Susa, 10 de septiembre
Cuando en Esparta y en Atenas la aurora aún no teñía de gris el horizonte, en Susa, la capital invernal del Imperio Persa, ya era de día. La ciudad, con más de cuatro mil años de edad, era la más antigua del mundo. Al menos, así lo aseguraban sus habitantes, aunque los de Jericó y Damasco habrían tenido algo que opinar al respecto.
Los nativos de Susa hablaban elamita, un extraño idioma que no se parecía a ningún otro.
Aquella lengua poseía un extraño prestigio para los persas, algo acomplejados por la antigüedad y la cultura del reino de Susa, que ya era viejo cuando el mítico Gilgamesh recorría el mundo buscando la planta de la inmortalidad. Quizá por ese motivo, los reyes Aqueménidas habían convertido el elamita en una de las lenguas oficiales de la cancillería persa.
La corte se acababa de trasladar a Susa, y el palacio era todavía un caos. Desde Ecbatana seguían llegando carromatos, mulas y camellos cargados con baúles y fardos reales. A la mayoría de los cortesanos les parecía demasiado pronto y protestaban entre dientes. Todavía no había llegado el equinoccio de otoño y, aunque las noches eran ya más largas y algo más frescas, durante el día el aire se encalmaba en la llanura y el sol azotaba inmisericorde las calles de la ciudad. Pero Darío estaba a punto de cumplir setenta años y tenía el cuerpo baqueteado en mil campañas, primero como general de Cambises, luego para derrotar a los usurpadores que pretendían disputarle el imperio —como él había vencido, su nombre no constaba en las listas de rebeldes ni usurpadores—, y más tarde para ampliar las fronteras de ese mismo imperio. Cuando cambiaba el tiempo le dolían las bridas de sus cicatrices, y sus articulaciones, cansadas de cabalgar, disparar el arco y cargar con el peso de la armadura, sufrían mucho con los fríos del invierno. El mismo calor de Susa, que tan agobiante le había resultado de joven, se le antojaba ahora una bendición.
La ciudad elamita gozaba de más privilegios. El agua del río Coaspes, que nacía en los montes Zagros y bañaba Susa antes de unirse al Tigris, era la única que bebía el Gran Rey. El aguador real la transportaba dondequiera viajase Darío, bien en inspección oficial o en campaña guerrera. Para que nadie pudiera envenenar al Rey de Reyes, la guardaba en vasijas de plata cerradas con una llave que colgaba de su propio cuello y de la que respondía con su vida. A los viajeros que visitaban Susa les sorprendía que Darío sólo bebiera de esa agua, pues el Coaspes, luego de atravesar las montañas en las que excavaba profundos cañones, bajaba turbio y pardo de lodo. Pero los hijos del aguador real subían constantemente a las fuentes del río, y era allí, en las alturas de los Zagros, donde recogían el agua que fluía transparente como cristal de roca. Y después de eso, se la entregaban a su padre, que todavía la hervía para purificarla de todo mal, con lo cual se perdía cualquier sabor especial que hubiera podido tener.
Hervida, pues, bebió aquella mañana Darío el agua escanciada por su sirviente. Después hizo una señal casi imperceptible para que hicieran pasar al mensajero que aguardaba al otro lado de la puerta. El Gran Rey aún estaba adormilado, porque la estangurria le había hecho pasar mala noche, pero tenía la costumbre de levantarse al rayar el alba y era un hombre muy metódico. Precisamente, ser metódico lo había convertido en grande, y él lo sabía.
Darío estaba sentado en la sala donde despachaba los asuntos cotidianos, una estancia mucho más modesta que la enorme apadana de audiencias. Aun así, el mensajero se quedó a cinco metros de él, se postró en la alfombra roja extendida ante el macizo sillón real y, sin levantar la mirada del suelo, extendió el brazo para entregarle la misiva al eunuco Artasiras. Éste arrancó la bula de barro con el sello Aqueménida, desató el cordel púrpura que cerraba el papiro y lo desenrolló. Como era correspondencia personal y no para los archivos, el chambelán no la dictó en voz alta para los escribas, sino que se acercó a Darío y se la leyó a media voz.
La carta venía de Babilonia, firmada por su gobernador Jerjes, hijo de Darío y Atosa y heredero del trono. En ella se disculpaba por no haberse presentado para visitar a su padre, como tenía por norma y costumbre cuando el Gran Rey volvía de su palacio de verano. Según alegaba Jerjes, estaba enfermo de unas fiebres, contraídas por culpa de los aires impuros que emanaban los pantanos que rodeaban la ciudad. Por ese motivo, pedía perdón a su padre y le aseguraba que, en cuanto se repusiera de su mal, viajaría a Susa para rendirle pleitesía.
—Hummm —murmuró Darío tras escuchar la carta—. Mi hijo es fuerte como un toro, y no ha estado enfermo en su vida. Me pregunto qué estará tramando.
Artasiras respondió:
—No se han producido maniobras inusuales en Babilonia, Gran Rey. La ciudad está tranquila.
Los Egibi siguen amasando dinero en sus bancos, las prostitutas siguen dando placer a los hombres y los sacerdotes siguen haciendo sacrificios a sus falsos dioses en la torre de Etemenanki. Mis agentes me han dicho que no hay movimientos de tropas, y que tu hijo lleva todo el verano enfermo y encerrado en su palacio.
Darío sonrió con cierta malicia, la malicia del anciano que ya no ve demasiado lejos la muerte.
Jerjes era un hombre joven, en la plenitud de la edad, tan apuesto como lo había sido el propio Darío en sus mejores tiempos, e incluso un palmo más alto que él. Y, sin embargo, por el capricho de Ahuramazda tal vez tuviera que cruzar el puente de Chinvat y someterse al juicio de Mitra antes que su propio padre.
—Es posible que tengamos que pensar en otro heredero —dijo Darío.
—¿Quieres hablar de ello hoy, Gran Rey?
—No, no. Tiempo habrá. Me encuentro perfectamente, y aún es posible que mi hijo se reponga.
Cuando Darío terminó de redactar la carta en que deseaba una pronta curación a su hijo y, de paso, le regalaba unos cuantos consejos para cuidar su salud, avisaron de la llegada de otro mensajero. El chambelán lo hizo pasar. El nuevo emisario pasó a la sala y se arrodilló sobre la alfombra, manchándola de polvo. Los mensajeros del servicio de correos del Camino Real debían presentarse directamente ante Darío, sin lavarse ni cambiarse de ropas, y se enorgullecían de traer el aspecto más desastrado posible para demostrar los trabajos que afrontaban por llevar las noticias al Gran Rey a la velocidad del viento. Pues el Camino Real estaba organizado de tal manera que los correos se relevaban a diario en las casas de postas repartidas por la ruta, y cada uno de ellos cabalgaba hasta seis caballos distintos en la misma jornada.
El chambelán rompió el sello del mensaje, que estaba fechado en Eretria once días antes. Darío cabeceó aprobador. Había dos mil setecientos kilómetros desde Susa a Sardes, donde terminaba el Camino Real, y a ésos había que sumarles los que separaban Sardes de la costa y los que suponían atravesar el Egeo. De dos cosas sobre todo estaba satisfecho Darío: de la rapidez con que recibía las noticias de los rincones más apartados de su imperio, y de la puntualidad con que llegaban a sus arcas las remesas de los tributos anuales.
Como esta misiva sí era oficial, el chambelán la leyó en voz alta. Los funcionarios sentados discretamente junto a una de las paredes, que ejercían a la vez de intérpretes y escribas, tradujeron el original persa al arameo y al elamita para guardarlo en los archivos de palacio.
—A Darío, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Histaspes, el Aqueménida. Tu súbdito Datis, hijo de Artabanes, general de los ejércitos al oeste del río Halis, tiene el honor de comunicarte que hoy ha tomado, saqueado e incendiado la ciudad de los eretrios, culpables de la destrucción de Sardis. Sus habitantes han sido esclavizados en tu nombre y tu súbdito en persona los llevará a las tierras de Susa para que en ellas te sirvan, como tú has mandado. Tu súbdito ruega a Ahuramazda que le conceda que en su próximo mensaje pueda comunicarte la destrucción de la aborrecida ciudad de los atenienses.
El rey asintió satisfecho y cruzó los dedos. Después de pensárselo un rato, dictó una respuesta.
Él, Darío, el Gran Rey, Rey de Reyes, etcétera, felicitaba a Datis por haber cumplido la primera parte de su misión y esperaba que Ahuramazda le otorgara su favor para culminar la segunda. Tras añadir algunos parabienes y cumplidos más, no exentos de consejos, él mismo supervisó el texto y lo selló.
—El próximo año —le dijo en voz baja a su chambelán—, cuando se abran los mares a la navegación, viajaremos a Grecia, y sobre las ruinas de Atenas haremos construir un palacio para la capital de nuestra nueva satrapía.
—Mi señor, el viaje es largo y, por lo que dicen, en Grecia no hay más que olivares y cabreros harapientos.
—El mundo es grande —respondió Darío—. Al oeste de Grecia se extienden otros países más poblados y ricos.
El chambelán asintió. Y al observar la sonrisa casi imperceptible que se dibujaba en el rostro de Darío, comprendió que, al saber de la enfermedad de su hijo, el Gran Rey se había sentido de repente veinte años más joven.