Atenas, 29 de julio de 480 a. C.

El día en que Cimón cumplía treinta años empezó con una agradable sorpresa. Aún estaba dormido cuando notó que algo cálido y suave se colaba bajo las sábanas de su cama. Al reconocer la piel desnuda de Elpinice sobre la suya, se hizo el dormido. Ella le besó suavemente las mejillas y los párpados, y le olisqueó el cuello. Después se subió a horcajadas sobre él y se dedicó a acariciarle el pecho y el vientre con las puntas de sus largos cabellos negros. El cosquilleo era tan exquisito que resultaba casi insoportable, y Cimón tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir los ojos y renunciar al juego de fingirse dormido. Ella siguió bajando y sus cabellos le rozaron las ingles y los muslos. Luego, para su sorpresa, Elpinice tomó su miembro en su boca y se dedicó a hacerle unas diabluras con los labios y la lengua a las que jamás antes se había atrevido. Cuando Cimón le agarró la cabeza para que lo dejara, pues quería poseerla de una vez, ella le apartó las manos y siguió lamiendo y besando hasta que él no pudo aguantar más.

—Feliz cumpleaños —le dijo luego, apoyando la barbilla en su pecho.

Estaban casi a oscuras. La alcoba no tenía ventanas y Elpinice había cerrado la puerta al entrar. La única luz provenía de una lamparilla de aceite. A su tenue resplandor, Cimón estudió las sombras y los perfiles del rostro que adoraba y que a veces odiaba. Se miró en aquellos ojos verdes, tan rasgados que parecían pérfidos incluso cuando no lo pretendían, y acarició con el pulgar los carnosos labios que se habían atrevido a impudicias impropias de una dama ateniense. Elpinice tenía veintitrés años, seis menos que él, pero su piel era tan blanca y lisa que parecía más joven.

Se corrigió. No eran seis años menos. Desde hoy eran siete.

—¿Te ha gustado?

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Cimón, algo escandalizado. Elpinice nunca dejaba de sorprenderlo.

—Dicen que es una especialidad de las mujeres lesbias. Hoy quería darte placer sólo a ti.

—Muy bien, pero ahora me toca corresponderte —dijo Cimón, aventurando una mano entre los muslos de ella. Elpinice le agarró la muñeca y le detuvo. Para ser una mujer, tenía mucha fuerza. Debía de haberla heredado de su padre.

—Oh, oh. No es buen día para eso. Hoy no toca.

Cimón comprendió. Ella estaba en esos días del mes en que el deseo le producía más dolor que placer. Sin embargo, se había metido en su cama desnuda y le había hecho algo que, sin duda, tenía que haberla excitado, y por tanto le habría dolido. Al pensar en el pequeño sacrificio que había hecho ella, la quiso incluso un poco más y se lo demostró besándola y mordisqueando con suavidad sus gruesos labios.

Entonces se le ocurrió un pensamiento travieso.

—¿Sabes una cosa? Eso no sólo lo saben hacer las mujeres lesbias.

—¿Ah, no? ¿Es que alguien más te lo ha hecho a ti?

—Me temo que sí.

—¿Y quién ha sido esa zorra? —Hummm… Déjame pensar. Una jonia.

—¿Qué jonia? —Creo que se llamaba Targelia.

—¡No! ¡Ésa no! —dijo Elpinice, arañándole el pecho con la uña y abriendo mucho los ojos con fingida furia.

A los dos les gustaba y excitaba ese juego. Ella, por supuesto, no pretendía que Cimón dejara de acostarse con otras mujeres, del mismo modo que tampoco podía impedir que, de vez en cuando, acariciara los muslos de algún bello efebo. Pero Cimón también permitía que ella se concediera sus propios escarceos y placeres, y eso resultaba más inusitado. Prefería que Elpinice fuera tan libre y sensual como una espartana, no una mujer timorata y sumisa al estilo de las esposas atenienses.

—¿De verdad que te lo hizo Targelia? —insistió Elpinice—. ¡Qué casualidad!

Targelia, la cortesana jonia de la que se decía que era la mujer más bella del Egeo, había causado sensación al visitar Atenas el verano anterior. Tenía un cuerpo tan hermoso y tan poco pudor para lucirlo que Pasicles, el mejor pintor de cerámica roja de la ciudad, le había pedido que posara para ella y había dibujado una serie entera de copas muy subidas de tono. La colección la había comprado luego Calias, amigo de Cimón, y a muy buen precio.

Targelia había alquilado una casa cerca del Ágora. Allí celebraba banquetes que a veces se convertían en refinados simposios en los que, al compás de las cítaras, se escuchaban las poesías más recientes de Simónides o los densos y oscuros versos de Esquilo. Otras veces, las fiestas degeneraban en orgías que se prolongaban hasta que cantaba el gallo, e incluso más tarde. Fue en una de esas ocasiones cuando Cimón había descubierto que las habilidades bucales de Targelia no se limitaban a cantar o recitar. Aquella noche lo había tomado de la mano y se lo había llevado del comedor. Mientras sus invitados se revolcaban sobre los divanes y las esterillas del suelo con las flautistas y las cortesanas, Targelia condujo a Cimón a su propio dormitorio, en el segundo piso, y en una cama cubierta por sábanas de seda le hizo lo mismo que Elpinice. Sin pedirle nada a cambio. Por suerte, ya que Cimón, empobrecido desde el juicio contra su padre, no habría podido hacerle ningún regalo digno de ella.

Targelia no sólo era bella, sino también generosa. Aceptaba obsequios, por supuesto, pero regalaba sus favores a hombres como Cimón siempre que le agradaran físicamente.

—No seas ingenuo —le había dicho Temístocles cuando Cimón alardeó ante él de haber disfrutado del cuerpo de Targelia—. También ha fornicado con tipos calvos y panzudos de sesenta años.

—¿Gratis?

—Sin cobrarles directamente, pero gratis no. Ella no concede sus favores por las buenas.

—¿Qué quieres decir?

—Que es una agente persa. De Mardonio, en concreto. Jerjes no se rebajaría a usar espías.

Cimón no sabía por qué estaba tan seguro de esta última afirmación. Pero Temístocles se negaba a compartir con él la información que poseía sobre los persas y se la dosificaba como un avaro. Cosa que molestaba profundamente a Cimón.

Temístocles, que parecía inmune a los encantos de Targelia, había recurrido a su autoridad como general para expulsar a la joven de Atenas y, de paso, había conseguido que dos de sus «clientes» fueran juzgados y condenados por conspirar a favor de los persas.

Hacía dos meses que Cimón había vuelto a ver a la hetaira en Tesalia, donde se había convertido en amante de Antíoco el Alévada, uno de los hombres más poderosos de la región. Había acudido allí con un pequeño ejército mandado por Temístocles y un general espartano. El plan consistía en estudiar el terreno y comprobar si podían establecer una posición defensiva entre el mar y las escarpadas laderas del Olimpo. Pero, bien fuera por los manejos de Targelia o por temor a la cercanía de Jerjes, que estaba a punto de cruzar de Asia a Europa con su inmenso ejército, la facción tesalia que prefería enviar agua y tierra al Gran Rey prevaleció sobre la que estaba dispuesta a resistir. Los aliados tuvieron que retirarse al sur y estudiar otros lugares posibles para frenar el avance persa.

De ello habían tratado en la reunión de la Liga Helénica, tan sólo doce días antes. Como resultado, la flota ateniense tenía que reunirse con la aliada y zarpar al norte en breve. Con ella viajaría Cimón, aunque Temístocles le había ofrecido actuar de enlace con el ejército de tierra al mando de Leónidas. Todavía no sabía si tomárselo como un favor o como una limosna.

—¿Sabes por qué he dicho que era una casualidad? —dijo Elpinice, apartándole de aquellos graves pensamientos—. Fue Targelia quien me enseñó a usar la lengua como las lesbias.

—¿Qué? No hablarás en serio.

—Estuve en su casa antes de que se fuera —dijo Elpinice mientras jugueteaba con su dedo en el pecho depilado de Cimón—. Quería ver si era tan hermosa como decían, y aún me lo pareció más.

—No tanto como tú.

Ella le pellizcó una tetilla.

—Sabes que no me gustan los halagos fáciles. Por supuesto que es más bella que yo. Pero también es simpática, y me ha enseñado muchas cosas. Ésta la reservaba para una ocasión especial.

Cimón no supo si creerla. A Elpinice le gustaba tanto escandalizar que a veces se inventaba historias sobre cosas que en realidad sólo había llegado a imaginar. Pero era verosímil que hubiese estado en casa de Targelia. Solía hacerle muchas preguntas sobre la cortesana, y en una ocasión le había saltado con la ocurrencia de posar también desnuda para Pasicles, o incluso para algún escultor.

—¿Por qué ahora que soy joven y tengo buen cuerpo no puedo hacer de modelo para una diosa desnuda?

—¡Una diosa desnuda! —se había horrorizado Cimón—. ¡Qué ocurrencias tienes!

—¿Pues no está llena la Acrópolis y el Ágora de dioses desnudos? ¿Por qué las diosas tienen que estar cubiertas de túnicas y mantos de la cabeza a los pies?

—No es lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque… No es lo mismo.

—¿Y si representara a Afrodita? ¿Tú crees que a ella le importaría que la vieran desnuda?

Tal vez, se dijo ahora Cimón, si lo que tenía previsto hoy mismo le salía bien, podría contratar a un buen escultor para darle a Elpinice ese capricho. Eso sí, la estatua no saldría jamás de su propia casa. No quería acabar en un tribunal acusado de impiedad.

Al acordarse de la reunión con Calias, frunció el ceño. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de decirle algo a Elpinice, pero decidió que no tenía por qué hacerlo. Al fin y al cabo, era un ciudadano ateniense, un noble, y además ya se le podía considerar un hombre adulto. No tenía por qué rendir cuentas a nadie de sus actos.

Después de levantarse se bañó en la tina de terracota de su casa y se puso una túnica limpia. A media mañana, a la hora en que se llenaba el Ágora, recibió la visita de Calias.

Calias era mayor que él, un hombre alto pero desgarbado, de hombros estrechos y panza blanda. Pertenecía a una familia de los eupátridas que desde los tiempos de Pisístrato había ido perdiendo poder e influencia. Pero en los últimos diez años las tierras de Calias habían vuelto a producir pingües rentas, o eso decía él. Lo que resultaba evidente era que había prosperado mucho, y por eso no había ahora mismo mansión en Atenas más lujosa que la suya.

Sobre él corría una fábula que explicaba su repentina riqueza. Según contaban, en la batalla de Maratón un fugitivo persa le suplicó que le perdonara la vida. A cambio le ofreció un cofre lleno de oro que había enterrado entre los cañaverales del gran pantano al darse cuenta de que no le daría tiempo a huir en los barcos. Calias, tras ver dónde estaba escondido el cofre, había matado al persa, y no había vuelto a buscar el tesoro hasta pasados dos meses desde la batalla.

Cimón podía creer aquella historia sin problemas. Calias no destacaba por sus virtudes marciales ni su valor físico. Pero cuando se trataba de dinero, ni Aquiles defendiendo a Patroclo habría sido más fiero.

Y ahora se trataba de dinero, precisamente. Calias y él iban a pactar la engye, los esponsales de la hermana de Cimón. Para ser un hombre tan práctico, Calias se había enamorado perdidamente de ella, y estaba dispuesto no sólo a casarse sin dote, sino incluso a sufragar las deudas de Cimón.

Casi diez años antes, cuando Cimón tuvo que pagar la multa de cincuenta talentos que le habían impuesto a su padre por el fiasco de la expedición de Paros, se vio obligado a vender varias propiedades. Aun así sólo consiguió quince talentos contantes y sonantes, pues Milcíades había dejado atrás buena parte de las riquezas familiares cuando la familia abandonó precipitadamente los Dardanelos huyendo de los persas.

Los otros treinta y cinco se los había prestado Temístocles.

—Sin intereses —le había dicho—. Tú me los irás devolviendo cuando puedas.

Hasta entonces no se había dado cuenta Cimón realmente del dinero que poseía Temístocles, pues no era hombre proclive a ostentaciones ni oropeles: no había enviado jamás una cuadriga a competir a los Juegos de Olimpia, nunca celebraba banquetes multitudinarios en su casa y el único lujo que se permitía era costear con generosidad las tragedias de su amigo Frínico.

Cimón se había jurado devolverle el dinero cuanto antes, pero no resultaba un empeño nada fácil. Temístocles no sentía la menor vergüenza por hacer fortuna comerciando y gestionando sus propios negocios. Cimón sospechaba que además, bajo mano, prestaba dinero a varias personas fuera del círculo de sus amigos, y que a ellas sí que les cobraba intereses. De esa manera, cualquiera podía enriquecerse.

Pero cuando uno quería vivir de acuerdo con los ideales aristocráticos, y más aún, con los de sus idolatrados espartanos, que veían el trabajo como una deshonra y una condición servil, resultaba mucho más difícil acrecentar la hacienda. Cimón había comprobado que cuando uno empieza a empobrecerse, el poco dinero que tiene parece huir por las ventanas. Si quería mantener un nivel de vida apropiado a un eupátrida como él, necesitaba gastar al menos un talento al año, y eso sin grandes dispendios; lo cual le consumía buena parte de las rentas que ingresaba por las fincas que todavía conservaba.

El caso es que habían pasado diez años desde el juicio contra su padre y todavía tenía que devolverle otros tantos talentos a Temístocles. Él jamás le insinuaba nada, pero no hacía falta. Cimón estaba atado a Temístocles, y aquel vínculo hacía que se sintiera incapaz de oponerse a su política, aunque cada vez estaba menos de acuerdo con ella.

Sus prevenciones no eran nada comparadas con las que sentía Calias.

—Estamos viviendo el final de una época —le dijo ahora, mientras compartían una copa de vino bajo el olmo del patio—. Por culpa de ese hombre todos nuestros viejos valores se tambalean. ¿Dónde está el respeto a la honradez, a la verdad y a la nobleza? La gente se burla ya hasta de los ancianos y los sabios.

—No te alteres, Calias. Los tiempos cambian.

—Eso lo podías decir antes porque eras joven, Cimón. Ahora te corresponde pensar con más responsabilidad. Hay que detener a Temístocles antes de que convierta nuestra ciudad en un estercolero moral donde todo dé igual, donde un jornalero sea igual que un eupátrida y un esclavo igual que un amo. Por culpa de ese hombre, en Atenas reina el libertinaje.

Cimón se llevó la copa a los labios para ocultar una sonrisa. Ya quisieran los jornaleros de la cuarta clase dedicarse al libertinaje con tanto entusiasmo y tantos medios como Calias y sus congéneres.

—Temístocles es el enemigo —insistió Calias—. Sin él, la chusma no sería ni la mitad de audaz de lo que es ahora. Y, para colmo, nos quiere quitar la lanza y el escudo y rebajarnos al remo y al cojín. ¡A nosotros, los vencedores de Maratón! Cimón asintió, aunque sin comprometerse a decir nada. No sólo comprendía las ventajas de la política naval de Temístocles, sino que en cierta medida las aceptaba. Había vivido las sensaciones de la guerra en el mar en varias campañas. Incluso en la última batalla librada contra Egina antes de la tregua general, Temístocles le había entregado el mando de una nave, la Dínamis. Para Cimón, cabalgar la proa de un trirreme sobre las olas y embestir a una nave enemiga con el espolón de bronce había sido una emoción incomparable, como la de domeñar un corcel gigantesco.

No había arma más letal, elegante y refinada en el mundo que el trirreme. Corintios, egipcios y fenicios discutían quién lo había inventado. Cimón sospechaba que todos podían tener razón, pues era lógico que los arquitectos navales de varios lugares hubieran pensado simultáneamente en la forma de perfeccionar el poder ofensivo de las viejas penteconteras, las naves largas de cincuenta remeros. ¿Cómo mejorar la propulsión sin aumentar demasiado el peso? Una posibilidad era triplicar el número de remos manteniendo invariable la longitud de la nave. Eso convertiría a un barco provisto de espolón en una especie de lanza gigantesca, un ariete flotante.

La solución había sido montar tres bancadas de remeros situadas en otros tantos niveles, desde la sentina donde bogaban los infortunados talamitas hasta la postiza de arriba donde lo hacían los tranitas. Para encajar esas tres bancadas en un ancho de, a lo sumo, cinco metros, los arquitectos se habían visto obligados a hacer auténticas filigranas. El resultado era que en las entrañas de un trirreme podían remar hasta ciento setenta hombres, pero con tales apreturas que maniobras como embarcar o, simplemente, bogar tenían que coordinarse a la perfección para que codos, rodillas o pies no chocaran con cabezas ajenas.

El propio Cimón, animado por Temístocles, había probado a remar en el pescante como un tranita más. Allí arriba el aire corría un poco más que en la bodega y, sin embargo, el hedor de tantos cuerpos transpirando a la vez le había hecho sufrir arcadas. No quería imaginarse cómo sería el trabajo de los talamitas, a los que les chorreaba encima el sudor de las dos bancadas superiores, por no hablar de otros fluidos.

Su breve experiencia le hacía comprender que los miembros de las clases superiores, como Calias, se escandalizaran ante la mera idea de empuñar un remo en tales condiciones. Pero los hoplitas aún podían servir en la marina de otra forma más honrosa, como infantes de cubierta, las tropas que, una vez llegado el abordaje o la embestida, usaban sus lanzas para combatir contra los enemigos.

El peligro para los aristócratas no era tanto que se vieran obligados a bogar en los nuevos trirremes. El verdadero problema estribaba en que Temístocles estaba convenciendo al pueblo llano, a la cuarta clase, de que su función como remeros en la flota era vital para defender la ciudad, y tan importante como la de los propios hoplitas que habían derrotado a los persas en Maratón. De eso a convencerlos de que exigieran la igualdad total y pudieran acceder a todos los cargos, incluso los de arconte y general, tan sólo había un paso.

Calias expresó ahora esos temores de una forma muy concreta.

—El pueblo cada vez es más insolente. Viniendo aquí me he cruzado por un callejón estrecho con un jornalero que llevaba un cesto de anchoas. ¿Y quién te crees que ha tenido que meterse en el hueco de una puerta para dejarle pasar? ¡Yo, por supuesto!

—Yo no le habría cedido el paso —respondió Cimón.

—¿Y qué habrías hecho? ¿Darle un puñetazo?

—Puedes estar bien seguro.

—¿Para qué? Te llevaría a juicio, y te encontrarías defendiéndote delante de cien jurados. ¿Cuántos de entre ellos serían eupátridas, o al menos de la clase de los hoplitas? Ya te lo diré yo: bastantes menos de la mitad. Así que esos jornaleros —Calias pronunció la aspiración de la palabra thetai casi escupiendo— votarían en masa contra ti por el único delito de haber nacido de mejor sangre que ellos y te condenarían a pagar por lo menos treinta dracmas.

—Cosa que haría gustoso con tal de no ceder el paso a un inferior.

—Mi querido Cimón, la manera de mantener un cofre lleno de oro es evitar que por las ranuras escape la plata.

Cimón soltó una risa amarga.

—No tengo más remedio que darte la razón. No sé apreciar bien el valor del dinero. Por eso soy yo quien tiene que recurrir a tu fortuna y no al contrario.

—No pretendía ofenderte —dijo Calias, mostrándole las palmas de las manos.

—Por supuesto, por supuesto —respondió Cimón, apartando la mirada y regodeándose en su propia humillación. Para librarse de la tutela política de Temístocles, tenía que vender a su propia hermana. Sí, en lugar de colmarla de regalos, de entregarle una dote de la que pudiera enorgullecerse como hija de Milcíades, iba a venderla como si fuera una vulgar ternera.

Al parecer, no era el amor el único motivo que movía a Calias a ese matrimonio tan oneroso para él. Tras frotarse las manos pensativo durante un rato, le dijo:

—Hay algo más de lo que quiero hablar, Cimón. Sé que hoy es tu cumpleaños. Felicidades. Treinta años son una edad importante.

Lo eran. Al cumplir los treinta, Cimón se convertía oficialmente en un hombre maduro, un ciudadano que podía hablar en público sin que los abucheos lo obligaran a bajar de la tribuna y también presentarse para la elección a cualquier cargo. Incluido el de general.

—Gracias, Calias.

—Nunca has hablado ante la asamblea, pero a partir de ahora ya podrás hacerlo, ¿verdad?

Cimón se enderezó en el asiento, cauteloso.

—Si lo deseo, sí. Es cierto.

—Mañana hay sesión de la asamblea. Sé que Temístocles va a presentar el oráculo que ha traído de Delfos junto con una propuesta muy drástica para afrontar la guerra contra los persas. ¿Tienes idea de en qué puede consistir?

—Temístocles sólo comunica sus planes a los demás cuando cree que le conviene a él, nunca por confianza. No sabe lo que es confiar en nadie.

—Hay mucha gente que está preocupada.

—¿Qué gente?

—Ya sabes. Nobles como tú y yo, incluso gente de la segunda y la tercera clase que no ve con buenos ojos la soberbia con que se comporta el pueblo últimamente. Gente que cree que es indigno volcar todos los esfuerzos de Atenas en la flota, como si fuéramos una vulgar ciudad de mercaderes y pescadores.

—No veo que esa gente hable para oponerse a Temístocles.

—¿Cómo va a hacerlo? ¿Dónde están los oradores que se oponían a él? ¿Dónde están Megacles, Jantipo o Arístides?

—Por mí, Jantipo puede reventar allá donde esté.

—Te entiendo —dijo Calias, conciliador—. El Pepino no le caía bien a nadie.

—No se trata de caer bien o mal. ¡Por su culpa llevo diez años viviendo de la compasión de otros!

—Es cierto, es cierto, pero ésa no es la cuestión. Los nobles tenemos un defecto muy grave: sólo estamos felices cuando competimos entre nosotros. Temístocles se aprovecha de nuestra desunión y nos está liquidando uno por uno. Desde que se sacó el ostracismo de debajo del manto, ya nadie se atreve a abrir la boca por temor a que lo destierren.

—Esa culpa no se la deberíamos achacar a él —respondió Cimón, que siempre procuraba ser ecuánime—. Fue un eupátrida, uno de nosotros, quien inventó el ostracismo.

—¿Tú también te crees esa patraña de que fue Clístenes? Si así fuera, ¿por qué una medida como ésa iba a permanecer escondida durante veinte años? Ya sé que llevas mucho tiempo aguantando que Temístocles te vierta su veneno en los oídos, pero no seas ingenuo.

En la época de Clístenes, cuando Cimón era muy niño y ni siquiera vivía en Atenas, se habían aprobado muchas leyes y decretos, y las estelas y tablas donde se habían escrito estaban dispersas por toda la ciudad, desde el Ágora al Areópago, la colina de la Pnix y la propia Acrópolis. Había sido una época muy revuelta, con peleas callejeras, facciones desterradas y hasta la invasión de un pequeño ejército espartano que al final quedó asediado en la Acrópolis y tuvo que salir de Atenas de forma vergonzante. Muchos de los que vivían entonces ya estaban muertos, otros guardaban recuerdos confusos de aquella época y otros…

Y otros, la mayoría de ellos, ahora lo comprendía Cimón, bien podían haberse dejado convencer por los manejos y artimañas de Temístocles para falsear sus propios recuerdos. Pues el ostracismo no era una medida que se hubiera creado contra el pueblo llano, sino contra los aristócratas. Hacía siete años que el orador Epicides, un batanero que triunfaba en la asamblea soliviantando los peores instintos de la plebe, había asistido al traslado de una estela de mármol cercana al monumento de los Diez Héroes. En el anverso tenía grabado un decreto de movilización militar que había perdido su vigencia, y por eso iban a sacar la estela del Agora. Pero Epicides, casualmente Epicides, había visto algo escrito por detrás en lo que hasta entonces nadie había reparado. Un texto que empezaba:

El consejo y la asamblea han decidido, a propuesta de Clístenes, hijo de Megacles…, y continuaba explicando los pormenores de una ley que ya nadie recordaba y que llevaba veinte años durmiendo.

La ley del ostracismo.

Las letras parecían auténticas, con aquella caligrafía de finales de la tiranía que ya se había pasado de moda, y los bordes se veían desgastados por el tiempo. Pero ¿quién habría impedido a Temístocles, la mano que movía los hilos de Epicides, contratar a un buen lapidario que imitase una inscripción arcaica y luego repasase las letras una y otra vez con una escofina hasta que pareciesen más viejas de lo que eran? Eso habría sido muy propio de él.

Ese mismo año, tres después de Maratón, se recurrió por primera vez al ostracismo, que entonces aún se llamaba «destierro sin deshonra». Cimón lo recordaba perfectamente. En el octavo mes del calendario administrativo de la ciudad, los ciudadanos se reunieron en el Ágora, donde se les repartió óstraka, fragmentos de cerámica rotos, algo que nunca faltaba en Atenas y que era el material más barato para escribir. Sobre su superficie esmaltada en negro, cada ateniense rascó las letras del nombre elegido para que destacaran en el color rojo de la arcilla original. Luego se recogieron por tribus todos los óstraka y se hizo el recuento. Aparecían los nombres de los personajes más conocidos de la ciudad, incluso Temístocles, y hasta Milcíades, aunque ya llevaba más de dos años muerto. Pero la persona cuyo nombre se repetía más veces era Hiparco, un pariente del tirano Hipias del que todo el mundo sospechaba que era medizante, partidario de los persas. Así que nadie salió en su defensa y el infortunado Hiparco tuvo que hacer el hatillo y marcharse de la ciudad antes de diez días.

Porque la peculiaridad de aquella medida, a la que enseguida empezaron a llamar «ostracismo» por los óstraka que utilizaban para escribir los votos, era que no se necesitaba ofrecer ni prueba ni razón alguna contra el ciudadano elegido. Bastaba con que su nombre apareciese las suficientes veces para que se le desterrase del Ática durante diez años sin mayor argumento. No se le privaba de su ciudadanía, no se confiscaban sus bienes, no se obligaba a su familia a que lo acompañara al destierro. Pero, obviamente, cualquier influencia que el individuo ostraquizado pudiera tener en la política ateniense desaparecía.

—¿Por qué crees que Clístenes creó esa ley? —le había preguntado Cimón a Temístocles el año en que el desterrado fue Jantipo.

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Creo recordar que una vez me habló de ello, pero yo era muy joven. Supongo que quería impedir que las rivalidades entre los cabecillas políticos degeneraran en guerras civiles.

Siempre decía que los nobles son como garañones peleando por una manada de yeguas. El ostracismo es una forma de quitar de en medio al semental que es menos popular entre las jacas y evitar así peleas.

¿Era posible que Temístocles fuese tan cínico y ni siquiera a él, a quien se suponía que estaba adiestrando como su sucesor político, le confesara la verdad?

Sí, claro que es posible, se contestó ahora.

Desde entonces, apenas había pasado un año sin que el pueblo ostraquizara a alguien. Todos los desterrados eran nobles, y aunque algunos mantenían rivalidades entre sí, siempre tenían algo en común: su presencia en Atenas era un estorbo para Temístocles. Cuando cayó Jantipo, Cimón no se opuso, por supuesto. Luego habían ostraquizado a Arístides, a quien sí le tenía simpatía. Pero Temístocles lo odiaba desde niño, y esta vez se había involucrado personalmente en la campaña contra él. Incluso su sobrenombre de Justo le había valido miles de votos en contra. Epicides y el propio Temístocles habían argumentado ante el pueblo: «¿Quién es ese eupátrida para llevar ese apodo? ¿Es que se considera superior a los demás?». Y, sobre todo: «¿Qué ha hecho por vosotros ese hombre?».

Calias tiene razón, pensó Cimón. En el fondo, él sabía que aquella ley era un invento de Temístocles. Pero, como pasaba con tantas otras de sus maniobras, le era más cómodo fingir que no se enteraba y no morder la mano que le daba de comer.

Hasta ahora.

—¿Por qué me has recordado que ya puedo hablar en la asamblea, Calias? —dijo Cimón—. Ve al grano.

—Eres popular en la ciudad. Muy popular, de hecho.

—¿Ah, sí?

—Eres joven y apuesto, Cimón. Ya sabes cuán voluble es el pueblo ateniense. Los mismos que condenaron a tu padre con esa multa tan desproporcionada se compadecen ahora de ti por la penuria en que vives, y te admiran por la dignidad con la que sobrellevas tu situación.

—Sigue —dijo Cimón. A su pesar, las palabras de Calias le halagaban.

—Incluso han perdonado a tu padre. Ahora nadie se acuerda de Milcíades por su supuesta tiranía, ni por lo de Paros. No, todos lo recuerdan como el glorioso vencedor de Maratón, el mismo que se atrevió a cargar contra los persas.

Ésa fue idea de Temístocles, le dijo una vocecilla interior. Pero Cimón la acalló sin problemas.

—Están deseando escuchar qué tiene que contarles el hijo de Milcíades —prosiguió Calias—. Tienes que aprovechar eso para tomar la palabra.

—¿Y decir qué?

—La gente de la que te he hablado antes ha preparado esto.

Calias le tendió un rollo de lienzo. Cimón lo desenrolló y leyó a media voz las líneas de tinta escritas en él.

—Ése es sólo el esquema —le dijo Cimón—. Adórnalo tú, déjate llevar por la inspiración del momento.

—Esto significa volverme directamente contra Temístocles.

—Lo sabemos.

Cimón se quedó pensativo un rato.

—De modo que el hecho de que pagues mi deuda con Temístocles no se debe sólo al amor que sientes por mi hermana —dijo por fin.

—Cimón, sabes que estoy enamorado de ella. Tanto que podría haber aceptado este matrimonio sin recibir dote. Pero pagarte además diez talentos… ¿No pensarías que no te iba a pedir nada a cambio?

Cuando se trataba de dinero, los modos de Calias eran aún más toscos que los de los mercaderes a los que tanto criticaba.

—Entiendo. En ese caso, yo también quiero poner algunas condiciones.

—Adelante.

—Mi hermana podrá venir a esta casa cada vez que a ella le plazca, sin pedirte permiso.

—Sé que es un espíritu libre. No habrá problema por mi parte.

—Algo más. Quiero los diez talentos ahora.

—¿Ahora? ¿Qué quieres decir?

—Esta misma tarde tienen que estar aquí. —Cimón acalló la protesta de su futuro cuñado con un gesto—. No es una muestra de desconfianza, no me malinterpretes. Si mañana voy a hablar en contra de Temístocles, no quiero deberle nada. Tengo que zanjar mi deuda con él hoy mismo.

—Diez talentos no crecen debajo de las piedras…

Si lo que cuentan de ti es cierto, no sólo diez talentos, sino bastantes más, pensó Cimón, recordando la historia del cofre enterrado.

—¿Puedes hacerlo?

—Lo haré. Espérame aquí —dijo Calias, levantándose del asiento tras apurar la copa de vino. Con una sonrisa irónica, añadió—. Y ve practicando tu oratoria. Mañana debes estar convincente, para que se note que eres el hijo del gran Milcíades.

Antes de media tarde, Calias ya había aparecido, acompañado por su hermano Hipólito y varios esclavos que cargaban con dos baúles. Uno era bastante grande, pero el otro no. Cimón no pensó que allí pudiera haber en total los doscientos sesenta kilos de plata que necesitaba. Pero al abrir el cofre pequeño, vio que estaba lleno de objetos de oro, incluyendo un montón de monedas con la efigie de Darío disparando su arco rodilla en tierra. O los rumores sobre el tesoro de Maratón eran ciertos, o Calias andaba en tratos con los persas. De momento, prefirió no comentar nada y cerró la tapa del arcón. Después, aprovechando que Hipólito se hallaba presente como testigo, Cimón estrechó la mano de Calias y pronunció la fórmula ritual:

—Yo, Cimón hijo de Milcíades, te entrego a mi hermana Elpinice para que siembres en ella hijos legítimos.

Fue más difícil convencerla a ella. Cuando se lo intentó explicar, Elpinice rompió la crátera favorita de Cimón volcándola de una patada, y luego se encerró llorando en el gineceo. Cimón abrió el cerrojo con la copia de la llave y ordenó a las dos esclavas que salieran.

Al verle entrar, Elpinice se incorporó de la cama.

—¿Cómo puedes hacerme esto? ¡Sabes que yo sólo te amo a ti! No quiero vivir como esposa de nadie.

—La gente ya habla de nosotros, Elpinice. Es mucho mejor así.

—Si dices eso, es que tú no me amas.

Cimón la agarró por los hombros, la atrajo hacia sí pese a que ella se resistía y la besó con pasión.

—Claro que te amo, más de lo que podría amar nunca a otra mujer —le dijo después. Era sincero, y sabía que su hermana podía verlo en sus ojos, porque su expresión se amansó un poco.

—Pero me has vendido a Calias.

—Es un buen amigo, y de sangre noble. Tú sabes que es por el bien de la familia. No podemos estar siempre a la sombra de Temístocles. ¡Somos los hijos de Milcíades, el vencedor de Maratón! No debemos depender del hijo de un mercader.

Elpinice se sentó en la cama y se enjugó las lágrimas. Cimón se arrodilló ante ella y le tomó las manos.

—Eres una mujer muy inteligente. Por eso te quiero. Tú puedes entenderlo. Si tú me ayudas, puedo ser grande. Aún más grande que nuestro padre.

A ella se le iluminó el rostro. Cimón sabía que era ambiciosa, tanto como él.

—Calias conoce tu forma de ser. Te dejará seguir siendo la indómita Elpinice.

—Pero tú estarás en deuda con él, igual que ahora lo estás con Temístocles. ¿En qué cambiará nuestra situación?

—No será lo mismo, hermana. Si mañana todo va bien y convenzo a la asamblea, estaremos en paz. Además —añadió con una sonrisa maliciosa—, para eso te tendré a ti en su casa y en su lecho, para que seas tú quien lo maneje a él en nuestro beneficio. Calias me ha prometido que podrás venir aquí cada vez que quieras sin rendirle cuentas.

—¿Calias sabe lo…, lo nuestro?

—Lo intuye. Pero, aun así, te desea. ¿Serás capaz de darle lo que quieren los hombres, al menos de vez en cuando? Sé que no es Adonis, pero…

—Cerraré los ojos y me imaginaré que eres tú. O, por lo menos, alguien más guapo. —Sus ojos brillaron con picardía. Cimón la conocía bien, y sabía que en su cabeza ya estaba buscándole las ventajas posibles a su nueva situación—. Dime una cosa. Si no soporto vivir con él y quiero volver contigo, ¿tendrás que devolverle ese dinero?

—No. Pero preferiría que no te divorciaras de él, al menos durante un tiempo.

—Si no intenta gobernar mi vida, lo soportaré. —Sin previo aviso, Elpinice se soltó los broches de la túnica y se desnudó los pechos—. Yo no tengo dueño más que tú, Cimón. Tú eres mi único señor.

Aunque sabía que eso no era del todo cierto, Cimón se arrojó en sus brazos. Pese a lo que le había dicho esa mañana sobre sus dolores menstruales, su hermana se entregó a él con más pasión que nunca.