La casa se mostró desde la carretera rural. El jefe confirmó que era la más cercana de las indicadas en la lista.

El coche frenó casi derrapando, ladeando un poco en consecuencia. Salió empujando la puerta del conductor, lo que hizo que crujiera. Llegó a la verja. Analizó y estiró el candado, que se quejó con voz de hierro. No lo pensó y alejó para disparar. Dio a la primera y se produjo un chillido metálico.

Los demás coches fueron llegando y se detuvieron sin orden. Una pequeña marea de agentes de la ley comenzó a inundar la entrada.

De avanzadilla, el jefe de policía subió por la pequeña colina que servía de camino hasta la casa. Llegó y comprobó las ventanas opacas de polvo. Se acercó a la enorme puerta de roble y comenzó a golpearla con el pie con intención de tumbarla. Cansado, buscó por una ventana para romperla.

Revisaron el interior y allí no había nadie. La casa resultaba vacía salvo por algunas habitaciones amuebladas. Si Billy les había mentido con alguno de los lugares iban a tener problemas.

El jefe seguía teniendo un presentimiento. Salió y respiró aire. Se fue alejando del inmueble del inmueble parar mirar a la lejanía del paisaje. El presentimiento se acrecentó, imposible de identificar.

Algo malo sucedía, lo sabía a ciencia cierta como si tuviese un poder sobrehumano.

Buscó y habló con un par de sus oficiales. Repasaron y recordaron que las siguientes casas estaban en direcciones opuestas, por lo que tendrían que separarse.

Miró el mapa y confirmó que en la dirección donde había mirado al paisaje por instinto encontraría uno de los refugios. Dijo a sus hombres que él iba en esa dirección y que le acompañaran un par de coches. Los demás agentes comprobarían el resto de refugios.

De nuevo se vio acelerando por una carretera no segura.

Durante el trayecto sus hombres le fueron perdiendo. El jefe iba tan concentrado y preocupado que el mundo más allá de los lados de la carretera dejó de existir. La realidad resurgió cuando identificó a un grupo de personas curiosas alrededor de una columna de humo tenue.

Disminuyó la velocidad hasta detener el coche fuera del camino. Bajó.

Se acercó corriendo y gritó que le dejaran mirar. La gente se sorprendió al ver a ese hombre de ciudad aparecer de la nada, por lo que no tuvieron objeción de apartarse.

Lo observado resultaba ser un espantapájaros quemándose, desprendiendo manchas azules que el viento se llevaba para devorar. El fuego era negro y, mas que consumir, parecía ensuciar. De las partes quemadas se desprendía costra negra que se convertía en cenizas al contacto con el suelo.

Tal suceso tenía que haberlo provocado ella. El poder desatado de la niña lo estaba llamando para que le ayudase cuanto antes.

Eso le llenó de energía al confirmar que seguía viva y que iba por el buen camino. Se alejó corriendo sin dar explicaciones.

“Aguanta, pequeña. Aguanta, por Dios, aguanta...”.