Puesto de observación real, 21 de septiembre
Cuando salió el sol, Jerjes seguía sentado en su trono. Había pasado allí toda la noche, sin moverse. Sobre su cabeza el toldo flameaba movido por la brisa, y tras él, con gesto somnoliento, aguantaban a pie firme su toallero, el portador del abanico y también el de las armas. No había nadie más. Los lanceros de su guardia habían formado un perímetro alrededor de él y no dejaban que nadie se acercara.
Condujeron a Artemisia a su presencia poco después del amanecer. Se presentó convencida de que la iban a decapitar por lo acaecido la víspera. Pero al descubrir que Jerjes sólo los había convocado a Mardonio y a ella se tranquilizó un poco. El Gran Rey nunca juzgaba en tal intimidad.
Artemisia imaginaba por qué el rey seguía allí sentado, mirando a las aguas donde lo habían vencido. Los trirremes griegos navegaban a sus anchas por todo el estrecho, no hasta el centro como en días anteriores, sino incluso hasta la Farmacusa Menor y el terraplén. Desde sus cubiertas insultaban a los soldados persas de la orilla, que les disparaban flechas sin demasiada convicción. El desánimo había calado incluso en los ánimos de los guerreros de la Spada que no habían llegado a participar en la batalla.
Pero Artemisia estaba convencida de que lo que Jerjes veía no era lo mismo que estaban contemplando los demás. Por su expresión, sus ojos parecían haberse quedado congelados en el día de ayer, cuando aquellas angostas aguas se habían convertido en un hervidero en el que llegaron a enfrentarse a la vez más de setecientos barcos. Sin duda estaba rememorando una y otra vez el momento en que comprendió que Temístocles lo había engañado, que había jugado con ellos y con sus agentes para atraerlos a aquella ratonera.
Los sentimientos de Artemisia eran ambiguos. Los habían vencido, ella había escapado viva a duras penas y de sus otros cuatro trirremes sólo se habían salvado dos. De pronto, todo el esplendor de la gran expedición se había desinflado como una enorme pompa, dejando sólo ese vacío que se había adueñado de la expresión de Jerjes.
Pero del mismo modo que tras la victoria de las Termópilas Artemisia había sufrido y llorado por el fin de los espartanos, ahora no podía evitar cierto orgullo por el valor que habían demostrado los griegos de Europa.
—Los barcos, Mardonio —dijo Jerjes—. Cuántos hemos perdido en total.
—Doscientos cuarenta y cinco trirremes, majestad.
Bastantes de ellos, pensó Artemisia, debían de haber desertado al final de la batalla por temor a la cólera de Jerjes. A ella misma se le había pasado por la cabeza, y aún no sabía por qué no lo había hecho. Sin duda la batalla de Salamina había arrojado a la piratería a decenas de barcos junto con sus tripulaciones. En cualquier caso, esas naves estaban tan perdidas para el Gran Rey como las que se habían ido a pique o caído en poder de los griegos.
—Los hombres —dijo Jerjes—. Cuántos.
Normalmente controlaba su tono y limaba sus inflexiones para parecer más hierático. Pero ahora su voz no sonaba solemne, sino átona, gris, como si le costara un mundo encontrar el aire suficiente para articular cada palabra.
—Entre soldados y tripulaciones, cuarenta y ocho mil, majestad.
¡Cuarenta y ocho mil! Por más desertores que se restaran a esa cifra, Artemisia pensó que, como mucho, la rebajarían en cuatro o cinco mil hombres. Sumando las bajas del bando enemigo, estaba convencida de que nunca en la historia habían muerto tantas personas en un solo día. Sin duda Minos, Éaco y Radamantis, los jueces infernales, se encontraban abrumados de trabajo.
Una batalla grandiosa, sin duda, tal como había soñado Jerjes. Pero cuando la posteridad la recordara no hablaría de su gran victoria, sino de su fracaso. El Imperio Persa podía sobrevivir a una derrota como ésa, e incluso a diez más. Sin embargo, Artemisia dudaba de que el Jerjes que ella conocía llegara a sobreponerse alguna vez a lo ocurrido en los estrechos de Salamina.
En aquel momento experimentó una emoción nueva y extraña. En ocasiones había sentido temor ante el Gran Rey, y también admiración, lealtad y deseo. Tras las Termópilas incluso había albergado hacia él un rencor teñido de desprecio. Pero ahora habría querido abrazar a aquel hombre, acunarle la cabeza contra el pecho y consolarlo. Porque veía la negrura sin fondo que había anidado en sus ojos y sentía compasión por él. ¡Ella, Artemisia, una mujer, le tenía lástima al hombre más poderoso del mundo!
Por supuesto, ni siquiera se atrevió a tocar su mano. Tampoco se le ocurrió recordarle que ella era la única que había desaconsejado penetrar con la flota en el estrecho de Salamina.
—Majestad —dijo Mardonio—. No debes afligirte. Ha sido tan sólo un revés. El resultado final de nuestra expedición no puede depender de unos troncos flotantes, sino de hombres y caballos, al modo ancestral de nuestro pueblo. Si lo piensas bien, no encontrarás ni una sola ocasión en que los persas nos hayamos mostrado como unos cobardes. Quienes se han comportado como tales han sido otros pueblos, como los cilicios o los chipriotas. Y, sobre todo, los fenicios.
Miró de reojo a Artemisia, que pensó que al menos el general había tenido el tacto de no nombrar a los jonios ni los carios.
—Lo que ha ocurrido no se puede achacar a los persas, majestad —prosiguió Mardonio—. Tu reputación sigue intacta, como intacta está la Spada.
—Así es —respondió Jerjes con la misma voz inerte, y bebió un sorbo de vino de la copa de oro que sostenía en la mano derecha. Normalmente, pensó Artemisia, un copero se la habría ofrecido cada vez que él demostrara intención de beber. Pero ahora el rey no la soltaba.
—Te pido permiso para hablar a la vez como consejero y amigo, pues tal me has considerado siempre.
—Lo tienes, mi buen Mardonio.
—Regresa a tus dominios con lo que queda de la flota y la mitad del ejército, majestad. Tus súbditos añoran tu presencia. Ya llevas demasiado tiempo en esta tierra bárbara. Déjame a mí con tan sólo tres divisiones. Si lo haces, te prometo que dentro de un año llegará a tu palacio un correo para comunicarte que toda Grecia ha sido sometida a tu poder.
Artemisia admiró el aplomo de Mardonio. No sólo no se echaba a sí mismo la culpa del desastre de Salamina —responsabilizar a Jerjes era impensable—, sino que daba un paso adelante y se ofrecía para enderezar la situación.
—¿Qué opinas tú, Artemisia? —dijo Jerjes—. Fuiste la única entre mis bandakas que me dio un recto consejo.
—Majestad, creo que Mardonio tiene razón. Lo más conveniente es que vuelvas a tu patria y lo dejes a él con las tropas que te ha solicitado. Sigo convencida de que los griegos caerán como fruta madura. Y tú regresarás triunfante, pues has destruido la ciudad de Atenas, cumpliendo así la voluntad de tu padre.
Artemisia dijo lo que debía. Pero habló sin pasión, porque esa expedición ya no le interesaba. Que Mardonio conquistara Grecia para el Gran Rey. Su corazón estaba harto de guerras y lleno de melancolía. Ahora sólo quería volver a su patria.
En algo se equivocaba Artemisia. Aunque el Gran Rey tenía los ojos clavados en Salamina, no estaba reviviendo la batalla de la víspera. La imagen que contemplaba a través de las rendijas de su máscara de oro era más remota, una visión de diez años atrás. La del hombre que llevaba el escudo del dragón negro, el hoplita que había detenido la carga de su corcel clavando su lanza en el suelo de Maratón.
Aquel hombre no había vencido al Imperio Persa, porque éste, por la voluntad de Ahuramazda, era indestructible y habría de durar hasta el día de la Separación. Pero a Jerjes el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida, lo había derrotado. Había doblegado su voluntad y había quebrantado su espíritu.
Jerjes extendió su copa hacia el horizonte y brindó por su adversario.
—Yo te saludo, Temístocles el ateniense.