Carreteras
Jueves 24
No se encontraba cordial ni con la tarde ni las calles, tan rutinaria y paralela a su vida. Elis sentía que todo el chorro de gente iba en su contra; como siempre —remarcó— en la dirección opuesta a donde le diera por dirigirse a cada momento. Todos los semáforos en rojo y una obra del pavimento de regalo. Para nada podía ser un día perfecto.
Había quedado con el alcalde, insistente y necesitado hasta que consiguió localizarla para tratar su despido de la policía. Elis rabió la repentina acometida de teléfono, sintiendo aquello como una formalidad burocrática en la que esperaba no tener que vaciar mucho el bolígrafo o la pluma. Accedió tras varias excusas con tal de tener cuanto antes una preocupación menos.
El jefe Charles le habría comentado al alcalde, pero el funcionario jefe era un hombre de escuchar a todas las partes por igual. De no ser político habría sido tratado de excelente persona.
Montó en un bus abarrotado. Quedó de pie en una zona donde tenía que apartarse en cada parada para dejar salir. Subían más de los que bajaban, y en ningún momento pudo lanzarse a por un asiento libre, conformándose con encontrar un hueco donde respirar. Le sorprendió comprobar el transporte tan lleno, más propio de las líneas que traían trabajadores de vuelta.
Miró de pasada varias veces a la ventanilla. En una de las veces se alarmó al percatarse que el autobús se dirigía a las afueras. Analizó esa equivocación y se percató que estaba en el bus que solía usar para ir a la zona que no quedaba lejos del lugar de Los Perfectos. Bajó en la siguiente parada y corrió por las calles en busca de la línea correcta.
¿En qué estaba pensando? Porque lo había pensado, ¿no? Era ella la que decidía, ¿verdad?
La duda siguió cogiendo peso.
Gracias a la resistencia entrenada en carreras, llegó a tiempo al bus que sí se dirigía al lugar de reunión con el alcalde. Al menos pudo sentarse y descansar, secándose la frente con la manga de la blusa.
Tras media hora, Elis bajó del transporte y se dirigió con cierta prisa a los recreativos situados a tres manzanas de distancia. Una vez cerca, aminoró. Miró el cartel conforme se acercó.
Una nostalgia la invadió.
Recordó cuando iba con sus hermanos a jugar a videojuegos en ese mismo lugar, único en la ciudad debido a la caída de los locales de máquinas recreativas frente a los ciber-café. No correspondía a su generación, pero sus hermanos las educaron a ella y su hermana en el arte de gráficos “viejos” y monedas de 25 centavos. Años antes solía ir después de las misiones, una costumbre perdida conforme se centró más en la policía.
Entró por la doble puerta de madera, vieja y desgastada, coloreada de moho en las esquinas y carcomidas a la vez por el tiempo y esa misma nostalgia.
El sitio era enorme, con una barra de madera a un lado que indicaba que antes era un bar. Frente a ésta quedaba la pared cubierta, como soldados obedientes, por las antiguas máquinas de joystick y botones, algunos quemados por cigarros a escondidas mal colocados. Al fondo puertas de aseo y, cerca, hasta la esquina, una mesa de billar ocupada por dos hombres de bigote y estilo viejo por la forma que tenían de agarrar los tacos.
Uno de los hombres, el más bajo —cuando los dos más bien lo eran— elaboró con facilidad una sonrisa al ver entrar a la niña. Se mantuvo quieto sin dejar de sonreír conforme apreció acercarse a la invitada:
—Hola, River.
El tono del alcalde era un poco áspero por los años de tabaco y bourbon. Por lo demás era brillo puro y sano.
—Siento llegar tarde —dijo Elis sin sentirlo mucho.
—No pasa nada —miró a la mesa con atención estratégica—. Tendrías tus cosas.
“Sí, mis cosas”
—¿Te apetece jugar contra uno de nosotros? Hoy es un buen día para ganar.
—Todos los días son de perdida. Por eso llevar la contraria ayuda tanto.
—¿De qué libro es eso? —el alcalde arqueó las cejas y siguió centrado en la mesa.
—De la tele. O alguna película. ¿Dónde si no?
Elis miró al otro hombre, el dueño de los recreativos. No había cambiado nada en esos pocos años. De nada que levantara un brazo mostraba su ombligo que asemejaba una boca curiosa o sorprendida. Seguía teniendo tanto pelo en la nariz que parecía que en realidad era un hombre lobo disfrazado que estornudó muy fuerte. En el caso del alcalde el bigote era por estética o formalidad, pero en el dueño era por disimular.
—¿Cómo está la familia? —preguntó el alcalde y la hizo volver.
—Siguen manteniéndome. Por lo que bien.
—Hablé con tu padre de lo sucedido. Me parece injusto.
—Charles no aceptará que vuelva.
—Pero yo sí —miró a Elis a la vez que golpeaba con el taco. Logró introducir bola—. Aprecio a mis mejores agentes.
—Si volviera, no sería lo mismo. No puedes forzar y...
—Lo sé, a la gente con una les basta. Somos desconfiados por naturaleza.
—Y hacemos bien.
—Si Charles se preocupa en lograr que te vayas de nuevo, es porque te aprecia mucho.
—Por desgracia, sí.
El sonido de las bolas irrumpió. Por los rostros de ambos, el alcalde había ganado de nuevo. El dueño se alejó sin decir nada, concluyente dirección a permanecer detrás de la barra, su lugar habitual. La pequeña recordó la broma que tenían sobre si aquel hombre tendría piernas.
El alcalde se sentó en un taburete alto que tenía a mano. Ofreció asiento a Elis en otro situado justo al lado, pero ésta negó con la cabeza. El alcalde sentado en lo alto de esa clase de silla resultó simpático.
—¿Y eso de vernos aquí? —preguntó Elis.
—Conozco a Pete desde niño —miró al billar con cierto orgullo—. Además, ahí donde ves, ésta es la mejor mesa de billar de la ciudad. Con la mitad se dice lo mismo.
—Ah.
—Hablemos hasta dejarnos llevar, Elis —el hombre se cruzó de brazos—. Nunca hemos tenido ocasión. Ya eres toda una mujercita.
—Según para quién.
—No seas tan dura con tus padres...
—No me refería a ellos.
El alcalde frunció el ceño y ladeó la cabeza. No dio importancia y prosiguió:
—Hay cosas que podríamos hablar y que siempre he tratado con Luk y Hala —colocó el puño delante de la boca para reprimir una tos o posible eructo. Sacudió el pecho como si tuviese hipo—. Por ejemplo el hecho del porqué os hicisteis vigilantes y yo alcalde.
—Por mi abuelo. Se enseña hasta en clase.
—¿Pero os hablan de él en el colegio por lo que es, o por lo que hizo?
—Por lo que tuvo que vivir. Él mismo dice que no fue ningún héroe.
—Pero estuvo junto a uno. Eso te convierte sin remedio en otro héroe.
—Sin remedio. Tú lo has dicho.
—Orestes es humilde...
—Para los demás. Con nosotros es un tirano.
—Los mejores maestros poseen carácter duro, demasiada seriedad por cada detalle. Conociendo a tu abuelo, todo es por vuestro bien.
—Estoy harta que la gente se preocupe por mí, ¿eh?.
—Te diría que cuando seas mayor lo comprenderás, pero lo entiendes de sobra.
—Menos mal que hay un sensato en toda la ciudad.
El alcalde rió de forma leve. Miró a la niña con cierta ilusión:
—¿Acaso no te gustaba ser vigilante?
—Me gusta. Aunque en los últimos años lo hago... —calló—. Lo hacía por venganza.
—Cuando la efectúes, ¿qué?
—Seré una niña normal. Lo prometo.
—Me temo que no, Elis, eres como eres y te convences que todo lo haces por lo que ocurrió —elevó las manos a tiempo para explicarse—. Me refiero a que te has obsesionado hasta eclipsarte y no distinguir que pasas por una lógica época de cambio.
Elis se mantuvo en silencio con la mirada inmóvil.
—Si regresas, me encargaría de reiniciar todo a cero. Todo —remarcó el alcalde bajando con fuerza las cejas—. Sabes lo ordenado que soy —elevó un dedo a forma de señalar y bromear—. Siquiera los ordenadores me igualan —bajó la mano decepcionado por no lograr efecto alguno—. Estarías regulada por convenio y en otro registro. Y si lo prefieres, borraríamos rastros por la red conforme te dieras a conocer. Además de otros privilegios como equipo, dietas, protección familiar... una nueva identidad al uso. Nadie sabría que eres tú.
La niña no pareció escuchar, adentrada en su mundo donde todo resultaba más fácil.
River —el hombre le pidió que se acercara con un gesto de mano. La niña accedió—, lo que sucedió en comisaría fue perder el control —le posó una mano en el hombro—, y lo comprendo porque estás madurando.
—¿Tú crees? —la mirada de Elis desprendió un brillo de falsa inocencia. Se la notó más incómoda por la mano.
—Todos hemos perdido el control alguna vez.
—No me convencerá para volver, lo siento —el brillo se apagó. Notó en el hombro un peso de granito. Accedió a aguantar un poco más por educación—. Quiero continuar siendo policía cuando nadie le dé por mirarme mal. Haré caso a lo lógico, “a lo que toca” —suspiró en gesto sin sonido—. Esperaré a ser mayor de edad.
—¿Diez años no te parecen...?
—Más de lo que he vivido, sí —miró al alcalde de mala manera—. ¿Por qué insiste tanto?
—Porque todos nos beneficiamos, por supuesto —el hombre se puso recto y apartó la mano del hombro de la pequeña. Obvió el gesto de la niña—. Sigo siendo un empresario que se preocupa por el bien de todos. Eso es lo que hace ganar favores, lo que da vida a todas las reuniones y encuestas y brinda ganar las elecciones.
—Suenas de ciencia-ficción —la niña sonrió con simpática sorna que el alcalde correspondió.
—¿No quieres entonces escuchar cómo decidí ser alcalde? Quizás así...
—Bueno —expulsó—. Venga, vamos.
—Verás —se volvió a cruzar de brazos—, todo comenzó cuando casi tuve un accidente con el coche por culpa de un bache. En esa carretera habían decenas de grietas como precipicios de insecto —eso causó que la niña escupiera aire—. Otras eran como islotes inversos; una carretera llena de granos —aclaró.
—Carreteras con lepra, muy bien.
—Y el día que temía —continuó narrando como si contara un cuento—, llegó. Vi mi vida girar —dramatizó—. Una vez que el mundo quiso pararse, me planteé que alguien tenía que arreglar todo eso cuanto antes.
—Antes de todo eso —señaló Elis con un toque de dedo al aire—, te cabreaste, ¿no?
—Como un condenado. Yo era el mundo que tenía que parar —su boca evolucionó en una enorme sonrisa. Sus ojos seguían distantes dentro del relato—. Estudié lo justo y poco a poco fui subiendo hasta presentarme para alcalde. Y vaya si gané, amiguita.
—Y desde entonces las carreteras están perfectas sin baches, estigmas y todo eso. Colorín, colorado...
—Ni baches en las estructuras, ni en los sueldos o mucho menos en los empleados. No sólo las carreteras tienen baches, River. Puedo asegurarte que tampoco hay baches en mí...
—Oh, claro, don perfecto —disimuló una mala espina al decir la palabra.
—Entiendo tu postura, pero así es. Nunca he entendido del todo el verdadero beneficio de la corrupción teniendo buenos sueldos —arrastró el tono indignado—. Y con los extras deberíamos quedar satisfechos de por vida. Si en palacio siempre hay problemas por remediar, ¿qué necesidad de empeorarlo? Me parece bastante irresponsable.
—¿Nunca te has visto...? —inició Elis y arqueó una ceja—. Tentado. Si hasta los niños de mi clase son codiciosos.
—Me carcomería la conciencia, me conozco. No me muero si digo no —se reafirmó con su expresión—. Lo contrario que le sucede a muchos por no pensar bien las cosas.
—No sería un gusto detenerle, señor.
—Gracias —sacudió una risa silenciosa—. Sigo sin entender tampoco la postura de otros ayuntamientos frente a los vigilantes. ¿Tú sabes el beneficio que dan?
—No.
—Prácticamente se pagan solos. A la ciudad siempre le había quedado el bache de la delincuencia y, un buen día, como escuchado, aparecisteis los River desde un lugar lejano. Nunca sentiré que os he pagado suficiente.
—Tomo nota.
—Los beneficios que dieron vuestros derechos de imagen y vuestros seguidores fueron suficientes para seguir levantando estos picos oscuros de cemento —señaló magnifico con ambos brazos alrededor, dejando a entender que se refería a la ciudad en sí—. Estaban además los insensibles monetarios que donan o marcan la casilla de dar para la causa. Si incluso de forma conectada se pudo mejorar el equipo de la policía.
—Me parece bonito, pero todo eso díselo a quienes compran la verdura que acaba en las paredes y en el jardín de mi casa.
—Nunca comprenderé a los detractores —miró al suelo—. Después de todo lo que habéis hecho por esta ciudad, por esa demostración de querer hacerlo mejor después de lo sucedido en vuestra ciudad natal —la miró con decisión—. ¿Qué importa un error o dos? Nadie es perfecto...
—Bueno, no sé qué decirte —dijo Elis seria. El alcalde rió por creer que se refería a la broma anterior.
—Me dolió mucho vuestra decisión de dejarlo, jamás diré lo contrario. Si hay que ser rebuscado y mirar el lado positivo, hasta la gente en contra de cualquier causa o suceso puede dar beneficio si se sabe enfocar. Pero desde ese día —miró al fondo, a la lejanía de algo malo e inminente—, la ciudad se tornó un poco más oscura. Se nota que los baches reaparecen y... —se quedó en silencio pensativo—. Y necesitamos alquitrán con urgencia —miró a Elis con segundas.
—Lo siento.
Elis apartó la mirada, centrada en observar a las máquinas para ignorar la notable expresión agotada de su antiguo superior... fue entonces que la vio:
Hipergirl.
Se acercó ignorando si el alcalde hablaba. Entre las maquinas, sin destacar siquiera en letrero o color, se situaba una máquina de las que Elis aún notaba impregnada su propia esencia.
De niña, guiada por las manos de sus hermanos mayores junto a las de su gemela, aprendió a jugar a su primer videojuego con esa recreativa. Hipergirl era parte de su vida, de las primeras experiencias al ir creciendo y saberse una mente consciente.
El juego trataba de avanzar mientras todo el mundo intentaba matarte. En este caso se trataba de una invasión alienígena, con una connotación humorística que Elis ahora percibía. Los personajes principales eran la justiciera Hipergirl, de traje ajustado y naranja, y un compañero periodista en busca de la exclusiva. El juego se notaba bastante antiguo, resultando racista para los alienígenas que vivían en el planeta, por lo que su programación se situaría justo antes de la venida de los mismos. Creyó recordar un reportaje estúpido por la red que aseguraba que el juego era profético y había que defenderse contra los turistas espaciales; de lo único cierto que necesitaba Elis defenderse de su madre era de los días que experimentaba en la cocina.
Escuchó el taco golpeando una bola de billar, por lo que dedujo que el alcalde estaría con nuevas cavilaciones para convencerla. Mientras trabajaba en vano, Elis decidió buscar por una moneda en su cartera e iniciar una vez más el viaje de su vida.
Completó la máquina. Lo que le había sido imposible tiempo atrás ahora era una realidad. No esperaba que la trayectoria del juego fuera tan extensa, llena de peligros y alienígenas de todas las formas, colores y tamaños; incluida una casualidad de unos humanoides de ojos saltones. Se vengó en la imaginación de su madre por las legumbres vertidas en decenas de platos. Ya podría aprender que no toda la cocina humana tiene por qué ser fascinante.
El final del juego iluminó una explosión en el cielo, alargando las sombras “pixeladas” de los personajes que, cerca el uno del otro, estaban a punto de darse un beso justo antes de querer alejarse Hipergirl sin aviso, con decisión propia de vigilante. A Elis le fascinó la actitud, y su vieja amiga volvió por un momento a la emoción.
Ahora que la apreciaba con otros ojos, le gustaba más su traje de trabajo, entendiendo además las intenciones de sus creadores al basarse en algún vigilante real. Se imaginó puesta con ese traje y una corazonada arremetió para...
—¿Son títulos de crédito como en una película? —el señor alcalde se descubrió a su espalda observando con interés—. ¿Significa que lo has completado?
—Así es, señor John. Creía que era imposible.
—Si así lo fuera no existiría.
—Es para un político que no hay nada imposible. El caso es tener ganas de hacerlo —lo miró con fría burla—. Eso sí es imposible.
—¿Ya estamos con tópicos sobre políticos? —el hombre sin embargo pareció divertirse.
—¿Qué quieres que se haga? Es como intentar decir que los perros no ladran o... —se esforzó por no sonar forzada—, o que los peces no cagan —error—. Ha llegado al punto de ser ley de la naturaleza.
—No sé el caso de los demás, pero el mío ya te lo he contado. Según mi forma de pensar y de ver —cambió el tono— los ciudadanos escucharían más a los políticos si no supieran que estos mienten a menudo. Incluso se preocuparían por aprender de ellos, como antaño reyes y gobernantes que dieron lecciones con grandes ejemplos —tomó una actitud más descansada—. Nos podemos poner incluso metafísicos y atribuir que nuestra vida es una creación y que por ello está regida a lo que diga un creador —arrugó la boca y afirmó dudoso—. Pero lo veo una evasión de la responsabilidad, una bonita forma de engañarnos para creer que nuestra vida hasta el momento no ha sido culpa nuestra —chasqueó la lengua—. Ahora mismo podría romper con todo e irme y desaparecer; hacer una locura, y sería más recordado por eso que si decidiera vivir docenas de años más como estoy ahora.
La niña se mantuvo atenta, sin pestañear.
—La gente lucha más cuando tiene un ideal —prosiguió el hombre—, y los soberanos son representaciones de los mismos.
—Pero los ideales no dejan de ser parecidos a las mentiras.
—Ya. Incluso pueden hacer el mismo daño —dejó perder la mirada—. En fin —se centró—, los tiempos cambian y es una estupidez quejarse —dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia el taburete—. El pasado no es como fue, sino como se recuerda.
Elis le acompañó y decidió sentarse a su lado. El hombre se descubrió con algo más que contar:
—Lo mío con la sociedad siempre ha sido especial, River. Siempre me he sentido como en el cuento de Pedro y el Lobo. Temía cada día que el lobo —realizó un gesto de comillas con los dedos— llegara entre presupuestos, rutinas y peleas estúpidas por culpa del estrés y de no pensar bien las cosas. Esa constante sensación de conspiración que di forma de ajeno resultó tener mi forma, y me percaté que el lobo somos nosotros —la miró. Su mirada era limpia—. Uno que siempre anda hambriento en busca de Pedro, que no aparece por ningún lado mientras la desesperación nos transforma en monstruos peores.
La niña siguió atenta escuchando, y el alcalde se notó agradecido.
—Hay cierta ironía —prosiguió—, puesto que estoy casi igual de dinero en el bolsillo que cuando tenía un hogar, un coche y alguien a quien besar —miró de reojo con simpática confidencialidad—. No se lo cuentes a nadie —rió por lo bajo—. Por eso no echo en falta nada, y el Pedro que busco ahora es consistente hasta el punto de saber que no existe.
Quedó callado mirando el balanceo de sus pies. La pequeña también quedó absorta mirando dichos pies.
—Preferiría ser un lobo solitario —quiso concluir el alcalde— que a pertenecer a una manada que no tiene un líder claro. Aunque, bueno, ésta sociedad está montada como una manada de líderes de muchas especies animales, tan llenos de dudas como sus protegidos.
Elis desvió la mirada a la máquina que acababa de jugar. Se sintió serena al comprender que su soledad no era tan rara.
—Y no te preocupes niñita, no soy un lobo de los que devoran chiquillos —realizó una mueca burlona—. Supongo que ahora soy vegetariano, ñam.
Los pelos de una nuca se erizaron.
—Las hamburguesas también tienen vegetales —respondió Elis sin dejar de mirar a la pantalla donde regresaba Hipergirl con un golpe dinámico.
—Y las pizzas. No te preocupes —siguió en broma—, si fuese tu padre no te reprocharía nada de eso.
—Imagino. Se te nota más abierto —su vista regresó al alcalde—. No me reñirías con envidia infantil desfasada por no haber disfrutado ciertas comidas exclusivas de mi tiempo.
—Todo es evolución. O así lo entiendo yo.