Precio a Pagar

 

 

Aquel día comprendió por lo que habría pasado Charles para llegar a su puesto. Su mente cambió de forma de pensar, y supo lo que significaba ser de verdad un policía. Ningún ascenso justifica el precio a pagar, confesaría en una ocasión el que llegaría a ser el teniente Eddy.

En la oscuridad sobre la que dormimos, Eddy había quitado el sonido de su móvil, decidido a navegar e investigar la web de contactos para vigilantes donde había encontrado ese otro número de Terry. Reconoció a varios de los héroes, de los cuales le habría sido imposible acertar sus segundas —o terceras— vidas. Sin embargo, sí había fichas de vigilantes de los que nunca había visto o escuchado, tan difícil que resulta ignorarlos y de no quedarse con su aspecto o apodo a la primera.

La web era legal, pero a Eddy le seguía escamando un detalle imperceptible.

No paraba de pensar en la pequeña de los River. Resultaría imposible que una gente con sentido de la justicia hubiese permitido... resopló con calma. Seguía teniendo una impresión sin definición. Intuyó que en dicha web había una sección privada, acceso sólo para miembros concretos. No sería la primera vez que sucedía.

Agotado, decidió dejarlo estar por el bien de su cabeza y de la impaciencia.

Revisó la negrura alrededor de debajo de la cama. Se movió con cuidado para destensarse.

Empezó a pensar que no había sido tan buena idea esconderse. Terry podía ser un tipo que apenas saliese de casa. De ser así, Eddy se vería obligado a surgir tarde o temprano para meterse en el problema de su vida, donde no podía saber por quién sería primero abusado, si por su jefe en el plano laboral o por el vigilante al que no le importaría el chantaje en lugar de imponer una denuncia a Eddy…

Apretó las nalgas por instinto, un figurado predispuesto a metáfora que se sobreentendió. Era eso, o perder el puesto por invasión a la propiedad; salvar una propiedad para ser quemada (violada) otra.

Fue en esas que el agente Eddy escuchó cerrarse la puerta de la casa. Resopló aliviado liberando un enorme peso del pecho. Antes de salir, tuvo que hacerse a la idea de cómo hacerlo, rígido por el tiempo que llevaba allí debajo. Poco a poco sin poder negar el dolor, salió de debajo la cama. Se fue incorporando con cautela y se comprobó cubierto de polvo. Comenzó a esperezarse con mucho cuidado. Los músculos estaban entumecidos, y los huesos crujieron a cada movimiento. Hizo un par de estiramientos antes de quitarse el polvo de encima y volver a meterlo con el pie debajo de la cama, agitándose en cada sacudida la barrera enmarañada como una pluma pesada: una maraña de marañas, y ahí estaba él enredado. Se preparó para iniciar la operación de la que sentía que aún se arrepentiría.

Revolvió el cuarto sin dejar pruebas de haber tocado nada. Encontró una caja con dinero y una pistola descargada. Debajo de la cama era el único lugar donde podía haber algo, y ya se lo conocía demasiado bien.

Fue por otras partes de la casa: comedor, cocina, el gimnasio y un cuarto más pequeño para invitados. Se notó sudoroso y temió dejar olor, con la esperanza que se confundiera con el sudor de Terry provocado por los ejercicios. Le dio la impresión de que no se había duchado.

Fue recordando el informe sobre que ya hubo un registro en las casas de los sospechosos. ¿Por qué se le había ocurrido repetir tal acción? Continuó aferrado a la vaga teoría sobre que Terry, de ser culpable, se había anticipado con éxito ante aquel registro.

Inspeccionar la casa le hizo sentirse como un ladrón. Había escuchado de ladrones a la inversa que se adentraban a dejar algo. ¿Qué suponía él? Quedó más convencido que idiota, por no ceñirse a las leyes y...

Encontró el trastero. Estiró del hilo colgando del techo y dejó caer y formarse a las escaleras. Una vez arriba, cerró.

Olió polvo y gasolina. Encontró el bidón con una base de combustible. Una araña recorrió un camino entre dos cajas de zapatos vacías y saltó para desaparecer camuflada por el color de la madera de la pared, oscura y cruel. Se tapó con un pañuelo para poder soportar mejor el pasado manifestado.

Tocó y abrió varios objetos y muebles. Se percató tarde que había dejado marcas de dedo, no sabiendo cómo limpiar con el pañuelo para que quedara disimulado con los objetos de alrededor.

En mitad de aquel trabajo se escuchó la puerta de la casa.

Se escondió en una esquina tras un baúl. Se acurrucó para proteger su cara y lograr amortiguar el sonido de unos estornudos.

Pasó rato y se escuchó los quehaceres de Terry.

Contuvo otro estornudo. Le dolieron los pulmones. La garganta y la nariz quemaban.

Pasos. Un silbido. El sonido de la televisión.

Se mantuvo la voz lejana y resonante.

Eddy maldijo en silencio todo lo malo que se le pudo ocurrir dentro de las posibilidades de su persona. Decidió seguir adelante y continuó con el baúl.

Dentro había ropa de varias clases. La que más le llamó la atención fue un par de prendas femeninas. ¿Las tenía como fetiche? ¿Las usaba? Aun si se tratara de coleccionismo, era extraño, sobre todo por la última prenda que encontró en la base, aplastada por la cantidad de ropa que había tomado en conjunto la forma cuadrada del baúl.

Se relajó y sacó con calma el pequeño vestido de niña. Estaba bien cuidado y no tenía pinta de haber sido usado. Rebuscó un poco más entre la ropa y confirmó que todo era de talle femenino. Le dolió conforme comprobó que habían otras prendas de niña... halló lo último que desearía querer haber encontrado. Sopló con la boca abierta; temblando el pecho, cargado el aliento.

 

Terry rió sin muchas ganas con la programación de la tarde. Un tipo se quemó una mano y fue motivo de chiste, incluido para él mismo. La parrilla televisiva de hoy día se basaba en ver sufrir a los demás...

—Terry.

El vigilante dio la vuelta con brusquedad. La botella que tenía en la mesa se tumbó por culpa del pie acomodado, derramando parte de su alma.

—¡¿Qué cojones haces aquí...?!

El agente alzó la mano. Las pequeñas bragas usadas lo explicaron todo. Se pudo intuir un olor ausente.

—Te voy a —la respiración de Terry se aceleró—. Joder, te voy a, juro que...

—¿Puedes explicarme esto? —dijo impasible Eddy—. Claro que puedes —mantuvo el tono seco, apenas aderezado por una inquina.

Al policía se le notó desconcertado como si hubiera encontrado una prueba sobre que Terry le había sido infiel. Por dentro, ambos disimulaban por igual un miedo creciente.

—¡Gilipollas! Te voy a denunciar por allanamiento de morada —aseguró Terry tras demostrar ser el primer y único capaz de tomar las riendas de la situación—. ¿Dónde está tu orden de registro, eh? Si falsificas alguna —su voz sonó seca— te juro que te la meto por…

—Será tu palabra contra la mía —dijo Eddy dejándose llevar. A pesar de la tranquilidad, sonó autoritario, inspirador de temor—. Tengo ventaja por ser policía. Además, tengo puntos a favor que desconoces y una prueba guardada que conducirá hasta tu casa en caso de sucederse ése algo que deberías quitarte ahora mismo de la cabeza —su tono fue en alza.

Ni Terry —ni Eddy— reconocieron al agente que amenazaba sin titubear. La situación los superó y una justicia abrasiva se presentó capaz de hacer mella en cualquiera de los dos.

—Si me matas —continuó Eddy sin dejar de convencerse—, en la central saben que estoy aquí y me buscaran. ¿Te dará a tiempo a esconder mi cuerpo?

—Ponme a prueba y te lo demostraré.

Eddy estaba asustado como nunca, y sin embargo una emoción lo siguió apoyando. De aquello saldría juicio. Se arrepintió.

—A ver, colega, ¿cuál es el problema de que tenga esa ropa? —dijo Terry con calma, dejando regodearse a cada palabra—. Tengo una sobrina que suele usar mi gimnasio. En una de las veces se dejó ropa que aún no se ha llevado...

—¿¡Por eso estaban escondidas entre polvo y mierda!?

La pantomima prosiguió, cambiando el guión cuando Eddy sacó la pistola de la funda debajo de la camisa. Quitó el seguro. Apuntó. No se creía lo que hacía, ni pudo parar aun siendo consciente de sus acciones. Por dentro comenzó a surgir una sensación que no le resultaba familiar. Las venas se llenaron y quedó convencido de que su cara estaba roja.

Terry miró el arma, sin percatarse de la mueca acorde con la que lucía el agente.

—Te-Terry —dijo. Comenzó e inspiró hondo, lo que delató una nariz taponada—. Si confiesas la condena será menor.

—Soy inocente. Te vas a quedar sin trabajo de por vida, imbé...

Eddy avanzó. Terry se intentó incorporar desde el sofá pero se sentó de nuevo cuando notó la pistola clavándose en un costado de su cabeza. No supo si le horrorizó más la propia acción o el rostro deformado del policía.

—Por favor —suplicó Eddy lleno de angustia.

El vigilante se esforzó por mantener la compostura. Apenas conocía a ese poli, y eso que solía tener amistad con ellos hasta el punto de saber debilidades. Sin embargo Eddy era un misterio. Si llevaba tiempo trabajando como agente no se había hecho de notar.

—No he hecho nada —insistió el indio—. Mi abogado te lo asegurará.

—Me cago en dios.

Eddy por un segundo creyó haber apretado el gatillo. No fue así.

Notó en la otra mano las bragas apretadas hasta el punto de doler los dedos, por lo que abrió la mano y las dejó caer. En la otra existió por su cuenta el dolor de apretar la culata como prueba de existencia hacia esa situación. Siguió clavando el cañón en la sien del vigilante. Se estremeció por la expresión forzada en Terry que intentaba ocultar el miedo.

—Tengo cámaras por la casa —revelo y sentenció el vigilante—. Es tu fin, patético hombrecillo. Tu puto fin.

Terry no mintió. Sería su puto fin.

Eddy lo sintió hacer de nuevo, el gatillo cediendo ante su dedo, que no reconocía como extensión de su propio cuerpo. Parecía como si su mano tuviese pensamientos propios.

Pensamientos nefastos.

—Alegaré que me va el fetiche de oler ropa interior usada —dijo Terry con tanta calma que pareció no estar cuerdo—. No es mi culpa que a una niña sea más fácil robárselas. Bueno —cambió el tono—, se las compré. Todo el mundo tiene un precio. ¿Tú también, Eddy? —lo repasó con la mirada como si ya no existiese un arma tan cerca de su vida—. ¿Te van bien mil dólares y el mejor polvo de tu vida?

“Bájate los pantalones hijo de la gran puta”.

El cañón apretó más si eso era posible. El vigilante contuvo un grito.

—Un arma de doble filo eso de las cámaras, ¿no crees? —las palabras de Eddy despertaron algo oculto en Terry.

El agente bordeó el sofá y forzó al vigilante con una llave de defensa personal, colocando primero una mano y luego otra, retorciendo sus hombros y con él al hombre. Lo esposó con facilidad, y eso aumentó la desconfianza. Apresado, Eddy no ocultó más la tensión y exageró la respiración y las manos temblando. Terry volteó un poco la cabeza y mostró una sonrisa divertida. Eddy se sorprendió a sí mismo queriendo darle un puñetazo en lugar de contarle sus derechos; había monstruos que no merecían derechos. Miró a las bragas en el suelo mientras se los recitaba. La biblia policial seguía siendo inútil en borrar las impresiones que deja cada delito.

Y siempre hay delitos que superan a otros. Siempre.

 

Fueron a la habitación y allí rebuscó sin dejar de agarrar a Terry. Lo forzó a hablar, retorciendo una presa, abusando de la pistola sobre la piel. Un armario junto al ordenador guardaba un doble fondo con un par de discos duros con etiquetas que indicaban y abarcaban fechas. Enchufó los dos a los puertos y encendió el ordenador, obligando a Terry a punta de cañón a que diera la contraseña. El vigilante lo hizo sin dejar de sonreír. Lo analizó y sintió como si leyese sus pensamientos, con la clara deducción que aunque lograra que encerraran a Terry, Eddy se llevaría un castigo por igual, desde retirada del sueldo por abuso hasta una marca negra en su expediente. Eso daría pie a los superiores a recriminar su homosexualidad de la que ya sospechaban, aunque nunca hubiese influido en el trabajo. Sería un paria injusto, el que enaltece a los demás corazones con su patetismo…

Estaba harto, no iba a permitir que fuese así. Nunca más. Buscó por el sistema del ordenador y encontró el programa de las cámaras de vigilancia…

Lo de las cámaras era cierto.

—Pero habiendo llegado tan lejos no pienso dejar que me acobardes con tus mierdas típicas de vigilante. Conozco de sobra vuestros trucos.

—¿A mí qué me cuentas?

Por lo que comprobó habían tres: una para el exterior, otra en el comedor —lo que provocó un respingo en el corazón de Eddy—, y otra en la habitación donde se encontraban.

Se percató que aquellas cámaras no pertenecían a ninguna empresa, por lo que resultaban propiedad de Terry.

Eddy revisó los archivos en orden de grabación. Algunos vídeos saltaban días o incluso semanas, por lo que no todas las grabaciones estarían ahí, o que bien habían sido borradas algunas en especial. Que Terry las tuviese organizadas delataba detalles, y ayudaba de paso a la policía. Podía confiscar las cintas y revisarlas en comisaría, pero sentía que era personal, ya lejos de limpiar el nombre de la melliza muerta.

Aun preparado por imaginar lo que iba a presenciar, hasta que no abrió uno de los archivos no sintió el odio de saberse tener razón.

Las grabaciones eran sin audio, y trataban de Terry con sus “ligues”. Primero las —o los— cortejaba con bebida en el comedor para ir luego al cuarto. Eso explicaba el porqué de esas dos cámaras en especial.

En otras grabaciones lo hacían en el sofá, y existían un par ubicadas en la entrada, golpeada la puerta sin miramientos sin tampoco importar si pasaba algún vecino. Siguió abriendo archivos para analizarlos por encima, acelerando y saltando para ir comprobando a cada persona en el menor tiempo posible. La mayoría eran mujeres, donde reconoció en un par a la tal Sideral. En otras grabaciones Terry se mostró con hombres, siempre con varios de ellos en pequeñas orgías, y en una carpeta apartada del resto se hallaba una grabación con un perro.

Eddy lo miró retorciendo una mueca.

—No hago nada ilegal —defendió Terry.

—Es repugnante —dijo Eddy en voz baja sin disimular el tono de odio.

—Me refiero a tener cámaras.

—Estás tentando contra la privacidad de las personas.

—Estaban en mi propiedad —quiso remarcar la palabra como acusación—. Tengo derecho a grabar y guardar a quien esté dentro de mi casa —la frase se tornó abrasiva, imposible de ocultar su acusación.

—Eso lo decidirá el juez.

La frase fue tópica pero eficaz, lo que sorprendió a Eddy. Repasó el agarre al apresado —acentuando un poco de dolor— y regresó al monitor.

Encontró las grabaciones recientes con Eddy en la casa, y se odió al presenciar el segmento donde lo encañonaba. Después se plantearía si debía borrarlo o mantenerlo. Llegó a la parte que lo conducía a la habitación con el agarre. Si todo eso terminaba con el resultado esperado, el propio jefe —o incluso el alcalde— podían conseguirle una orden de registro fechada en ese día o incluso del anterior. Cuando se trataba del tema River, todo lo que sucedía alrededor se convertían en milagros legales.

Terminó de revisar los archivos. En ninguno aparecía ella.

Ninguno.

Eso fue esclarecedor para Eddy, porque si había estado allí debía de aparecer. Analizó que no todos los archivos trataban sobre la vida sexual de Terry, habiendo un par de fiestas o de charlas de motivación para otros vigilantes, por lo que tenía que haberla encontrado en alguna de esas grabaciones.

Usó el buscador del ordenador y lo configuró para que encontrara todos los vídeos posibles en ambos discos duros. Aparecieron los revisados, apenas unos pocos más en el disco duro interno que trataba sobre grabaciones de los que parecían la familia de Terry en unas vacaciones, que junto a otra familia se ubicaban en una pequeña reunión en las montañas.

Eddy miró al hombre a su lado, convertido ahora en una expresión de rabia. Se sintió peor, convenciéndose que no estaba obrando por mal camino si quería hacer de una vez justicia a una niña que también tuvo su familia.

Si hubiera obrado por el camino de incriminarlo con la prueba de la ropa interior, tendría que haber esperado a un juicio donde no se le consideraría culpable por falta de pruebas. Eso ganaría más puntos negativos en Eddy con respecto a su trabajo, tan dañado por anodino y maricón, y tendría un enemigo más que no le haría dormir bien al tener que mirar a menudo a sus espaldas, tan vulnerable, tan secreta para según quién.

Nadie quiere a los que se esfuerzan sin resultados. Nadie.

Si tenía que llegar a un punto, tenía que ser el más hondo posible; si tenía que cometer el error de su vida, que al menos sintiera que mereció la pena.

Devolvió la expresión a Terry y se concentró en el ordenador. El vigilante pareció reír sin emitir ruido.

Eddy fue probando sus conocimientos de informática para descubrir archivos ocultos. Obtuvo el mismo resultado.

Decidió probar en el e-mail de Terry. Accedió a la red y descargó un programa especial del servidor policial gracias a un código personal. El software servía para saltar contraseñas con una maestría de apenas unos intentos gracias a una tecnología punta en la que había colaborado Hala River. Le dio las gracias en silencio y pensó en llevar él el té la próxima vez que se vieran.

El programa no necesitaba de instalación, e igual de eficaz se mostró a la hora de infiltrarse en el correo. Revisó el mail y encontró mensajes en un tono en clave tratando sobre un tema que no quedó claro. Escribían sobre productos de gimnasio, y le sonó estúpido por cómo los describían.

Los otros destinatarios parecían ser vigilantes, también metidos en un asunto poco claro y que a Eddy le hizo sentir un odio frío. En uno de los mails se nombraba un almacenaje en la nube. Se centró y descubrió un enlace oculto por una fuente de letra blanca —método de descubrimiento que le enseñaron mientras se preparaba para policía—. Dio con la cuenta privada de dicho almacenaje virtual. Dejó entonces al programa actuando para romper la contraseña.

Durante la espera del análisis, vigiló a Terry, que devolvió una mueca torcida. Le dolían los ojos de tanto mirarlo de soslayo. Eddy se sorprendió de nuevo por la pasividad con la que respondía al vigilante. El corazón le dolía por culpa de la tensión.

Nunca se había visto capaz, y empezó a entender lo que le decían sus superiores con que tenía que lanzarse más. Se arrepintió no haberlo hecho antes, pero también se arrepintió que tuviera que haber sido de ese modo tan radical... miró la pantalla al notar un leve cambio.

El programa obtuvo un primer resultado.

Sintió el vuelco al corazón.

Resultó en odio y tristeza multiplicados por la cantidad de vídeos que allí había.

Eddy espiró una bocanada que en lugar de vaciar le llenó el pecho de una sensación relacionada con un frío que no helaba. Sus ojos comenzaron a estar lagrimosos, y fue un error por percibir tarde que Terry se había levantado un poco. Éste se abalanzó y ambos cayeron contra el suelo.

El enorme de los dos —aun esposado— se colocó contra la espalda del menudo, doblegando y delatando una terrible práctica. Las caderas de Terry empujaron con lascivia e hicieron daño a Eddy.

—Cómo voy a disfrutar contigo, puto entrometido —dijo Terry con un tono de rabia—. Nunca me he follado a un madero, tan rodeado que he estado de esos culos firmes y entrenados.

Mordió el cuello de Eddy. Un grito desgarrador rebotó en las paredes. La boca enrojecida destensó los dientes y se dirigió para continuar hablando.

—Te hice venir con la intención de darte una lección por meterte donde no te llaman —escupió la sangre a un lado—. Pero me pareciste tan poca cosa que ni me molesté —sin verla, Eddy notó su sonrisa—. Ha sido llegar a esta situación que la cosa ha cambiado. Ahora creo que llegaré más lejos y —apretó— hondo.

Forcejeó para seguir evitando que el agente escapara, clavando su barbilla en la nuca para reforzar su posición. Eddy notó el dolor en el cuello, y se vio obligado a calmarse por un momento.

—¿Ves cine? —preguntó Terry con tono amistoso. Notaba su aliento en la coronilla—. Me apetece un poco de Marcelus Wallace. ¿Y a ti? Tengo incluso las herramientas para caracterizarte, colega.

Terry acercó su cara al lado de la de Eddy y le susurró:

—No te preocupes tanto. Te pasaré tu copia de la grabación —frotó con el cuerpo y gimió—. Cierto director se morirá de envidia.

Terry rió justo en la oreja de Eddy. El dolor de oído fue punzante y atravesó al resto del cuerpo. El policía intentó escabullirse, pero el peso sin ayuda de brazos del vigilante era suficiente para dejarlo por siempre apresado. Notó los golpes de las caderas que lo continuaron doblegando, nada en comparación a la violencia que la cabeza de Terry o la barbilla le acometieron contra la suya, recibiendo su cara de forma consecutivas golpes contra el suelo.

Si seguía con el sistema pronto lo dejaría noqueado y Eddy pasaría a ser una historia a oscuras. Sabía que volvería a despertar y sería peor. Sintió el mareo, y eso le dio fuerza para acometer con su cabeza hacia atrás justo cuando Terry se preparaba para propinar uno de los golpes. Le dolió más que si Terry hubiese golpeado, pero fue efectivo cuando sintió las gotas de sangre por su oreja y la mejilla.

El indio gritó y dejó corto al reciente alarido de Eddy. El policía aprovechó para forzar el cuerpo a levantarse y derribó a un lado al loco malherido.

El policía alargó la mano y buscó por su pistola. La agarró. Sin pensarlo, se giró y dirigió hacia la cara de Terry un culatazo.

Surgió una sacudida de violencia que hizo cerrar los ojos de ambos.

Un golpe de silencio dañó a Eddy por dentro, absorto y lleno de nervios, medio ahogado con su propia respiración. Las piernas arrodilladas le temblaban. Abrió los ojos y percibió a Terry sin conocimiento junto a él, marcado con un tono morado en su sien.

Eddy gritó como único alivio que poder realizar.

 

Sentado en la silla, observó al vigilante derribado, que respiraba sin apenas percibirse. En el reposo del sueño lejano lo hizo parecer inocente de todo mal posible. El agente se sorprendió de la marca del cañón de pistola en la cabeza de Terry. Apartó la mirada como forma de negación... Eddy tuvo una tentación que enterró con el más profundo de los odios hacia su persona.

Se centró en los vídeos: veinticinco grabaciones. Abrió el primero y no necesitó saber más cuando reconoció a la niña.

Cerró el vídeo y miró al suelo. Las lágrimas le ocultaron el mundo cruel donde no había escogido nacer. Sabía que toda persona tenía un cometido que realizar alguna vez, pero también se comportaba como lo que no había escogido en gran parte de su vida… en toda su vida.

Se enfocó en la pantalla y respiró hondo. Fue abriendo los otros vídeos y comenzó a mirarlos por encima. La niña se dejaba obrar por pura inocencia, tomándolo como un juego. Poco a poco, vídeo a vídeo, la cosa era más tensa entre los dos. Conforme iban quedando en la casa, había una alegría inicial, y en las siguientes veces discutían como si fuesen una pareja. Una de las discusiones parecía tratar sobre juegos de masoquismo, actividad que ensucia la piel pero que puede ser ocultado si uno trabaja como vigilante.

En un trozo específico donde pulsó se percató de la mirada de Terry; aquel Terry. Estaba distante, mirándola de reojo, nervioso en busca de librarse de la culpa: la mirada que se cuestiona. Ella se percataba, pero se mantenía ignorante por puro egoísmo, a veces produciendo una sonrisa como si sólo existiese ella.

Abrió el siguiente vídeo y comprobó que aparecía el mismo perro del otro vídeo. Eddy buscó con calma por la papelera de metal que había debajo el escritorio del ordenador. Agachó la cabeza con cuidado y vomitó. Tras terminar las tres arcadas sin mentiras, su respiración se tornó pesada, taponada ahora la nariz por un ácido abrasivo. Una gota rebelde quedó recorriendo el costado del recipiente.

Miró a su propio yo expulsado y no se reconoció. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué?

¿Por qué, Eddy, por qué?

Poco a poco comenzó a imaginar la corrupción dentro del cuarto, como si un olor hasta el momento oculto emergiera. Se preguntó cuántas veces habían vuelto a ser reproducidos esos vídeos por el mayor de los egoísmos como lo es el propio placer sexual. Sentado en la misma silla que Eddy, imaginó a Terry esforzándose por conseguir un breve y mísero instante que se acumulaba con los ya olvidados, tiempo que nunca sería suficiente al cambio con respecto al de la vida de una persona que ya no estaba.

Vino el último vuelco al corazón cuando comprobó que el vídeo final era el que más ocupaba.

Mucho más.

Fue a abrirlo y se dejó golpear sin remedio por el mensaje de error en pantalla.

Miró al vigilante noqueado y supo que se encontraba solo.

Ejecutó el programa policial para romper la contraseña y recibió con rapidez un mensaje de error. Extrañado, fue probando opciones hasta que el archivo le devolvió un cuadro de texto vacío donde escribir. Era la primera vez que veía algo así. Probó a escribir la misma contraseña de inicio del ordenador pero no correspondió: muy solo.

Peores sospechas se confirmaron y odió tener razón con todas sus fuerzas. Reconoció que ojalá no fuese él el que estuviera viviendo esa situación con tal de librarse de la presión de la duda aplastada por las mentiras, que tendía una mano a una verdad que poseía la mirada del peor de los monstruos, lleno de una intención de morder para amputar la mano.

Se apartó de lo negativo y buscó por la habitación la pista que le hablara de la contraseña. Rebuscó obsesivo por el cuarto.

Volvió al ordenador y probó la marca de las maquinas del gimnasio. Nada. Probó nombres relacionados con Terry Strong, alias el Halcón Furtivo: más errores.

El cuadro en blanco estaba inmóvil, pero emanaba una personalidad propia, negra y lejana de cualquier conciencia.

Era puro instinto, salvaje y real.

Tragó saliva y entonces fue que vino el segundo vuelco al corazón. Se enfocó en el teclado y supo la respuesta. Demasiado evidente y, por lo tanto, terrorífica.

Puso el nombre de ella. No lo aceptó. El nombre y apellido de la niña. Tampoco. Entonces sobrevino el nombre completo de la niña que aún recordaba de leerlo en los informes...

Lisandras.

Helen.

Esperó un momento. Hizo sonar cinco teclas.

River.

Lo había pronunciado en voz alta. Terry emitió un gruñido. Lo miró un buen rato: seguía inconsciente.

Pulsó Enter.

Lo aceptó.

La respiración se tornó oscura.

Abrió y analizó que durante más de una hora se sucedía una historia imposible de ser ficticia por lo real de sus hechos. Avanzó un poco la grabación y vio la presencia de un segundo hombre: el tercer personaje de aquella obra decisiva. Avanzó otro poco y Eddy se arrepintió en tantos sentidos que no los pudo asimilar, temblando su cuerpo como única comprensión.

Volvió en busca de la papelera. Las arcadas regresaron. Como no tenía nada que vomitar, sólo sintió dolor y escalofríos en la garganta y la boca del estómago. Acabó escupiendo saliva ensangrentada.

Se enfocó al hombre en el suelo. Inofensivo, igual de desgraciado en su condición de existir, como Eddy, pero en otro sentido aún imposible de creer.

Tuvo de nuevo la tentación. Creyó escuchar los gritos mudos que sucedían en pantalla.

Avanzó el vídeo y descubrió a Terry discutiendo con el otro hombre que llevaba en brazos a la niña inconsciente: los tres desnudos, impregnados de algo más que la demencia. Echó hacia atrás para comprender mejor la escena y se arrepintió. Sintió más clases de odio al haber pulsado justo en el clímax final de la barbarie.

Eddy no se dio cuenta y golpeó con el pie al cuerpo derribado del vigilante.

Se centró en esperar donde comenzaban a discutir, acelerando el vídeo con la esperanza de que el infierno también tuviera fin. Llegó al punto donde pareció que el otro hombre actuaba como un jefe para Terry, que con derecho inhumano se llevaba a la niña. Parecieron realizar un trato donde Terry se tenía que conformar con quedarse con la ropa de la pequeña, la grabación —imaginó por el gesto de señalar a la cámara— y con la experiencia vivida. El hombre no tenía miedo posible, al contrario que Terry, lleno de ganas de golpearle aunque delatara el temblor de su cuerpo y la rabia frustrada en la cara. Del reproche de Terry imaginó que defendía tener un derecho hacia un detalle, que no podía significar más que haber conseguido a la niña. Entonces se iniciaba la pelea de una forma más seria.

El otro era un sobrehumano, y fue ver su poder que Eddy acentuó la expresión con horror, adquiriendo peso su mente para que el mundo se tornase lleno de sombras, como si estuviese anocheciendo deprisa dentro del cuarto.

La grabación concluía con Terry derrotado en el suelo. Estaba solo, sin nadie más que pudiera apoyarle por el resto de su vida. Le vio llorar y clamar mudo el nombre de la niña en todo momento de lo que quedó de grabación, punto donde se levantó y desapareció del escenario de aquel día.

Se enfocó a Terry en el suelo produciendo una mirada como un hielo eterno de otro mundo. Se dejó llevar por la idea persistente. Agarró la pistola y la enfocó hacia la cabeza del hombre.

Sólo tenía que apretar. Si se lo merecía, ¿quién le iba a culpar?

Imaginó escenas ficticias donde Terry se masturbaba con las bragas delatoras que iniciaron la detonación de sus vidas. Su miembro cubierto por un blanco y luego por otro, descansando antes de volver a empezar y mirar a Eddy con invitación.

Durante minutos, sólo fueron Eddy y la pistola; la pistola y la cabeza de Terry. Apretar y el resto sería justicia.

Justicia ciega. Así es. Eso es ser policía, Eddy.

Eso es ser policía.

El agente tembló al desviar y dejar la pistola junto al teclado, creyendo incluso que se iba a disparar sin motivo por la forma en que apartó la mano.

A Eddy le dolió tanto el cuerpo, la mente como el alma, confirmando con ironía que ésta última sí existía. Todo lo acontecido en su vida se sumó en lo breve de estar sentado de forma patética en una silla. Se sintió derrumbarse, ahogado por su propia garganta.

Su cara se deformó de rabia e incomprensión, tristeza que se desbordó en lágrimas. El juez y sus superiores lo verían en la grabación, el cómo emitió un grito lastimero y su rostro empapado fue el de otra persona que nadie sería capaz de reconocer como Eddy. Alguien lo había sustituido en apenas unos segundos.

De todo lo que dolió fue reconocer al otro hombre implicado: al principal culpable.

Por las listas de detenidos era uno más, sospechoso habitual que nunca terminaba encerrado al haber hecho poca cosa. Se había desistido con él al concluir que se trataba de alguien con malas compañías mafiosas y poco más, el típico que aparecía un buen día muerto llevado por el río y que, tras el costoso rescate del cuerpo, a nadie le importaría ni reclamaría.

Era alguien anodino, desapercibido incluso para la vida. ¿De qué le sonaba? ¿De qué le sonaba ser un don nadie que de repente marca una diferencia? Toda esa clase de gente tendría que ser condenada a muerte.

Respirando con esfuerzo, notó cómo el ambiente del cuarto se metía a clavarse hasta que fue uno con aquella habitación de las revelaciones.

A Dos Metros bajo Final

 

 

—Tuvo un hijo con una sobrehumana. Ella los abandonó.

—Y el profesor se vio criando a un sobrehumano. Tampoco es tan difícil —dijo y escupió aire—. Mírame a mí.

Charles giró la cabeza hacia Elis, situada en el asiento trasero, tan impasible y llena de ironía como en los viejos tiempos.

El jefe se centró de nuevo en la carretera y pidió informe por radio a cada jefe de patrulla. Todo seguía en orden, pero la medianoche estaba al caer y se notó cierto nerviosismo en varias de las voces de los agentes.

Miró por los retrovisores para comprobar a los dos coches patrulla que les seguían. Al frente quedaba otro, una fila de cuatro para que el asesino no lo tuviera fácil.

Con misma concentración, regresó a su compañera para continuar con la historia del asesino de la que ella no estaba al tanto. Sabía que Elis se infiltraba en los archivos digitales de comisaría, pero no se lo iba a echar en cara. De todas las personas que podían ayudar, era la única con derecho. Un recuerdo lejano invadió la mente de Charles.

Alternó miradas hacia el retrovisor para hablar:

—Por lo que compruebas, el profesor Nive demostró no tener mano para los niños. Aunque, bueno, un hijo sobrehumano resultaría fascinante para su mente soñadora de científico...

—En su justa medida.

Charles gruñó afirmando antes de proseguir:

—El asunto no tardó en mostrar unas primeras señales —dijo Charles. Por instinto buscó por el tabaco, desistiendo con mismo instinto por respeto a su acompañante—. Tenían una mascota en casa. Un perro, un gato —fue gesticulando— o, que sé yo, un conejo mismo. El caso que un bicho pequeño y cabrón.

—Qué insensible.

El jefe sonrió y continuó:

—Por lo que leímos en el propio informe que tenía el profesor sobre su hijo, el animal acabó mutado...

—Desde el principio mostró sus poderes. A veces pasa —alargó una pausa—. No me extraña que escribiese un informe sobre él como si fuese un experimento.

—A mí me resulta inhumano —hizo un nuevo amago por un cigarro—. No se puede evitar la naturaleza de científico, ¿eh?

—Pues no.

—La mascota se convirtió en una bola de carne que presumía de tener brazos —lanzó Charles—, así como piernas y una cabeza deformada, como si intentara imitar a una persona.

Quedó mirando a su compañera a la espera de alguna reacción. Continuó:

—El bebé sólo era consciente de sí mismo y usó su poder para imitarse. No conocía su propio aspecto, y por eso transmutó al animal en algo con unas extremidades como la suyas.

—Macabro e interesante —dijo Elis sin emoción.

—Nive también lo pensaría de ese modo, y se le irían las ganas por cómo encontró a la niñera un buen día al regresar a casa.

—No me digas que...

—No te lo imaginas, aunque también tiene su explicación lógica.

El jefe se paró a pensar en la naturalidad con la que trataban el tema. Respiró hondo y prosiguió:

—El niño nunca había tenido madre, y el instinto estaba ahí. Fue ver a la cuidadora y la identificó como una… —miró al retrovisor antes de finalizar—, mamá. Al regresar a casa, el profesor la encontró muerta en el suelo y ampu… —se interrumpió—. Sin un pecho —aclaró y dio un rápido vistazo a su compañera en el espejo—. El bebé a su lado estaba cubierto de sangre.

—Le devoró el pecho como intento de amamantar. ¿Cómo lo hizo sin dientes…? Ah, claro —se concluyó a sí misma mirando al retrovisor—, mutando unos propios. Imagino que imitaría a los que viera en la niñera.

Un escalofrío recorrió la espalda del jefe. Decidió obviar y proseguir:

—El profesor tomó medidas y, suponemos, se deshizo del cadáver. Siendo químico imagino que haría como algunas mafias y usaría ácido.

—Que tópico. ¿No crees que más bien se lo fue dando de comer al perro?

—Si te digo que ya no tenía...

El jefe analizó mejor la terrible deducción. La teoría de Elis apuntaba a doler de lo viable que resultaba.

—Después simuló la muerte del bebé —prosiguió Charles con tal de apartar la nueva visión de su mente—. Cogió al animal mutado que tenía congelado para realizar pruebas y entonces dijo que era el niño, que se había matado con sus propios poderes —miró a Elis por el retrovisor, que seguía interesada a su modo—. Enterraron en el cementerio al animal mutante porque nadie puso en duda a la aberración que, después de todo, se asemejaba. Para entonces el niño ya estaba encerrado en un cuarto, donde pasaría el resto de su vida hasta un par de semanas antes del día cuando inició los asesinatos.

—¿Y cómo aprendió a usar su inteligencia?

—Su padre se obligó a quererlo. Ya fuese por lo lógico de la paternidad o por ese potencial como sujeto de pruebas...

—Luego me decís que yo soy la insensible.

—Hay muchos tipos de insensibles, peque.

—Déjate y continúa.

Charles pestañeó un momento y pensó por dónde iba contando:

—Iba a visitarlo cada noche para enseñarle a leer y escribir. Cuando pudo valerse, leyó los libros que su padre le fue dejando. No conocía otra clase de vida, así que leer e imaginar el mundo de fuera le fue su sentido de vivir y luchar. Idealizó un mundo a partir de una persona, infinidad de descripciones y dibujos y alguna foto suelta.

—¿Crees que se traumatizó al comprobar cómo era la realidad?

—Puede ser uno de los puntos, no lo niego. Además de leerle, el profesor se preocuparía en contarle cómo era el mundo y por qué lo protegía. Resultó exagerado en su actitud de sobre-protegerlo, y estoy convencido que el polillas podría haber tenido una vida normal de haber sido de otra forma.

—Tratar a un niño de diferente es peligroso.

Elis se mantuvo distante. A su mente provino la escena del profesor con su hijo manteniendo charlas profundas y filosóficas. El cuarto albergaba ese tipo de oscuridad distinguible de cualquier otra, donde una luz que no provenía de ningún punto específico realzaba la silueta de ambos.

—No lo pone exacto en el informe —continuó Charles—, pero deducimos que el problema real se inició cuando el asesino descubrió libros esotéricos. Como nadie se lo dijo, los tomaría como reales hasta la última coma.

—Cada párrafo aseguraba una posibilidad de cambiar su mundo.

—¿A qué te refieres?

—Alimentarlo con la esperanza de un mundo es torturarlo en silencio. Debió de desesperarse pronto, y leyó sin parar con la convicción de encontrar así el modo de salir de allí cuanto antes.

—Fue un arma de doble filo, por supuesto.

—Y los libros de magia y rituales hablan de deseos cumplidos.

Los dos callaron y se dejaron llevar por el ruido de la ciudad junto al motor del coche. Se formaba una canción sin sentido, tanto hipnótica y relajante. Cada cosa en el mundo poseía su propio ritmo.

—No te lo he comentado —rompió Charles—. Pero la primera víctima no fue la del parque...

—¿No?

—Fue su propio padre.

—El otro uno, claro —concluyó Elis como si no le importase—. En la secuencia de Fibonacci hay dos unos. Implica tanto —afirmó y dejó vagar—, que tiene su sentido que sea su propio padre.

—Pudiera ser. Sin entenderlo del todo ya voy dándome cuenta de esas matemáticas tan siniestras.

—Todo pareció demasiado casual, ¿no? —se dijo Elis—. Algo indica que un tercero le pasó el libro esotérico adecuado —se frotó la barbilla—. O puede que el propio padre era el que deseaba realizar el ritual, pero no tuvo el valor y no le importó sacrificarse como culpabilidad y perdón hacia su hijo.

—Pudiera ser —dijo y agitó la cara—. Añadir suposiciones sólo lo complica, recuerda que la explicación más sencilla suele ser la mejor —analizó un momento a su compañera en el reflejo—. Bien, ¿qué sabemos seguro? Sabemos que escapó antes de iniciar todo, y que su padre no tenía por qué saber sobre la existencia de esos libros cabalísticos o lo que sea. Durante esos días nuestro amigo debió de intentar asimilar lo cruel del mundo. Se sabe que se hizo pasar por su padre —comprobó la tenue reacción de Elis—, consiguiéndolo gracias a documentación que robó y por algunos conocimientos en común.

—Pero la cara... —inició Elis. Se interrumpió al percatarse—. Mutó su cara.

—No hay otro posible. Si pasas años viendo a una sola persona, se debe de acabar conociendo al milímetro su fisionomía.

En la mente de Elis la escena del cuarto a oscuras fue iluminada por la bombilla más sucia que su mente pudo crear.

—Por eso nos despistamos siguiendo el rastro —aseguró Charles—, atribuyendo que el profesor Nive estaba implicado de forma directa. Aunque, claro, sigue estando involucrado de una forma...

—Más siniestra —dijo Elis como una sentencia—. De los dos, ¿quién es el monstruo?

Charles sonrió mostrando los dientes. Para una de las pocas referencias que captaba se dijo de disfrutarla. Por otro lado sirvió para aliviar tensión.

—Creo que conecta con el sistema de la espiral —dijo Charles—. En algún libro leería sobre ello y lo mezcló con rituales. No sé mucho del tema, pero sé que hay que seguir un patrón.

—Tampoco estoy al tanto, pero deduzco que igual que se dibujan estrellas y círculos, también sirven otras formas.

—Cuantas más, más significado. ¿No?

—Supongo. ¿Cuándo dices que mató a su padre? ¿El mismo día que la víctima del parque?

—Exacto. Tampoco te he comentado que era su tío...

—¿Mató al hermano de su padre? ¿Acaso fue víctima porque sabía de la existencia de su sobrino…?

“El ritual se inició con dos unos”. Hermanos. Misma sangre. Elis sintió un picor en la nuca.

—No lo sé. Es difícil de concretar a menos que logremos interrogarle.

—Prefiero encerrarle.

Charles sonrió sin ocultar pena y nervios en los ojos.

—Eso confirma la secuencia de Fibonacci, Charles. La secuencia comenzó con dos víctimas de misma naturaleza. Qué listo.

—Una mayor fidelidad a la secuencia esa. Ya no cabe duda sobre ésta operación relámpago.

—¿Dudabas sobre lo que dije?

El jefe no quiso mirarla a la cara por lo que pudiera encontrar allí.

—No —reafirmó—, porque sé que sueles acertar con las cosas más complejas. En lo simple haces honor a esa misma simpleza, pero a lo grande...

—Cállate porque no creo que lo puedas arreglar.

—Elis, joder, no te...

Recibió un beso en la mejilla. A Charles le extrañó mucho y durante un rato estuvo impresionado. Como única respuesta posible, ladeó para sonreír, juntando las cejas aunque se le notase forzado. Elis actuó como si no se hubiera movido.

El jefe se enfocó en seguir conduciendo y repasar por radio, aún lleno de inquietud por el gesto cariñoso del que esperaba que se disolviese junto al ciclón que se avecinaba en aquella noche final.

El mal presentimiento asomó de su guarida como en aquel día en la autopista.

 

 

Sábado 9

 

*Activando el entorno Changeling... Por favor, espere... Proceso finalizado.

*Análisis... Evaluación... Finalizado.

 

Hora actual: 00:00

Poder actual: En proceso de identificación...

Traje actual: Vigilante policial agente River

Estado de ánimo: Deudas

Alternativa deseada: Ninguna

Canción actual en el nano-iPod: “The Lotus Eater” de Opeth (Reproducción del álbum en proceso).

 

 

*Añadiendo mentalmente nueva entrada... por favor... esp...

 

Última voluntad en caso de fallecimiento: Ninguna

 

*Registrando situación actual... Por favor, espere...

 

Por favor, espere...

 

 

“Por favor, espere... por última vez” Quedó en el aire de la mente.

 

 

La humedad en el ambiente era propia de una noche lluviosa. El cielo despejado no mostraba estrellas en lo que dejaban entrever los edificios con capricho arquitectónico, altos como el ego desatado. La luna, medio asomada, vistió con reflejos los cristales de las estructuras más limpias. Sus ropas lunares resultaban idóneas para el evento de aquella noche.

Sonó una alarma: significaba que ya se podía acudir a la cita.

—Jefe, lo hemos localizado.

Charles miró la radio. Ya tenía pulsado el botón antes de asimilar:

—¡¿Dónde?!

—El orfanato en la zona n...

No hizo falta saber más.

La fila de coches aceleró y esquivaron a un vehículo casual que frenó intimidado en una intersección. Las sirenas se activaron, y el jefe se dispuso a activar la de su coche, pero Elis pidió a tiempo que lo quería hacer ella. El jefe obedeció y, con cuidado, Elis se acercó a la parte delantera estirando el cuerpo sin ayuda de las piernas. Una vez al lado, Charles agarró con el brazo su cuerpo para levantarla. El dedo de la heroína llegó al mecanismo y se activó el chillido de las luces rojas y azules. Elis volvió al sitio y quedó mirando por la ventanilla con un aire de triunfo. Charles sonrió al verla recuperar la ilusión olvidada que le correspondía, alternada de los dos colores que tan bien la identificaban; que tan bien los definían a ambos. Azules de melancolía, rojos de una ira justa.

Llegaron al lugar y un par de coches patrulla estaban allí. Los cuatro coches se sumaron al estacionamiento en paralelo. La zona estaba apartada de la ciudad por apenas un par de kilómetros, habiendo casas rurales a pocos cientos de metros, conectado cada punto habitable por una carretera desgastada. Era una zona de montículos y, como no podía ser de otro modo, el orfanato se elevaba en uno, que aunque no muy alto, era suficiente para que la estructura destacara. Otras tantas alturas se podían divisar alrededor, algunas peladas y otras pobladas de vegetación y árboles, apenas treinta metros la elevación más alta. Granos en la tierra, quiso ironizar Elis.

Charles bajó y ayudó a Elis a preparar la silla. Una vez incorporada, la niña le pidió al jefe que se adelantara que ya le alcanzaba. El hombre lo hizo, girando la cabeza para asegurarse que Elis lo seguía. La pequeña avanzaba mientras gesticulaba en busca de la cualidad pertinente que le tocase en ese nuevo día que nace cuando la noche es cortada.

Los agentes rodearon el orfanato. Era viejo y lleno de cruces cristianas, pintado de negro y con algún motivo gótico, punteado con adornos de plata. Estaba cercado de un enrejado perfilado en la noche como una infinidad de líneas verticales. Las luces del piso superior estaban encendidas, apenas recuadros en un mar negro. Un par de agentes se prepararon dispuestos a entrar.

—¿Situación? —dijo el jefe nada más llegar.

—Llamaron cuando escucharon ruidos. No es la primera vez que les entran, pero destaca que uno de los niños vio una silueta que desapareció por el techo.

—Es él.

—Por eso avisamos sin pensar, señor —afirmó el agente—. Esperamos no equivocarnos y que no sea un terror nocturno.

—Buen trabajo, chicos.

El jefe se acercó a los que se preparaban y dio unas ordenes sencillas. Medio minuto después dichos hombres se adentraron por la puerta principal, abierta y custodiada por una de las monjas dueñas del lugar que esperaba por ellos.

—¿Así de sencillo va a ser? —preguntó Elis, que en algún momento se había situado junto al jefe.

Charles la miró sin decir nada. Fue entonces que un grito hizo mirar al unísono hacia una de las ventanas. Había sido un aullido que resultó tan cercano que enmudeció a la noche, enaltecido a su vez por la misma.

El jefe agarró el aparato en su cinturón y lo elevó para comunicarse por radio con los agentes adentrados, que aseguraron dirigirse a la ubicación del grito. Volvió a escucharse con más fuerza, lo que se convirtió en un alarido.

Elis se abalanzó con la intención de entrar, pero Charles la detuvo:

—Los agentes Tobías y Steel se encargaran, no seas impaciente.

—Van a tener problemas. Es un sobrehumano.

—Están armados y preparados…

—Él también —dijo Elis mientras frotaba sus brazos.

El jefe regresó a la radio para escuchar el susurro de los agentes. Un fuerte golpe contra lo que pareció una puerta le hizo apartarse del comunicador con un breve gesto. Charles se centró en escuchar los gritos de los policías ordenando a alguien que se detuviera. Apreció los sollozos. Lo siguiente fue un sonido mudo, precedido de otro más perceptible similar al de una bola de bolos cayendo para chocar y rodar unos centímetros.

—Mierda.

Elis aprovechó el despiste y se dirigió hacia el orfanato. El jefe se percató tras unos segundos y corrió la distancia hasta agarrarla por uno de los manillares de la silla.

—Charles, por favor, ¡no permitas que muera nadie!

El jefe la ignoró y la acercó a su lado. La agarró de la cintura para levantarla y colocarla bajo el brazo. Con la otra mano llevó la silla. Elis sintió que la trataban como a un saco.

—Estás aquí para protegerte —le dijo Charles sin mirarla. No cesaba de observar alrededor, mancillada su atención por el edificio—. Si está interesado en ti no podemos dejarte sola.

—Soy un puñetero señuelo —dijo Elis observando el movimiento del suelo.

—Preocúpate en descubrir tu poder del día y te prometo que le darás lo suyo.

—Te tomo la palabra —dijo sin disimular que se sentía ridícula. Apartó la sensación y se centró en seguir buscando su poder. Creyó obtener un resultado cuando echó hacia atrás los dedos con facilidad.

El jefe repasó por radio y supo que uno de los hombres seguía vivo protegiendo a una niña que había sido asaltada. Explicó con detalle su situación. Necesitaba refuerzos con urgencia.

Charles ordenó a varios agentes que se introdujeran y se separan hasta ocupar los pasillos que llevaran a la zona donde el agente y la chica. En la entrada seguía atenta la monja, que indicarían los caminos del edificio.

Pronto llegaron más patrullas, provocadores por el chillido de sirena apagándose y el consecuente frenazo. Conforme se acercaron policías, el jefe les fue ordenando que rodearan el perímetro, colocados cada vez más lejos para forma capas imaginarias cuyo centro era el orfanato. Colocó a un par con armas más potentes en la lejanía de una altura por si intentaba escapar volando.

Todo lo ordenó sin llegar a soltar a Elis de bajo el brazo, cada vez más humillada, aunque admirada en el fondo por la actitud profesional de su amigo. Una vez impuesto el orden, el jefe se dirigió a ella:

—¿Has descubierto ya tu poder?

—Sí.

—Tú serás el golpe final. Donde se le divise, nos lanzaremos cara a cara a por él. Tenemos experiencia.

—Demasiada.

Un nuevo chillido se produjo desde las ventanas. Todos miraron expectantes. El jefe dejó a la niña en su silla y se centró en la radio. Fue comunicándose pero el agente no respondió. Los refuerzos a su vez aseguraron que no divisaban al sobrehumano, sólo el rastro de un charco viscoso...

—¡Mirad al techo!

A la pausa inicial se sucedieron tres disparos certeros, varios golpes y un crujido. El jefe dedujo ese sonido como el de un cuello.

Una nueva calma le destrozó los nervios, expectante a que alguno de los agentes respondiera. Lo siguiente fue un disparo y el grito de un hombre:

—¡Lo tengo, jefe, lo tengo!

Era uno de los agentes más jóvenes. Elis lo reconoció como el chico que iba con uno de los veteranos, Henry, el día que capturó a Billy Cañón… justo la noche en que comenzó todo. Odió el paralelismo y no pudo evitar sentirse nefaria.

Aunque resultara poco ético, Charles estuvo tentado a decirle al agente que vaciara el cargador en él... un grito distorsionado impregnó la radio. Se escuchó el sonido de salpicaduras. Lo siguiente fueron más crujidos y nuevas gotas que inundaron por un momento el oído.

Quedó la estática de la radio.

El jefe dejó caer el rostro con lentitud y se convirtió en el silencio. Era la primera vez que una operación resultaba tan violenta. Había perdido agentes en el campo, pero nunca al punto de producir tal calvario. Charles se sintió vulnerable y débil, todo responsabilidad. Se juró que no sería en vano.

Se quitó la gabardina y la tiró al suelo.

—Está herido. Voy a entrar y terminar con esto.

—¿Y qué pasa con lo que hemos planeado? —preguntó Elis.

—No puede ser. Estate atenta por si escapa y le cortas el paso. Los agentes de alrededor harán el resto.

—Espera...

El jefe se dirigió a una oficial para dejarla al mando. Le pidió que conforme llegaran más agentes los fuera colocando rodeando el sitio desde varias distancias. Se movió para adentrarse al lugar, hablando antes con uno de los policías que vigilaban justo la entrada del vallado del recinto. Elis supo que hablaban de ella por cómo la miraron a último momento. Charles volvió a moverse y desapareció en la penumbra. Se apreció un pestañeo desde la luz que escapaba de la puerta principal del orfanato.

Elis se acercó a la oficial y comentó por algún plan alternativo, pero la mujer pareció hipnotizada con la niña, actuando después como si no existiese. Elis dejó notar un aura de disgusto.

Recorrió pequeños círculos, las ruedas crujiendo cada poco, sintiéndose patética e inútil, inservible ante la operación de su vida. Cada vez más nerviosa, miró al orfanato en busca de algún indicio de lo que pudiese ocurrir. Miró a la agente, limitada a cada minuto en repasar por radio que todo seguía en orden con el jefe.

Se escuchó un cristal romperse.

La radio devolvió ruidos sin sentido, un estruendo capaz de romper el altavoz del aparato por la alternancia de chirridos y sin sentidos. La agente estuvo atenta, señalando a varios policías que se fueran preparando para entrar como nueva oleada de refuerzos. Dentro seguían varios agentes operativos, ¿por qué no estaban ayudando al jefe...?

Una figura se percibió en el umbral de la entrada exterior, entre las murallas: era uno de los agentes. Estaba tan erguido como las vallas puntiagudas a los lados. Parecía llevar un rato allí sin ser percibido.

La oficial le dio órdenes de acercarse e informar qué sucedía. El agente hizo caso, moviéndose erguido; demasiado tieso. Cuando llegó a la luz, entonces se perforó con horror el rostro de la mujer. Elis no se dejó impresionar, observando con detenimiento la cabeza abultada del policía.

Aquel hombre quedaba irreconocible. Encima justo de su cabeza tenía un bulto blanco que se movía, clavadas sus garras como pinzas en la frente para dejarse caer por la nuca.

Otro de los agentes se acercó y lo zarandeó del hombro. Entonces quedó mirando el bulto blanco. El policía moribundo fue girando con calma hacia su compañero. Gritó sin aviso y se apreció como un pequeño borrón blanco abalanzándose. El policía que se había acercado esquivó a tiempo saltando hacia atrás.

Varios más se fueron acercando, haciendo notar su seguridad con la música de las pistolas preparándose. Formaron un círculo en torno al acechador, y fue posible ver el rostro de un ser asomando por la boca del humano, dejando a entender que había atravesado la cabeza por detrás, abultando de ese modo con presión los ojos de la víctima, que parecían querer salirse en cualquier momento. Era un gusano, viscoso e inquieto, arañándose contra los dientes mientras abría una boquita como si clamara; un ser ciego por la impresión de dos líneas negras manchadas en los costados del frontal.

Alguien exclamó, y eso ayudó a reaccionar a la policía al mando para ordenar que acometieran contra aquel ser de la cabeza. Se abalanzó el de la posición más cercana, seguida de la oficial que comenzó a extender la porra reglamentaria. Todos se vieron obligados a retroceder al mismo tiempo cuando el hombre atacó a morder. Se comportó como un caníbal, regido por el gusano blanco que ejercía de falsa boca. Fue agarrado por la espalda por un agente y el insecto recibió un golpe de porra en la parte donde estaba enganchado, estallando como un grano de pus naranja. Se ladeó con peso muerto, haciendo aparentar como si le colgara una enorme lengua blanca a la víctima. Lo siguiente fue soltar el agarre y ver caer sin vida al agente afectado.

Se acercaron dos de los policías y analizaron el cuerpo, deduciendo que aquellos parásitos mataban a quien dominaban. Miraron al edificio mientras la oficial hablaba por radio con Charles. El jefe no respondió.

Por su parte, Elis ya había aprovechado para adentrarse sin ser percibida, sin saber ése detalle por el que preocuparse.

 

Una monja escondida —forzada a hacerlo tras ver pasar al mismo demonio poseyendo a un hombre— se interpuso frente a Elis al final del primer pasillo, el que conectaba con la entrada del orfanato. La mujer temblaba y tenía en la mano una vela que iluminó las paredes al igual que fuego tranquilo de hoguera. Las sombras se movieron al son del leve temblor de la mano portadora, agrandando a su vez la silueta proyectada de la monja. La mujer observó con curiosidad inquisitiva la presencia de aquella señorita en silla de ruedas como si fuera algún caprichoso designio de Dios. Realizó el gesto de la cruz y murmuró por lo bajo.

Se escuchó un ruido en el exterior. Elis miró hacia atrás para comprobar la oscuridad que dejaba, remarcada por el rectángulo de la puerta entreabierta. La niña miró a la mujer y le pidió saber dónde estaba Charles, el último hombre que había entrado. La mujer no pareció predispuesta, y Elis lamentó no llevar ya la placa encima. Así que optó por parecer que necesitaba ayuda —que en cierto modo así era— y que la acogiera hasta que pasara todo. La mujer tardó en decidir, acercándose a la parte trasera de la silla con la decisión de llevarla con las otras niñas, encerradas a salvo.

La puerta se cerró a sus espaldas y se escuchó la cerradura. Eso no permitió a Elis sentirse segura.

Miró a las demás chicas, puestas de pijama o camisón, cada una sentada en una cama observando con atención a la inesperada y más que peculiar invitada de la que la monja sólo había explicado que tenían que protegerla. Las niñas eran de diversas edades, alguna adolescente incluida, teniendo en común sus caras secas por lo que no habrían podido evitar escuchar entre los pasillos. Otro pavor quiso sumarse, más nerviosas por la aparición de aquella niña de extraña piel.

Elis las tranquilizó y aseguró estar con la policía, enalteciendo la voz con autoridad. Alguna de las niñas la reconocieron, aunque Elis no supo si las hizo sentirse más seguras.

Paseó de una punta a otra de la enorme habitación llena de literas. Habría una docena de chicas, atentas todas del cuidadoso y a veces chirriante movimiento de la silla. Para aliviar tensión, les sugirió que dijeran sus nombres y cuantos años tenían, si acaso también los sueños que quisiesen cumplir. Salir del orfanato pareció ser la prioridad.

Siguió examinando y se percató de la puerta al fondo. Preguntó y le dijeron que llevaba al otro cuarto de chicas. La vigilante quiso saber cuántos cuartos de camas había en total, y parecía ser que tres de cada, habiendo también para los chicos que quedaban al otro lado del edificio.

Se acercó e intentó abrir la puerta que resultó cerrada. Pidió por si había alguna forma de pasar y una de ella contó que en secreto tenían copias de las llaves, que a veces les gustaba juntarse con las compañeras para charlar más allá de la hora de dormir.

Abrieron la puerta y Elis entró. Más chicas la recibieron con sorpresa. Examinó la habitación mientras explicó con misma seguridad quién era. Decidió que debían ir al siguiente cuarto de literas, el último del lado femenino.

Fue abrir la puerta que notó el olor.

Se adentró y una esencia la mareó como cloroformo. Se tapó la boca y aguantó un momento la respiración. Analizó con rapidez que todas las chicas dormían, destacando algún ronquido leve. Se acercó al interruptor de la luz y la encendió, lo que no produjo ninguna clase de reacción en las durmientes.

Volvió al cuarto anterior y respiró llenando al máximo los pulmones. Las chicas se apartaron de Elis al notar lo que la impregnaba. La pequeña pidió un pañuelo y se lo enrolló tapando su boca. Quedó como un bandido o un enfermo japonés, aspecto redundante por el pañuelo que ya llevaba puesto en el cuello. Regresó a la habitación.

Fue cama a cama zarandeando a las chicas. Junto a ella se habían adentrado algunas de las demás niñas para ayudarla en el cometido, tapando sus vías respiratorias ya fuera con pañuelos o la propia ropa. Poco a poco fueron logrando el cometido de despertarlas.

A las chicas de ese cuarto se las notó sedadas, incluso ahogadas por culpa del ambiente. Sus párpados pesaban y sus bocas se torcían sin remedio. Fueron llevadas al cuarto contiguo.

El olor se notó más fuerte conforme Elis llegó a las camas del fondo. Tocó a la última chica y ésta reaccionó abriendo los ojos, comenzando a cubrirse de lágrimas, quedando desencajados hacia Elis. La heroína se percató del cuerpo orondo de la chica, poco acorde con su cara delgada. Reaccionó ante una sacudida fugaz por un leve movimiento bajo la manta. La agarró y destapó de un tirón.

Donde la barriga había un bulto palpitante pegado a la chica, del tamaño de un torso adulto. Tenía consistencia de carne humana, desprendiendo una sustancia propia de moco junto a otra más densa que aparentaba sangre negra. El bulto fue elevándose para girar y dejar descubrir la cabeza del asesino de las polillas, oculta hasta el momento por la posición fetal que mantenía. Sus piernas quedaban mutadas, formando parte del torso junto a los brazos, haciéndole aparentar más pequeño y deformado, una bola reducida y palpitante.

Sustrajo de la carne los brazos y apoyó las manos en la cama. Se giró con los mismos y se enfocó a Elis, inmóvil por el espectáculo. El asesino sonrió.

Antes de poder reaccionar, el ser dio un enorme salto y se llevó pegada a su cuerpo a la víctima, que comenzó a gritar desesperada.

Elis miró hacia arriba y lo apreció reptando por el techo con intención de acercarse al conducto de ventilación. El mutante lo abrió estirando con fuerza de la rejilla para dejarla caer y provocar un estruendo de hierro. El hombre de las polillas se abrazó a la niña como si la envolviera para poder caber ambos por el conducto. Los gritos de ella se escucharon ahogados y con eco, cada vez más lejos.

La pequeña volvió al cuarto anterior. Las chicas miraban al techo con pánico, alertadas por el camino que estaba tomando aquella cosa por el túnel de ventilación. Se abalanzó al siguiente cuarto, donde las niñas sucumbían de igual forma al terror que se trasladaba por el techo. Pidió que le abriesen la puerta para poder acceder al edificio. Lo hicieron y salió abalanzada, quejumbrosa la silla de ruedas a cada segundo. Una vez fuera, se guió con intuición y por el lejano ruido del conducto.

Giró una esquina tras otro pasillo y una persona se entrometió en su camino, analizando a tiempo que era uno de los primeros policías que se adentraron. Tenía los ojos saltones y sangrientos, su lengua agusanada asomada hizo regresar la misma imagen imposible de concebir que presenciara fuera.

La silla intentó virar pero lo hizo tarde y chocó sin remedio contra las piernas del hombre. El ser reaccionó acelerado, gorgoteando su garganta mientras una saliva roja y verdosa corría por su barbilla. Elis esquivó a tiempo impulsándose hacia atrás y consiguió situarse a una distancia. Analizó que tras ello el pasillo continuaba, destacando otra figura al fondo que se tambaleaba de forma idéntica.

La criatura se situó cerca, y Elis forzó su brazo empujando del codo hacia su cuello como si quisiese dislocarse el hombro. Con misma energía, soltó el brazo y éste se movió rápido junto a su oreja, como si hubiese soltado una goma estirada, produciendo así un golpe en el cuerpo del policía infectado que lo derribó tras dar un pequeño salto.

Como bien le dijo a Charles, tenía conocimiento de su poder del día, consistente en una elasticidad útil siempre que se supiera enfocar y no se temiera el dolor por ello. En su caso el dolor ya no era un problema.

Elis aprovechó para lanzarse y sobrepasar al poseído por el lado. Continuó por el pasillo sin frenar. El otro afectado fue quedando cerca, percatado de la presencia sobre ruedas. Elis aprovechó el impulso que llevaba y se preparó para repetir la acción, esta vez tensando su brazo desde detrás de la nuca, agarrando con la otra mano para estirar desde la espalda. Notó la tensión de ambas manos como un resorte que presiona con gran fuerza; escuchó los crujidos de sus huesos, que le recordó a una enorme goma tensada. Nada más ver elevarse el gusano en la cabeza, Elis soltó la mano que agarraba, cerrando el puño que se abalanzó como un mazo, golpeando al insecto que expulsó la terrible pus de su naturaleza como sangre y gemido.

La criatura humana siguió moviéndose, pero estaba desorientada. La pequeña supo que debía marcharse cuanto antes, pero se percató de la pistola en el suelo y se acercó convencida. Estiró su cuerpo con esfuerzo desde su posición sentada, pero le fue imposible rozar siquiera con la punta del dedo. Volvió a intentar mientras alternaba la mirada del arma a los dos parasitados... el primero se había levantado, y estaba más cerca de lo esperado, lento y dispuesto hacia ella.

Le dolió el brazo; los pasos sonaron más cerca; creyó notar como su dedo rozaba; un sonido delató salpicaduras contra el suelo. Analizó. No tenía tiempo de bajar de la silla para luego treparla.

Decidió dejarlo y avanzó cerca de la pared, dejando atrás a las perdiciones, que siguieron con sus ojos de sapo la trayectoria de la niña alejándose.

Cuando sintió que estaba lejos, descansó. Jadeó y acertó en limpiar con la manga el sudor que intuía en la frente. Volvió la mirada atenta al techo. Vislumbró el conducto de aire y comenzó a moverse para seguir con esperanza y encontrar una rejilla abierta o posible agujero.

Tras un largo recorrido, un ruido se delató en el piso de abajo. Sonó a movimiento de cajas, el arrastre de un objeto de cierto peso.

Se detuvo y se esforzó en escuchar. Reconoció un forcejeo ambientado por los gruñidos de una pelea. Creyó saber qué estaba sucediendo y se sobresaltó cuando escuchó un grito desgarrador producido por un hombre. Lo siguiente fue un silencio dañino sin intención de cambiar.

Activada, se apresuró por buscar. Notó el leve dolor en los brazos que debía traducirse a un cansancio severo. No desistió y empujó las ruedas para mantener la velocidad. Encontró una puerta abierta mostrando su interior saturado de oscuridad. Se acercó y percibió el olor húmedo con un toque a yeso. Asomó un poco más y percibió devuelto por las sombras el primer escalón de una escalera que conducía abajo. La madera del primer escalón figuraba desgastada, delatora del camino al sótano. Se acercó un poco más y agradeció comprobar que en la pared quedaba una barandilla. Se fijó en el punto blanco por la parte de arriba de la misma, lo que reconoció como una polilla.

Barajó que ese era el insecto que luego acabaría muerto imitando a la víctima. Si seguía vivo significaba que aún no se había producido el ritual. El asesino más tarde lo atraería con su poder; pero sería ella la que apareciese.

Miró mejor al insecto y se percató que era más grande que una polilla común. Resultaba más blanca de tono, moteada con manchas negras. Le fascinó y estiró el brazo para cogerla. Al agarrarla con los dedos en pinza la aplastó sin querer. Diminutas gotas salpicaron y el cuerpo del insecto colgó destrozado. Se sorprendió por haberlo hecho, preguntándose qué necesidad tenía. Atribuyó la culpa al cansancio y pidió perdón al cadáver en su mano. Dejó caer los trozos al suelo y se despegó los restos restregando los dedos contra la pared. Se centró en la barandilla.

Vació su mente y se concienció. Se vio a sí misma bajando, el cómo iba a hacer y el porqué iba a lograrlo sin problemas. Reafirmó la visualización y se agarró. Ordenó al nano-iPod interno que se activara. Un coro solemne comenzó a surgir de una oscuridad acústica. Inició su propia plegaría.

Con paciencia, forzó los nervios de su cabeza y empujó hacia delante con el cuerpo sin soltar los brazos rodeando la barandilla, con una firmeza que parecían soldados a la misma. Deslizó las ruedas, que se amoldaron en cada breve caída, produciendo apenas un perceptible crujido en la madera de cada escalón. Paró un momento para estabilizarse, sucediendo un balanceo leve que buscó por la seguridad de una base. El tiempo dejó de existir desde la medianoche, y su situación actual terminó de barrer cualquier rastro del concepto. Elis se intuyó empapada, ahogando cada gemido que el golpe del siguiente paso le arremetía. Sus brazos debían estar débiles, sabiendo que en cualquier momento la traicionarían para que cayera a su suerte, una que incluso tardaría en percibir. Continuó.

Un crujido más intenso la obligó a escuchar. Se juró que no importaría si en ese momento alguien subiera por las escaleras con mala intención, se dejaría caer en un todo o nada para regresar al agresor al infierno negro de donde provenía. Sus planes secundarios solían ser auto-destructivos, lamentó Elis.

Continuó.

Ahogó un resuello, y tuvo la tentativa de gritar para desahogarse del sufrimiento. Apoyó la cara contra los brazos, temblorosos en su agarre. Si se concentraba podía notar el entumecimiento en sus hombros, marcada la columna y las caderas. Se plantó dejarse caer, pero no debía. Tenía que aguantar… o dejarse caer, se merecía descansar de una vez. Ahogó otro gemido y avanzó. Todos los caminos terminan alguna vez…

Se posó sobre el suelo del sótano.

La música en su cabeza devolvió unos coros solemnes como si acabara de entrar por una puerta celestial. La apagó tras cumplir su función de amenizar y se centró en analizar la estancia, más grande de lo que esperaba. Disimuló con fuerza y dolor de pulmones su respiración acelerada.

El entorno resultó materia hecha con verdadero negro, como si esa fuera la guarida secreta de la noche durante el día. Esperó a acostumbrar los ojos y percibió la leve luz bailarina de una vela. Se acercó con calma.

Visualizó al policía en el suelo. Su cabeza dañada desprendía sangre impregnada de pequeñas burbujas. No reconoció al agente. Detectó cerca de su mano una pistola.

Elevó la vista y amoldó en la visión y la mente la espalda del asesino surgiendo de una brecha en la oscuridad.

El hombre alzaba un libro que leía por lo bajo. En la otra mano llevaba algo que no terminaba de reconocer… un escalpelo. A sus pies había dibujada una forma familiar rodeando a la niña raptada, que estaba tumbada y puesta sólo de bragas, con inmensos ojos destacando en la negrura, atrapada su atención como si hubiese algo en el techo. Su cara brillaba por las lágrimas, empapada su boca por sangre que escupía cada pocas espiraciones agitadas.

Elis mezcló su escasa empatía con la de la niña y le fue suficiente para saber de verdaderos sufrimientos. Se enfocó a la espalda de su rival y en silencio le mintió pidiendo perdón por el ataque tan lleno de rencor y traicionero al que lo iba a someter. Elevó la silla de ruedas como si jugara a hacer el caballito. Posó en el suelo esforzándose en no producir sonido.

La niña en el centro del ritual giró con lentitud la cara y la descubrió. Pareció querer decir algo, expulsando otro chorro que empapó su barbilla y parte del cuello. Elis pidió con la mano que no la mirase, pero no hizo caso.

No podía perder ni un segundo más.

Se abalanzó y, justo antes de chocar, elevó la silla para golpear a media altura al asesino. El hombre cayó de bruces —cara a pocos centímetros del cuerpo de la niña en el círculo—, fue rápido a la hora de reaccionar e intentar incorporarse, pero le fue vuelta la cabeza contra el suelo por cómo la base de la silla —donde los pies—, comenzó a caer sobre él dando botes, golpeando su nuca a cada impulso de elevar y dejar caer que realizó Elis con su asiento.

La niña en el suelo apartó el rostro como si la hubiesen golpeado a ella. Fue girando sobre su cuerpo para reptar y alejarse. Llegó y se apoyó contra la pared recogiendo los pies. No miró ninguno de los golpes que aplastaban al secuestrador.

Elis se detuvo y no disimuló el ruido de su respiración casi ronca. Por su frente brotaron y corrieron enormes gotas de sudor hasta los laterales de la cara; era otra forma de llorar, pensó al intuir cómo se juntaban en la punta de su barbilla para caer como una sola gota.

Se echó hacia atrás y notó que las ruedas se habían desajustado y doblado. Le costó alejarse un único metro para evaluar la situación.

El asesino yacía boca abajo sobre media parte del círculo esotérico. La vela seguía encendida, impasible ante la mayor violencia sucedida. Elis creyó ver la sangre emanando de la cabeza de su enemigo, inmóvil con los brazos extendidos. La pequeña se acercó y se percató con paciencia de la respiración débil y concluyente.

Se enfocó entonces a la niña, que se sobresaltó. Con calma se fue acercando, pareciéndole eterno el corto recorrido. Una vez a la altura, la examinó. La niña no cambió su expresión, como si Elis fuese otro depredador que había acudido a arrebatar a la presa.

Tras el análisis, Elis se percató de la herida en la barriga de la chica, justo alrededor del ombligo; un diminuto sumidero negro que expulsaba sangre a cada movimiento que empleara la niña, marcada la zona como si una cera arrancada se hubiese llevado tras de sí la piel.

La heroína alargó el brazo. La niña tardó en reaccionar y corresponder a la mano que quería ayudarla. Elis realizó un esfuerzo para intentar incorporarla, pero ninguna de las dos tuvo la fuerza suficiente. Desistieron y le dijo que se tranquilizara, que lograría el modo de que bajara la policía a buscarlas.

Giró con esfuerzo y entonces se fue acercando a las escaleras. Comenzó a gritar. Notó su voz ronca, bastante débil, forzando a doler las palabras clamando ayuda. Llegó al pie de las escaleras y enfocó en vano la voz alzando la cabeza. Lo intentó una y otra vez pero nadie pareció escucharla. Desistió y regresó a moverse.

Viró hacia la niña, que seguía sentada contra la pared, temblando y aumentando un charco de sangre a su alrededor. Cuando estaba dentro del círculo no había charco alguno; aspecto inverosímil que quiso brotar después de la propia piel —y carne— de la situación. Se fue acercando hacia ella y comenzó a calmarla con palabras, pero no logró mucho debido al ruido que provocaba en cada impulso con la silla destartalada. Vigiló un momento al asesino. Seguía igual.

Llegó a su altura y la pequeña apartó la mirada, aunque extendió la mano para que la agarrara. Elis cogió la mano y notó como su brazo se tensaba por la desesperación ejercitada de la niña.

—¿Cómo te llamas?

—An-Andre... —tartamudeó con dolor—. Andrea.

—Vamos, que salimos de aquí, ¿eh?

Pero no respondió, se limitó a seguir llorando lágrimas arriba y sangre por abajo, retorciendo la cara por lo que sentía. Elis se percató que con su otra mano no cesaba de taparse la barriga:

—Déjame que trate esa herida.

—Hay algo dentro de mí. Lo noto —alargó Andrea. La agonía fue contagiosa.

—Aparta un momento la mano.

Andrea obedeció. Elis miró la barriga y sintió un recuerdo lejano que le habló de qué se trataba: el polillas la había infectado con uno de sus parásitos. La diferencia radicaba en que la herida de esa niña no había cicatrizado, por lo que el gusano del interior iba causando una muerte lenta en lugar de reposar. Elis apartó la cara y expulsó aire con rabia, pensando que no llevaba consigo nada, siguiera una clase de químico que pudiera ayudarla.

Miró alrededor en busca de algo que pudiese servir. Se acercó al asesino derribado y analizó si sus bolsillos abultaban. A la vista no parecían tener nada, y se posicionó al lado para estirar el brazo. Fue imposible. Recordó la pistola.

El arma seguía paciente en el mismo punto, junto a la mano del agente caído. Elis se acercó con esperanzas en la cabeza. Si disparaba contra la pared o suelo cerca de las escaleras provocaría un ruido que llamaría la atención dentro del edificio. Se posicionó al lado y comenzó a estirar el brazo hacia abajo desde el lateral de la silla.

Sabiendo del anterior intento, acercó su cuerpo con la intención de impulsarse un poco más, pero notó como la silla se balanceó. Se calmó y, una vez la sintió quieta, volvió a centrarse en estirar cuerpo y brazo.

Lo fue consiguiendo, su mano tocó el arma y la cogió. El suelo se le abalanzó contra la cara.

La silla produjo un ruido metálico.

Elis se incorporó con los codos y, sin soltar el arma, se enfocó con intención de incorporar la silla. Una vez logrado, intentó subirse, resbalando por culpa de la falta de fuerzas y el sudor. Sus piernas no aportaban salvo en peso muerto. ¿Siquiera un poco se habían curado en esos días? Desistió de la acción cuando se volcó encima la silla por segunda vez.

Rabiada, golpeó con el codo el asiento y se centró en el arma. Se arrastró un par de metros hacia las escaleras. Se detuvo y se giró para quedar medio sentada. Recorrió con los ojos el suelo hasta la línea donde se juntaba con la pared. Apuntó. Observó el temblor de su pulso, exagerado como nunca había tenido. Daría igual por la intención del disparo... escuchó entonces el ruido junto al grito desgarrador.

Volteó hacia la niña, que se tapaba con ambas manos la barriga. Gritaba y lloraba con un sufrimiento que arañó los nervios de Elis. Ésta se acercó arrastrándose lo más rápido que pudo. Le gritó para calmarla, pero sólo sumó ruido. Una vez allí se sorprendió abrazándola. La niña se le agarró con fuerza, arañando un lado de su cara con desesperación. Elis aguantó mientras seguía gritando que se calmara.

Andrea calló de golpe y se la quedó mirando, empapando de sangre a ambas hasta ser la misma mancha. Tenía el rostro pálido, lo que hizo destacar aún más la sangre reinante.

Elis le acarició el pelo y le susurraba que se calmara mientras veía en esos ojos a alguien familiar. La expresión de la víctima se fue apagando hasta la desesperanza, clamando sin secretos que acabara con su sufrimiento.

Sin darse cuenta, Elis pronunció el nombre de su hermana.

Le recordó a ella, y supo entonces qué cara tuvo justo antes de morir tras ser violada. Alguna vez se había preguntado cómo pasó su melliza los últimos minutos de su vida. Creía en la posibilidad sobre que podía no haber sentido sufrimiento, pero en aquella niña que tenía delante lo vio, descubrió cómo se siente una persona justo antes de morir.

Tenía que impedirlo.

Le examinó la barriga y le pareció una carnicería digna de herida de bala...

...tenía que impedirlo.

La dejó apoyada contra la pared y le costó que soltase su mano. Elis se alejó unos metros con tranquilidad arrastrada mientras luchaba contra su propio interior, dejando tras de sí un rastro físico de sangre ajena. Se dio la vuelta y miró a la niña. Ésta se retorcía sin poder emitir más que una aspereza de lo que fuese su voz, como si algo raspara sobre arena. Desesperada, la niña comenzó a hurgar y rebuscó con los dedos dentro de la herida como intento de sacar lo que llevaba dentro, empeorando su sufrimiento; empeorándolo todo. Elis le gritó que se detuviera, presenciando el aumento de la carne viva y el dolor hecho líquido expulsado desde ella...

...desde Lisa...

Elis apretó las manos en la culata de la pistola. Gastó toda su voluntad en elevar los brazos y mantener el pulso. Apuntó. La pistola bailó indecisa.

Exhaló.

El tiempo comenzó a moverse más lento.

Inhaló.

El tiempo se detuvo.

Su hermana sonrió.

Disparó.

Quedó rodeada de silencio.

Una nueva gota de sudor cayó desde su barbilla para chocar contra el suelo como una pequeña bomba dentro de su mente. Ahora quedaba sola, empapada de sangre, notando el cuello más pesado y mojado debido a que el pañuelo de tela había absorbido gran cantidad de líquido.

Su mirada no se apartó de la niña inmóvil. Le costó creer que aquello se moviera y pensara escasos segundos antes...

Sintió el mareo acompañado del escalofrío.

Llenó sus pulmones y retuvo el aire. Lo expulsó lo más lento que pudo, pero ni eso calmó el temblor de sus manos doloridas por la fuerza con la que seguía agarrando la pistola.

¿Es justo? Se preguntó.

Silencio.

Elis, acabar con un sufrimiento no tiene reglas, se dijo.

El silencio fue el mismo.

Sintió el café hecho ácido en la garganta. Recordó que se había prometido dejar la policía si alguna vez mataba...

El mareo continuó, uno que desestabilizó cada sentido.

Recordó cuando Charles le contó la primera vez que mató. Aunque fuese forzado en defensa propia, su amigo sintió ese mareo y angustia que describió con tan buen detalle como ahora lo sentía ella en ese momento.

Se mordió el labio inferior. No supo si se provocó sangre.

Charles le aseguró que en la siguiente vez ya no volvía a suceder, que le inquietó lo poco que le afectó en comparación a otros problemas. Era como si matar se convirtiera en un nuevo rasgo predispuesto a la costumbre, como cuando alguien va a trabajar con emoción sólo la primera semana. Fue tan cordial en su comparación, que Elis no dudó de la frialdad de la segunda vez que se mata...

La pequeña enfocó la mirada a lo que estaba esperando. De la barriga de la caída surgió algo negro y reptante. La cosa se enderezó como si buscara por la luz del sol, y lo único que recibió fue un disparo de lleno que le habló de cómo partirse por la mitad con eficacia.

Elis dejó caer los brazos. El arma cayó de sus manos. Se quedó con la mirada apartada, escuchando los sonidos de pasos en el piso superior.

Era un punto rojo alejado de otro, encerrada y destacada en aquellas cuatro paredes entintadas de negro por la ausencia de luz. A su lado quedaba la forma derribada del asesino, apagado conforme lo hizo la vela.

Las tinieblas la embriagaron.

Un día perfecto para Elis
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