Búhos
LIS SABÍA QUE ESTABA SOÑANDO, aunque eso no aliviaba el hecho de que la sangre le corriera por el rostro. Se le metió por la nariz y le llegó a la garganta. Aquel gusto metálico la ahogaba, la invadió el pánico.
No era la primera vez que se arrodillaba en la roja corriente. Durante las últimas semanas se había visto inmersa muchas veces en aquella pesadilla, y cada vez que volvía a tenerla, la visión resultaba cada vez más real, más visceral.
En ocasiones, el sueño se centraba en su pelo largo y mojado, enmarañado sobre la cara. Otras veces, en la lluvia heladora y en el viento huracanado. Otras, en los chillidos de terror que se oían lejanos. En aquella ocasión, Lis era muy consciente de los guijarros, tan fríos, redondos y perfectos bajo sus manos. Le raspaban la piel, pero ella sabía que la sangre que le corría por el cuerpo no era suya.
Lo más morboso era que estaba empezando a disfrutar aquellos terrores nocturnos. Cada sueño aportaba una nueva pieza del rompecabezas, aunque todavía le faltaba mucho para apreciar la foto que aparecía en la caja. En realidad, no había visto nunca el arroyo del sueño, ni el bosque por el que discurría este. O tal vez sí los hubiera visto… Había un recuerdo lejano, de la infancia, carcomido por el tiempo.
Aquel chillido desesperado se acercaba, se hacía más fuerte, distorsionándose por momentos, mientras ella hundía y sacaba del agua la cabeza.
Cobró conciencia de sus propios jadeos y gemidos. ¿Podría arrastrarse mucho más allá?
Cada movimiento resultaba fatigoso y lento. Ni siquiera la adrenalina podía contrarrestar el agotamiento de sus brazos, y el agua parecía espesa melaza. Pese al dolor y las rodillas sangrantes, se esforzaba en seguir. La ropa, empapada, se le pegaba al cuerpo, y tiraba de ella hacia atrás.
En lo alto, los búhos giraban en torno a árboles calcinados. Estaban allí por ella, eso lo sabía, aunque no comprendía por qué. Pero en aquel momento no tenía tiempo de preocuparse de eso: tenía que alejarse de allí.
Sabía lo que iba a pasar. El sueño terminaba siempre de la misma manera. Desde luego, reconocía la mano helada cuyos dedos ahora se le introducían en el cabello. La agarraba con tal fuerza que a Lis le resultaba imposible volverse y encararse con su agresor. Ni una sola vez había puesto sus ojos en él. Soltó un alarido antes de que le hundiera la cara en el agua de tinta.
No había luna para iluminar el arroyo, y Lis estaba hundida en la oscuridad. Las burbujas le corrían por las mejillas mientras aquella mano dura como un torno la hundía más adentro, le hundía el rostro hasta el mismo lecho del arroyo.
Intentó relajarse. Sabía que no tardaría en despertar. El pecho se le encogía tratando de inhalar el oxígeno que no había allí, mientras sus labios se separaban inútilmente. Era el fin.
Lis abrió los ojos de repente. Siempre le quedaba la sensación de que debía salirse de la cama de un salto y quitarse de encima las sábanas empapadas de sudor, tal como hacen en las películas. Pero allí estaba a salvo, acurrucada bajo el edredón, cómoda y calentita, en su viejo dormitorio de toda la vida.
Estiró la mano para coger el móvil. No tenía mensajes, y el reloj de la pantalla indicaba las 2.14 de la madrugada. Se dio la vuelta para volver a dormirse, a sabiendas de que no lo conseguiría.
Pues aquel era el día en que se iba a vivir a Hollow Pike.