El Pireo, noche del 30 de julio

Como se temía Apolonia, la maniobra de Cimón en la asamblea le había robado poder a Temístocles. Se lo explicó Mnesífilo, que vino a media tarde para visitarla y contarle lo sucedido.

—La propia asamblea ha propuesto que se entregue el mando supremo de la flota a un espartano. Ya no está en manos de Temístocles decidir dónde, cuándo ni cómo luchar.

—Eso no es bueno para nosotros —aventuró Apolonia.

—Me temo que no. Para llevar adelante esta guerra, confío en Temístocles cien veces más que en cualquier otro general ateniense. ¡Y mil veces más que en ese Euribíades! Nombrar almirante a un lacedemonio es como organizar un escuadrón de caballería montados en cerdos y cabras. Los espartanos no tienen ni idea de las cosas del mar.

Por otra parte, el regreso de Jantipo y Arístides amenazaba el monopolio del poder de Temístocles en la ciudad. De momento, no regresarían como generales, pero Mnesífilo estaba convencido de que se presentarían a la elección para el año siguiente, y ya no permitirían que Temístocles siguiera siendo autocrátor.

—¿Crees que esta guerra durará hasta el año que viene? —se alarmó Apolonia.

—Si seguimos vivos para entonces, me temo que sí. Un ejército como el que ha traído Jerjes a Grecia no se retira tan fácilmente. Esto no va a ser como la campaña de Maratón. Tenemos persas para rato.

Que nos protejan los dioses, pensó Apolonia.

Mnesífilo se fue antes de oscurecer. «No quiero ser inoportuno», le dijo a Apolonia cuando ella se empeñó en que se quedara. Poco después llegó Temístocles, que casi debió cruzarse por el camino con su amigo. Su gesto era grave, y sólo contestó con monosílabos a las preguntas de Apolonia. Como hacía todas las noches, pasó a besar a Italia y Síbaris, que compartían la misma alcoba y ya se habían dormido. Después entró en los aposentos de su madre.

Nesi estaba dando de cenar a Euterpe mientras le cantaba una oda de Safo. Apolonia frunció un poco el ceño al oírla, porque le parecía una canción demasiado atrevida para una niña de doce años. Olvidaba, tal vez, que ella misma a su edad ya conocía esos epitalamios y otros más subidos de tono.

—Tienes mala cara, hijo —dijo Euterpe, en un súbito arrebato de lucidez, que enseguida estropeó añadiendo—: ¿Te ha vuelto a azotar el maestro?

—Tranquila, madre. Estoy bien.

Los ojos de Euterpe se humedecieron. Desde hacía un tiempo, lloraba con mucha facilidad; ella, que siempre se había jactado de ser como el mármol.

—Siento haberte pegado. No te lo merecías.

Temístocles cerró los ojos, y durante un instante, Apolonia creyó que se iba a emocionar. Pero consiguió dominarse, besó la frente de su madre y, tras despedirse de Nesi y darle las gracias, salió de la sala.

Apolonia lo siguió. Temístocles le dijo que no pensaba cenar, pues no tenía apetito.

—Es mejor que me retire a dormir. Mañana tengo que probar la Artemisia.

—Si tienes que dormir, conozco el mejor sedante —le dijo Apolonia, tomándolo de la mano.

Él se dejó conducir a la alcoba. En vez de llamar a las esclavas para que la ayudaran a desvestirse, Apolonia se lo pidió a él. Temístocles lo hizo con aire ausente, y luego, cuando ella se tumbó sobre él, desnuda, su cuerpo no reaccionó. Era la primera vez que le pasaba algo así.

—Me estoy haciendo viejo —dijo él. Era evidente que se estaba regodeando en su propia desgracia, pero a Apolonia no se le ocurría cómo podía ayudarle.

Temístocles se quedó mirando al techo, en la misma posición que la víspera había parodiado Apolonia hablando con Mnesífilo. El reflejo de la luz de la lamparilla parecía bailar en sus grandes ojos negros. Estuvo así durante un rato, hasta que Apolonia empezó a adormilarse. Luego, de repente, notó que el colchón se movía y abrió los ojos, sobresaltada. Temístocles se había levantado y se estaba anudando el ceñidor de la túnica.

—¿Adónde vas?

—Lo siento, no quería despertarte. Voy a bajar a los muelles. Quiero ver mis barcos. Con tantos líos, no he podido inspeccionarlos desde que me fui a Corinto.

Sus barcos. Esos que iba a tener que entregar en manos de un espartano. De pronto, a Apolonia se le ocurrió cómo podía animarlo.

—Voy contigo —dijo, levantándose.

—¿A estas horas?

—Yo tampoco tengo sueño. —Apolonia, todavía desnuda, se acercó a él, lo abrazó y le sonrió. Sabedora del poder de su sonrisa, se cuidaba mucho los dientes. Aún los conservaba todos, y seguían casi tan blancos como cuando conoció a Temístocles—. Llévame contigo, por favor. Quiero ver cómo es el barco que va a llevar mi estandarte.

Antes de Maratón, Temístocles había prometido a la diosa Ártemis una bandera de seda bordada por su propia esposa. No había podido cumplir su voto de forma literal. Las manos de Arquipa no eran lo bastante habilidosas y, además, la relación entre ambos se había deteriorado tanto que ella se negaba a hacer nada por su marido. De modo que fue Apolonia quien tuvo que coser el estandarte y Nesi, que tenía buena mano para dibujar, la ayudó a confeccionarlo. Ambas estaban muy orgullosas de aquel gallardete dorado en cuyo centro la diosa Ártemis disparaba su arco contra un jinete persa.

Esa tela maravillosa era tan ligera que, cuando sacaron la bandera al patio, bastó con que se levantara una brizna de aire para que ondeara. Apolonia se había entusiasmado con la seda tanto que Temístocles le había encargado una túnica entera de ese tejido. A ella le daba cierto pudor ponérsela, porque el tacto sobre su piel desnuda era como una caricia que a veces la excitaba sin querer, y se limitaba a usarla en casa cuando estaba a solas con Temístocles.

—¿Seguro que quieres ver el barco? —preguntó Temístocles, algo incrédulo.

—Recuerda que mi ciudad fue la dueña del mar. Yo también lo llevo en la sangre.

Aquello hizo torcer el gesto a Temístocles; pero fue un segundo nada más, y luego accedió a su capricho. Aunque hacía calor, Apolonia se echó un fino manto sobre los hombros y el cabello. Salieron a la calle, acompañados tan sólo por el portero, que llevaba una antorcha para alumbrarlos por la cuesta que bajaba desde su casa al arsenal de Muniquia.

—¿No despiertas a Sicino? —preguntó Apolonia.

—No hace falta. Los cobertizos están bien vigilados. No corremos peligro.

Bajaron la cuesta empedrada que conducía hasta las atarazanas. El puerto de Muniquia, el más pequeño de los tres del Pireo, era tan sólo de uso militar y estaba rodeado por una alta empalizada. La puerta principal se abría en la misma calle que llevaba a casa de Temístocles, y no por casualidad.

Al llegar allí, Temístocles despachó de vuelta al esclavo. Los diez hoplitas y los cuatro arqueros escitas que montaban guardia les franquearon el paso al reconocer al general.

—Deben pensar que soy tu amante —dijo Apolonia cuando entraron al recinto.

—Y en eso tienen razón —respondió él, enlazándole la cintura con el brazo. Caminaron así apenas unos segundos, pero Apolonia sonrió en la oscuridad.

Más de la mitad de la circunferencia que formaba el puerto estaba ocupada por hangares unidos entre sí y cubiertos por tejados a dos aguas que desde el terrado de su casa formaban un curioso diseño de dientes de sierra. Entraron en ellos por la parte posterior, y Temístocles la llevó directamente hacia el cobertizo donde se encontraba la Artemisia. De vez en cuando, se cruzaban con grupos de soldados que patrullaban con linternas.

—Hay siempre quinientos hombres de guardia repartidos entre los arsenales de los tres puertos —le explicó Temístocles.

—¿Tantos? ¿No son demasiados?

—Hace un año se produjo un incendio. Ardieron tres barcos enteros antes de que pudiéramos apagar las llamas, y hubo otros dos a los que tuvimos que cambiarles la mitad de la tablazón. Fue intencionado.

Apolonia asintió. No hacía falta preguntar mucho más. Del mismo modo que en Eretria había traidores que abrieron las puertas a los persas, también se escondían en la ciudad de Atenas. Unos por cobardía, otros por odio al régimen político que daba el poder al pueblo, algunos por avaricia. No se podía descuidar la vigilancia.

—De todas formas, guardamos aparte el material más inflamable —añadió Temístocles—. Las velas y las jarcias están en otro arsenal donde no puede acercarse nadie sin autorización.

Al ver desde arriba los tejados, Apolonia había imaginado que los cobertizos eran edificios estancos. Pero una vez dentro, comprobó que los techos no se sostenían sobre paredes cerradas, sino sobre hileras de columnas de piedra. Temístocles le explicó que habían diseñado así los hangares para que el aire corriera entre los pasillos y secara lo mejor posible las naves. El lugar estaba alumbrado por grandes braseros que caldeaban aún más el aire de aquella noche de verano. Junto a cada uno de ellos montaba guardia un hombre para mantener las llamas y, de paso, vigilar que ninguna chispa ni brasa saltara sobre las naves.

Encerradas entre aquellas columnas y sumidas bajo las fantasmales sombras que arrojaban los hachones, las naves parecían más grandes de lo que realmente eran. El trirreme contiguo a la Artemisia estaba encaramado sobre una armazón de madera. Bajo éste, Apolonia observó que había una larga ranura tallada en la roca viva del suelo.

—Es para encajar la quilla —le dijo Temístocles.

La Artemisia ya estaba en el suelo, que bajaba hacia el agua en un suave declive, de manera que bastaría con soltar las amarras y retirar las cuñas que retenían la nave para que ésta se deslizara hasta el mar. Temístocles le recitó las dimensiones del barco. Medía treinta y cinco metros de eslora, apenas menos que la longitud del cobertizo, pues allí el espacio estaba aprovechado casi con cicatería. El casco tenía cuatro metros de manga, que en los pescantes superiores donde remaban los tranitas aumentaban a cinco metros y medio. No era demasiado sitio para acomodar a doscientos hombres, por lo que las maniobras de embarque y desembarque se ensayaban constantemente al agudo son de las flautas, y aun así, siempre se producían choques y empujones.

Entre barco y barco, apoyados en las columnas de piedra, había grandes estantes de madera donde guardaban los mástiles, las vergas, las pértigas para desembarrancar, las escalerillas y, por supuesto, los remos. Temístocles se lo fue enseñando todo, descubriendo cada objeto bajo el círculo de luz proyectado por la lámpara que le había prestado uno de los vigilantes.

—Estas son las armas con las que vamos a derrotar a los persas —le dijo, señalándole los remos.

Cada uno de ellos medía algo más de cuatro metros. Llevaban doscientos por nave, contando con piezas de repuesto. No eran todos iguales. Las palas de los talamitas, que bogaban en el fondo, eran más largas, mientras que las de los tranitas del pescante superior eran más cortas y anchas. Al igual que el casco de los trirremes, los remos estaban tallados en madera de abeto. Cada uno era una obra de artesanía. Los carpinteros los cepillaban a conciencia, desbastando una por una las capas de la madera como si pelaran una cebolla.

Después de enseñárselos, Temístocles se volvió hacia la nave. La parte inferior del casco era negra y olía a brea. Pero a partir de la línea de flotación la habían pintado de azul sobre el fondo de cerapez, y en la proa habían añadido dos grandes ojos rasgados con mirada de pocos amigos.

—Los barcos de Jasón estaban forrados con hojas de plomo para proteger la madera —dijo Apolonia—. ¿Por qué aquí no las ponéis?

Su difunto esposo le había dicho que los mercantes llevaban esas chapas para protegerse del teredón, un pequeño molusco que utilizaba su concha como taladro para abrir túneles en la madera de los barcos a modo de madriguera.

—Aumentarían demasiado el peso —respondió Temístocles—. Hemos construido estos barcos con maderas seleccionadas para que sean los más rápidos del mundo.

Si el casco de un trirreme empezaba a verse bromado, le explicó, una solución era calafatear los agujeros con estopa y brea. Pero al final esas naves quedaban inservibles y había que desguazarlas. Por eso, para evitar que los teredones las perforaran, procuraban sacarlas fuera del agua siempre que era posible.

—Una flota de trirremes necesita encontrar playas bastante extensas para poder varar y secar los barcos. Es una de las servidumbres de la guerra en el mar.

Siguieron caminando junto al casco, en dirección a la proa. Temístocles le enseñó las portillas por donde salían los remos. La hilera inferior, que correspondía a los talamitas, estaba tan cerca de la línea de flotación que, a poco que el mar se picase, entraba agua por ellas. Por eso las protegían con manguitos de cuero. Olían a la lanolina que usaban para lubricarlos, la misma grasa que utilizaban también para proteger los estrobos, los lazos de cuerda o de piel que servían para sujetar los remos a los toletes.

—Ésta es la punta de nuestra lanza —dijo Temístocles cuando llegaron junto al espolón.

Era una sólida estructura de madera construida a proa, en la línea de flotación, de tal manera que parte de ella sobresalía del agua y parte quedaba sumergida. Estaba recubierta de chapas de bronce que formaban al final tres afiladas hojas dispuestas en paralelo.

—Nuestra táctica consiste en embestir a la nave enemiga con el espolón y abrir un agujero en su casco. Pero tenemos que evitar que el adversario nos haga lo mismo a nosotros.

—Debe de ser un choque brutal —dijo Apolonia, imaginándose el impulso que podía adquirir la Artemisia justo antes de golpear.

—Lo es. La nave que recibe el impacto se desplaza de golpe casi tres metros. Cuando eso pasa, es imposible mantenerse de pie a bordo de la nave embestida. Ni siquiera es fácil conservar el equilibrio cuando eres tú el que golpea. Si no se maniobra con cuidado, el impacto es tan violento que puede arrancar tu propio espolón.

Recorrieron después el costado de babor. Una vez en la popa, Temístocles acercó una escalerilla y le tendió la mano a Apolonia para que subiera.

—¿Seguro? ¿No ofenderemos a ningún dios? —preguntó ella, imaginándose que tal vez debía llevarse a cabo algún ritual antes de botar la nave y que su mera presencia podía impurificarla.

—Tranquila. Ártemis sabe que tú has bordado su estandarte. Está contenta contigo.

Por primera vez en aquel día, Temístocles había sonreído. Apolonia trepó por la escalerilla, que crujió bajo sus pies. Se imaginó qué pasaría cuando subieran a la vez decenas de hombres, todos más pesados que ella; pero era de suponer que quienes construían aquellas gradas conocían bien su trabajo.

La cubierta era igual que la del trirreme en el que habían huido de Eretria: dos crujías paralelas, de popa a proa, sin balaustradas y separadas por una pasarela central más baja. Apolonia había presenciado más de una discusión entre Cimón y Temístocles sobre cómo debían construirse las nuevas naves. El hijo de Milcíades defendía las ventajas del diseño fenicio, con una cubierta completa sobre las cabezas de los remeros y provista de barandilla. Pero Temístocles estaba obsesionado con ahorrar peso.

—Los barcos fenicios pueden llevar más infantes —decía Cimón—. No me hace mucha gracia la idea de que me aborde una nave con el doble de hoplitas que la mía.

—Si somos más veloces que ellos, no nos abordarán —insistía Temístocles—. Se trata de clavarles nuestros arietes, no de combatir con lanza y escudo como si fuera una batalla campal. Tienes que quitarte esa mentalidad de hoplita.

Y también de traidor, añadió para sí Apolonia al recordar aquella discusión. Si Cimón nunca le había sido simpático, lo que sentía por él después de lo que le había hecho a Temístocles era casi aborrecimiento.

—Éste es mi puesto —le dijo Temístocles.

Por delante del codaste, una amplia pieza de madera en forma de abanico, estaba el asiento del trierarca, clavado a la cubierta. Temístocles le dio la lámpara a Apolonia y le dijo que se sentara. Era un sillón cómodo, con gruesos apoyabrazos tallados en forma de cabeza de cierva. Ella los aferró con ambas manos y trató de imaginarse cómo sería gobernar esa nave.

Temístocles bajó dos peldaños de la escalerilla que conducía a la pasarela central de la nave. Una vez allí, extendió los brazos y empuñó las dos largas varas de madera que se unían a babor y estribor con los dos remos maestros.

—Aquí va el timonel, más bajo que el trierarca, para que éste también pueda ver la proa. —Temístocles soltó las cañas del timón y se volvió hacia ella—. Ven. Te voy a enseñar las tripas del barco.

Apolonia se levantó del asiento y bajó por la escalerilla. Al caminar por la pasarela central, las cubiertas de babor y estribor quedaban a la altura de su barbilla. Pensó que en ese lugar los soldados debían ir bien protegidos de los proyectiles enemigos, y así lo comentó.

—No —respondió Temístocles—. Los infantes tienen que ir arriba, en la cubierta, si queremos que entren rápido en acción. Si fueran aquí abajo, tendrían que correr a la escalerilla por la que hemos bajado, o subirse a pulso. Con la armadura, es imposible.

—Pero estar arriba, sin barandilla, debe ser muy peligroso.

—Lo es. El infante de cubierta ha de ser más valiente que el hoplita que combate en una falange. No tiene el escudo de su compañero para protegerlo, pues no se combate en formación. Además, no sólo sufre la amenaza de recibir un flechazo o un lanzazo, sino que puede caerse al agua durante la lucha, en una embestida o incluso en un simple bandazo provocado por una ola.

—Pero si te caes al agua con la armadura…

—Te vas al fondo como una piedra, sí. Por eso practicamos constantemente los movimientos para quitarnos la coraza. Yo, además de la espada, llevo a mano una navaja muy afilada para cortar las correas del peto. Pero —movió la cabeza con cierto escepticismo—, en el caos del combate uno nunca sabe si conseguirá librarse de la armadura antes de que los pulmones se le llenen de agua.

Apolonia se estremeció. El único destino que se le antojaba más horrible que perecer ahogada era morir entre las llamas.

Recorrieron la pasarela. Agachándose un poco, a ambos lados podían verse los bancos donde remaban los tranitas. Cada uno de ellos era un rectángulo plano, con listones clavados en los bordes para que el remero no resbalara si se producía un choque con otra nave o un golpe de mar. Temístocles le explicó que cada hombre traía su propio cojín para no hacerse rozaduras en las posaderas. Ése era todo el equipo que debían aportar, al contrario que los hoplitas, que se pagaban sus propias armas.

Abajo, por entre las tablas de la pasarela, se adivinaban las bancadas de los zigitas y los talamitas. Apolonia se imaginó cómo se vería aquello atestado de hombres y, sobre todo, cómo olería. Al ver que arrugaba la nariz, Temístocles dijo:

—Ahora la nave huele bien, porque está nueva. Pero cuando lleve un tiempo en servicio, el olor a sudor se quedará aquí dentro, pegado a las tablas, y ya no habrá forma de sacarlo.

A Apolonia no le parecía que la Artemisia oliese tan bien. La mezcla de pintura, cera, brea y grasa de carnero resultaba demasiado fuerte para su olfato. Pero podía entender que para un marino como Temístocles no hubiese otros aromas más dulces.

De pronto, se le ocurrió una idea, más que traviesa, alocada. Con cuidado de no verter aceite ni prender la madera, depositó la lámpara sobre las tablas de la pasarela y se volvió hacia Temístocles.

—¿Te gusta cómo huele el sudor de hombre?

—Qué preguntas tienes. Se me ocurren cien cosas mejores que oler.

—Entonces, ¿qué tal si hacemos que la Artemisia huela un poco a sudor femenino? —dijo ella, desatando el nudo que cerraba el ceñidor de Temístocles.

Como sospechaba Apolonia, su nave resultó mejor tálamo para Temístocles que la cama de la alcoba. Esta vez no surgió problema alguno, salvo cuando en una de las maniobras para cambiar de postura estuvieron a punto de resbalar de la pasarela y caer sobre los bancos de los remeros. Al principio copularon en silencio, pero llegó un momento en que Apolonia se olvidó de dónde estaban y no pudo contener los gemidos. Después, cuando terminaron, Temístocles se apoyó sobre un codo y se llevó la mano a la oreja.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Me había parecido que el guardia del brasero te estaba aplaudiendo. Pero ha debido ser imaginación mía.

Ella castigó su burla con un mordisco en el hombro. Después, se acurrucó contra él y usó su manto para cubrirlos a ambos. No hacía frío, pero ahora que había hecho el amor se sentía desprotegida si no se tapaba.

—¿Estás más contento?

—¿Es que en algún momento he dejado de estarlo?

—No tienes por qué disimular conmigo. Sé que Cimón te ha hecho daño. A mí también me ha dolido mucho su traición.

Temístocles se quedó pensativo un rato. Apolonia apenas podía verle el rostro, pues ella misma bloqueaba la luz de la lámpara con su cuerpo. Pero sentía su respiración, y el ritmo de su aliento le hablaba de cuál era el compás de sus pensamientos.

—Tengo la impresión de que mi momento ha pasado antes de llegar —dijo por fin.

—Eso no es cierto. Lo único que ocurre es que te lo han puesto más difícil. Pero tu momento llegará.

—¿Cómo estás tan segura?

—Se lo oí a tu madre. Y ella nunca se equivoca.

—Nunca se equivocaba.

—Es verdad. Lo siento.

—No te preocupes.

Hablaron un rato de Euterpe, comparando con pena lo que había sido y la ruina en que se estaba convirtiendo. Después, Temístocles le contó cosas sobre su padre, y también sobre su propia niñez. Apolonia nunca lo había visto con la lengua tan suelta, ni siquiera las pocas veces en que bebía de más y se achispaba. Pensó que debía aprovechar la ocasión, pues sólo en un momento de debilidad podía llegar al corazón de un hombre tan frío y controlado. Se le antojó que Temístocles era como un lobo herido, lamiéndose las llagas en su guarida, y le dejó hablar y hablar.

Por primera vez, él le relató la historia de su humillación en la escuela de Fénix, y Apolonia comprendió a qué se refería Euterpe antes cuando le dijo que sentía haberle pegado. Pero, aunque era evidente que para Temístocles se trataba de un recuerdo doloroso, ella no pudo evitar reírse.

—¿Es que no te indigna?

—¿Cómo va a indignarme? ¡Te dieron una zurra bien merecida! De todos modos, me habría encantado estar ahí para ver cómo a tu maestro le asomaba el rabo de la salamanquesa por la boca. ¡Menudo trasto estabas hecho! Está claro que Neocles es igual que tú.

En ese momento se dio cuenta y se mordió la lengua. Era la segunda vez que utilizaba el presente de un verbo en lugar del pasado. Pero él le dijo que no tenía importancia.

—Sé que tú también lo echas de menos.

Temístocles sorprendió a Apolonia con otra confesión. Sí, Neocles se parecía a él en lo inquieto, pero en nada más. De hecho, añadió, ninguno de los hijos que había tenido con Arquipa había heredado su inteligencia, ni tampoco su férrea voluntad.

—Creo que nuestras hijas van a ser mucho más espabiladas.

Ella pensaba lo mismo. Pero le sorprendía la frialdad con que Temístocles hablaba de sus vástagos varones. Cuando su mirada se posaba sobre alguien o sobre algo, era tan certera y analítica que a menudo resultaba cruel.

Después guardaron silencio durante un rato. Temístocles contuvo el aliento varias veces, como si estuviera a punto de decirle algo, pero no acababa de arrancar. Por fin se decidió.

—Estoy sopesando la idea de casarme contigo.

—¿Cómo?

—Voy a divorciarme de Arquipa. Ya sé que no tiene dote. No pienso mandarla a vivir con su hermano. No, voy a entregarle la casa de la ciudad, y le pasaré una renta suficiente para que viva con dignidad.

¿Y a mí qué me importa lo que le pase a Arquipa?, pensó Apolonia. Pero se lo calló, y dijo en su lugar:

—No tienes por qué casarte conmigo, Temístocles.

—No te entiendo…

¿Qué esperaba, que se pusiera a dar brincos y a gritar como una ménade en las fiestas de Dioniso? «Sopesando la idea». Seguro que eso no lo había sacado de un poema amoroso de Safo.

—No sé si quiero ser una esposa ateniense. Me gusta cómo vivo ahora.

Temístocles se quedó desconcertado. Pero, cuando Apolonia le explicó que no quería renunciar a la libertad que le otorgaba el hecho de ser extranjera y concubina, le prometió que nada cambiaría entre ellos.

—Seguiremos siendo amantes.

A ella le gustó que utilizara esa palabra, a pesar de que llevaban varios años acostándose juntos y tenían dos hijas. Temístocles le pasó la mano por el vientre y las caderas. Mientras él la acariciaba, Apolonia pensó que había engordado un poco. En cambio, él seguía casi igual que cuando lo conoció. Claro que Temístocles no había tenido que parir. Después de los embarazos, la cintura de Apolonia ya no era tan estrecha como antes y se le habían quedado unas estrías blanquecinas en la piel. Pero procuraba cuidarse, y por eso daba esos largos paseos por la playa de Falero mientras Sicino la seguía cargando a las niñas sobre sus enormes hombros.

—¿Por qué quieres casarte conmigo? Soy extranjera, y además sólo sé parir niñas.

Apolonia quería escuchar algo que él jamás le había dicho. Te amo. Pero tampoco había concebido demasiadas esperanzas de oírlo, así que cuando él empezó a hablarle de la gratitud que sentía por cómo se estaba comportando con su madre tampoco la decepcionó demasiado.

—Cada uno es hijo de sus actos. Y los tuyos son nobles y desinteresados, Apolonia. Por eso quiero que tengas el reconocimiento que mereces como esposa legal. Pero te prometo que no controlaré tu vida ni te encerraré en el gineceo. Seguirás siendo la dueña de la casa.

Vista así, la oferta era tentadora. Sin embargo, Apolonia se negaba a dar su brazo a torcer tan pronto. No quería que Temístocles hablara de lo que ella se merecía ni de las ventajas que obtendría, sino de lo que sentía él. Dime, por lo menos, que me necesitas.

Pero Temístocles volvió a sorprenderla. Se incorporó, se soltó la cadena del cuello y le enseñó el dije que colgaba de ella. Apolonia había observado que lo llevaba desde hacía un tiempo y que no se lo quitaba ni siquiera para bañarse.

—Acerca la lámpara. Quiero que lo veas bien.

Era una lámina de oro doblada por la mitad. Temístocles la abrió y le mostró la inscripción de su superficie. Apolonia sabía leer, pero los caracteres eran tan diminutos que apenas podía distinguirlos.

—¿Qué es?

Temístocles le explicó que aquella especie de amuleto estaba grabado en oro porque ese metal era el más noble, duradero e incorruptible, y también el antagonista del plomo que se usaba en las tablillas de maldiciones. Ya que el texto de la inscripción era precisamente lo contrario: una bendición para el más allá.

—¿Te acuerdas de mi último viaje a Italia?

Ella asintió. Temístocles había partido con una flota de trirremes para hacer maniobras, adiestrar a los remeros y, al mismo tiempo, concertar alianzas para la guerra inminente. En esto último no había tenido éxito, pues sólo había conseguido buenas palabras y vagas promesas de las ciudades griegas del sur de Italia. Pero durante su estancia conoció a un viejo anciano de Síbaris en cuyo honor había decidido ponerle el nombre de la ciudad a su hija pequeña. Ese hombre, llamado Zeuxis, lo había iniciado en sus misterios.

A Apolonia le sorprendió la convicción y seguridad que emanaban de las palabras de Temístocles. A veces ambos habían hablado de los misterios de Eleusis, un ritual en honor de Deméter y Perséfone que prometía un destino mejor para después de la muerte a quienes se iniciaran en ellos, hombres y mujeres de toda condición. Temístocles se mostraba más bien escéptico, y por eso no le había sugerido a Apolonia peregrinar a Eleusis como habían hecho muchas personas que conocían, empezando por Euforión el Nervios. Pero tal vez la enfermedad de Euterpe le había hecho cambiar de opinión: mientras le hablaba de aquel anciano se refería constantemente al olvido y la memoria, y Apolonia comprendió que temía sufrir el mismo mal que su madre.

Temístocles le reveló los misterios de Orfeo tal como se los había confiado a él Zeuxis. Apolonia se acurrucó contra su cuerpo, entrelazó sus piernas con las de él y se dejó arrullar por su voz. Él le contó cómo el músico tracio había bajado al Hades por amor, buscando a su esposa Eurídice, y cómo, gracias a su arte, había descubierto las fórmulas secretas para aplacar a los dioses infernales. Las horas fueron pasando. Apolonia estaba familiarizada con el mito de Orfeo, pero Temístocles se lo narró en todos sus pormenores, algunos de los cuales eran secretos sólo al alcance de los iniciados. Así conoció la verdadera geografía del inframundo: el prado de asfódelos donde se congregaban las almas de los muertos, el ciprés blanco, el río del Olvido, las aguas inflamadas en fuego del río Piriflegetón. Sobre todo, Temístocles hizo hincapié al explicarle lo que ocurría al cruzar las aguas en la barca del viejo Caronte y encontrarse ante los jueces infernales.

—Tienes que aprenderte bien estos versos —le dijo.

—¿Por qué?

—Si los pronuncias, te dejarán pasar por el sendero más escondido y angosto, que es el que lleva al Elíseo. Vamos, repítelos conmigo.

Insistieron varias veces, porque Apolonia no tenía tan buena memoria como él. No pudo evitar reírse un par de veces, sobre todo al repetir los absurdos versos finales:

Sálvame Brimó, ¡oh gran Brimó!

Andricepedotirso, Andricepedotirso, ¡oh gran Brimó!

—Tómatelo en serio. Es importante —la regañó Temístocles—. Sin esa contraseña final no podrás pasar. Tienes que aprenderlos ahora, por si no vuelvo vivo de Artemisio.

—¡No digas eso!

—En la guerra, la gente muere. No es nada extraordinario. Venga, quiero que te lo aprendas.

Por fin, ella consiguió repetir tres veces seguidas y sin equivocarse aquella especie de conjuro. Temístocles le prometió que, cuando tuvieran más tiempo, la llevaría a Italia para purificarla e iniciarla en los misterios de la forma apropiada. Pero de momento, mientras él partía hacia el norte, tendría que bastarles con eso.

Apolonia se dio cuenta de que Temístocles, sin reconocer de forma explícita que la amaba, se lo estaba demostrando. Lo que le ofrecía era un don muy valioso: vivir después de la muerte en un rincón selecto del reino lóbrego y gris gobernado por Hades.

Pero, sobre todo, lo que le ofrecía era vivir después de la muerte junto a él.

Cuando quisieron darse cuenta, el aceite de la lámpara se había apagado, pero el claror gris que precedía al amanecer empezaba a colarse en su escondrijo. Se levantaron y se vistieron, y bajaron de la nave. El hombre que vigilaba el brasero no era el mismo que estaba allí cuando subieron al trirreme. Pero el camarada que le había dado el relevo debía de haberlo puesto en antecedentes, porque los saludó disimulando a duras penas una sonrisilla. Salieron del cobertizo intentando mantener la compostura y se dirigieron hacia la puerta de la empalizada.

Antes de llegar a ella se toparon con Cimón. Venía acompañado por los mismos hombres con los que la noche anterior había aparecido en su casa para devolverle a Temístocles los diez talentos. El hijo de Milcíades puso gesto de sorpresa al verlos a ambos juntos en aquel lugar y a aquella hora tan temprana. Pero fue Temístocles quien le preguntó primero a él qué hacía allí.

—Obedecer tus órdenes —respondió Cimón—. ¿No querías que supervisara los trabajos de la flota? Vengo todas las mañanas.

—Ignoraba que mis órdenes te importaran tanto.

Cimón ordenó a sus sirvientes que se alejaran, y bajando la voz para que nadie pudiera oírlos, dijo:

—Vamos, Temístocles. Olvídate de la asamblea de una vez. Eso ya es trigo molido. Ahora hay que pensar en cómo vamos a combatir a los persas.

—¿Que me olvide? Va a ser difícil. Tu aparición en la asamblea será recordada durante muchos años.

Cimón se ruborizó un poco.

—Si te refieres a lo del remo, lo hice de corazón, Temístocles. Creo en la flota tanto como tú.

—Si es así, no debiste hacer caso a Calias. No sé qué trato te habrá ofrecido ese hombre para que le sirvas de vocero, pero no…

—Él no tiene nada que ver. Ya soy mayor para tomar mis propias iniciativas.

—Pues la primera iniciativa que has elegido es desastrosa. Por quitarme poder a mí, se lo has arrebatado a Atenas. Has cometido un error que acarreará consecuencias imprevisibles.

—No exageres, Temístocles. Más de la mitad de los barcos de la flota aliada son nuestros. Y esos barcos harán lo que tú digas.

—Esos barcos harán lo que nos deje hacer Euribíades.

—No creo que sea tan complicado. Tú sabes manipular a la gente mejor que nadie.

—Pues acabo de descubrir que tengo un discípulo aventajado.

—¡Vamos, sabes de sobra que en cuanto se reúna la flota aliada, se planteará la cuestión del mando! ¿Crees que los peloponesios consentirán que mandemos nosotros en vez de los espartanos? Imagínate lo que dirán, sobre todo los corintios. Es mejor ceder de buen grado. Cuando vean que hemos sido tan generosos, estarán más dispuestos a recibir tus sugerencias.

—No está mal. Al final me convencerás de que me has hecho un favor. Me imagino que si has propuesto el regreso de Arístides, también es para tenerme contento, ¿verdad?

—Tú me enseñaste que hay que tener a los enemigos cerca, ¿recuerdas? Y es imposible que tú odies a Arístides más de lo que yo odio a Jantipo.

Apolonia llevaba un rato atónita. Allí estaba Cimón, tratando de enredar con palabras al mismo hombre al que había traicionado, a su benefactor. Por fin, no pudo contenerse más.

—¿Por qué no te callas de una vez, Cimón? ¿A quién quieres engañar con esos argumentos?

—Es mejor que tú no intervengas —respondió él—. Puedes oír cosas que no te gusten.

Una patrulla se acercaba a ellos dando un sospechoso rodeo en su ronda de vigilancia. Temístocles les ordenó que se alejaran. Después se dirigió a Apolonia bajando la voz.

—Déjalo, Apolonia. Esto no es asunto tuyo.

—¡Quien es ingrato contigo, lo es también conmigo! Este hombre ha estado bajo nuestro techo y ha compartido nuestro pan. ¡Mira cómo nos paga!

—Tú no entiendes el juego de la política, mujer —dijo Cimón—. Ahí no existen la gratitud ni la ingratitud, sólo la conveniencia.

—¿Y la traición tampoco existe? ¿Es que en tu política apuñalar por la espalda es una acción loable?

—Apolonia… —insistió Temístocles.

—¡Déjame hablar! Este hombre es un traidor como su padre, que vendió a los eretrios. ¡Es capaz de hacer lo mismo con sus propios compatriotas! Cimón puso cara de asombro.

—¡Ah! ¿De modo que él te lo contó así? ¿Él te dijo que mi padre traicionó a Eretria? ¡Qué desfachatez!

—Dejadlo —dijo Temístocles, agarrando del brazo a Apolonia para apartarla de allí. Pero ella se lo sacudió de encima y se encaró de nuevo con Cimón.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás insinuando?

—Vamos, Temístocles, dile de una vez la verdad.

—Es mejor que nos vayamos —respondió él, mirando a los lados—. Estamos dando un espectáculo.

—¡No vas a ir a ninguna parte! No permitiré que se mancille más la memoria de mi padre. —Ahora era Cimón quien parecía indignado. Volviéndose a Apolonia, dijo—: Sí, es cierto que Milcíades y los demás generales votaron por no enviar tropas a la isla de Eubea, pensando que podía resultar peligroso para nuestra ciudad. Sí, es cierto que los atenienses abandonamos a los eretrios. Pero ¿sabes quién convenció a mi padre para que lo hiciéramos? ¿Sabes quién le sugirió que el futuro de Atenas sería mucho más brillante si Eretria desaparecía de la faz de la tierra y dejaba de hacernos la competencia con sus barcos?

Apolonia no quería creer lo que estaba oyendo. Un frío que no había conocido ni en los momentos de mayor terror atenazaba su vientre, y la simiente de Temístocles parecía haberse congelado en su seno.

—¿Quién está obsesionado con los barcos? —insistió Cimón—. ¿Quién ha presentado decretos y más decretos para convertir a Atenas en una potencia naval? La misma persona que veía a Eretria como un adversario peligroso para el futuro al que había que eliminar. Aunque si eran otros los que hacían el trabajo sucio, mucho mejor. No seas ingenua, Apolonia. ¿Aún no sabes de quién te hablo?

Ella se volvió hacia Temístocles. Buscaba en su rostro algún gesto, incredulidad, indignación, estupor por las palabras de Cimón. Pero su semblante era una máscara helada y sus ojos, muy abiertos, miraban a Cimón fijamente.

—¡Mírame a mí! —dijo Apolonia—. ¿Es verdad lo que dice?

Muy despacio, Temístocles volvió la cara hacia ella, pero no contestó.

—¿Es verdad? —dijo Apolonia. La vista se le estaba enturbiando, porque las lágrimas le arrasaban los ojos. Se odió a sí misma por llorar. Quería ser fuerte, sobre todo delante de Cimón. Se sentía una estúpida—. ¿Tú nos entregaste? ¿Tú entregaste a mi esposo, que te había alojado en su casa? ¿Traicionaste a tu próxeno?

Temístocles pestañeó una vez, muy despacio. Ella sabía que estaba entrenado para no delatarse con sus gestos. Pero aquel único parpadeo le bastó para comprender que quien no mentía allí era Cimón.

Todo el calor que había sentido antes por Temístocles se había desvanecido. De pronto, pensó que tras esos ojos oscuros como el carbón no había nada. Recordó la primera vez que la miraron, en aquella playa de Eretria, cuando se atrevió a coger a Nesi en brazos. ¡Después de ser el causante de la muerte de su padre! Apolonia suplicó a los dioses que le permitieran desmayarse y que alguno de ellos tuviera la bondad de envolverla en una nube y llevársela de allí.

Pero que no fuera Atenea. Porque Atenea la había puesto en manos de ese hombre.

Abrió la mano para abofetear a Temístocles, pero por el camino le pareció poco, cerró el puño y le golpeó con todas sus fuerzas. Cuando se miró la mano, tenía sangre. Era la suya: se había topado con un diente y se había abierto una raja en el nudillo.

El golpe hizo volver la cabeza a Temístocles un instante, pero enseguida volvió a mirarla. Apolonia no podía creerlo. Ella, la traicionada, no tuvo más remedio que apartar los ojos de él, pues no era capaz de aguantarle la mirada. Se volvió hacia Cimón. Esperaba encontrar una sonrisa de triunfo en su rostro, pero el hijo de Milcíades estaba tan serio como Temístocles. Por fin, ya que ninguna divinidad se dignaba sacarla de allí, se dirigió a la puerta de la empalizada. La calle que subía a su casa —¿su casa?— era un confuso borrón entre las lágrimas.

Cuando Apolonia se hubo ido, Temístocles se dirigió a Cimón.

—¿Estás ya contento? ¿O todavía es necesario que me saques los ojos y me eches sal dentro? Cimón respiró hondo. Se arrepentía de no haber controlado su lengua. Las palabras que acababa de pronunciar no beneficiaban a nadie, y tampoco lavaban del todo la memoria de su padre.

—Lo siento, Temístocles. Me he dejado llevar por la ira. De nada me sirve que tengas problemas con Apolonia, te lo juro.

—¿Y de qué te sirve todo lo demás? ¡Llevo años luchando por conseguir la mejor flota de toda Grecia para defendernos del bárbaro, y tú me la has arrebatado! ¿Qué has conseguido con ello? ¿Crees que los eupátridas que quieren hundirme te lo agradecerán? ¿Es que no recuerdas cómo arrinconaron a tu padre como si fuera un barco viejo?

Cimón no estaba acostumbrado a ver a Temístocles así. Sus ojos parecían más grandes que nunca y brillaban como ascuas.

—Cálmate. Lo que he hecho ha sido por el bien de Atenas.

—¡Lo has hecho por tu propio interés!

—Yo también tengo mis legítimas ambiciones. ¿Qué pretendías, convertirte en un nuevo tirano con poder absoluto sin que los demás nos opusiéramos?

—¡Has condenado a nuestra ciudad!

—¿Por quitarte a ti algo de poder? No seas soberbio, Temístocles. El ombligo del mundo es Delfos, no tú.

Temístocles se acercó más a Cimón y le clavó el dedo en el pecho. Aunque era más bajo que él, Cimón retrocedió intimidado. El fuego que ardía en los ojos de Temístocles daba miedo.

—Sólo hay una persona en el mundo que puede detener a Jerjes. Y esa persona soy yo.

—¿He dicho soberbio? ¡Estás loco, Temístocles! Y a los locos como tú los dioses les cortan la cabeza.

Temístocles respiró hondo, cerró los ojos un instante y luego volvió a mirarle. Su voz volvía a ser fría y controlada, lo que aún dio más miedo a Cimón.

—Detendré a Jerjes. El problema es que ahora tendré que hacerlo por encima de todos vosotros. Pero no te engañes, Cimón. Este es mi momento, y ni tú ni nadie me lo arrebatará.