Navidad

LA LUZ REFLEJADA POR LA ESCARCHA matutina inundó la habitación. Lis se salió de la cama como el buzo que sale de las profundidades, y se fue derechita al espejo para ver los progresos de su nariz. Aquella era la nueva rutina de todas las mañanas. La hinchazón había descendido considerablemente, pero, aunque todo el mundo lo negara, la nariz no había recuperado su tamaño ni su forma habituales. Al menos los moretones de los ojos, que le habían dado aquel aspecto de mapache, ya no estaban allí. De todas maneras, aquella Navidad no habría fotos de familia.

Subían risas procedentes de la planta baja. Era la mañana de Navidad. Suspirando, Lis se echó encima la bata y salió de su dormitorio arrastrando los pies.

Max había encendido un fuego que parecía el de El coloso en llamas, mientras Sarah intentaba en vano que un niño de once meses se interesara por los regalos. Y su madre presidía la escena, con una taza de té en la mano. Lis parecía el fantasma de las Navidades pasadas[14].

—¡Aquí la tenemos! —exclamó su madre—. Feliz Navidad, cielo.

—¡Feliz Navidad! —repitió Lis, adoptando el tono falsamente alegre que se necesitaba para no llamar la atención. Ay, seguía teniendo aquel dolorcillo en el hueso de la nariz que se le iba sanando. Se fue hacia la alfombra y recibió un beso de bienvenida por parte de su madre, antes de plantificar otro parecido en la suave y esponjosa cabecita de Logan.

—¡Buenos días, Bella Durmiente! —dijo Max sonriendo.

—No tanto —repuso ella, señalándose con el dedo el centro de la cara.

—Me parece que hay algún regalo para ti debajo del árbol… —le dijo Max.

Sarah se inclinó hacia atrás y miró.

—Lo siento, guapa. Me parece que para ti no hay ninguno. ¡No es buen año!

Lis lanzó un resoplido.

—Muy divertido. Vuelve a mirar.

Con un gesto grandilocuente de la mano, Sarah sacó todo un montón de paquetes muy colocaditos, y los deslizó hacia ella.

«Me pregunto si me habrán comprado un diario este año», pensó Lis de repente. Pero reprimió la idea antes de que se hiciera más poderosa. Todo aquello eran cosas normales. Y las cosas normales estaban bien. Las cosas normales ayudaban a sanar las heridas.

Lis siempre había encontrado muy aburrido el día de Navidad. En cuanto uno ha abierto todos los regalos y se ha vestido para la ocasión, ya no queda nada más que hacer, salvo comer.

—Mamá, ¿te encargas tú de las bebidas, y me dejas que yo me preocupe por la puñetera comida? —dijo desde la cocina la casi agotada paciencia de Sarah. Logan jugaba tirando por el suelo un trozo de papel de regalo, y Lis hacía zapping mientras Max les daba conversación a los vecinos de la puerta de al lado.

—¿Quieres champán, Lis, cielo? —le preguntó, rellenando las copas.

—No, gracias —respondió, y se quedó atenta al canal de noticias.

La presentadora, de un rubio asombroso, aparecía delante de una foto del profesor Gray.

—Un portavoz de la Policía de North Yorkshire rehusó ayer hacer ningún comentario sobre los crecientes rumores de que la estudiante Laura Rigg fue víctima de un asesinato ritual. Desde que su muerte…

Max se colocó delante de la pantalla, posando el champán y apagando la tele.

—¡Max! —protestó Lis.

—No deberías ver eso —le dijo con amabilidad.

—No puedo esconderme de la tele. —le respondió dirigiéndole una fría mirada. ¿Por qué nadie le dejaba hablar sobre ello? No había salido de casa desde que le dieron el alta en el hospital. Solo se había ido de allí para pasar a ser una prisionera en su propio hogar. Sabía que Sarah tenía las mejores intenciones, pero envolverla entre algodones iba a hacer que se sintiera peor.

—Hoy sí que puedes. Es Navidad, cielo, y tenemos invitados —insistió Max.

Asintió con la cabeza, sin abrir la boca. Eran tantas las cosas que quería, que necesitaba decir… pero nadie quería escuchar. Quizá fuera que les daba demasiado miedo.

—¡Lis! —le gritó Sarah—. ¡La puerta!

¿Qué vecino cotilla sería ahora? Desde la noche de la Gran Tormenta se había ido dejando caer por allí una cantidad de visitas inusitada, incluso para los niveles navideños. Lis estaba casi en esa fase en que uno se dispone a firmar autógrafos. Se fue a abrir pasando por delante de su madre y su hermana, que seguían riñendo.

A la puerta se hallaba Danny Marriott, con las mejillas coloradas del frío, como un personaje de caricatura.

—¡Feliz Navidad! —anunció él. Llevaba un gorro de lana gris que le tapaba los puntos de sutura que Lis sabía que tenía en la cabeza.

Sí, claro, feliz Navidad. Danny era una de las dos cosas que había puesto en su lista de deseos navideños. La otra era recibir noticias de sus amigos.

—Se supone que tienes que responder «Feliz Navidad para ti también» e invitarme a entrar —le dijo Danny—. ¡Hace un frío del carajo, Lis!

Ella abrió más la puerta y agachó la cara, completamente sobrepasada por la vergüenza.

—Vamos, entra.

Danny pasó a su lado y entró en la sofocante cocina.

—¡Hay algo que huele estupendamente! Hola, Sarah.

—Hola, Danny. ¡Feliz Navidad! —respondió Sarah, levantando un instante los ojos de la sartén en la que preparaba la salsa del asado.

—Ah, este es Danny, ¿no? —Su madre se secó las manos en una toalla y se acercó a saludar a Danny—: Yo soy Deborah, la madre de Lis. ¡No me dijiste que fuera tan guapo! —le comentó a Lis.

«¡Tierra, trágame!».

—¡Muchas gracias, madre!

Después de todo lo que había sucedido, Lis estaba tan agradecida a su madre y al resto de la familia que solo se murió de la vergüenza a medias. Pero cogió a Danny de la mano antes de que su madre pudiera encontrar fotos de su infancia, tiró de él a través de la reunión que tenía lugar en el salón, y se lo llevó hasta el invernadero que estaba al otro lado. Allí podían estar a solas, aunque el espíritu de la Navidad se filtraba a través de la puerta.

—¡Perdona! ¡Mi madre siempre es así! —dijo Lis.

—Parece… maja.

Se quedaron de pie, incómodos, en el recinto de cristal, al que la decoración navideña tenía convertido, en aquel momento, en una jungla de espumillones. Lis había pensado muchas veces cómo disculparse con Danny. Había escrito muchos borradores en su cabeza, pero el miedo escénico no había formado parte de ninguno de sus planes.

—¡Danny, lo siento! —le soltó.

—¿Que lo sientes? ¿El qué? —preguntó él, frunciendo el ceño.

Ella alargó la mano y le quitó el sombrero, dejando al descubierto la herida producida por la caída.

—Bueno, esto no fue culpa tuya —repuso conduciéndola hasta el sofá cama—. Bueno, sí, fue culpa tuya, pero ¿qué ibas a pensar tú? Yo tenía el diario de Laura, y además el insti estaba lleno de un humo mágico de setas… ¡o lo que fuera!

—Cuando estaba en el hospital no dejaba de darle vueltas a eso —le dijo Lis—. ¿Qué demonios hacías tú con el diario de Laura?

Sin darse cuenta, Danny empezó a frotarse los puntos ya convertidos en postillas.

—Lo vi en el despacho de la señora Dandehunt. Me había llamado para preguntarme si yo sabía por qué te querías ir, y pensé que si lo robaba para ti, podría, digamos, impresionarte. Así que me metí en el despacho después del rugby.

En el repertorio de gestos románticos, robar el diario de una chica muerta en el despacho de la directora resultaba ciertamente algo poco visto. En el rostro de Lis asomó una levísima sonrisa.

—¿Y sabes qué? —prosiguió Danny—. Ese cerdo psicópata está muerto. Y los demás irán a la cárcel. Asunto concluido.

—¿Qué crees que ocurrió? —le preguntó Lis. Aquella era una oportunidad de calibrar lo que la gente hubiera podido estar comentando sin enterarse ella.

—Todo ha aparecido en las noticias. ¡El señor Gray debía de ser un fanático religioso o algo así! Dicen que pertenecía a una secta. En el instituto hay quien comenta que tenía algo que ver con los juicios a las brujas que se hicieron en Hollow Pike, pero…

—Tú no crees en…

—¿En brujas…? —Danny se echó a reír—. ¿Bromeas?

Lis simplemente se encogió de hombros. Ella ya no sabía qué pensar, la verdad.

Danny prosiguió:

—De todas maneras, no he venido a hablar de esas cosas. ¡No me han dejado verte desde hace semanas!

Estupendo. Otro que no quería hablar del tema.

—Entonces ¿para qué has venido?

—Eh… ¿cómo dices? ¡Es Navidad! ¡Te he traído un regalo! —le dijo Danny con una sonrisa.

En su interior, Lis se dio de bofetadas. ¡Regalos, por supuesto! Intercambiar regalos es lo que hacían los seres humanos el día de Navidad. Viviendo en la burbuja protectora de Sarah, sin acceso a las tiendas, Lis se había imaginado que el hecho de que siguiera con vida sería suficiente regalo para su familia, pero ¿y para Danny?

—¿Me has traído algo? Danny, ¡yo no tengo nada para ti!

—¡Estupendo! —dijo él con una sonrisa—. ¡Así mi regalo parecerá mejor y ganaré puntos! No esperaba ningún regalo, en serio.

Se metió la mano en el bolsillo del anorak y sacó un paquete largo y delgado, muy pulcramente envuelto en papel dorado. Cogiéndoselo de la mano, ella rasgó el papel y sacó algo que solo podía ser el estuche de una joya.

—No será una cruz de plata, ¿no?

—¿Qué? No, ¿por…? —preguntó Danny, confuso.

—¡No me hagas caso! —Lis abrió el estuche y sacó una cadenita de eslabones muy finos de la que colgaba una pequeña golondrina de plata que tenía por ojo una brillante y diminuta piedra azul. Era perfecto.

—Pensé que después de todos tus encuentros con pájaros, te podría gustar llevar uno simpático y bonito.

¡Si él tuviera una leve idea de lo adecuado que resultaba su regalo! Lágrimas de las buenas amenazaron con caérsele por la cara.

—Danny —dijo ella—, ¡me encanta! ¡No te haces una idea! —Y le dio el único regalo que tenía a mano en aquel momento: un beso lento y tierno en los labios, que él aceptó de muy buena gana.

—Con esto me conformo —dijo él, y sonrió.

—Y ahora que estoy a salvo, no tendré que volver a Gales —le dijo Lis.

—¿Te quedas…? —Se levantó del sofá cama de un salto—. ¡Ese es el mejor regalo que me han hecho nunca!

La levantó del sofá y la volvió a besar, sujetándole la cara con ambas manos. A Lis la embargó la felicidad. Aquellas eran las mejores Navidades desde que a los ocho años le regalaron una casita de muñecas.

La iglesia de San Wilfredo era una típica iglesia de pueblo de la Inglaterra rural. Su elegante chapitel relucía en la escarcha de primeras horas de la mañana del día veintiséis de diciembre. Detrás de la iglesia había un pequeño cementerio, que había rebasado su capacidad hacía sus buenos cien años, cuyas lápidas estaban desgastadas y resquebrajadas, algunas inclinadas y casi a punto de caerse.

Una pareja con un caniche colocó unas flores sobre una tumba, antes de irse andando cogidos de la mano. Era una fría mañana de diciembre.

Al borde mismo del cementerio, al otro lado de la ruinosa tapia que lo circundaba y detrás de los sauces llorones, había una tierra baldía y abandonada. Estaba llena de hierbajos, basura y trastos, pero en aquel momento cuatro amigos se reunieron alrededor de un cubo de basura que ardía.

—Aquí es donde enterraban a las brujas —explicó Delilah—. El terreno de la iglesia es sagrado, así que las mujeres sospechosas de brujería eran enterradas fuera del cementerio. Sin lápida, sin imagen, sin nada…

—Pobres mujeres. ¡Es tan injusto! —dijo Lis, mirando con tristeza los cinco cuadernos estampados con flores que tenía en las manos. No conseguía dejarlos caer en las llamas. Aquel era el único recuerdo de la auténtica Laura Rigg—. ¿De verdad podemos hacer esto?

—¡Tenemos que hacerlo! —respondió Kitty—. El secreto de Laura debe morir con ella. Nadie debe saber que era…

—¿Una bruja de verdad? —concluyó Jack. Gracias a Dios, había tenido la presencia de ánimo suficiente para meterse el diario de Laura en los pantalones segundos antes de que llegara la policía. Lo había hecho con la mejor intención.

—Si la gente lee esto —prosiguió Kitty—, es posible que sigan el rastro hasta nosotros. Nos guste o no, lo llevamos en la sangre.

Todos ellos habían comprobado su árbol genealógico, claro está. Gray tenía razón. Todos ellos, incluso Jack, tenían raíces en Hollow Pike que se remontaban cientos de años. Tal vez, solo tal vez, descendieran los cuatro de aquellas mujeres del bosque.

—¿Creéis que habrá más? ¿Más Rectos Protectores? —preguntó Delilah. La preocupación de que aún pudieran ser capturados y quemados en la pira también se le había pasado por la mente a Lis.

—No sé. Mi padre dice que Jennifer y Daphne se niegan a hablar. Es como si hubieran hecho voto de silencio o algo así. No hacen más que quedarse sentadas cada una en su celda, mirando a la pared. Están protegiendo a los Protectores.

Lis se imaginó a aquellas mujeres, quietas y calladas, aguardando. Pero ¿aguardando qué? Era terrible pensar que los Rectos Protectores podían seguir por allí, con sus creencias asesinas.

—¿Sabéis qué pienso yo? —preguntó Delilah—. Pienso que la policía sabe más de lo que dice. ¿Cómo se puede vivir en Hollow Pike y no comprender que pasa algo muy peculiar? Todo el mundo ha oído las historias; todo el mundo sabe lo que les pasó a todas esas mujeres, pero no hacen caso.

—Porque es demasiado espantoso admitir que algo tan siniestro ocurrió en el umbral de la puerta de la casa de uno. ¿Cómo va uno a poder dormir por las noches? Es más sencillo pensar que solo fue un mal sueño. —Lis cerró los ojos con fuerza, tratando de no ver el rostro del cadáver de Gray que aparecía en su mente.

Kitty alcanzó lentamente el titilante fuego, cogiendo los diarios de las manos de Lis. Miró por turno a cada uno de sus amigos. Todos mostraron su conformidad asintiendo con la cabeza. Y Kitty los dejó caer al fuego. Al principio los libros aplastaron las llamas, pero luego las esquinas empezaron a renegrear, y después unas vibrantes lenguas de fuego amarillo fueron lamiendo las páginas. Las cenizas se arremolinaban en el aire de diciembre, llevándose con ellas las últimas palabras de Laura.

—Asunto concluido —dijo Kitty, alejándose del fuego.

—Pero tenemos que volver al instituto —comentó Jack con un estremecimiento—. No sé si podré volver después de lo que ha pasado.

—Tenemos que hacerlo, Jack. Los exámenes. —Kitty le cogió la mano—. Si queremos sacar algún día el infierno de Hollow Pike, tendremos que tener buenas notas.

Jack asintió con gravedad.

—¿O sea que todo volverá a ser normal? —preguntó Lis. Por un segundo pensó que tal cosa sería posible.

—Yo no diría tanto. Nosotros no somos exactamente normales, ¿no crees? —se lamentó Jack.

—¡Ni lo éramos, ni siquiera antes de que empezara todo! —dijo Delilah riéndose, y buscando algo entre la hierba.

—¡Y menos mal, digo yo! —añadió Kitty con alegría, cruzando los brazos por delante de su chaqueta militar.

Delilah hizo una tosca cruz con dos palos largos, atándolos con una larga cinta negra que se quitó del pelo. Entonces la clavó en la tierra: las brujas de Hollow Pike tendrían por fin algo que recordara su presencia.

Con la misión cumplida, los amigos se ayudaron unos a otros a pasar la tapia y volver al cementerio oficial.

—Ahora ya solo queda una pregunta —murmuró Lis, mirando a la distancia—. ¿Qué es peor, ser una bruja o ser la prima menos guapa de Laura Rigg?

Jack y Kitty se rieron, y Lis no pudo aguantar la cara seria ni un instante más. Sus risas resonaron como campanas por el cementerio.

A Delilah le brillaron los verdes ojos.

—¿No oléis…?

—¿Qué? —preguntaron a coro Lis, Kitty y Jack.

—La nieve. La nieve está en camino.

Como un hada invernal, Delilah brincó por el desierto cementerio mirando las suaves nubes en el cielo lechoso.

—¿Cómo lo sabes? —Jack también miró hacia arriba.

—El caso es que lo sé.

Nada más decirlo, empezaron a caer los primeros y más livianos copos de nieve, que bajaban descuidados de las nubes.

—¡Mirad! —exclamó Jack, muy contento.

A los primeros copos se sumó pronto un viento helado, y empezaron a formarse ventisqueros en la hierba y después en los caminos. El cementerio adquirió enseguida un blanco radiante: una página limpia, nueva, que se extendía ante ellos, lista para contener nuevas historias.

—¡Blanca Navidad! —dijo Delilah volviéndose hacia ellos.

Kitty negó con la cabeza, sonriendo, sin podérselo creer.

—¡Delilah, a veces me asustas un poco!

Lis cogió en las manos algunos complicados copos de nieve. Eran reales. Ella era real. Era imposible pensar que fuera la misma chica que había llegado de Gales. Ella era algo nuevo. Tal vez una bruja, o tal vez se hubiera convertido en una mariposa. Era demasiado pronto para decirlo. Una sonrisa llena de esperanza apareció en su rostro. En ese momento, solo estaba segura de una cosa: de que tenía amigos.

—Bien, entonces… ¿quién está preparado para una batalla de bolas de nieve? —preguntó Lis.

Haciendo crujir la nieve con sus pasos, corrió por entre las lápidas, tan despreocupada y única en su especie como los copos que revoloteaban a su alrededor.