Babilonia, 18 de enero
—Has elegido un momento interesante para visitar Babilonia —dijo Izacar—. Pero también complicado. Temístocles asintió y bebió un trago de cerveza. Habría preferido el vino de Lesbos que él mismo había traído a Babilonia y del que había regalado dos cántaros al banquero judío. Pero no quería desairar a su anfitrión, ya que allí la cerveza era la bebida del país. El auténtico vino se pagaba cinco y hasta diez veces más caro que en Grecia y era un lujo que sólo se encontraba en las mesas de los nobles. En una taberna le habían servido a Temístocles un extraño sucedáneo de palmera que le habían querido hacer pasar por caldo de uva y cuyo sabor dulzarrón prefería olvidar. En cambio, la cerveza de cebada germinada que le había ofrecido la hija de Izacar no estaba mal. Dejaba en la boca un curioso regusto amargo que, combinado con el sabor salado de las almendras, resultaba satisfactorio y abría el apetito.
Los dos hombres estaban sentados en el terrado de la casa que era a la vez hogar y banco de Izacar. Empezaba a caer la tarde y los rayos del sol arrancaban destellos rojos y dorados a los ladrillos esmaltados de Etemenanki. La gran torre escalonada donde los babilonios adoraban a su propio Zeus, al que llamaban Marduk, se alzaba a un kilómetro de allí, pero incluso a esa distancia su altura empequeñecía la de todos los demás edificios.
Los esclavos habían recogido el toldo azul y blanco, pues se hallaban en el mes babilonio de tebetu, aún quedaba bastante para que llegara la primavera y se agradecía que el sol caldeara la piel.
Aunque en aquella enorme ciudad el invierno era suave si se comparaba con las terribles heladas que había sufrido Temístocles en las tierras altas de Armenia y Capadocia, y mucho más seco.
En realidad, allí todas las estaciones eran secas. Resultaba sorprendente que, con las pocas lluvias que recibía, Babilonia fuese una auténtica despensa de cereales y hortalizas para el Gran Rey Jerjes. La clave estaba en aprovechar las aguas que alimentaban las fuentes de los dos grandes ríos en las montañas del norte, y los babilonios lo hacían a conciencia. Temístocles, al bajar por el Éufrates, había observado cómo los campesinos trabajaban sin cesar con espuertas y cigoñales para dragar el lodo de la red de canales que irrigaban los campos y mantener así constante el flujo de agua.
Su esclavo Sicino opinaba que los babilonios eran gente blanda, como el barro que utilizaban para construirlo todo. El joven persa defendía la teoría de que los hombres son como el país que habitan. Por eso les tenía cierto respeto a los griegos, que vivían entre montes y pedregales. Pero, claro, en su visión no dejaban de ser muy inferiores a los persas, ya que las montañas a cuyo pie moraban, los Parnasos, Himetos y Taigetos, eran vulgares colinas comparadas con los altísimos picos del Elburz o los Zagros.
Temístocles escuchaba con paciencia los discursos patrióticos de Sicino, sin molestarse en recordarle que, para ser tan superiores a los griegos, los persas se habían llevado un buen correctivo en Maratón. En cuanto a los babilonios, Temístocles pensaba que la molicie que aparentaban era engañosa. Nadie blando podría convertir en un vergel un país donde apenas llovía y, de hecho, había visto carnes fibrosas y músculos abultados entre los agricultores que trabajaban semidesnudos de sol a sol. Mientras descendían por el Éufrates, Temístocles se había dado cuenta de que aquél era un mundo artificial, una tierra conquistada al desierto a fuerza de brazos. En el momento en que los babilonios dejaran de drenar sus canales y permitieran que el lodo colmatase las acequias, estaba seguro de que el país de los dos ríos no tardaría ni diez años en convertirse en un erial.
Sí, Mesopotamia era un país extraño, al menos para un ateniense como él. No podía haber nada más diferente de Grecia. Junto al río el paisaje era verde, por las palmeras, álamos y tamariscos que sombreaban las orillas. Un poco más allá, se veía oscuro, casi negro, en los campos que dormían su sueño invernal esperando a que el trigo y la cebada brotaran en primavera. Pero más allá, donde el río dejaba de dominar el paisaje, la tierra se convertía en una llanura ocre, parda y gris, sin montes que quebraran la monótona línea del horizonte. Muchos días, incluso sin horizonte, pues el aire poseía una peculiar turbidez que ofuscaba la mente tanto como los ojos. Y, según el guía que los había llevado en la balsa de cuero, era mucho peor en verano, cuando el suelo se calentaba tanto que parecía hervir en charcas inexistentes y hacía rielar el aire sobre el llano.
La primitiva intención de Temístocles había sido llegar hasta Susa por el Camino Real, saliendo de Sardes. Como campeón que pretendía ser de toda Grecia para la guerra que se cernía en el horizonte, tenía que conocer bien el poder y las maneras del adversario, y no se fiaba de más ojos ni oídos que los suyos. De paso, le venía bien alejarse por unos meses de la asfixiante política ateniense y dejar que el pueblo, que últimamente lo había visto muy a menudo encaramado a la tribuna de oradores, se aburriese de la adusta honradez de Arístides y lo añorase a él un poco.
También le convenía alejarse de su hogar. O, mejor dicho, de sus hogares. Cuando Apolonia y él empezaron a acostarse, lo hacían con tanta discreción que Arquipa no se enteró o fingió no enterarse. Pero una vez que Apolonia quedó embarazada, su esposa se lo tomó mucho peor de lo que Temístocles se esperaba, sobre todo teniendo en cuenta que llevaban seis años sin yacer juntos.
Cuando amenazó con sacarles los ojos a ella y a la criatura que naciera, Temístocles no tuvo más remedio que trasladar a Apolonia a sus oficinas del Pireo y convertir éstas en una casa.
La situación era todavía demasiado reciente, pero Temístocles confiaba en que cuando regresara a Atenas ya se habría calmado un poco. No temía los arrebatos de Arquipa, pero resultaba difícil convivir con ella en la casa de Melite. Su esposa se pasaba los días sin decir nada, con el ceño y los labios fruncidos, excepto los días en que el ciclo lunar le empeoraba aún más el humor. Entonces rompía a llorar y le reprochaba que había sacrificado su juventud y su belleza por él sin obtener nada a cambio. En la casa del Pireo disfrutaba de algo más de paz, pero a veces Apolonia lo miraba como si hubiera hecho algo malo o le debiese algo, aunque ni a ella ni a su hija Nesi, a la que Temístocles había adoptado, les faltaba nada. Y mucho menos le iba a faltar a la pequeña Italia.
De modo que, entre las ganas de respirar aire fresco lejos de Atenas y el deseo de emular a Ulises y ver tierras nuevas, Temístocles se había lanzado a una aventura de la que, si lo pensaba con una dracma de sensatez, ignoraba si volvería. Viajaba bajo el nombre de Pisindalis, mercader de Halicarnaso. Para disimular, se había dejado la barba más larga y redonda y vestía ropas carias.
Igual que Sicino. Pese a sus protestas, no le había permitido que se pusiera pantalones. Temístocles estaba convencido de que era mejor hacerlo pasar por cario, porque ¿cómo explicar en tierras persas que tenía como esclavo, precisamente, a un cautivo de guerra persa?
—Sé que es difícil pedir a un hombre que se acerque a su hogar y no lo visite, y más duro incluso pedirle que después vuelva a alejarse de él —le había dicho Temístocles cuando todavía estaban en Grecia—. Pero si me acompañas en el viaje de ida y vuelta a Susa, te prometo que en cuanto regresemos a Atenas te concederé la manumisión. Después, además del peculio que hayas ahorrado, te daré un viático de mil dracmas para que vuelvas a tu casa.
Era una oferta más que generosa, por la que muchos ciudadanos libres habrían hecho cola en la puerta de su casa durante toda la noche. Pero Temístocles necesitaba a Sicino tanto por su conocimiento del terreno como por sus puños, que lo convertían en un ejército de una persona. Con él no le hacía falta nadie más, y era mucho más sencillo pasar desapercibidos y moverse con libertad y soltura siendo dos viajeros que diez.
Cuando Temístocles le pidió que le jurara por su divinidad alada que no lo abandonaría en tierras de Persia, Sicino le contestó:
—Un Mazdayasna no puede jurar, señor. No hay peor pecado para los creyentes que la mentira.
Si te juro por Ahuramazda que no te voy a abandonar, él pensará que mi fe está flaqueando y me castigará.
Temístocles aceptó. Creía conocer al joven persa y confiaba en que, una vez dada una palabra, no la quebrantaría, no sólo porque su religión le prohibía mentir, sino también por su natural falta de doblez. Durante el camino, sin embargo, más de una vez se preguntó si no estaba cometiendo un error. Invirtiendo la situación, era como si un agente persa pretendiera infiltrarse en Atenas acompañado por un prisionero de guerra ateniense. Una imprudencia del tamaño del Hecatompedón. Sicino podía denunciarlo a las autoridades, cobrar una recompensa por entregar a un espía y reunirse con su familia. Todo de un solo golpe.
Al menos, Temístocles tenía una ventaja. Atenas era pequeña, tanto que él prácticamente conocía a todos los ciudadanos. En cambio, el Imperio Persa era enorme. Parecía improbable que Sicino se encontrara con algún conocido, ya que su familia moraba al sur del Caspio, una región a la que Temístocles no pensaba acercarse.
Era precisamente la vastedad de los dominios del Gran Rey lo que más había impresionado a Temístocles. Una cosa era oír hablar de la extensión del imperio o utilizarla como recurso retórico para inculcar el miedo en los atenienses. Otra bien distinta suponía viajar día tras día por el Camino Real, atravesar valles, ríos, montañas nevadas y desiertos de sal y, sin embargo, saber que apenas se habían acercado a su destino. Cuando por fin llegaron al Éufrates habían recorrido ya mil doscientos kilómetros, cinco veces la distancia que separaba Atenas de Esparta. Y les quedaba un trayecto aún más largo para llegar a Susa.
A Temístocles le desesperaba la lentitud de la caravana en la que viajaban. Por si el paso no fuera parsimonioso de por sí, tenían que salirse de la calzada cada vez que se cruzaban con viandantes provistos de salvoconductos reales, con tropas de la Spada, el ejército imperial, o con los mensajeros que pasaban como exhalaciones en sus caballos. Por eso, cuando se enteró de que podían llegar hasta Babilonia en barca, no se lo pensó dos veces. Además, por el río no había apenas control. Aunque Temístocles se había agenciado un salvonducto para recorrer el Camino Real, cada vez que los soldados o los funcionarios de las postas imperiales inspeccionaban las tablillas de su documentación se le encogía el estómago pensando que podían descubrirlo o que Sicino era capaz de cometer alguna indiscreción.
Los naturales de las tierras altas de Armenia viajaban a Babilonia en unas embarcaciones redondas construidas con cuadernas de sauce y casco de cuero impermeabilizado con brea. Muchos de esos coracles eran individuales, pero los había tan grandes que transportaban incluso burros. Los armenios bajaban por el río aprovechando la corriente y, una vez llegados a Babilonia, vendían no sólo la carga con la que querían comerciar, sino hasta la madera de las cuadernas y, si se terciaba, el cuero. Luego regresaban río arriba a pie o a lomos de sus acémilas en un viaje mucho más lento y penoso, pero con la alegría de la ganancia y de haber pasado unos días disfrutando de los placeres que ofrecía Babilonia.
Así pues, Temístocles y Sicino habían emprendido la travesía por el río acompañando a un convoy de veinte barcas. Una vez que aprendieron a manejar los remos del coracle, viajaron con bastante comodidad, pues el Éufrates, al contrario que su hermano el Tigris, era relativamente tranquilo. En sólo diez días habían llegado a Babilonia con las tinajas de vino que habían comprado en Lesbos como mercancía y a la vez excusa para el viaje.
Ahora, al presentarse ante Izacar para venderle el vino y, de paso, entregarle un mensaje de su primo Jenocles, el banquero del Pireo, Temístocles se había enterado de que el propio Jerjes entraría en la ciudad ese mismo día. Un golpe de suerte; podría ver al Gran Rey, aunque fuese de lejos. Y aprovecharía para averiguar si era cierto que Jerjes seguía adelante con los preparativos de la nueva campaña contra Grecia que su padre estaba organizando cuando murió dos años y medio antes.
—Sí, es un momento complicado —repitió Izacar—. Ya has visto que la ciudad está tomada por la Spada.
Mientras remaba Eufrates abajo, Temístocles había oído hablar de una revuelta en Babilonia. No se la había tomado muy en serio, porque en las tierras del imperio, como correspondía a su extensión, los rumores eran aún más abundantes, diversos y disparatados que en Atenas. Pero al llegar supo que esta vez no andaban descaminados. Aprovechando que Jerjes estaba sofocando una rebelión en Egipto —los egipcios parecían tener la costumbre de sublevarse una vez por reinado—, un tal Belshimanni se había proclamado «Rey de Babilonia y Rey de las Tierras».
—Esta revuelta no ha sido más que una parodia. Los babilonios ya no somos un pueblo de soldados —dijo Izacar. Aunque de sangre judía, también se consideraba babilonio. Cuando Ciro liberó a los hebreos y les dio permiso para regresar a su país, el abuelo de Izacar había preferido los refinamientos y las oportunidades de negocio que ofrecía Babilonia en lugar de volver a las asperezas de su tierra natal.
Aquel Belshimanni, siguió explicándole Izacar, era un funcionario al servicio de los persas al que ya no le bastaba con el oro que se le quedaba entre los dedos y había decidido que quería más dinero. Los sacerdotes del templo de Marduk, el más importante y poderoso de Babilonia, lo habían apoyado porque les preocupaba el puritanismo religioso de Jerjes. El nuevo rey profesaba la religión de Ahuramazda con mucho más fervor que su padre y parecía dispuesto a combatir como paladín de Arta, la verdad, y erradicar del mundo a las que denominaba «las fuerzas de la mentira».
Los rebeldes estaban convencidos de que las murallas de Babilonia podían resistir cualquier asedio, y que Jerjes, mareado con el asunto de Egipto y pensando en la futura campaña de Grecia, se avendría a negociar con ellos para no complicarse la vida y devolvería sus privilegios al clero babilónico. Pero lo que hizo el Gran Rey fue enviar a su cuñado, el general Megabizo, con abundantes tropas y equipo de asedio. El pueblo babilonio, con buen criterio, decidió abrir las puertas de la ciudad antes de que la Spada las echase abajo y entregar a Belshimanni y a otros cuantos cabecillas más, que ahora esperaban en las mazmorras del palacio de Nabucodonosor a que el propio Jerjes hiciera justicia.
—Jerjes fue gobernador de Babilonia antes de coronarse rey, así que me temo que se va a tomar este asunto de una forma muy personal —dijo Izacar—. La plebe se va a divertir en los próximos días presenciando unos cuantos empalamientos y descuartizamientos.
—No me los perderé —dijo Temístocles, sin la menor intención de verlos—. Pero, ya sabes, me interesan más los planes, digamos, a largo plazo del Gran Rey.
—¿Quién puede entrar en la mente de alguien que se sienta sólo un escalón por debajo del dios? —respondió Izacar.
—Es difícil penetrar en la mente de una persona —respondió Temístocles—. Pero, a veces, el tintineo del dinero que guarda en su bolsa puede ser revelador. Eso lo sé yo, pero tú lo sabes aún mejor, astuto Izacar.
El banquero se cruzó las manos sobre el abultado vientre. Era un hombre próspero, y le gustaba demostrarlo para que sus clientes le confiaran sus depósitos. Por eso comía y bebía bien, se hacía arreglar la barba por un peluquero y se untaba el cuello y las manos con aceite de nardos. En su casa no faltaban tapices, gruesas alfombras, visillos de vivos colores y muebles de maderas nobles que importaba de Fenicia, y también lucía vajillas de plata y electro, jarras de vidrio de Sidón e incluso copas de cerámica ateniense decoradas con delicadas figuras rojas.
—La bolsa del Gran Rey es insaciable —dijo, mirando a los lados. En el terrado sólo estaba su propia hija, una joven guapa y regordeta, de ojos vivos. Izacar parecía confiar mucho en ella, pero ahora le hizo un gesto para que bajara al piso inferior.
Conversaban en arameo. Desde que entraron en Mesopotamia, Temístocles no había tenido problemas para comunicarse, pues en toda esa parte del imperio el arameo era la lengua franca.
—Supongo que no te refieres sólo a los impuestos —aventuró Temístocles.
—Los impuestos sirven para mantener la corte imperial, construir y ampliar palacios y sufragar a las tropas regulares del ejército —dijo Izacar—. Sólo eso supone miles y miles de talentos. Pero ahora las arcas reales se están empeñando con todos los bancos. Los Murashu de Nippur, los Egibi de Babilonia, los Asmodeos de Tiro. Incluso este humilde servidor ha firmado un empréstito cuya suma, por discreción, me callaré.
—Discreción que alabo, por supuesto. Pero, si prescindimos de detallar la contribución de tu banco, ¿de qué cifras estamos hablando?
—De quince mil talentos. El equivalente al tributo anual de todo el imperio. —Izacar añadió en tono dramático—: Una suma suficiente para reclutar un ejército de más de ciento veinte mil hombres con sus criados y acompañantes y organizar dos flotas imperiales.
Por fin Temístocles empezaba a oír números claros, y no sólo vagos rumores. Una flota imperial constaba de seiscientos barcos. ¿Cuántos de ellos serían trirremes? Casi la mitad, si los persas mantenían la misma proporción que en la flota que atacó Maratón. Con dos flotas, eso suponía cerca de seiscientas naves de guerra. A ellas, pese a los esfuerzos de Temístocles en todos esos años, Atenas sólo podía oponer cien barcos, y muchos de ellos eran desvencijadas bañeras que flotaban a duras penas.
—Tal vez —dijo Temístocles con tono cauteloso— el Gran Rey piensa utilizar ese dinero para construir otro palacio tan fabuloso como el de Persépolis.
—Tal vez. Los Aqueménidas son grandes constructores. Pero si yo fuera griego, y sobre todo ateniense, estaría muy preocupado —dijo Izacar, con una sonrisa de complicidad.
Temístocles no le había revelado su verdadera identidad. Pero sabía que, por su relación con su primo Jenocles, el banquero judío sospechaba que era ateniense.
—¿Crees que proyecta una campaña punitiva contra Grecia?
—En cuestiones militares soy un ignorante. Pero si yo hubiera contratado empréstitos por valor de quince mil talentos de plata a cinco años, y teniendo en cuenta que los intereses suman cuatro mil talentos más, usaría esa suma para algo más grande que una simple expedición punitiva. «Invasión» quizá sería una palabra más adecuada. —Izacar dio un sorbo a su cerveza, frunció el ceño como si se le acabara de ocurrir algo y añadió—: ¿Qué tenéis los griegos que justifique una inversión tan grande para conquistaros? Tengo entendido que en Delfos hay un templo que alberga grandes riquezas, pero no sé si llegarán a cubrir los gastos.
—Yo no soy griego, Izacar —le recordó Temístocles.
—¡Ah, cómo se me puede haber olvidado! Eres cario. Cario de Halicarnaso —recalcó Izacar, dejando claro que no lo creía—. ¿Sabes una cosa, Pisindalis? Tu reina podría informarte mejor que yo de la campaña que se avecina. Ella tiene mucho ascendiente sobre Jerjes. De hecho, va a entrar con él en Babilonia.
A Temístocles se le aceleró el pulso, pero sólo manifestó su turbación con un parpadeo más lento de lo habitual.
—Lo ignoraba. De todos modos, llevo más de un año fuera de Halicarnaso. Ya sabes cómo es la vida errante de los mercaderes. ¿Qué hace Artemisia en Babilonia? El banquero se encogió de hombros.
—Sólo me han llegado rumores. Dicen que es amante de Jerjes. No sería extraño. —Izacar bajó la voz y se adelantó en el asiento para acercarse más a Temístocles—. A nuestro Gran Rey le vuelven loco las mujeres. ¿Sabes lo primero que hizo al coronarse? Derribar las salas donde su padre guardaba el tesoro en Persépolis y construir en su lugar un harén.
Por alguna razón, a Temístocles le molestó que su prima pudiera ser concubina de Jerjes. Se dijo a sí mismo que era por patriotismo helénico, no por celos, pero ni siquiera así se dejó engañar. Le parecía una mancilla que el rey persa pudiera poseer algo que una vez, por poco tiempo que fuese, había sido suyo.
—Dime, Izacar —comentó aparentando indiferencia—. ¿Cuándo piensa entrar Jerjes en la ciudad?
—Esta misma tarde. Si te das prisa, todavía llegarás a tiempo para ver la comitiva.
Alrededor de los soberanos los rumores y las hablillas crecen y se adhieren como el liquen a la corteza del roble. Pero, por esta vez, los maliciosos comentarios de Izacar tenían su parte de razón.
Aunque Artemisia no era amante de Jerjes, y ni siquiera había llegado a verlo en persona, sí había formado parte de su harén de forma accidental. Dos meses antes, a finales de otoño, había llegado a Susa obedeciendo una invitación real. Era ella, en realidad, quien había escrito a la corte de Jerjes para solicitar una audiencia, pues su esposo había muerto por fin y algunos nobles carios pretendían disputarle el poder pretextando que era una mujer. La burocracia había sido lenta como un carromato tirado por bueyes y a Artemisia no le llegó la respuesta hasta un año después. Al recibirla se había puesto en camino, llevándose consigo a su hijo Pisindalis, pues si lo dejaba en Halicarnaso no confiaba en encontrarlo vivo a la vuelta.
Al llegar a Susa, Artasiras, el viejo eunuco que, desde tiempos de Darío, ejercía de jefe de protocolo, visir y factótum de la corte, la había instalado en el harén, pese a sus protestas. Al menos, le había asignado unos aposentos propios, ahorrándole la humillación de compartir la gran sala común del harén con las demás concubinas reales, a las que sólo podía ver a través de una celosía.
Cuando Artemisia se asomaba a aquella estancia sembrada de plantas y fuentes rumorosas, le parecía estar viendo un parque de caza poblado por panteras tan bellas y flexibles como perezosas.
Las mujeres del harén, concubinas adiestradas en las artes del amor y el encanto al modo de las hetairas griegas, se maquillaban y peinaban a diario y se ataviaban siempre con todas sus galas. No lo hacían por impresionar a Jerjes, que elegía a sus compañeras nocturnas enviando a un eunuco, sino a las demás mujeres, pues así se establecía la compleja red de poder, rivalidad y alianzas que gobernaba el serrallo.
El error se había subsanado unos días después, y el visir había alojado a Artemisia fuera del palacio, en casa de un noble griego. Se trataba de un tal Esquines, natural de Eretria, que había recibido esa mansión y algunas otras posesiones por sus servicios al rey. Esquines era un hombre apuesto y pagado de sí mismo que desde el primer momento se había empeñado en seducirla. Pero al menos tenía el buen criterio de no forzar la situación, consciente de que Artemisia sabía defenderse por sí sola. Ella, sin otra cosa que hacer, se divertía a ratos con las maniobras del eretrio.
Pasó el primer mes. Jerjes siempre estaba demasiado ocupado para recibirla, o al menos eso aseguraba Artasiras. Artemisia había escuchado relatos sobre súbditos griegos a los que el Gran Rey retenía indefinidamente a su lado, como había hecho con Histieo, uno de los promotores de la revuelta jonia. Se temía que eso le pudiera pasar a ella y que jamás le permitieran volver a Halicarnaso; y pensando en su ciudad y, sobre todo, en el mar, se desesperaba y languidecía.
Una tarde un mensajero le trajo una invitación para ir a palacio, sin más explicaciones, y Artemisia pensó que por fin el rey iba a recibirla. Para su sorpresa, una vez allí la condujeron a los aposentos de la esposa de Jerjes. Amestris disponía para ella de un ala entera del palacio de Susa, bien alejada del harén. Mientras que Darío había tenido varias esposas, Jerjes se había limitado a casarse con una, al menos de momento. Según Esquines, que parecía gozar de buenas fuentes de información, Jerjes, nacido ya de sangre real y nieto de Ciro el fundador, se consideraba más seguro en su posición que su padre y por tanto no necesitaba demostrar nada. En cambio, Darío había buscado alianzas matrimoniales para afianzar su reinado. Al fin y al cabo, añadía Esquines casi en susurros, Darío no era más que una especie de usurpador.
—Eso sí, legitimado por el triunfo. No hay nada que dé tanta legitimidad como el éxito.
Como fuere, Amestris recibió a Artemisia en una pequeña sala. Aunque era la esposa real, Artemisia, como soberana de Halicarnaso, no tuvo que arrodillarse sobre la alfombra, sino que bastó con que hiciera una reverencia y soplara un beso hacia ella. Ambas mujeres cenaron solas, sentadas sobre mullidos cojines y junto a una mesa de una madera negra y dura que Artemisia no conocía y que la dejó fascinada.
—Está tallada en karmara, un árbol de la India —le explicó Amestris—. Es una madera tan pesada que si construyeran un barco sólo de ella, se hundiría en el agua.
Amestris interrogó a Artemisia sobre las costumbres griegas, y en particular sobre la situación de las mujeres, que parecía llamarle mucho la atención. Por sus comentarios, Artemisia dedujo que su interlocutora poseía grandes fincas en diversos lugares, y no a nombre de su esposo, como habría pasado en Grecia, sino a título personal. Podía viajar a sus propiedades cuando le pluguiera, cobraba sus rentas y era ella quien organizaba y gobernaba su propia hacienda. Por eso, cada comentario sobre el dominio que ejercían los maridos griegos sobre sus mujeres le arrancaba una sonrisilla de desdén que a Artemisia le resultaba irritante.
—Por supuesto, mi situación no es la misma —se apresuró a explicar Artemisia, y añadió que ella nunca había estado confinada en el gineceo, que su sello bastaba para disponer de todos sus bienes y que salía a cazar o navegar cuando le apetecía.
—Te creo, querida —contestaba la reina en tono de suficiencia, dejando bien claro que la consideraba una bárbara sometida más.
Amestris debía tener unos treinta y cinco años bien conservados y sus rasgos eran correctos, pero había algo en ella que la afeaba, una sequedad interior que le asomaba a los ojos y le robaba expresión. Aunque fue correcta y educada en todo momento, Artemisia no dejó de sentirse incómoda. Los catorce platos que les sirvieron las criadas le habrían parecido exquisitos en otra compañía, pero apenas los saboreó. Además, el aroma del gomoso bálsamo de Siria que se quemaba en los pebeteros era tan empalagoso que empezó a revolverle el estómago. El ambiente de la sala sólo se relajó un poco cuando un aya trajo a la hija de Amestris antes de acostarla.
—Dale un beso a nuestra invitada, Ratashah.
La niña, que tendría cuatro años como mucho, vestía y caminaba como una auténtica señorita.
Pero cuando fue a saludar a Artemisia no se limitó a poner sus labios sobre su mejilla, sino que le rodeó el cuello con sus manitas y le dio un abrazo. Olía a fruta fresca, y tenía unos ojos enormes y oscuros y una frente tan redondeada que a Artemisia, que nunca había destacado por sus instintos maternales, le entraron ganas de darle un mordisco en ella. Pero se conformó con besarla.
—Eres una niña muy guapa, Ratashah, ¿lo sabes? —le dijo en persa. Ella sonrió y apartó un poco la mirada, con una timidez no exenta de coquetería. Viendo lo poco que se parecía a su madre, Artemisia pensó que Jerjes debía ser un hombre muy apuesto para haber engendrado una hija así.
Cuando la niña se marchó, Artemisia pensó que, pese a la frialdad del encuentro, tenía que aprovechar su ocasión.
—Mi señora, ¿crees que tu esposo me recibirá algún día? He dejado mi ciudad en manos de hombres y temo que, si sigo mucho tiempo fuera de ella, con su torpeza la echen a perder y Halicarnaso no sirva al Gran Rey como debe.
—Algún día te recibirá, querida, sin duda. Algún día. Un buen súbdito lo demuestra no sólo con su devoción, sino con su paciencia —respondió Amestris, en tono enigmático.
Pocos días después, le había llegado la orden de trasladarse con el resto de la corte a Babilonia.
Esta vez no trataron con ella Amestris ni el visir, sino el propio general Mardonio, el militar más poderoso del imperio y amigo personal de Jerjes, que acudió a visitarla y le dijo:
—Formarás en la cabalgata triunfal. Una vez allí, lejos del harén —añadió en voz baja—. Jerjes te recibirá.
En ese momento, mientras Temístocles se entrevistaba con Izacar, la comitiva real se acercaba a Babilonia. Artemisia no había visto la ciudad en el viaje de ida, pues el Camino Real pasaba lejos de ella, al este del Tigris. Ahora, al contemplar los reflejos que el sol arrancaba a los ladrillos esmaltados de las murallas y de los templos que se alzaban al otro lado, comprendió por qué el Gran Rey había elegido una hora tan tardía para entrar en la ciudad, pues la luz del ocaso la embellecía todavía más.
Babilonia era tan grande como le habían contado, mucho más que Susa y, por supuesto, que cualquier ciudad griega. Las murallas de la parte norte medían al menos tres kilómetros de esquina a esquina. Pero incluso antes de llegar a ellas había que atravesar otra Babilonia aún más extensa y populosa que la de intramuros, aunque también más mísera y sucia. Salvo en la vía de las Procesiones, que era la que seguía la comitiva, las casas se apelotonaban unas contra otras, y sobre las estrechas callejuelas colgaban balcones de madera y cuerdas de ropa tendida que apenas dejaban entrar la luz del sol. Las paredes sin ventanas eran de adobe y tierra aglomerada, únicos materiales con los que construían los babilonios, salvo la madera de tamarisco de puertas y tejados. Había muy pocas casas pintadas, y todo el conjunto ofrecía un color terroso, como si aquellas casas fueran excrecencias brotadas del suelo.
Artemisia iba de pie en un carro llevado por un joven auriga. Vestía como un guerrero, con su mejor panoplia: una coraza de bronce muy fino con ataujías de oro y un yelmo que dejaba al descubierto su rostro. Ella y los soldados que la habían acompañado desde Halicarnaso iban en la cabecera de la comitiva, por detrás de otros súbditos de Jerjes y seguida directamente por los diez mil lanceros que formaban la guardia real.
Cruzaron la muralla por la puerta de Afrodita, a la que allí llamaban Ishtar. La puerta estaba situada en un entrante rectangular, de forma que los enemigos que intentaran tomarla al asalto tuvieran que pasar antes entre dos muros coronados por almenas. Pero hoy en ellas no había tropas babilonias, sino lanceros persas a las órdenes de Megabizo, el general que había tomado la ciudad para Jerjes.
Los grandes batientes de cedro estaban abiertos de par en par. Artemisia pasó bajo un arco tan alto como diez hombres, rodeado de ladrillos azules y figuras doradas que representaban leones, esfinges y otras criaturas fabulosas. Su carro atravesó una larga bóveda alumbrada por antorchas y vigilada por dos hileras de lanceros, y por fin entró en las calles de la Babilonia oficial.
Considerando que acababa de sublevarse, la ciudad del Éufrates recibía con mucho entusiasmo al rey. La gente había salido a las márgenes de la calle de las Procesiones para saludar al cortejo de Jerjes con palmas en la mano y arrojar pétalos de rosas a su paso. Las casas estaban engalanadas con telas de colores y guirnaldas de flores y, conforme oscurecía, se iban encendiendo hogueras en las terrazas de los templos y bajo las imágenes de los dioses que jalonaban ambos lados de la calle.
La luna casi llena y el cielo despejado colaboraban al esplendor de la noche. Miles de pebeteros quemaban resinas y maderas aromáticas. Artemisia lo agradeció, porque al acercarse a la ciudad el olor de los pantanos que la rodeaban le había recordado a la fetidez de la marisma de Maratón.
Pero la razón de tanto entusiasmo y boato era comprensible. El pueblo quería demostrarle a Jerjes que le seguía siendo leal y que la rebelión había sido cosa de unos cuantos lunáticos, nobles y sacerdotes sediciosos que los propios babilonios se habían apresurado a entregar en manos de la justicia real.
De todo eso la había puesto en antecedentes Esquines, que, empeñado en llevársela a la cama, le daba conversación a todas horas. Artemisia se dejaba halagar, pues así recopilaba información, y por lo que veía, las fuentes del eretrio eran fiables.
—Jerjes tomará represalias —le había dicho Esquines—, pero sin apretar las clavijas demasiado a los babilonios. No se lo puede permitir.
—¿Por qué?
—Hay mucho dinero en Babilonia, pero no puede tomarlo por las buenas. Bajo la ciudad corren mil túneles secretos, y todo ese oro y esa plata se esconderían si el rey intentara tomarlos por la fuerza. Así que se contentará con ejecutar a los rebeldes, que además es un espectáculo que agradece la plebe. Las medidas más impopulares las ha tomado ya Megabizo antes de que llegue Jerjes, para que sea él quien cargue con las antipatías y no el Gran Rey.
Entre esas medidas, el general persa había hecho arrancar los azulejos del último piso de la gran torre de Marduk, había derribado sus altares y había hecho fundir la estatua de oro del propio dios.
Eran trescientos kilos de oro macizo, el equivalente a mil doscientos talentos de plata. Al oírlo, Artemisia silbó entre dientes: esa estatua habría pagado el tributo de la satrapía de Jonia durante tres años. Así que era una represalia algo más que moderada.
La procesión se prolongó casi una hora. Recorrieron con paso lento la calle de las Procesiones hasta llegar al templo de Marduk, y una vez allí, giraron a la derecha para rodearlo y llegaron al Éufrates. De allí volvieron a torcer a la derecha y esta vez siguieron río arriba, dejando Etemenanki a un lado. Desde abajo, los desperfectos del séptimo piso, a casi cien metros de altura, apenas se apreciaban. Artemisia trató de imaginarse cómo se divisaría la ciudad desde allí arriba, pero no lo consiguió. Jamás había visto un edificio tan alto en su vida, aunque decían que en Egipto había inmensas tumbas de piedra que empequeñecían a Etemenanki.
En ese momento, notó una mirada tan intensa que casi parecía rozar su piel. Apartó la vista de la torre y la bajó al suelo. Allí, entre la calle y la hilera de árboles que rodeaba el templo, había un hombre muy alto que sacaba una cabeza a todos los que lo rodeaban. Pero Artemisia supo que no era ese hombre al que buscaba, sino alguien que debía andar cerca de él. Aun así, volvió a mirar al frente. Aunque la ciudad era un espectáculo digno de estar contemplándolo un año entero, procuraba no girar demasiado la cabeza. No quería dar la impresión a los babilonios de que era tan sólo una provinciana, una griega palurda que, en vez de dejarse contemplar por los espectadores del desfile, se los quedaba mirando a ellos.
Sintió los ojos clavados en ella otra vez. Se giró un instante y vio que alguien se escabullía detrás del cuerpo del gigantón. Apenas había sido un segundo, pero Artemisia lo reconoció y el pulso se le aceleró.
Por los perros de Hécate, ¿qué hacía Temístocles en Babilonia?
Esa noche tampoco llegó a ver a Jerjes. Si hubo audiencia, a ella no la invitaron. El visir volvió a asignar habitaciones, y a ella le tocó alojarse en el rincón más recóndito del palacio de Nabucodonosor. Cuando le dijeron que su presencia no sería requerida hasta el día siguiente, Artemisia dejó que sus criadas la despojaran de la armadura y se quedó vestida tan sólo con la túnica interior.
En ese instante, oyó que la llamaba su hijo. Artemisia deslizó a un lado el panel de cedro que separaba su alcoba de la de Pisindalis.
—¡Mira lo que se ve por el balcón, mamá! —le dijo el niño, emocionado.
Al asomarse, Artemisia comprendió su excitación. Bajo ellos se abría un gran patio, mayor incluso que los tres que habían atravesado antes, y en su centro se alzaba una pequeña Etemenanki.
Tenía cinco niveles, el último de los cuales se levantaba sobre los tejados del propio palacio, a más de veinte metros de altura. Cada terraza estaba sembrada de árboles y plantas tan variados que, al menos desde el balcón, resultaba difícil encontrar dos iguales. Algunos de los árboles estaban pelados, esperando aún la primavera, pero otros lucían todas sus hojas, y las había verdes y amarillas, pero también rojas e incluso violetas. De cada terraza colgaban hiedras, parras, enredaderas y lianas que apenas dejaban ver los ladrillos de las paredes, y entre ellas bajaban chorros de agua, como pequeños arroyos de montaña que caían desde la última terraza. Había antorchas encendidas cada pocos pasos, y sus llamas y la oscuridad de la noche creaban misteriosos dibujos de sombras y luces entre la vegetación.
—Quiero jugar ahí, mamá.
—Mañana preguntaremos si puedes, hijo —contestó ella.
—¡Yo quiero jugar ya!
—Tenemos que ser educados. No estamos en nuestra casa.
El burbujeo del agua y el canto de los pájaros que anidaban entre los árboles llenaban de sonido el patio. Artemisia pensó que no le importaría convertirse en niña de nuevo y perderse en esas selvas en miniatura, y se le antojó que entre aquel lujuriante follaje una podía toparse con las propias Musas. Pero Pisindalis, prosaico como correspondía a sus cinco años y medio, al oír el murmullo del agua empezó a frotarse una rodilla contra otra y dijo que se estaba haciendo pis.
Artemisia le revolvió el pelo y, tras desearle buenas noches, regresó a su propio cuarto. No le he dado un beso, se dijo mientras cerraba la puerta corredera. Era algo que solía olvidar. Se prometió ser más cariñosa mañana para compensarlo.
En su alcoba había otra ventana más pequeña, pero con la misma vista. Artemisia volvió a asomarse. Aparte de sus propias esclavas, le habían asignado una criada babilonia muy espabilada y pizpireta que hablaba griego.
—¿Qué es eso? —le preguntó Artemisia—. ¿Un templo?
—No, señora. Es un jardín. Lo construyó el rey Nabucodonosor para hacer feliz a su amante. —La criada, que se llamaba Humusi, suspiró—. Ella añoraba los árboles de su país natal.
¿De su país natal?, pensó Artemisia. Allí debían estar todos los árboles y las plantas del mundo, así que cualquier amante del rey se sentiría a la vez en casa por lo que le era familiar y extranjera por lo que desconocía.
—Es muy hermoso.
—Y ahora lo es mucho más gracias al Gran Rey, señora. Su padre los tenía más descuidados, pero nuestro buen rey ama tanto las plantas que ha hecho repoblar todas las terrazas y ha reparado el sistema de riego.
Las noches en Babilonia no eran frías. Artemisia dejó entreabierta la celosía. Justo antes de quedarse dormida con el arrullo de las fuentes, se preguntó cómo hacían para subir el agua a lo alto de aquellos jardines, y se imaginó a un ejército de esclavos en el interior de la torre pasándose cubos unos a otros por una estrecha escalera.