Sintió que estaba alcanzando su verdadero límite...
No se reconocía.
Lo escuchó jadear: al auto-proclamado rey. Resultó enfermizo e inquietante. Parecía ocupado en otro asunto que no comprendió. Tampoco quiso contagiarse por saberlo.
No podía centrar la mente tras el alarido que la había alejado de ella misma. Se encontraba en otro estado por culpa del momento que no quería concluir, que sentía como ganchos que la abrían a un nuevo mundo fatal.
De añadido notaba que seguía siendo grabada, la sensación de ojo muerto artificial mirando sin pestañear, memorizando cada segundo para siempre. Podía esforzarse hasta que resultara ínfimo, tenía que ser consciente de ello con tal de olvidar la sensación de goteo surgiendo de una ausencia hecha agujero, vivo calor manchando desde su pecho hacia abajo y... el dolor, lo peor de todo, el dolor que ya no le permitía gritar ni llorar, sólo gesticular una mueca que no acababa, que chirriaba sus dientes en los momentos de cerrar con rabia, relajando con violencia al notar la flasheante electricidad en la zona donde antes figuraba un trozo izquierdo. Como si la hubiese llamado, la corriente sacudió sin compasión contra su espina dorsal para ponerla recta hasta doler, arremetido su cuello, que juró más frágil por momentos, forzados sus brazos desnudos contra las cuerdas para raspar un poco más la piel en carne viva; fuego ínfimo e íntimo comparado con el nuevo que sí quemaba. Por otras partes del cuerpo debía doler, pero no había tiempo conforme la sombra roja se extendió por el suelo junto al de la conciencia que se preparaba para la llegada del final más injusto de todos.
El hombre pareció callar.
Sobrevino un silencio sepulcral.
Entonces el olor.
El dichoso olor.
Desde su oscuridad, la vigilante aceptó una conciencia que no reconoció y que asumió como suya: decidió rendirse.
“Tú ganas” dijo tan bajo que pareció un pensamiento.
Se había acostumbrado a perder y, de ser capaz, sonreiría de forma irónica. Usó una orden mental y pidió el comando de tema aleatorio como método para descubrir cuál iba a ser su última canción. El tema comenzó a sonar y eso le recordó el dolor de oído. Se esforzó con las fuerzas finales en poder reconocer la última música de su vida.
Odió a la mala suerte y decidió pasar de canción. No sintió que hiciese trampa. Comenzó a sonar el primer acorde y sonrió a la espera.
Los pasos no la hicieron esperar más. El sólido de acero se intuyó en su otro pecho. Poco a poco bajó hasta su ombligo. Volvió a notar a las piernas separarse.
Una ira aumentó.
—No pasa nada —la voz del hombre pareció agotada—. Aquí no pasa nada, nena. Hay un remedio infalible.
Apenas pudo escuchar sus pasos; el cómo rebuscaba por la mesa. Lo notó de un segundo a otro a su lado. ¿Se había quedado inconsciente unos segundos…?
Su cuerpo se retorció por el ataque eléctrico.
Los pantalones del traje policial se empaparon.