Esparta, 3 de septiembre
Amedia mañana, Fidípides alcanzó a ver a lo lejos los tejados de Esparta. Incluso para él, hemeródromo profesional que llevaba diez años transportando correos entre Atenas y otras ciudades como Tebas, Corinto o Delfos, era una proeza. Había partido al amanecer del día anterior, y desde ese momento no había dejado de viajar ni en las horas más oscuras de la noche, alumbradas apenas por el cuarto creciente del mes de boedromión.
A su derecha se alzaban las cimas escarpadas y boscosas del Taigeto, donde se decía que los espartanos abandonaban a los niños que nacían con alguna tara. Al otro lado de la primera hilera de picos que se recortaban contra el cielo, en el centro de la sierra, había un paraje conocido como el Valle de las Sombras, porque las escasas aldeas dispersas entre la espesura de aquel lugar estaban cercadas por cumbres casi verticales y apenas recibían la luz del sol unas horas al día. Más allá de ese valle, al oeste, se alzaba el techo del Taigeto, una montaña en forma de pirámide que, según los lugareños, había tallado el propio Zeus con sus rayos cuando luchó contra los Gigantes.
Fidípides conocía aquella zona, pero ni aunque le hubiesen pagado diez veces más habría vuelto a internarse en ella. En su primera misión a Esparta había extraviado el camino al sur de Tegea y, en lugar de seguir bajando el curso del Eurotas, había penetrado en el corazón del Taigeto. En el siniestro Valle de las Sombras encontró jaurías de lobos y osos salvajes tan grandes como un buey; pero no era ésa la peor amenaza que acechaba en sus bosques. Allí lo interceptaron los miembros de la Criptía, una hermandad de jóvenes espartanos que se cubrían las cabezas con capuchas y se iniciaban como adultos en cacerías humanas donde la presa eran los ilotas. La mayoría de los encapuchados se empeñó en matarlo por haber hollado con sus pies un lugar vedado. Pero uno de ellos convenció a los demás de que asesinar a un heraldo protegido por Hermes era un sacrilegio por el que podían pagar caro en el futuro.
—No vuelvas a pisar estas tierras —le advirtió aquel joven, poniéndolo de vuelta en el camino a Laconia—. No son para los extranjeros, ni aunque lleven el caduceo.
Desde entonces, Fidípides había tenido buen cuidado de no salirse de la senda marcada. Cuando se trataba con espartanos, había que pisar con cuidado.
A Fidípides no le gustaban los espartanos; pero, para ser justos, sus compatriotas los atenienses tampoco le eran demasiado simpáticos. En realidad, a Fidípides no le caía bien nadie. Era un misántropo que apenas trataba con su familia y que a sus treinta años no se había molestado en buscar esposa ni tenía intención de hacerlo. Sólo se sentía moderadamente contento cuando estaba solo; por eso, y porque había nacido con unas piernas incansables y unos pulmones como fuelles, eligió aquella profesión de hemeródromo que le había valido el apodo. Pues el verdadero nombre con que su padre lo inscribió de niño en la fratría no era Fidípides, sino Filípides, con lambda, algo así como «el que ama los caballos».
Cuando unos años atrás se había pactado el acuerdo de defensa mutuo entre Esparta y Atenas en caso de agresión persa, el consejo se empeñó en enviar un mensajero montado a caballo para que transportara con la mayor urgencia posible los términos del tratado. El que aún era llamado Filípides aseguró a los buleutas que él podía llegar antes, y los consejeros, incrédulos, le desafiaron a que lo demostrase. Ambos correos partieron a la vez. El mensajero montado adelantó a Filípides en cuanto salieron de la ciudad, y antes incluso de tomar el camino de Eleusis, su caballo era tan sólo una mancha de polvo en la distancia. Los críos del Cerámico, testigos de aquel inicio tan poco prometedor, siguieron un rato al mensajero sin dejar de zaherirlo con epítetos como «tortuga capada» y «caracol cornudo»; pero él se lo tomó con calma y siguió a su ritmo hasta que los niños y sus chanzas quedaron atrás.
Filípides, que apenas necesitaba unas horas de sueño al día y que de noche veía como un búho, siguió trotando con su paso constante y, a la altura de la laguna Estinfálide, adelantó a su rival aprovechando que estaba dormido. El caballo llegó a Esparta medio día después que él, con los cascos en tan mal estado que tuvieron que sacrificarlo. Nadie dudó, desde entonces, que para llevar mensajes por las tierras escabrosas del Peloponeso no había otro como Filípides. Por ocurrencia del poeta Frínico, que para ser autor de tragedias era un poco zumbón, empezaron a llamarlo Fidípides, con delta, «el que se ahorra los caballos». Él había aceptado el mote como un pequeño homenaje, pero a cambio exigió que le pagaran la misma tarifa que a los mensajeros montados.
—Si los dos óbolos de la cebada me los gasto en otra cosa, es asunto mío —les había dicho a los buleutas.
Fidípides se detuvo un momento para acercarse a la orilla del río. Allí se lavó la cara para vencer el embotamiento y bebió en abundancia. En el zurrón colgado a su espalda llevaba un frasco de vino fuerte, casi vinagre, para purificar el agua de las fuentes y charcas del camino. Pero ahora no lo utilizó, pues sabía que las aguas del Eurotas eran puras y no le provocarían disentería. Cuando viajaba, bebía siempre que le surgía ocasión, aunque creyera no tener sed, pues sabía que de no hacerlo acabaría sufriendo fuertes calambres que no le dejarían continuar.
Se incorporó y estiró un poco los músculos. Después se volvió a atar el barbuquejo del sombrero; en vez del típico pétaso de caminante, cuyas anchas alas habrían opuesto demasiada resistencia al aire, usaba uno de estilo frigio. Se levantó la túnica y se apretó bien el perizoma que llevaba debajo.
Los corredores olímpicos podían competir con las vergüenzas al aire si querían, pero él tenía que ceñírselas bien para evitar las rozaduras y otras inconveniencias. Después completó su rutina atándose de nuevo los cordones de las botas, que eran de la vitela más fina y habían sido cosidos con todo esmero para que las costuras no le hicieran llagas en los pies. Valían veinte dracmas, igual que el par de repuesto que llevaba en el zurrón. Un artesano especializado habría tenido que trabajar un mes para comprárselas, pero a él se las pagaba la ciudad.
Satisfecho con los arreglos, empuñó el caduceo. Aquella vara de fresno rematada por dos cabezas de serpiente lo señalaba como heraldo sagrado, protegido por Hermes, el dios de los mensajeros. Ningún griego en su sano juicio se habría atrevido a atentar contra él. Otra cosa eran los animales salvajes. A más de un perro hambriento había tenido que ahuyentarlo con la aguzada contera de cobre, y con bestias mayores, como osos, jabalíes o algún uro furioso, se había visto obligado a huir a la carrera o trepar a algún árbol providencial.
Siguió trotando, al paso constante que llevaba la mayor parte del tiempo. Cada diez kilómetros más o menos se paraba para respirar hondo un rato y después caminaba durante otros dos kilómetros antes de reemprender la carrera. La experiencia le había enseñado que de esa manera conservaba mejor las energías y sus articulaciones sufrían menos. También se frenaba al subir pendientes empinadas, e incluso al bajarlas, pues había comprobado que a veces, si corría demasiado rápido cuesta abajo, orinaba sangre.
Ya había pasado el Tórnax y el pequeño santuario de Apolo Píteo, y tenía a la vista los arrabales de Esparta. Por el camino iban y venían campesinos con cestas, carretones repletos arrastrados por bueyes y arrieros con acémilas bien cargadas de comida para la ciudad de Lacedemonia. Esparta era un estómago y una boca que lo absorbían todo y no daban nada a cambio, pues los lacedemonios no cultivaban los campos ni se dedicaban al comercio ni la artesanía, sino tan sólo a su siniestra labor: la guerra y la muerte.
—¿De dónde vienes, mensajero? —le decían al verle pasar.
—¡De Atenas! —respondía él.
—¿Qué noticias traes de allí? —preguntaba alguno, ya a sus espaldas, pues Fidípides no refrenaba su paso por ningún motivo.
—¡Han llegado los persas! Cuando comunicó la noticia por la Megáride y Corinto, la respuesta de los paisanos consistía en gritos de espanto y plegarias a los dioses. En las montañosas y atrasadas tierras de Arcadia, más de un pastor se encogió de hombros y le preguntó: «¿Y quiénes son los persas?», mientras Fidípides seguía camino. Pero aquí en estas tierras la gente se limitaba a asentir con gesto grave, pues incluso a los periecos, habitantes de las tierras que rodeaban Lacedemonia, se les había contagiado el laconismo espartano.
Al ver las primeras casas de la ciudad, Fidípides apretó el paso casi sin darse cuenta. Los espartanos miraban por encima del hombro al resto de los griegos y se jactaban de ser los mejores atletas del mundo. A ver si alguno de vosotros aguanta corriendo más que este ateniense, se dijo él.
No había fortificaciones allí, ni siquiera rodeando la pequeña Acrópolis. Los espartanos aseguraban que la mejor muralla era el valor de sus ciudadanos; pero, por si acaso, tenían guarniciones apostadas en todo el valle. Fidípides sabía que, desde que había puesto los pies en Laconia, muchos ojos lo observaban agazapados entre las sombras. Si nadie lo había detenido para interrogarlo era porque llevaba el caduceo.
Las calles de Esparta eran muy distintas de las de Atenas. Había menos críos correteando o haciendo el gamberro, pues a los niños los sacaban de la ciudad a los siete años para internarlos en campamentos militares. Tampoco se veía a demasiados ciudadanos ociosos merodeando por el Ágora, como habría ocurrido en Atenas. Los espartanos eran soldados y, cuando no estaban en alguna campaña, preferían ejercitarse en el bromos o en el parque de los Plátanos. Por supuesto, nada de bárbaros sirios, fenicios, frigios o egipcios como los que pululaban cada vez más por los suburbios del Pireo: en Esparta no los admitían. A cambio se veía a muchas mujeres, y no sólo esclavas, sino libres. Vestían peplos dóricos que en ocasiones dejaban entrever sus muslos, caminaban con la cabeza erguida y los cabellos descubiertos y, además, solían ser más guapas y tenían mejores formas que las atenienses.
Fídipides reparó en que esta vez había incluso menos varones de lo habitual. Se preguntó si estarían celebrando una de aquellas peculiares asambleas donde las decisiones se tomaban por aclamación y prevalecía la propuesta que más gritos de respaldo obtenía. O tal vez se encontraban en medio de una guerra contra los ilotas de Mesenia, uno de esos conflictos interminables que intentaban guardar en secreto ante los demás griegos.
En un extremo del Ágora se alzaba el eforión, un pequeño edificio de paredes de ladrillo gris, tan anodino como todos los demás que había en aquella plaza. Allí se reunían los cinco éforos, los magistrados que dirigían la política exterior de Esparta. En la puerta montaba guardia un grupo de soldados.
—Traigo un mensaje del consejo de Atenas —les dijo.
—Espera ahí —respondió uno de ellos, señalando con la punta de la lanza un pórtico cercano.
Fidípides se sentó a la sombra de un plátano, y él mismo se masajeó los muslos y las pantorrillas.
Poco después llegó un criado con una jarra de agua, queso fresco de cabra y una oblea de pan regada con miel. Mientras Fidípides daba cuenta de todo, el esclavo le quitó las botas y le lavó los pies en una palangana de agua tibia perfumada con pétalos de rosas. El mensajero lo agradeció, pues sentía palpitar los dedos como si cada uno tuviera un diminuto corazón en su interior.
Apenas había terminado su colación cuando lo hicieron pasar al interior del edificio. En el interior hacía más frío y reinaban las sombras, pues las ventanas eran muy estrechas. Dos pebeteros quemaban perfume de espliego, y desde un rincón la enorme estatua de un joven desnudo observaba a Fidípides con una enigmática sonrisa.
Los éforos no sonreían. De los cinco sólo habían asistido tres, lo cual extrañó a Fidípides, pues otras veces había visto a todos reunidos. Los magistrados estaban sentados en un largo banco de piedra desnuda. No llevaban armas, al menos a la vista, y vestían el tribon, el típico manto lacedemonio. Los tres llevaban los cabellos largos y trenzados, una moda que en Atenas imitaban los jóvenes filoespartanos.
—Bienvenido a nuestra ciudad, mensajero —dijo el mayor de ellos, cuyas trenzas eran ya guedejas blancas—. Soy Damatrio, hijo de Eudamo. ¿Qué recado nos traes? Fidípides recitó su mensaje.
—Hace dos días un ejército persa ha desembarcado en nuestras costas, en la playa de Maratón.
Honrando el tratado que ambas ciudades han firmado, los atenienses os piden que les enviéis ayuda y que no consintáis que una de las ciudades más antiguas de Grecia sea sometida bajo el yugo de los bárbaros. Eretria ya ha ardido y sus habitantes han sido esclavizados, y si vosotros no nos ayudáis, Atenas puede correr la misma suerte.
Los éforos le escucharon en silencio, con miradas graves.
—¿Cuándo partiste, mensajero? —preguntó otro éforo, el más joven del trío.
—Ayer al amanecer, señor.
—Y has llegado hoy antes de mediodía. Una hazaña impresionante que ni siquiera un lacedemonio podría igualar. Lo que me hace preguntarme si más que impresionante no es imposible.
—Para el gran Fidípides, el mejor corredor de toda Grecia, no es imposible.
Al oír aquella voz sonora y ronca como el rugido de un oso del Citerón, Fidípides se volvió.
Acababa de entrar en el eforión un hombre de espaldas cuadradas y más bien bajo, con el rostro curtido por el sol. Alrededor de sus ojos y su boca se le dibujaban las arrugas de quien está acostumbrado a sonreír. En su barba y su cabello había más canas que pelos negros, pero aún se movía con el brío de un mozo.
—Saludos, Leónidas —dijo Damatrio.
Al oír el nombre, Fidípides comprendió que estaba ante uno de los dos reyes de Esparta, y le halagó que aquel hombre conociera su fama. También le sorprendió que los éforos no se dignaran levantarse en señal de respeto, pero ya se sabía que los espartanos tenían costumbres muy raras.
—Saludos, nobles magistrados —respondió Leónidas con cierta sorna. Después se acercó a los tres éforos, evitando así que Fidípides tuviera que volverse a cada momento para encarar al que hablaba—. ¿Tenéis ya una respuesta para la petición de los atenienses?
—Tú ya sabes cuál es nuestra respuesta —respondió Damatrio—. La única posible. La que demandan el honor de la palabra espartana y el respeto a los dioses.
A Fidípides le sonó bien lo primero, pero lo segundo, por alguna razón, le escamó. No debía andar descaminado, porque Leónidas también chasqueó la lengua.
—Ya.
—Lacedemonia honrará su tratado —prosiguió el éforo—. El día siguiente a la luna llena enviaremos un ejército de espartiatas para ayudar a nuestros aliados atenienses.
Fidípides calculó rápidamente. Estaban a 9 de boedromión por el calendario ateniense, lo que significaba que todavía quedaban seis días para el plenilunio. A ellos había que sumar otros tres como mínimo para que los espartanos llegaran a Atenas a marchas forzadas. Nueve días en total.
—En ese tiempo los persas habrán reducido a cenizas Atenas —dijo, mirando a Damatrio a la cara.
El éforo se removió en el asiento como si le hubiera picado una avispa.
—¿Es costumbre en tu patria que los mensajeros opinen por su cuenta?
—Parece mentira que no conozcas a los atenienses, Damatrio —intervino el rey Leónidas—. En Atenas no tienen dos reyes, como nosotros, sino treinta mil. Ahora, éforos, decidle a este mensajero si ésa es vuestra respuesta definitiva.
—Sabes que sí —respondió Damatrio.
—En ese caso, dejad que me lleve a Fidípides y le explique nuestras razones. No quiero que se lleve a Atenas la impresión de que los espartanos somos unos brutos irracionales.
—La impresión que puedan tener de nosotros los atenienses me trae sin cuidado.
—Ya, mi querido Damatrio —dijo Leónidas, curvando su enorme boca en una sonrisa irónica—. A ti te puede traer sin cuidado, porque cuando entre el nuevo año cesarás en tu cargo. Pero yo planeo ser rey algún tiempo más, y no quiero provocar una mala imagen entre mis aliados. —El rey rodeó el hombro de Fidípides con el brazo y tiró de él—. Acompáñame, amigo mío. Siempre he sido muy aficionado a correr, y quiero que me cuentes algunas cosas.
Viendo la constitución de Leónidas, Fidípides lo dudaba mucho. La carrera del estadio tal vez, incluso la de dos. Pero para resistir trechos más largos un físico tan musculoso como el del rey no servía. Con todo, Leónidas le hizo preguntas muy atinadas mientras lo sacaba del eforión. Allí los esperaban diez soldados de la guardia real, uno de ellos con el penacho atravesado de oreja a oreja que caracterizaba a los oficiales espartanos.
Leónidas lo llevó a pasear y le enseñó algunos edificios del Ágora, como el lugar de reunión del consejo de los ancianos y el templo de Zeus y Gea. Se veía más madera que piedra y más estuco que mármol, y las esculturas pintadas de los frontones eran bastante toscas. Contemplando las construcciones de Esparta, nadie habría creído que aquella ciudad era la primera potencia de Grecia.
Pero tal vez lo era porque se concentraba en otras cosas más prosaicas que los goces estéticos.
Llegaron a un parque sembrado de plátanos altos y tupidos, rodeado por un rosal perfectamente podado y un canal con dos puentes. Sobre el primero se alzaba una estatua de Heracles, al que los espartanos veneraban como su antepasado, y sobre el segundo una de Licurgo, el legislador que había instituido la durísima disciplina espartana que convertía a toda la ciudad en un campamento guerrero. A Fidípides, que ya había visto antes ese lugar, le extrañó no ver a los jóvenes entrenando en él.
—Te he prometido que iba a explicarte nuestros motivos, y lo haré —dijo el rey, terminada la conversación de cortesía—. Nos encontramos en el mes carneo, y ahora mismo estamos celebrando las fiestas en honor de Apolo. Mientras duren, la ciudad debe mantenerse pura. No podemos participar en ninguna guerra si no queremos que un miasma caiga sobre Esparta.
Fidípides miró a los ojos a Leónidas, sin decir nada. Qué absurdo, pensó, que una ciudad tan belicosa como Esparta se sometiera a una prohibición así precisamente en verano, la mejor época para hacer la guerra.
Curiosamente, fue el rey, y no él, quien apartó la mirada. Como buen misántropo, Fidípides era poco ducho en interpretar los gestos de los demás. Pero supo que Leónidas le estaba mintiendo y que no se sentía cómodo con esa mentira.
—En cuanto la luna complete su círculo, yo mismo llevaré a la guerra a los espartanos —prosiguió el rey, volviendo a levantar la mirada—. Entretanto, di al consejo que adopte una posición defensiva y que aguarde nuestra llegada. Dicen que los persas tienen una excelente caballería.
—Eso he oído, señor.
—No os enfrentéis a ellos en campo abierto. Desplegaos en un terreno elevado y que esté sembrado de piedras y raíces duras donde los caballos se rompan los cascos y las patas. Y, sobre todo, no os lancéis al ataque contra los persas.
—Señor, me sorprende ese consejo viniendo de un espartano, con vuestra fama de valientes.
Leónidas soltó una carcajada.
—Veo que no tienes pelos en la lengua, ateniense. Pero no te equivoques. Existe un valor engañoso que hace que los hoplitas rompan sus filas y carguen contra el enemigo. Pero, en realidad, no es valor, sino la excitación del combate, y la produce más el Miedo que su padre Ares. El verdadero valor consiste en que cada uno clave bien los talones en su puesto y apriete los dientes hasta que llegue el momento en que sus generales le indiquen lo contrario. En la guerra es más difícil estarse quieto que moverse.
—Entiendo —dijo Fidípides, y pensó: ¿Por qué un rey se molesta en contarle todo esto a un simple mensajero? Su sospecha de que Leónidas se sentía culpable se acrecentó. Saltaba a la vista que era un hombre honrado, algo poco habitual en alguien poderoso.
Recordó que Leónidas llevaba sólo un año siendo rey. Aquel hombre ya cincuentón no estaba destinado al trono, pero los espartanos habían tenido que recurrir a él cuando su hermanastro Cleómenes había muerto en oscuras circunstancias. En Atenas se contaba que el abuso del vino puro lo había enloquecido hasta tal punto que habían tenido que encerrarlo y encadenarlo. Sin embargo, Cleómenes se las había arreglado para conseguir un cuchillo con el que él mismo se dedicó a despedazarse metódicamente hasta la muerte.
Tal vez aquella historia tan truculenta fuera cierta, pensó Fidípides, pero con los lacedemonios era imposible saber nada con certeza. Esparta era como el enigma de la Esfinge envuelto en el velo brumoso de Afrodita y tapado por el yelmo de invisibilidad de Hades.
—Come y descansa hasta mañana, Fidípides. Te espera un largo camino de vuelta.
Fidípides levantó la barbilla.
—No puede ser, señor. Las buenas noticias han de llevarse pronto, pero las malas deben llegar incluso antes.
Leónidas le estrechó la mano con fuerza.
—Merecerías ser espartano, hijo de Hermes. Cuando llegues a Atenas, diles a tus generales que deben tener paciencia y aguardarnos. Dentro de nueve días veréis las lambdas de nuestros escudos.