereal de lo habitual, lo que reforzó a Temístocles en su defensa de una política volcada hacia el mar. De paso, dejó sin trabajo en el campo a un gran número de jornaleros. Éstos, sin otra cosa que hacer, votaron a favor de las obras del Pireo para participar en ellas y tener un salario que llevar a sus casas.

El propio Temístocles había hecho un buen negocio gracias a aquella carestía. La rebelión contra Darío había supuesto un momentáneo auge del comercio con las ciudades griegas de Asia Menor, liberadas del yugo persa. Pero Temístocles, que tras la muerte de su padre llevaba casi diez años dirigiendo el negocio familiar, intuyó que el viento no tardaría en cambiar de dirección y empezó a tejer una red de contactos con Italia y Sicilia, lejos del Imperio Persa.

Así pues, el año de las heladas, cuanto más necesitaban los atenienses el grano que antes les llegaba de las vastas llanuras al norte del Ponto Euxino y de las tierras negras de Egipto, se encontraron privados de él. Los persas habían vuelto a controlar los estrechos que daban acceso al Ponto. Egipto tenía prohibido enviar ni un solo saco de trigo a Atenas. La flota fenicia había recibido orden de atacar a los mercantes griegos, a no ser que pertenecieran a ciudades que hubiesen entregado agua y tierra al Gran Rey.

Los barcos que, gracias a Temístocles, venían cargados de cereales de Italia y de Sicilia llegaron como una bendición de la diosa Deméter para Atenas. Temístocles se negó a especular con el grano e incluso denunció a los acaparadores que trataban de coaligarse para pactar una subida de precios.

No obstante, aquel verano ganó unos cuantos talentos de plata.

El segundo golpe de fortuna había sido la aparición de Milcíades. El viejo león, que en tiempos trabajara para Darío, había llegado a Atenas huyendo de la ira de su antiguo señor. Nada más llegar, Jantipo el Pepino acusó a Milcíades ante el pueblo por haber actuado como tirano en las tierras que gobernaba en el estrecho de los Dardanelos. Temístocles se ofreció como defensor conjunto para hablar a favor de Milcíades y, de paso, sobornó a algunas personas clave repartidas por el jurado.

Milcíades fue absuelto, y ahora Temístocles tenía un valedor en el clan de los Filaidas, uno de los más poderosos y antiguos de la nobleza ateniense.

A cambio, Jantipo había renovado su antigua enemistad contra Temístocles, que ya parecía olvidada. Y como el Pepino estaba emparentado por matrimonio con los Alcmeónidas, también había azuzado a la mayoría del clan contra él, salvo Euforión el Nervios, su viejo amigo de la escuela de Fénix. El juicio había llevado la discordia al propio hogar de Temístocles. Arquipa, que era prima e íntima amiga de la mujer de Jantipo, se enfureció tanto con su esposo por ayudar a Milcíades que llegó al extremo de cerrarle con llave la puerta de su alcoba durante un año.

Lo peor habían sido los reproches de la propia madre de Temístocles. No por defender a Milcíades, sino por no saber dominar a Arquipa. «¿Cómo esperas gobernar una ciudad si no eres capaz de hacer que te obedezca tu propia esposa?», le recriminaba. Lo cual tenía su punto de ironía, pues a Euterpe no la había gobernado nadie jamás, incluyendo su difunto marido.

—¿Qué tal se ha portado el cachorro del león en el viaje a Eubea? —le preguntó ahora Mnesífilo, como si hubiera leído en su mente que estaba pensando en Milcíades y su familia.

—¿Cimón? Bien. Para ser de origen terrateniente, al menos sabe que no hay que escupir a barlovento. Cuando deje de creerse la encarnación de Apolo, tal vez se convierta en un buen militar.

—En realidad, él y su padre te desprecian. ¿Sabes las cosas que andan diciendo de ti?

—Mi querido Mnesífilo, en toda el Ática no hay ni un ápice de información o rumor que no llegue a mis oídos antes de rozar tan siquiera los tuyos —repuso Temístocles—. Sé de sobra que Milcíades y su hijo creen que me están utilizando en su enfrentamiento contra las demás casas eupátridas.

—¿Y no lo hacen? Yo diría que padre e hijo están sacando de ti lo que quieren.

—Digamos que nos utilizamos mutuamente.

—¿Mutuamente? Tú le das consejos a Milcíades y él se lleva todo el mérito.

O la culpa, se dijo Temístocles, pensando en cómo habían abandonado a los eretrios a su suerte.

—Que Milcíades se quede con la gloria si quiere —respondió—. Para mí lo importante es el poder. Y el poder se ejerce mucho mejor desde las sombras.

—A otro perro con ese hueso, Temístocles, que yo te conozco desde niño. Tú ansías la gloria tanto o más que Milcíades.

Temístocles frunció el ceño. Mnesífilo tenía la virtud del barrenillo, que poco a poco taladra la corteza del olmo hasta llegar a su corazón de madera. A veces lo habría mandado a los cuervos, pero era amigo de la familia desde hacía mucho tiempo. Como pertenecía a la tribu Leóntide, técnicamente estaba a sus órdenes, ya que Temístocles había sido designado taxiarca de la tribu, segundo al mando por detrás del general. Pero Mnesífilo había pasado de los cincuenta, y muy mal tendría que ponerse la situación para que embrazara el escudo de hoplita.

¿Mal?, se corrigió a sí mismo. ¿Es que puede ponerse peor? Miró de reojo a su amigo, tratando de imaginárselo con la panoplia. Mnesífilo había echado panza, más por flacidez de los músculos que por abuso de la comida, y tenía los hombros caídos y las canillas flacas y algo zambas. Para completar aquel cuadro tan poco marcial, vestía su viejo manto gris directamente sobre el cuerpo y llevaba unas sandalias tan raídas que mejor habría ido descalzo.

Aunque sus tierras le daban una renta de ochocientas dracmas anuales, más que de sobra para un viudo sin hijos, Mnesífilo despreciaba todo lujo y ornato. Sólo se permitía la vanidad de recordar que era bisnieto de Solón, el gran legislador de Atenas y uno de los siete sabios de Grecia. De hecho, Mnesífilo era el único descendiente vivo por línea masculina directa. De vez en cuando sorprendía a Temístocles contándole algo nuevo sobre su bisabuelo. La familia había conservado celosamente los relatos de Solón, un hombre que había viajado por medio mundo, conocido las fabulosas riquezas del rey Creso y remontado el Nilo hasta la primera catarata, y además había escuchado historias sobre la gloria y el poder de los antiguos atlantes.

—La gloria —repitió Temístocles, casi con aire soñador—. Sí, es verdad que la ansío. Pero no como esos eupátridas, que pretenden emborracharse con ella todos los días, como si fuera vino con agua. No, yo quiero la gloria sólo una vez, en el momento decisivo, por una acción definitiva. No deseo ganar la fama como Aquiles, masacrando enemigos como un matarife un día tras otro bajo las murallas de Troya. Prefiero la de Ulises, que con un solo golpe de astucia se las ingenió para tomar esas mismas murallas.

—Bonito discurso. Pero recuerda que Ulises también pagó un precio. Diez años vagando por los mares, lejos de su patria.

—Cuando llegue el momento, sabré pagar el precio que se me cobre.

Pasaban ahora por delante de los arsenales situados en la parte sur del puerto. Allí, en largos cobertizos techados por tejas rojas, se guardaban los trirremes fuera del agua, para que sus porosos cascos de madera de pino y de abeto escurrieran la humedad. Más allá, en el astillero, estaban construyendo tres naves de guerra; o más bien, las habían estado construyendo, pues ahora los ciudadanos libres que trabajaban en ellas se encontraban reunidos en la asamblea, y de los extranjeros y los esclavos no se veía ni rastro.

A Temístocles le desesperaba la desidia con que los atenienses recibían su política marítima. Los eupátridas no hacían más que boicotear sus propuestas de construir más naves. Las obras del Pireo, que con tanto entusiasmo se habían emprendido, ahora iban tan despacio como la mortaja que tejía Penélope para su suegro.

Pasaron junto a un carguero que olía a pez aún fresca. Recién embreado y todo, lo habían sacado a la mar. Desde su cubierta atestada, unos críos los saludaron entre carcajadas. Ahora que se creían a salvo del peligro, los rostros de los pasajeros se relajaban, muy distintos de las máscaras de miedo y odio que se veían en el muelle.

—Si tuviéramos una flota digna de tal nombre, esto no tendría por qué ocurrir —dijo Temístocles—. No habríamos consentido que los persas profanaran nuestro territorio. Los habríamos detenido mucho antes, cuando se dedicaban a arrasar las Cíclades. Ahora nos vamos a tener que jugar la supervivencia en nuestro propio territorio contra un ejército que nos supera en número.

—Cuando lleguen los refuerzos de Esparta la balanza se equilibrará. Tú mismo lo has dicho.

Sí. Yo mismo lo he dicho, pensó Temístocles. Pero si él estuviera en el lugar de los espartanos, ¿se apresuraría a acudir en rescate de la única ciudad que podía disputarles la hegemonía de Grecia? Tras adelantar al carguero, pasaron junto a una escollera en construcción. Aquí, los esclavos públicos seguían trabajando. Unos grandes carretones traían los bloques de piedra, de tres metros de largo y dos toneladas y media de peso. Después los bajaban al agua con una grúa instalada en el extremo del espigón y provista de un gran torno que rechinaba por el esfuerzo, mientras desde unos botes unos obreros guiaban los bloques hasta su sitio exacto empujándolos con pértigas.

Salieron por fin a aguas abiertas, y, poco a poco, los olores del puerto —brea, pescado, madera podrida, multitud apiñada— quedaron atrás. Como Temístocles se esperaba por la calima y el bochorno del día anterior, se levantó un viento del sureste que hinchó la vela y los impulsó hacia el estrecho de Salamina. Las aguas se habían picado un poco, y Mnesífilo, que no era de natural marinero, se puso pálido y se llevó la mano a la boca. Temístocles sonrió con cierta crueldad. Al menos, su amigo estaría un rato callado.

Dejaron a babor Psitalea, una isla desnuda y alargada, y se acercaron al largo promontorio de Cinosura, que salía de Salamina como un aguzado espolón de este a oeste. A estribor, la costa del continente se hacía más escarpada y se levantaba en las alturas del Egáleo, una estribación del monte que encerraba Atenas por el oeste. Por fin, cuando viraron hacia la isla y entraron en la bahía de Silenia, las aguas se encalmaron bajo la protección del promontorio. Temístocles le dio una palmada a Mnesífilo, que había pasado de pálido a ceniciento.

—¡Ánimo! Como decía tu bisabuelo, «Vayamos a Salamina a combatir por esa amada isla y a librarnos de esa lamentable vergüenza».

—Efectivamente, era su antepasado Solón quien había exhortado a los atenienses a reconquistar Salamina casi cien años antes. Pues ¿cómo iba a consentir Atenas que esa isla que se veía perfectamente desde la Acrópolis estuviera en poder de la vecina ciudad de Mégara?

Desembarcaron en el fondo de la bahía, y Temístocles pidió al patrón que les esperase allí hasta que volvieran. En el puerto de Salamina reinaba cierta calma comparado con el Pireo, pero ya empezaban a correr rumores sobre la llegada de los persas. Unos conocidos acudieron a Temístocles para pedirle noticias. Sin dejar de caminar, les explicó rápidamente cómo estaba la situación y les pidió que se lo contaran a los demás, pues él tenía mucha prisa. Cruzaron la pequeña Ágora, que estaba poco más allá del puerto, y emprendieron la subida a las alturas de Cinosura.

Clístenes vivía retirado en una casa cuya vista dominaba la bahía y alcanzaba hasta el Pireo y Atenas. Pero Temístocles no se entretuvo como otras veces en disfrutar del panorama, sino que pasó al interior.

La casa era humilde, más aún de lo habitual entre los atenienses, pero estaba limpia y no era demasiado ventosa. Allí esperaba Euforión el Nervios, sobrino de Clístenes.

—Me alegro de que estés con él —dijo Temístocles, dándole un abrazo a su viejo amigo.

—Mierda, ¿cómo coño crees que lo iba a dejar solo? —respondió Euforión, y la cabeza se le empezó a torcer al lado izquierdo. Para evitar que le diera una convulsión, juntó los dedos de la mano derecha y se golpeó con ellos primero en la frente, luego en ambas clavículas y por fin en el esternón. Desde niño había sido muy nervioso, pero con la edad sus tics se habían agravado, como si lo poseyera un daimon travieso que también se apoderaba de su boca y le hacía escupir términos escatológicos en los momentos más inoportunos.

Salvo Euforión, los otros miembros del linaje de los Alcmeónidas habían dado de lado a Clístenes cuando cayó enfermo. En realidad, habían aprovechado el momento de debilidad de quien, hasta entonces, había sido la cabeza visible del clan para cobrarle la factura por sus reformas políticas. Al principio, todo el mundo había pensado que Clístenes proponía esas medidas para atraerse al pueblo al bando de los Alcmeónidas y alejarlo de otros clanes rivales. Pero lo que había hecho iba mucho más allá de las luchas entre facciones. La concesión de plenos poderes a la asamblea de los ciudadanos y la extensión a todos los atenienses de la igualdad ante la ley ya no tenían vuelta atrás, y los nobles se quejaban de que desde entonces la soberbia del pueblo llano no conocía límites.

Sin embargo, la medida más revolucionaria de Clístenes era tan complicada que al principio había pasado desapercibida para todo el mundo. Había abolido las cuatro tribus tradicionales de todas las ciudades jonias y había creado otras diez, cada una nombrada a partir de un héroe tradicional. Pero esas tribus no poseían una base genealógica, ni siquiera geográfica, pues en cada una de ellas se mezclaban personas de lugares dispersos del Ática. Estas tribus de orígenes e intereses tan abigarrados constituían el núcleo del gobierno de Atenas: de ellas se elegían los jurados, los miembros del consejo y el colegio de los diez generales. Los viejos intereses comarcales y las rencillas entre los habitantes del monte, la costa y la llanura ya no tenían sentido, y el poder local que ejercían los clanes aristocráticos había quedado diluido como una gota de aceite en un gran cántaro de agua. Ahora, los nobles que quisieran destacar en política tenían que convencer a todos los ciudadanos, no sólo a los de una pequeña zona. Aquella mezcla organizada por Clístenes había conseguido que todos miraran ahora por el bien de una sola entidad: Atenas.

Pero su reforma le había granjeado el odio de los aristócratas que aún se creían héroes de la Ilíada, que competían con sus caballos en los Juegos Olímpicos y que tan sólo buscaban la gloria individual. Como el propio Clístenes le había confesado a Temístocles en una conversación, el régimen que se estaba instaurando en Atenas suponía el auténtico kratos tou demou, el poder del pueblo. Al oírlo, Temístocles había repetido aquellas palabras y había jugado con ellas hasta fundirlas en una sola.

Kratos tou demou. Demou kratos. Demokratía.

Democracia. Aquella nueva palabra le sonaba bien. Sobre todo, pensando en cuánto molestaría a alguien tan elitista como Arístides.

—¡Chssss! No digas eso en voz alta —le había dicho Clístenes—. Si los nobles lo oyen, comprenderán de verdad lo que está pasando y tomarán las armas. No, no utilices esa palabra hasta que toda la generación que ha conocido el gobierno de los aristócratas y el de los tiranos haya muerto.

De momento, pensó ahora Temístocles, uno de los testigos de esa época iba a morir.

Euforión llevó a Temístocles al dormitorio de su tío, pero antes de hacerlo pasar tuvo que tocar por cinco veces el dintel de la puerta con los nudillos, mascullando «mierda» en cada una de ellas.

Sólo entonces, tras descargar la basura que el demonio ponía en su boca, entró al cubículo.

—Mira quién ha venido a verte, tío —dijo, controlando la voz.

Pese a que no hacía frío, en la alcoba ardía un brasero de cobre con madera de cedro y ramas de romero y tomillo. Con todo, el humo no lograba disimular el olor de la vejez y la enfermedad.

Clístenes llevaba mucho tiempo tendido en la cama, y aunque la esclava que lo atendía lo cuidaba con dedicación, le lavaba el cuerpo y le cambiaba a menudo las sábanas, era imposible evitar las llagas y las escaras.

Clístenes tenía cerca de setenta años, pero se le veía mucho más envejecido. La misma primavera en que Temístocles se había casado con su nieta Arquipa, el estadista había sufrido un ataque de apoplejía. Como secuela, la parte izquierda del rostro se le quedó paralizada, apenas podía mover la mano de aquel lado y cojeaba de un modo lastimoso. Aunque con el tiempo había recobrado casi toda la lucidez de su mente, para alguien que hasta entonces había destacado entre los demás nobles por su apostura era humillante que lo vieran así, con un ojo inexpresivo y babeando por la comisura de la boca al hablar. Así que Clístenes había decidido retirarse de la política y comprarse aquella casa en Salamina, lejos de todo el mundo. Allí había aguantado mal que bien, recibiendo las visitas de Temístocles y regalándole sus consejos. Pero tres años antes, el mismo del arcontado de su pupilo, había sufrido otro ataque, y desde entonces ya no levantó cabeza.

Temístocles se sentó en un taburete, al lado de Clístenes, y le agarró la mano. Las palmas se notaban finas y resbaladizas como la piel de un pandero seco a punto de romperse. El viejo respiraba con un estridor que agobió a Temístocles, como si fuese él quien se estuviera asfixiando.

Una mosca verde se empeñaba en posarse sobre el cráneo ralo y poblado de máculas de Clístenes, y Temístocles la aventó con una mano.

Al sentir el contacto de Temístocles, el viejo sonrió y le miró a la cara. Tenía los iris muy oscuros, casi negros, pero ahora se veían bordeados por un extraño ribete azul. Con todo, Temístocles se dio cuenta de que había en su mirada más lucidez que en cualquiera de sus últimas visitas, y pensó en lo que ocurre antes de una borrasca, cuando el aire se vuelve tan diáfano que pueden verse con claridad los detalles de las islas y las montañas más alejadas.

—Acércate más —le dijo Clístenes.

Temístocles se levantó del taburete y se sentó en la cama. El aire que salía silbando de los pulmones del viejo tenía un olor penetrante y dulzón, pero Temístocles no se apartó. Clístenes se volvió hacia su sobrino y le indicó con un gesto que los dejara solos. La esclava salió detrás de Euforión.

—Tengo algo importante que decirte, hijo.

—La voz del anciano era débil, pero sonaba clara.

—Escucho tus palabras.

—Quiero que seas mi heredero, Temístocles —dijo Clístenes, apretándole con las escasas fuerzas que le quedaban en la mano derecha.

Temístocles retrocedió un poco, confuso, y se soltó de la débil presa del viejo. Pero enseguida se arrepintió y volvió a tomarle la mano.

—Sabes que tengo riquezas de sobra. ¿Por qué no les dejas tus…?

—Chsss. Tú sabes a qué me refiero. Ni mis fincas, ni mis rebaños, ni mis caballos me importan ya. Todo lo he ido soltando, y en cualquier caso a Caronte le basta con un mísero óbolo. No, la herencia que te dejo es otra.

Temístocles sintió la importancia de ese momento, y se le erizó el vello de la nuca.

—Sé que los persas están a las puertas, hijo. Esas puertas no son demasiado sólidas, y además hay quien quiere abrirlas desde dentro. Y hablo de algunos de mi propio linaje. Mucho más cerca de lo que tú te crees —añadió en tono misterioso.

«Siempre hay un traidor dispuesto a abrir las puertas», le había dicho Mnesífilo. Y, ciertamente, lo mejor que se podía decir de la política de los Alcmeónidas con respecto a los persas es que era ambigua.

De pronto, Temístocles se arrepintió de no haber acudido a la asamblea. ¿Se darían cuenta los ciudadanos de que no podían atrincherarse tras las murallas, de que debían salir a buscar al enemigo si no querían correr el mismo destino que los eretrios? ¿Tendría Milcíades suficiente visión para darse cuenta de ello y convencerlos?

—Los persas no son la única amenaza —continuó Clístenes—. Aunque salgamos de esta crisis, tendremos que sufrir la envidia de nuestros vecinos y el temor que en secreto alberga Esparta al ver cómo crecemos. Atenas sólo puede sobrevivir si se hace grande.

—Tú la has hecho grande, Clístenes.

—No del todo, hijo. El secreto de la verdadera grandeza descansa en dos cimientos: la unión y el número. Yo creé las diez tribus para unir a los habitantes de toda el Ática. Y para aumentar el número trampeé con las listas del censo e hice inscribir en los demos a todos los ciudadanos posibles, por muy dudosa que fuera su procedencia.

Temístocles enarcó una ceja, aunque no llegó a escandalizarse. El viejo esbozó una sonrisa de truhán que quebró su rostro en mil arrugas más.

—Por eso —prosiguió— ahora podemos movilizar más hoplitas que la propia Esparta. Que ellos se empeñen en sus leyes de pureza racial si quieren, y ya verás cómo cada vez hay menos escudos con lambdas en el campo de batalla.

Temístocles asintió. ¿Qué iba a contarle a él, que era hijo de una mujer caria, una bárbara a fin de cuentas?

—La raza y la sangre son una sandez —prosiguió Clístenes—. Te lo digo yo, que puedo recitarte mis ancestros hasta más de veinte generaciones. ¡Cuánta patraña! Mi abuelo Alcmeón, aparte de ser un avaricioso, llevaba unos cuernos más grandes que los del rey Minos, así que imagínate de qué sangre puedo descender yo. Lo mismo llevo en mis venas la de algún esclavo tracio.

Era la primera vez que Temístocles oía esa confesión. Se sintió violento, y además molesto, porque si por las venas del abuelo de su esposa corría sangre ilegítima, también debía de correr por las de sus cuatro hijos. ¿Para eso se había casado con una Alcmeónida, renunciando a la buena dote que habría podido conseguir por otro lado? Entonces se dio cuenta de la estupidez que estaba pensando, él, que siempre había despreciado a los eupátridas, y soltó una carcajada. Clístenes llevaba razón, por supuesto. La sangre que debía contar en las venas de aquellos niños era la suya, la de Temístocles, hijo de sus obras. Las obras que ya había realizado y las que aún tenía que realizar.

—La sangre es engañosa —prosiguió Clístenes—. Los atenienses no deben serlo por raza, sino por convicción. Deben ser atenienses por cultura, por amor a los santuarios de su tierra y por devoción a nuestra diosa.

—Eso empieza a ocurrir ya. Y gracias a ti.

—Pero tienes que seguir adelante con mis reformas, hijo. Me daba miedo trastocar del todo las leyes de Solón, así que no tuve agallas para concederle a la cuarta clase los privilegios de las otras, y por eso los jornaleros no pueden ser magistrados ni generales. Pero ellos solos son más numerosos que las otras tres primeras clases juntas. Si Atenas quiere ser grande de verdad, necesita a todos esos ciudadanos, por humildes que sean. ¡Nos hacen falta todas las manos! La pobreza no debe ser un obstáculo para nadie si tiene algún beneficio que hacerle a la ciudad.

Temístocles asintió. Clístenes nunca se había sincerado tanto con él. Si en su momento hubiera manifestado aquellas ideas revolucionarias delante de los demás nobles, lo habrían echado a pedradas del Ática. Cuando los miembros de la cuarta clase pudieran acceder a todos los cargos, esa democracia cuyo nombre aún no se atrevían a pronunciar sería tan real y sólida como los grises bastiones de la Acrópolis.

De pronto, Temístocles tuvo una visión. Treinta mil corazones unidos en un mismo empeño.

Sesenta mil manos. Una fuerza que en Grecia podía ser invencible, un poder que hasta podría plantar cara al gigante persa. Pero esas sesenta mil manos no empuñaban escudos de roble ni lanzas de fresno.

No. Eran remos lo que aferraban entre sus dedos.

Ya había pasado el mediodía cuando volvieron al Pireo. Temístocles no dejaba de mirar a los remeros de la falúa y pensar en su visión.

Doscientos trirremes nuevos, una flota como Grecia no había visto nunca, una ciudad flotante protegida por paredes de madera y armada con espolones de bronce. Pero ¿cómo convencer a los atenienses de las tres primeras clases para que renunciaran a la lanza y empuñaran el remo? Se miró las manos y tocó los callos de sus dedos y sus palmas. A él no le importaba, porque llevaba el mar en la sangre y le parecía más honroso remar de vez en cuando para mantenerse en forma que tirar de un arado. Los demás miembros de la clase hoplítica no eran como él, pero tendría que saber persuadirlos.

Recordó las últimas palabras con sentido que había pronunciado Clístenes antes de sumirse en un sopor del que ya no había despertado.

—La mayor posesión que tiene un hombre es su libertad. Los hombres deben ser libres. Deben tomar sus propias decisiones. Deben elegir por propia voluntad tomar las armas para luchar por la ciudad que ellos mismos gobiernan. ¿No estás de acuerdo, Temístocles?

—Sí —había asentido él, no demasiado convencido.

—Es como el padre que al defender a su mujer y a sus hijos se hace el doble de fuerte de lo que sería combatiendo por un amo. Haz libres a todos los atenienses, Temístocles, y los harás invencibles.

Libres, sí, se dijo ahora. Que tomen sus propias decisiones.

Pero que esas decisiones sean las mías.

Los muelles del puerto estaban casi vacíos, y la única embarcación que entraba en vez de salir era la falúa que los transportaba. Cuando pusieron el pie en el embarcadero, uno de los soldados le dijo:

—Taxiarca, el general Melobio ordena que te presentes ante él.

Temístocles asintió, interpretando el significado oculto en aquellas palabras. «El general te ruega que vayas a verlo». Melobio había sido elegido estratego de la tribu Leóntide gracias a los manejos y el dinero de Temístocles, que por el momento prefería seguir en segundo plano.

—¿Ha terminado ya la asamblea? —preguntó Mnesífilo.

—Sí —respondió el soldado.

—¿Y qué decisión se ha tomado?

—Salir al encuentro de los persas.

Bien por Milcíades, pensó Temístocles. Como taxiarca, era el encargado de confeccionar el catálogo de su tribu, así que preguntó al soldado:

—¿Cuántas quintas se van a alistar?

—Es una movilización general —contestó el soldado—. Todos los hoplitas de menos de cincuenta años deben cargar provisiones para tres días y acudir a Maratón.