Atenas, 30 de julio
—¿Alguien quiere tomar la palabra? Eran las palabras rituales del heraldo. El sacerdote ya había sacrificado un cerdo, examinado las vísceras y dictaminado que los presagios eran favorables y se podía proceder.
La asamblea no se estaba celebrando en aquella ocasión en la colina de la Pnix, sino en el Ágora, dentro del recinto amurallado de la ciudad. Habían levantado una tribuna de madera para los oradores junto al monumento de los héroes epónimos. Bajo las diez estatuas de éstos se veían otros tantos tablones. En ellos aparecían los miembros de las tribus ordenados por grupos, cada uno de ellos asignado a un barco de guerra como remero, marinero, infante de cubierta o arquero.
Nunca se habían inscrito tantos nombres en los catálogos. Por primera vez, todo el pueblo ateniense acudía a la guerra. Y aún faltaban manos para empuñar los remos, de suerte que habían recurrido a los extranjeros domiciliados en la ciudad e incluso a esclavos. También habían contratado a trescientos mercenarios escitas para disparar el arco desde las cubiertas de las naves más rápidas, las mismas que debían botarse al día siguiente.
Los ciudadanos se habían repartido en el Ágora por tribus, separadas entre sí por amplios pasillos. Delante de cada tribu estaban sus cincuenta consejeros. Eran ellos quienes se encargaban de contar los votos a mano alzada de los demás, y el procedimiento estaba ya tan perfeccionado que en cuestión de minutos podían reunir sus números y saber con precisión cuántos ciudadanos votaban a favor y cuántos en contra de cada propuesta.
También había heraldos repartidos entre el pueblo que repetían en alto las palabras de los oradores, pues por potentes que fuesen sus voces, era difícil que alcanzasen hasta los últimos rincones del Ágora. Y más en una asamblea como ésta, todavía más multitudinaria que la celebrada antes de Maratón. Temístocles calculaba que podía haber allí casi veinte mil personas. No era para menos, pues se estaban jugando de nuevo la supervivencia de su ciudad.
En el aire flotaba la misma sensación de amenaza y urgencia que diez años antes. Ahora el invasor no estaba tan cerca. Pero a cambio los atenienses ya sabían a qué hombres se enfrentaban y, aún peor, a cuántos.
Y esta vez venía con ellos el Gran Rey en persona.
—¿Alguien quiere tomar la palabra? —repitió el heraldo.
Todas las miradas convergieron sobre Temístocles, que aguardaba al pie del estrado junto a los arcontes y los otros nueve generales. Decidió que no era cuestión de hacerse más de rogar y subió a la tribuna.
Durante unos segundos no dijo nada, mientras miles de ojos seguían clavados en él. El silencio de una multitud como aquélla resultaba más sobrecogedor que el griterío de una batalla. Era una sensación embriagadora, y que también podía resultar peligrosa. Cuando sentía sobre sí miles de ojos y miles de oídos, en ocasiones se encontraba fuera de sí mismo y perdía el hilo de las palabras.
Hoy no permitiría que le pasara.
¿Dónde está Cimón? Su mirada recorrió las primeras filas de la tribu Enea. Allí no se le veía. O estaba escondido al final, algo impropio del joven aristócrata, o no había venido.
No confíes en ello. Te la va a jugar, seguro. Volvió los ojos ahora hacia la tribu Antióquide. Allí, por detrás de los consejeros, se encontraba Calias. Y Temístocles habría jurado que al darse cuenta de que lo estaba mirando sonreía.
Si quería hablar con convicción, tenía que olvidarse de la amenaza que pendía sobre él. Tragó saliva, respiró hondo y proyectó la voz empujando el aire con el diafragma y ahuecándolo en el paladar.
—No es momento de largos discursos, sino de obras contundentes, ¡oh, atenienses! Vuestros consejeros os han informado ya de las deliberaciones de la Alianza en la reunión que se mantuvo en el templo de Poseidón. Os han revelado además el primer oráculo que nos concedió el dios.
»Sabéis que esa primera profecía nos ha sido adversa, pues nos recomienda huir de la ciudad y retirarnos al fin del mundo. Ni a mí ni a mi colega y buen amigo Andrónico nos pareció bien rendirnos sin más a la desesperación —dijo, señalando al general, que levantó la mano para saludar al pueblo al que tanto despreciaba—. Por eso nos presentamos como suplicantes ante Apolo y le rogamos que nos diera más esperanzas y, sobre todo, que no permitiera que esta tierra que habitamos desde el principio de los tiempos cayera en manos de los bárbaros.
»A estas alturas conocéis también el segundo oráculo que nos brindó la Pitia. Me resulta imposible expresaros el sobrecogimiento que sentí al escuchar en persona sus palabras inspiradas por el dios. Pero debo confesaros que cuando la Pitia mencionó una muralla de madera, me sentí desconcertado.
—¡Farsante! —exclamó alguien en el sector de la tribu Antióquide. Su grito provocó un abucheo general. Cuando se calmó, Temístocles, que ya estaba acostumbrado a aquellas interrupciones, prosiguió.
—¿Qué quiere decir Apolo al ofrecernos una muralla de madera como último baluarte? Algunos sabios ancianos señalan que, en el pasado, la Acrópolis estuvo rodeada por una cerca de madera y de cañas. Quizá el dios se refería a eso. Pero recordad lo que pasó con Eretria, cuyas murallas de piedra eran más sólidas que nuestros bastiones, y cómo fue arrasada por los persas. ¿Cómo vamos a resistir al invasor en la Acrópolis, que no puede cobijar a más de dos mil o tres mil personas? Hizo una pausa para dejar que los ciudadanos consideraran sus palabras, pues sabía que había entre ellos unos cuantos aristócratas tozudos que insistían en que el muro de madera estaba en la ciudadela. Después prosiguió:
—No, atenienses. No encontraremos la salvación en la Acrópolis. Creo que es evidente qué quiere decirnos el dios con sus palabras. La muralla a la que debemos encomendarnos es nuestra flota. ¡Un baluarte inexpugnable de madera, erizado de espolones de bronce, que nos salvará a nosotros y a nuestros hijos!
—¿Y qué pasa con el primer oráculo? ¿Vas a decirnos que es falso? —gritó otro hombre, un noble llamado Estéfano que nunca subía a la tribuna, pero que solía interpelar a los oradores desde abajo.
—¡Jamás afirmaré eso de las palabras de un dios! Yo creo, ciudadanos, que ambos oráculos son compatibles. Pero no ofrecen un único camino, recto e inmutable. Lo que hacen es mostrar lo que puede suceder, y sugerirnos lo que debemos hacer si las cosas se tuercen, como sabéis que a veces ocurre en la guerra, la más imprevisible de las actividades humanas.
»Yo confío en que la flota griega, de la que nuestra ciudad es el corazón y el nervio, detenga a la del Gran Rey en Artemisio. También confío en que los espartanos, con la ayuda del resto del ejército de tierra, frenen a los batallones de Jerjes en las Termópilas. Son los lugares más apropiados para combatir contra las hordas persas.
»Pero si sufriéramos algún revés, ¿qué pasaría? Tenemos que estar prevenidos. ¿Qué ocurrirá si las tropas de Jerjes vencen nuestra resistencia y logran abrirse paso por el centro de Grecia? Si eso sucede, el primer oráculo nos recomienda abandonar nuestra ciudad sagrada y huir al fin del mundo.
Hay quien ha obrado así en el pasado, como los focenses. Tal vez ellos no sentían tanto amor por su tierra como nosotros, pero no seré yo quien los critique. Sólo digo que los atenienses no somos así.
Sabía que, al hablar de ese modo, tocaba una fibra sensible. Sus conciudadanos estaban convencidos de haber nacido directamente del suelo que habitaban y se jactaban de que, al contrario que otros pueblos, nunca lo habían abandonado.
—El segundo oráculo es una esperanza para los valientes. Nos dice que, aunque el Ática caiga en manos del invasor, no tenemos por qué huir a los confines de la tierra, sino refugiarnos en nuestra flota y esperar el momento de golpear a Jerjes donde y cuando más nos convenga.
Por eso os propongo lo siguiente. Partamos ahora hacia la victoria. Pero, por si acaso el azar nos resulta esquivo, tengamos preparada la evacuación general de la ciudad.
Hubo gritos de desaliento, y se suscitaron innumerables discusiones entre los asistentes a la asamblea. Cuando los heraldos consiguieron imponer el silencio, Temístocles añadió:
—¡He dicho evacuación, no huida! No renunciaremos a lo que es nuestro como hicieron los focenses. Si Jerjes baja hacia el Ática, nos llevaremos todo el grano y los rebaños, le privaremos de todo aquello que pueda alimentar a sus huestes, y nos retiraremos para luego volver.
—¡Pero cuando volvamos, Atenas será un montón de cenizas! —gritó alguien en las primeras filas—. ¡Ya no tendremos ciudad!
—No será Atenas la que arda —respondió Temístocles—. Arderán las casas y los templos, arderán los olivos. Las casas se pueden construir de nuevo. Los olivos crecen, pues son duros como esta misma tierra. Y los templos que consagraremos a nuestros dioses serán más ricos y espléndidos que los que ahora poseemos, pues los levantaremos con el botín tomado a los persas.
»¡No, compatriotas! ¡No será Atenas la que arda, pues Atenas sois vosotros! Y a quien se atreva a llamaros desterrados y apátridas, enseñadles cuál es vuestra patria. ¡Esas doscientas naves que esperan en el Pireo a que embarquéis para combatir al bárbaro, al invasor de vuestra tierra, al enemigo de vuestra libertad y de la de todos los griegos! Aquello despertó una ovación, que por supuesto arrancó en el sector de la tribu Leóntide.
Después volvió a hacerse el silencio. Temístocles, con precisión, explicó cuáles eran las medidas que había que tomar. Si en Artemisio no conseguían detener a la flota persa, las mujeres y los niños serían evacuados lejos del conflicto, a Trecén. Esta ciudad, unida por antiguos vínculos de amistad a Atenas, ya había ofrecido alojamientos, fondos y alimentos para los refugiados. Para esa evacuación, tenía la intención de dejar cincuenta naves, las más lentas, en las cercanías del Ática.
En cuanto a los ciudadanos más veteranos, Temístocles propuso trasladarlos a Salamina junto con los bienes de la ciudad, ya que el dios la había mencionado en el oráculo.
—¡Pero la profecía dice que Salamina aniquilará a los hijos de las mujeres! —exclamó otro ciudadano, en las filas de la tribu Ayántide. En este caso no era ningún espontáneo. Había recibido instrucciones de Temístocles para intervenir.
—¿Y qué son los persas, amigos míos? ¿Es que creéis que nacen de la tierra, de los árboles? ¿O que son hijos de los dioses? No, hermanos. Son hijos de mujer, como nosotros, y se les puede matar, como ya comprobasteis en Maratón. Yo escuché bien la profecía, y la Pitia no dijo «funesta Salamina», sino «divinal Salamina». Eso es señal de buena fortuna para nosotros. Así que no temáis. No será en Salamina donde perezca el pueblo ateniense.
Hubo un nuevo runrún de murmullos mientras cada uno discutía con su vecino la interpretación del oráculo; la hermenéutica sagrada era una pasión de todos los griegos, y aún más de los atenienses. Temístocles les dejó un rato. Su propio argumento no lo convencía demasiado. De sobra sabía que epítetos como ese «divinal» se utilizaban desde tiempos de Homero para rellenar los hexámetros. Por ejemplo, el poeta llamaba «irreprochable» a Egisto en el mismo pasaje de la Odisea en que se lo tildaba de adúltero y asesino, tan sólo porque estaba al final del verso y necesitaba cuadrar el número de sílabas.
Pero si ese «divinal» servía para que no cundiera la desesperación en Atenas, bienvenido fuese.
Antes de proceder a la votación, el heraldo preguntó si alguien más quería opinar sobre la propuesta de Temístocles. Este, que se disponía a bajar de la tribuna, se detuvo un instante al advertir movimiento en la otra esquina del Ágora. Allí, por la calle de las Panateneas, venía un grupo de unos veinte hombres que marchaban en formación y llevaban lanzas al hombro. Pero no podía ser. Estaba prohibido llevar armas a la asamblea; al menos, a la vista. En cualquier caso, eran demasiado largas para ser lanzas.
Al llegar al centro del Ágora, aquellos hombres torcieron sus pasos a la izquierda y se encaminaron hacia la tribuna. La gente les abrió paso, entre murmullos de curiosidad e interés.
Temístocles se dio cuenta entonces de que aquellas pértigas no eran lanzas, sino remos. Y, sobre todo, reparó en quien encabezaba esa pequeña procesión.
—¿Alguien quiere tomar la palabra? —repitió por segunda vez el heraldo.
—¡Yo! —respondió el hombre del remo.
—¿Y quién eres tú?
—¡Un ciudadano ateniense! ¡Soy Cimón, hijo de Milcíades, del demo de Lacíadas! Debido a la aglomeración, muchos de los asistentes no habían podido ver la cara del recién llegado. Pero cuando corrió la voz de que se trataba del hijo de Milcíades, los murmullos se desataron más fuertes que antes. Temístocles, al bajar de la tribuna para ocupar su puesto entre los generales, se cruzó con Cimón.
—Una entrada dramática —le dijo—. Te felicito.
Él le miró un instante, pero no dijo nada.
Cimón se plantó en el estrado con el remo en la mano izquierda. Temístocles no podía evitar una gran curiosidad por saber qué iba a decir y para qué se había encaramado a la tribuna con aquel aparatoso remo de abeto.
—¡Disculpad mi retraso, atenienses! —empezó Cimón—. Ni mis amigos ni yo hemos llegado tarde por falta de respeto a esta asamblea, os lo aseguro. Lo que sucede es que venimos de la Acrópolis, donde acabamos de hacer una ofrenda a la diosa. ¿Queréis saber cuál? Se oyeron varios síes entre la gente. Temístocles se hallaba favorablemente sorprendido. La voz de Cimón era tan poderosa como la de su padre. Resultaba imposible triunfar en la tribuna sin un buen chorro de voz que llegara lo más lejos posible. Además, el tono de Cimón sonaba limpio y puro, sin la áspera ronquera de Milcíades.
—Esos compañeros que veis ahí abajo, miembros de las familias más ilustres de la ciudad, han tenido la gentileza y el valor de acompañarme al viejo templo de Atenea. Si subís después de la asamblea, ciudadanos, podréis ver cuál ha sido nuestra ofrenda. Allí encontraréis las bridas de nuestros caballos. Los mismos caballos con los que hace apenas unos días nos visteis escoltar el peplo de la diosa en la cabalgata de las Panateneas.
»¿Por qué hemos consagrado las bridas? Para demostrar que renunciamos a nuestras monturas.
Sí, atenienses. Nosotros, pese a nuestros recursos, renunciamos a servir en la caballería hasta que el peligro sobre nuestra ciudad se desvanezca, hasta que acabemos con la amenaza persa.
Era manipulación pura. Ni Cimón ni sus amigos, por muy jinetes de las Panateneas que fuesen, podrían haber formado en una caballería que no existía como tal fuerza militar. Pero Temístocles estudió los gestos de los asistentes y comprobó que el inicio del discurso estaba causando efecto.
Cimón golpeó con el remo en las tablas de la tarima e hizo una breve pausa.
—Por eso, ¡oh, ciudadanos, compañeros, hermanos atenienses!, yo, Cimón, hijo de Milcíades, empuño este remo ahora y juro que mi destino está unido al vuestro hasta la muerte o hasta la victoria.
Sus palabras desataron una ola de rugidos. Al mismo Temístocles se le había erizado el vello de los antebrazos. Cimón había sabido modular bien la voz y combinar aquellas dos palabras, muerte y victoria, que despertaban pulsiones intensas y contradictorias.
¿Cuándo me la va a jugar?.
—Por eso, como uno más de vosotros, os pido que cuando votéis, aprobéis con una sola voz el decreto que os ha propuesto nuestro general Temístocles. Debemos confiar en él, puesto que es el verdadero padre de nuestra flota, el creador del poder con el que vamos a hacer que la espuma del mar se convierta en el polvo que morderá Jerjes.
Cimón señaló a Temístocles con la diestra, y se escuchó una gran ovación. Temístocles no supo qué pensar, si los aplausos iban destinados a él o a Cimón. Pero no le gustaba nada lo que estaba pasando.
—Aunque soy joven —prosiguió Cimón—, tanto que es la primera vez que me atrevo a tomar la palabra en público delante de vosotros, ¿me permitiréis la osadía de brindaros un consejo? En realidad no es mío, sino algo que he aprendido al lado de nuestro general Temístocles.
La gente respondió que sí, que le permitían el consejo.
—Os he pedido que votéis con una sola voz porque el mayor peligro que nos acecha es la desunión. Los que acudíamos a la reunión de la Alianza en representación de vuestra ciudad hemos visto cómo, uno tras otro, nos abandonaban estados muy poderosos. Y casi todos lo hacían por motivos mezquinos. Egoísmo, vanidad, afán de poder o de notoriedad. ¡Qué triste fue ver cómo Gelón de Siracusa nos negaba sus grandes recursos en hombres y barcos, y todo porque los demás griegos no accedíamos a que nos gobernara en la guerra a su antojo y capricho! Pero ¿qué se puede esperar de un tirano? Esta última palabra provocó gritos de ira entre los atenienses, en una reacción automática. Ahora, cualquiera que se opusiera a lo que fuese a decir Cimón podría ser tachado de amigo de la tiranía.
Aunque, no muy lejos de Temístocles, un anciano dijo:
—¿Qué se atreve a decir el mozalbete este? Su padre era un vulgar tirano a sueldo de los persas.
Pero los demás lo hicieron callar.
—¡Debemos estar unidos como un solo hombre, atenienses! —prosiguió Cimón—. Por eso, para demostrar que somos un solo cuerpo animado por un solo corazón, aquellos a quienes la fortuna nos ha sonreído con más medios hemos empuñado estos remos.
La fortuna, se repitió Temístocles con amargura. Como si Cimón no alardeara ante sus amigos de que él era mejor que los demás no por azar, sino por la naturaleza y por la sangre que recorría sus venas.
—Por eso, atenienses, voy a proponeros algo que podría salir por la boca de nuestro general Temístocles, pues conozco bien a ese hombre y cuál es su infinita generosidad. Os diré una cosa que tal vez a otras personas les daría vergüenza reconocer. Pero a mí no, ciudadanos. Porque no hay nada peor que un corazón desagradecido, y mi padre se revolvería en su tumba si yo demostrara ser un ingrato.
»Ese hombre que veis ahí, al que algunos señalan como enemigo de los eupátridas, fue el que evitó que yo cayera en la ruina y la pobreza. Recordad que condenasteis a mi padre a una multa mayor que ninguna que se le haya impuesto jamás a un ateniense, y de la que luego vosotros mismos os arrepentisteis, recordando los servicios que había prestado Milcíades a vuestra patria y considerando que compensaban de sobra sus errores. Pues bien, cuando lo hicisteis, sin contarle nada a nadie, Temístocles acudió a mí y respondió con sus bienes. Pues, aunque no le guste alardear de su riqueza y en su corazón es un hombre del pueblo, no deja de ser uno de los miembros más preclaros de la primera clase, un pentacosiomedimno.
Le he enseñado demasiado, pensó Temístocles, que no podía evitar sentirse orgulloso de su discípulo. Ahora le estaba diciendo con toda claridad al pueblo llano: «Él tampoco es de los vuestros».
—Temístocles no ha dicho nada, ni lo dirá. Pero yo os confieso que ahora, por fin, he logrado saldar mi deuda con él, ciudadanos. Sin un solo óbolo de intereses. Porque, por supuesto, Temístocles no es ningún usurero de esos que se sientan a contar monedas en sus mesas del Pireo.
»Pero si la deuda de plata ha quedado saldada, la de agradecimiento jamás lo estará. Por eso insisto, ¡oh, atenienses!, en que votéis a favor de la propuesta de Temístocles. Os pido que embarquéis en la muralla de madera que este hombre ha construido para la ciudad, y que arrostréis con valor los peligros. Y si sufrimos algún revés, os exhorto a que no por eso os rindáis. Si hemos de abandonar nuestras casas y verlas quemadas, sufrámoslo con ánimo viril y confiemos en las palabras del oráculo.
Bien, pensó Temístocles. Ahora, mientras sujeta sobre mi cabeza la corona de laurel, es cuando me va a apuñalar con la mano izquierda.
—Pero permitid que abuse un instante más de vuestra paciencia, atenienses, conciudadanos míos. Os recordaba hace un momento los peligros de la desunión. Debe reinar la armonía entre todos nosotros si queremos prevalecer contra enemigos tan numerosos como los granos de arena de la playa.
»Deseo someter dos propuestas a vuestra votación, ciudadanos, ya que es en vuestras manos donde reside la soberanía de la ciudad. Ya os he dicho cómo vimos con tristeza los abandonos y disensiones en la reunión de la Alianza. No quisiera que, cuando la mayor armada que se ha reunido nunca en Grecia navegue hacia Artemisio, surjan desconfianzas con nuestros aliados. Ya sabéis cómo son esos hombres del Peloponeso, honrados y valientes, pero también recelosos y, todo hay que decirlo, menos inteligentes y sutiles que vosotros.
»Nuestros aliados son reacios a seguir otra jefatura que no sea la espartana. Tiene su lógica, puesto que no hay otros soldados como ellos en Grecia. Aunque nosotros, que derrotamos a los persas en Maratón, no les vamos a la zaga. —Por la zona de los acarnienses sonaron gritos bravucones—. Por eso quiero adelantarme a lo que, sin duda, nuestro general Temístocles iba a proponer en su gran generosidad. Para demostrar que anteponemos la salvación de Grecia a nuestro propio interés, propongo que cedamos de buen grado el mando general de la flota a Esparta, en la persona de su almirante Euribíades.
Aquí se produjo un silencio ominoso. A la gente no le convencía demasiado. Pero enseguida hubo un grupo que levantó la voz para apoyar la propuesta de Cimón. Temístocles miró para allá.
Eran de la tribu de Calias. No podía creerlo. Con tal de jugarle una mala pasada a él, eran capaces de quitarle poder a la propia ciudad de Atenas.
—¡No temáis, ciudadanos! Temístocles seguirá siendo el navarca supremo de nuestra flota.
Todos lo conocéis y sabéis que se las ingeniará para que Euribíades atienda sus consejos. Lo que os pido es un sacrificio, lo sé. Pero os aseguro que si conseguimos derrotar al persa, será recompensado, y los demás griegos nos mirarán con admiración por nuestra generosidad.
Había tensión en el ambiente. Pero Cimón, sin arredrarse, levantó el remo sobre su cabeza.
—¡Os hablo de sacrificio, atenienses! Yo he consagrado las bridas de mi caballo a Atenea, pero no es lo único a lo que pienso renunciar por nuestro bien común. En una crisis como ésta, todos los brazos y los corazones son necesarios. Por eso voy a deciros cuál es mi segunda propuesta. Todos sabéis quién fue el que acusó a mi padre ante los jueces y provocó nuestra ruina. Mi enemistad personal con Jantipo es de sobra conocida.
»Pues bien, yo os pido que perdonéis a Jantipo y a todos los demás desterrados. Incluso Jantipo, al que elegisteis como general en Maratón y otras ocasiones, tiene algo que aportar. ¿Y qué debo deciros de Arístides, a quien le otorgasteis el premio al valor tras aquella batalla? Mostrad vuestra grandeza de ánimo y permitid que vuelva. Tenemos a Temístocles para ganar esta guerra —dijo, señalándolo con la mano izquierda, ya que la diestra seguía sujetando el remo—. Pero también necesitamos a Arístides el Justo. ¿Qué me decís, atenienses? ¿Lucharemos todos unidos contra el persa, o dejaremos que nos derrote por separado?
—¡Que vuelva Arístides! —exclamó alguien. Tal vez, pensó Temístocles, era uno de los mismos ciudadanos que habían escrito su nombre para ostraquizarlo.
Pero aquel grito pronto se convirtió en un clamor general. Cimón sugirió añadir sus dos medidas, la cesión del mando naval a Esparta y el retorno de los desterrados, a la propuesta de Temístocles.
Este, por supuesto, votó a favor, con casi todos los demás ciudadanos. Era inútil que subiera de nuevo a la tribuna. Notaba cómo la marea se volvía contra él cuando aún no había llegado a cosechar los frutos de la victoria. Lo irónico fue que la decisión de la asamblea se inscribió como «decreto de Temístocles».
Que Jantipo y Arístides volviesen a aparecer en la palestra política era una contrariedad sobre todo para Temístocles. Pero no podía entender que los atenienses entregaran voluntariamente el mando de la flota. Sí, el prestigio de Esparta era enorme. El problema, pensó con tristeza, estribaba en que los atenienses todavía no eran conscientes de su propio poder. Parecían olvidar que ellos solos, sin los espartanos, se las habían arreglado para derrotar a Datis. Que poseían la mejor flota de Grecia. Seguían viendo a los espartanos como una especie de padres, como un recurso mágico que podía salvarlos, igual que los dioses que aparecían al final de las tragedias para resolverlo todo.
Y eso que Temístocles ignoraba que, en ese mismo momento, en el consejo de ancianos de Esparta también se estaba votando sobre la guerra contra los persas. Leónidas se desgañitó en vano oponiéndose a los demás y, sobre todo, a su colega el rey Latíquidas. Éste se empeñaba en que era una locura enviar el grueso del ejército espartano tan al norte, lejos de su hogar, pues en cualquier momento podía estallar una nueva revuelta de los ilotas, y además dejaban a su espalda a los odiados argivos.
—¡Si no vamos, condenamos a Atenas a ser destruida! —dijo Leónidas.
—¡Ése no es nuestro problema! —respondió Latíquidas—. ¡Ni siquiera son dorios! Por mí, su ciudad puede arder por los cuatro costados. ¡Lo que me preocupa es el destino de Esparta! Al final, Leónidas no tuvo más remedio que rendirse. Estaba prácticamente solo en el consejo.
Algunos votaron por pura cobardía, temerosos de la amenaza que planteaba Latíquidas, y otros por recelo del creciente poder de Atenas, a la que preferían ver destruida o al menos mutilada. Por supuesto, nadie confesaría al resto de la Alianza cuáles eran las verdaderas razones para no enviar hombres a las Termópilas. De nuevo, como en Maratón, el pretexto serían las Carneas.
Leónidas habló con voz triste. Se había quedado ronco de tanto gritar.
—Hemos traicionado la causa común. Pero no permitiré que se diga que un rey de la casa de los Agíadas vendió la libertad de los demás griegos. Yo acudiré a las Termópilas, y me acompañarán los trescientos hombres de mi guardia personal.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Latíquidas—. Las Carneas nos obligan a todos.
—No añadas el sacrilegio a la mentira. El oráculo de Delfos ha profetizado que un rey debe morir para salvar esta ciudad. Y no creo que Apolo acepte el sacrificio de alguien como tú, con quien me avergüenzo de gobernar.
Con una última mirada de desprecio a Latíquidas y a los demás consejeros, Leónidas salió de la sala y se dirigió a su casa. Ya tenía preparada la despedida para su esposa Gorgo. «Busca a un buen hombre y cásate con él». Sabía que tenía que morir. No ya por la profecía, sino porque sólo un sacrificio señalado podría desviar la atención de lo que acababa de decidir su ciudad y evitar que un baldón de infamia y cobardía cayera para siempre sobre Esparta.