La pesadilla

A JACK LE TEMBLABA LA MANO mientras apretaba con un filo de las tijeras el cuello del profesor Gray. Lis vio que su amigo tenía los ojos desorbitados, aterrados.

—Bien, esto es lo que va a pasar —dijo—: Si alguien se mueve, le cortaré el cuello al señor Gray. Va muy en serio: lo haré.

—¿Quién es ese? —preguntó Jennifer, mirando fijamente a Jack.

Lis no se había alegrado tanto de ver a alguien en toda su vida. Aquella era su oportunidad: logró por fin liberar las manos, y se dobló para desprenderse la cinta de las piernas. Mientras tanto, Jennifer agarró la daga de Daphne y la blandió dispuesta a matar con ella, pero se detuvo al oír el grito de dolor del profesor.

—¡Pose el cuchillo! ¡Ahora mismo! —bramó Jack, sacando una gota de sangre del cuello del profesor.

—¡Cálmate, Jack! Todos sabemos que no quieres herir a tu profesor. Tú eres de los chicos buenos… —le susurró Gray, tratando de engatusarlo.

—Sí, ya… no se fíe de las mosquitas muertas… —farfulló Jack—. ¡Ahora, suéltenlas! ¡A las tres! ¡Háganlo! —les dijo a Daphne y a Jennifer.

Lis acabó de soltarse ella sola, y quitó la silla de en medio de una patada. Jennifer había dejado la daga en el suelo, tal como le había mandado Jack, pero el arma aún se encontraba más cerca de ella que de Lis. Si Lis intentaba cogerla, Jennifer podría fácilmente arrebatársela.

—¿Qué espera? ¡Muévase! —Pero Jack estaba falto de convicción, y el pánico apareció en su voz, en forma de un chillido agudo. Sin embargo, Daphne empezó a desatar lentamente a Delilah.

Entonces todo sucedió tan rápido que fue imposible verlo: moviéndose como un rayo, el señor Gray, que le sacaba doce centímetros a Jack, se hizo a un lado y le echó los brazos encima. En un abrir y cerrar de ojos lo derribó al suelo, pese a todos los esfuerzos de Jack por clavarle las tijeras. Distraída por aquello, Lis no se dio cuenta de que Jennifer alcanzaba el cuchillo que había quedado en la moqueta, y solo se percató de ello cuando la mujer la atacó con él. Pensando a toda prisa, Lis cogió una silla de plástico con patas de metal y la blandió delante de su rostro. Las patas de la silla sonaron al golpear contra su cráneo y, con un grito de dolor, Jennifer cayó de espaldas en los brazos de Daphne.

—¡Corre, Lis! ¡Ve a pedir ayuda! —gritó Jack, inmovilizado en el suelo, bajo el peso de Gray.

Ella dudó un instante, viendo como se echaba a perder el rescate de Jack, y preguntándose qué debía hacer.

—¡Vete, Lis! —gritó Jack—. ¡Trae a la policía!

Lis no perdió más tiempo. Se dio la vuelta y echó a correr.

Con el ruido de la silla resonando en los oídos, Lis corrió hacia la salida de emergencia. Al pegar contra la barra de metal, las puertas de emergencia se abrieron piadosamente, y ella salió a trompicones al helado aire de la noche invernal. ¿Hacia dónde iría? Aquella era la parte de atrás del instituto, que no daba al camino que llevaba de la puerta principal a la verja.

«¡Piensa, cerebro, piensa!». Por aquel lado tenía las pistas de netball, el campo de rugby y la floresta. Por supuesto… la floresta. Todo se volvía espantosamente claro. La señora Gillespie le había dicho que sus sueños eran una advertencia… una advertencia contra aquello, y sabía perfectamente qué le esperaba entre los negros árboles.

Lis se volvió otra vez hacia la salida de emergencia, pero oyó unas fuertes pisadas que procedían del interior y se acercaban. Con sueño o sin él, no había otra salida, eso estaba claro. Tal vez incluso pudiera utilizar su sueño… En su mente se formó un mapa de los entrecruzados caminos que atravesaban la floresta. Estaba segura de que podría llegar al otro lado del bosque, a lugar seguro. Esta vez, se aseguraría de que la pesadilla tenía un final feliz. Además, ¿qué otra posibilidad le quedaba? Era aquello o la muerte. La única esperanza era ir por allí.

—Id a por Danny Marriott, está en la entrada principal —oyó Lis que gritaba Gray a Daphne y a Jennifer, dentro del edificio, a su espalda—. No podemos permitirnos testigos: ¡matadlo! ¡Yo me encargo de Lis!

«¡Muévete, ya!», se dijo Lis. Se metió por un lado de la pista de netball, y se dirigió hacia el campo de rugby. Si conseguía llegar a la floresta, entonces emplearía la oscuridad, los árboles, los pequeños escondites. Gray estaría tan perdido como ella. Y si conseguía llegar al otro lado… ¡allí encontraría Hollow Pike, la policía, la seguridad!

Volviendo la vista atrás, vio al profesor Gray saliendo por las puertas de emergencia. La había visto.

Allá en la G2, Jennifer se puso de rodillas sobre el pecho de Jack, aplastándolo contra el suelo.

—¡Ya te tenemos, mal nacido! —le soltó Jennifer. Jack respondió escupiéndole en la cara.

Jennifer le dio una bofetada. Daphne se acercó, y entre las dos mujeres arrastraron a Jack por la moqueta, mientras él gritaba y pataleaba.

—¡Contra la mesa! —ordenó Jennifer, sacando la cinta y pasándola una y otra vez alrededor de él y de las patas, como si intentara convertirlo en una momia—. ¡Tienes que matar a Danny! —añadió—. Si despierta, estaremos metidas en un problema. —Le entregó a Daphne la adornada daga.

—¡De acuerdo! Volveré en un minuto, descuida.

—Vosotras esperad a que Lis avise al padre de Kitty —dijo Jack gruñendo—. Él os hará lamentar haber nacido.

Jennifer se rió.

—¡Imbécil! Tu amiguita no va a llegar nunca a la policía. ¡Ella está ahora exactamente donde la queríamos tener! ¿No pensaríais que os íbamos a matar en el aula, no? Lis ya es un cadáver.

En cuanto llegó ante el muro destartalado que marcaba el límite entre los campos de juego del instituto y la floresta, Lis se levantó la falda y trepó por las piedras desmoronadas. Llegó arriba con dificultad, y se dejó caer por el otro lado, sin hacer caso de los pequeños dolores y escozores. La nariz, que el profesor le había golpeado con el puño, estaba completamente entumecida, ¿qué más le daban unos arañazos y cortes más?

Cayó torpemente entre la maleza, y se levantó, alejándose voluntariamente de la luz del instituto para penetrar en la más completa oscuridad, que ahora, en su fuga, le parecía un aliado.

—¡No vas a conseguirlo, Lis! —gritó Gray. Lo vio aparecer en lo alto del muro—. ¡Ríndete ahora, será más fácil si lo haces!

No la convenció. Lis corrió con todos sus músculos doloridos. Sus piernas no estaban acostumbradas a aquellos esfuerzos, no se le daba bien correr. La oscuridad la envolvía, y ya no podía ver dónde pisaba. Las zarzas le rasgaban los muslos, y los pies se le hundían en el pegajoso barro. Pero tenía que seguir: más adentro, más oscuro; más adentro, más oscuro.

Los pasos del profesor Gray, que corría tras ella, se oían cada vez más cerca, y le servían de impulso. ¿Cómo de cerca se encontraría?

«Sigue corriendo, no te pares». Parecía que los pulmones se le encogían hasta volverse inútiles, como un peso doloroso en el pecho. No podía seguir así, estaba haciendo demasiado ruido, y su perseguidor daba las zancadas más grandes. Aunque las ramas le arañaban la cara, se agarró a la áspera corteza del tronco del árbol más cercano. Apretando su cuerpo contra él, se quedó allí pegada, arrodillándose entre las retorcidas raíces.

Aguzó el oído. ¿Dónde estaría él?

De repente, un brillante destello de luz agitó la floresta, sacudiendo a los pájaros de las ramas en que dormían. Un instante después, llegó un trueno profundo y furioso.

«¿Cómo es lo que dicen?», pensó Lis. «Cuanto menos tarda el trueno después del rayo, más cerca está la tormenta». Otro rayo atravesó el cielo, seguido por otro trueno tan potente que Lis notó que agitaba el aire.

La tormenta se acercaba.

Un par de botas de invierno, forradas de lana de oveja, recorrían el pasillo del ala G del instituto. Con la daga aferrada en la mano, delante de ella, Daphne llegó a la larga escalera de piedra que bajaba al vestíbulo. Salvo por el monótono tictac del reloj, el instituto se hallaba en silencio. Al pie de la escalera yacía un joven inconsciente con brazos y piernas extendidos. Parecía robusto, y aunque se suponía que no iban a matar a nadie dentro del instituto, ¿cómo se las iba a arreglar para sacarlo fuera? Imposible, tendría que matarlo allí mismo. Siempre surge algún imprevisto, ¿verdad?

Sujetándose al pasamanos, porque la escalera era empinada y ella tenía mal la cadera, Daphne empezó a bajar hacia el muchacho al que Simon había llamado Danny. Pobrecito. Aquello no tenía nada que ver con él, pero no merecía la pena exponer a los Rectos Protectores por un chico, después de tantos siglos de existencia secreta.

Bajando la escalera, se paró a medio camino y aspiró hondo a través de la nariz: era espliego. Sin asomo de duda, el instituto olía a espliego.

—¿Espliego? —susurró en voz muy baja, algo nerviosa, antes de preguntar—: ¿Quién está ahí?

No vio el bate de béisbol que se le venía contra la parte de atrás de la cabeza hasta que fue demasiado tarde. Daphne se desplomó en los fríos peldaños de piedra.

La lluvia era intensa; cortinas de agua descendían entre las ramas. Lis tenía el uniforme pegado a la piel. Se atrevió a echar un vistazo desde detrás del árbol. Por allí cerca, en alguna parte, se oyó una ramita que crujía al ser pisada. La tormenta era por un lado un inconveniente más, por otro una ayuda. Un luminoso rayo podía revelar fácilmente su situación, pero al menos los truenos impedían que se oyera su irregular jadeo.

Por encima de su cabeza, en las esqueléticas ramas de los árboles, los pájaros trazaban círculos como murciélagos. Era como si compartieran su pánico. No se podía quedar allí toda la noche. Gray terminaría encontrándola. Saliendo a la oscuridad de la noche, Lis echó a correr para alejarse de su escondite. Si subía la colina hasta el punto más alto de la floresta, estaría a medio camino de Hollow Pike.

La lluvia abría ciénagas bajo sus malditas zapatillas de lona, y sin embargo ella corrió con renovado vigor, entre pájaros que la animaban con cánticos estruendosos. Su manera de correr era infantil, demasiado frenética y desesperada para parecer atlética. Le ardían los muslos mientras se esforzaba por seguir corriendo por aquel terreno irregular, después de perder por completo el sendero. Las retorcidas ramas de los árboles se estiraban para atraparla, como garras que se le clavaban en el pelo, que le caía por el rostro revuelto en marañas. El agua helada se le metía por los ojos, y le emborronaba la visión. De vez en cuando Lis se chocaba contra un árbol. Su único consuelo era pensar que Gray sufriría los mismos inconvenientes.

Se detuvo, tratando de orientarse. ¿Subía o bajaba? ¿Había cambiado de dirección? Estaba rodeada por árboles que parecían idénticos en la oscuridad. No había mojones ni postes que le indicaran el camino. Estaba perdida.

—¡Lis! —oyó gritar a Gray, con sed de sangre en la voz—. ¡Ya te veo!

Lis volvió a correr.

—Ya sabes que el demonio engendraba niños en las brujas mediante los íncubos y súcubos —dijo Jennifer, caminando de un lado al otro del aula con aire arrogante. A la luz inquieta de las velas, resultaba extrañamente hermosa.

—¡Está usted chiflada! —le soltó Jack.

—La Bestia camina por el bosque —dijo acariciándole el cabello a Delilah—. Pero eso tú ya lo sabes, ¿no, Delilah? Tú también lo has sentido.

Delilah no pudo hacer otra cosa que fruncir el ceño.

—¿Por qué crees que tu madre dejó el pueblo con tanta prisa? Nosotros descubrimos su secretito… Así que tuvo que huir y abandonarte, ¿sabes? —susurró Jennifer.

Un insulto ahogado salió de la boca de Delilah, mientras balanceaba hacia delante y atrás su silla, muriéndose de ganas de echarle las manos encima a la señora Rigg.

—No es usted quién para hablar sobre cariños paternales —le dijo Jack—. ¡Bonito trabajo hizo con Laura!

Jennifer hundió los dedos en el cabello de Jack, y le retorció la cabeza hacia atrás. Jack soltó un grito:

—No te vayas a pensar que no puedo matarte aquí, mariquita —dijo con un gruñido. Entonces paró y olfateó el aire—: ¡Espliego! —exclamó.

—¿Qué? —Jack forcejeaba con sus ataduras.

—Para protección… —siguió diciendo Jennifer, aunque ahora parecía que estaba hablando consigo misma.

El aroma de espliego se hizo más intenso y llenó al aula G2. El aire casi parecía volverse más denso, mientras se llenaba de una niebla de olor suave. A Jack empezaron a llorarle los ojos, pero al menos Jennifer le soltó el pelo.

—¿Qué demonios…?

Como espectros en la niebla, unas voces inconexas penetraron en el aula. Provenían de ningún sitio y de todas las partes, como si fueran las paredes mismas las que hablaban. Eran voces suaves, amables, irreales. Las palabras se fueron haciendo más fuertes y claras:

A salvo en tu luz. A salvo del daño. A salvo del miedo. A salvo en tu luz. A salvo del daño. A salvo del miedo. Así sea.

La salmodia se repetía, dando vueltas y más vueltas como un carrusel, y el aula empezaba a dar vueltas con ella. Jack sintió náuseas y mareo. Aquella niebla con olor de espliego era embriagadora. La visión de sus ojos oscilaba.

—¡Alto! —bramó Jennifer, cogiendo las tijeras de Jack de donde las había dejado caer él en la pelea—. ¿Qué está pasando?

Las voces se hacían más profundas y fuertes, menos infantiles y más siniestras, y ahora parecían proceder de abajo, de las entrañas de la tierra.

A salvo en tu luz. A salvo del daño. A salvo del miedo. A salvo en tu luz. A salvo del daño. A salvo del miedo. Así sea.

Jennifer parpadeó con fuerza, atisbando a través de la neblina de espliego. ¿Eran imaginaciones suyas? ¿Había aparecido de pronto algo escrito en la pared, o siempre había estado allí? Ancestrales ensalmos parecían brotar del yeso de los muros, letras rojas de sangre que se transformaban en pentagramas que después giraban y cambiaban, tomando una nueva forma. Las imágenes emergían juntas para formar una sombra que se elevaba en los muros, corriendo hasta el techo. La sombra tenía más o menos el tamaño de un hombre, pero la cabeza era más como la de una cabra o un toro, con dos cuernos retorcidos, uno a cada lado del rostro. Los gruesos brazos terminaban en garras de halcón.

La silueta se cernía sobre Jennifer Rigg, y a medida que se hacía más y más grande, parecía aplastarla. La mujer retrocedió hasta el rincón más remoto del aula, huyendo y acurrucándose para protegerse de aquella sombra monstruosa.

—¡No, por favor! ¡No puede estar ocurriendo esto! —exclamó con voz ronca—. ¡Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu…! ¡Sálvame…! ¡NO!

Mientras ella gritaba, las ventanas se estremecían en sus jambas.

«¡Sigue, no te pares!». Lis avanzaba con esfuerzo, golpeando contra las ramas bajas que se interponían en su camino. Ya le daba igual en qué dirección estuviera corriendo, con tal de alejarse de los pasos que sonaban tras ella.

Y entonces, de repente, el suelo ya no estaba allí. Las piernas de Lis cedieron, y ella cayó con dolor sobre la cadera izquierda y fue dando vueltas por la rampa. Y mientras caía por entre zarzas y espinas, se preguntaba si no sería aquella su última caída. Cerró los ojos y aguardó el final. Pero al final se detuvo en medio del barro.

Una sensación heladora le subió por las piernas. Estaba metida en el agua: en el arroyo. Por el rostro le corrieron nuevas lágrimas de desesperación. Agarrándose a los juncos, intentó levantarse y escapar del arroyo, pero se volvió a caer en el resbaladizo barro. ¡No! Aquello no podía estar ocurriendo realmente. Pero sí que estaba ocurriendo, y ella ya había estado antes allí.

El agua, los guijarros, la lluvia, los pájaros… el sueño. Todo lo que tenía a su alrededor era igual, y sin embargo también era diferente. Sus sueños simplemente parecían reales, pero aquello era real, el sonido envolvente, alta definición. Todo tenía sentido entonces, por supuesto: Lis y Laura, hermanadas por el parentesco, por Hollow Pike, por la Floresta de Pike, por la muerte. Y no solo por la muerte de Laura, sino por las muertes de todas aquellas mujeres que habían muerto a manos de los Rectos Protectores. ¿Las habrían ahogado en aquellas mismas aguas?

Lis tenía bien aprendida aquella parte. Allí era donde tenía que correr a rastras. Tal vez esta vez terminara de modo diferente… Eso esperaba. Empezó a avanzar. La lluvia la acribillaba, envolviéndola en agua y hundiéndola en el arroyo, y se preguntó si no podría dejar que se la llevara la corriente, aunque ni siquiera estaba segura de en qué dirección se la llevaría: ¿hacia Hollow Pike o de vuelta a Fulton?

No podía correr el riesgo. Bien dentro del arroyo, forcejeó sirviéndose de músculos que no había empleado nunca. Exhalando un gruñido, se impulsó a través del crecido arroyo, mordiéndose los labios para resistir el frío. Avanzó a rastras por todo aquello que tenía: por Sarah, por Max, por Logan y por su madre. Y por Kitty, Jack y Delilah. Y por Danny… ¡por todas las cosas que tenía que decirle a Danny! No habría en el mundo entero agua helada, ni nariz sangrante, ni tobillo retorcido, ni cadera dolorida que pudiera impedirle explicárselas.

Las luces. En la distancia vio luces: casas, personas, salvación. ¡Lo conseguiría! En su corazón penetró un rayo de esperanza, como el alba en la noche.

Allí estaba: la mano fuerte y silenciosa en su cabello.

Tendría que haberlo comprendido.

A través de la nube creciente de humo que olía a espliego, penetraron dos siluetas con los brazos extendidos. La primera llevaba un mortero de piedra del que salía el espeso humo. La segunda silueta tosía y resoplaba, avanzando en la niebla.

La señora Dandehunt se echó atrás la capucha y penetró completamente en el aula.

—Parece que hemos llegado justo a tiempo, Celeste.

La señora Gillespie apagó el cuenco del que salía el humo y lo posó sobre la mesa del profesor Gray.

Así sea —dijo, terminando su ensalmo.

—Kitty, Delilah y, eh… Jack. Os sacaremos de aquí en un santiamén —dijo la señora Dandehunt, avanzando hacia Jennifer y sacando de su rincón a la sollozante mujer. La señora Rigg estaba pálida y rígida del pánico.

Jack miró a Kitty y a Delilah, que parpadeaban con fuerza a causa del turbador humo que aún quedaba en el aula. La señora Gillespie tardó poco en liberar a Delilah, y se puso a hacer lo mismo con Kitty. La cabeza seguía doliéndole a Jack tanto como si le fuera a estallar, y apenas podía ver bien. Fuera lo que fuera lo que había en el mortero, se trataba de algo potente. Poco a poco recuperó la visión y el resto de los sentidos.

—Daniel estaba volviendo en sí —dijo la señora Dandehunt mientras ataba a Jennifer Rigg a una silla con su propia cinta de embalar—. A estas horas ya habrá llamado a la policía.

—¿Dónde está la bibliotecaria? —preguntó Kitty en cuanto la señora Gillespie le quitó la cinta de la boca. Delilah estaba ocupada desprendiendo a Jack de las patas de la mesa.

—Está descansando —respondió Celeste Gillespie como quien no quiere la cosa.

—Ahora me parece que tendríamos que poner en claro nuestras historias, ¿no? —dijo la señora Dandehunt, moviendo la cabeza de arriba abajo en un gesto dirigido sucesivamente a cada uno de ellos.

—Pero, señora Dandehunt —imploró Jack—, ¡Lis está en peligro!

—Lo siento, Lis. No hay más remedio.

Aquella excusa vacía era lo único nuevo de aquella experiencia. Lis se soltó jadeando, llenándose los pulmones con el aire tan necesitado. ¡Él era tan fuerte! El cuerpo empapado de Lis había logrado resbalar de los dedos del profesor Gray un par de veces, pero él siempre recuperaba el dominio.

Aunque Lis supiera cómo terminaba aquello, en la nada, no estaba dispuesta a morir sin luchar. Clavó hondo los dedos en la carne de los antebrazos de él, y le escupió en la cara, alegrándose al ver el breve destello de ira que él mostraba antes de recuperar el control.

—Relájate, Lis. Será mejor para ti si simplemente aceptas que suceda.

—¡Váyase al infierno! —gritó ella, pero él simplemente volvió a hundirle la cabeza en el negro arroyo.

El cielo se desvaneció. Ella empujaba y daba patadas, y se retorcía, pero él la agarraba con fuerza. Irguiéndose, su cara logró quedar por encima del agua, pero Gray le desprendió la mano del cuello y se la colocó en la cara para volver a sumergirla.

El agua le entró por la nariz. Recordaba aquello vivamente de su pesadilla. Pronto todo quedaría en calma. Las batallas del bosque y de su cabeza dejarían de luchar, concediéndole un momento de silencio antes del final.

«Si la muerte es así, no hay nada que temer», pensó mientras se apaciguaba todo. Sabía que debería seguir luchando, pero aquella sensación de paz era extrañamente agradable, algo así como caer bajo los efectos de la anestesia. Lis no quería morir. Pensaba en todas aquellas cosas que quería hacer, en todos aquellos lugares a los que quería ir, y que no eran nada ya. Solo sueños.

Podría ser peor. Ella había llegado hasta allí. ¿Tal vez los otros habrían podido dominar a las dos señoras? Sin Gray, no era completamente imposible que consiguieran escapar.

«Este es un buen pensamiento final, aférrate a él», se dijo Lis. Sintió que la presión de Gray en el cuello se relajaba ligeramente mientras la vida escapaba de su cuerpo. ¿Sería así como había matado a Laura? La muerte la había envuelto con sus suaves pétalos, y empezaba a cerrarlos.

De repente, Lis sintió que Gray la soltaba. ¿Por qué? Ella todavía no estaba muerta. ¿Creía él que sí lo estaba? Sus manos le soltaron la garganta, y vio como él se separaba de ella, tambaleándose. Haciendo un último esfuerzo, obligó a su exhausto cuerpo a incorporarse. Su cara volvió a ascender por encima de la superficie del agua, y mientras le salía de la boca una mezcla de agua y barro, empezó a entrar un aire dulce, suave… Se ahogó y tosió, resoplando mientras se secaba los ojos.

¿Qué había pasado? Lis miró a su alrededor. Gray había caído hacia atrás, y estaba sentado en el arroyo de rápidas aguas. Parecía aturdido. Un cuervo enorme, brillante, graznaba arrojándose al rostro del profesor, picoteándole la piel. Lis había sido salvada por un pájaro. En otras circunstancias, se habría reído a carcajadas. Unas plumas de negrísimo terciopelo se agitaban contra el rostro desconcertado de Gray.

El profesor Gray hizo un esfuerzo por ponerse de pie, y salió a trompicones del arroyo, tambaleándose a izquierda y derecha. Mientras lo hacía, otro cuervo se sumó al primero, arañándole con garras como agujas los ojos y el rostro. Y después otro más. El profesor se golpeaba a sí mismo tratando de espantar a los pájaros. Lis aprovechó la oportunidad para salir del arroyo y llegar a la orilla. Entonces, susurrando un «gracias» a los cuervos, empezó a correr hacia las reconfortantes ventanas anaranjadas de Hollow Pike, que brillaban con luz trémula justo sobre la colina.

Dando un último golpe a los pájaros, Gray volvió a correr tras ella, pero ahora Lis se sentía más fuerte, como si la muerte misma le hubiera concedido una segunda oportunidad. Gray la cogió por los hombros, pero Lis se giró y le arañó el rostro ya sanguinolento.

—¡Suélteme! —le gruñó.

Gray intentó echarle las manos al cuello, pero Lis le tiró hacia atrás de la cabeza agarrándolo por el pelo, para evitar que pudiera aferrar bien el empapado cuerpo de ella. Deslizándose por el barro acuoso, ambos se separaron del arroyo. Con pasos pesados, avanzaron por la maleza, lanzándose golpes uno contra el otro. Ya no había modo de que Lis se rindiera. Con un último grito de guerra surgido de lo más hondo de las entrañas, ella lanzó todo su peso contra él, y ambos cayeron hacia delante en un abismo negro.

Lis podría estar volando. Sus manos intentaban inútilmente agarrar el aire, y el horror y la sorpresa de la caída fue todo lo que apareció en su grito. Fue algo lento, fluido, mudo e ingrávido. El aire helado ascendía a su alrededor, y ella se separó de Gray y cerró los ojos. Cuando el vuelo terminara, el dolor sería terrible. Mientras caía, Lis se preparó para el impacto.

Al pegar contra el suelo chilló, pero sin necesidad. Lo que había debajo de ella estaba húmedo, pero era blando. Su cara pegó contra aquello y se hundió en ello, y eso le recordó el puñetazo de Gray. Pero no le había pasado nada. Oyó un chasquido fuerte y húmedo a su lado, y después casi silencio. Solo el graznido de los cuervos podía oírse débilmente sobre el agradable susurro del rápido arroyo.

Por fin se atrevió a abrir los ojos. Estaba en el vertedero. Claro. El montón ilegal de escombros había amortiguado su caída. Lis se encontraba bocabajo sobre un sucio colchón amarillo, pero el profesor Gray no se movía. No comprendía: ¿por qué no se levantaba e intentaba atraparla?

No tardó en ver por qué: Gray había caído en un ángulo imposible, sobre un montículo de muebles tirados allí, y la pata de metal de una silla le salía por un horrendo agujero que le había abierto en el cuello. La sangre caía por la larga y fina pata de metal al tiempo que la lluvia corría por su rostro, horrorizado para siempre.

Si aquello fuera una película de terror, Lis sabía que debería dispararle al malo en el corazón, o cortarle la cabeza, o algo así, pues el monstruo nunca moría del todo, siempre regresaba para dar un último susto. Pero desde donde estaba Lis, agachada sobre su sucio colchón, el profesor Gray tenía toda la pinta de estar perfectamente muerto. Sí, estaba muerto. Y en aquel momento, ella no consiguió encontrar en su corazón otra cosa que alivio.

Procedente del otro lado de la Floresta de Pike, oyó el hermoso canto de las sirenas de policía, y empezó a llorar.

La señora Dandehunt llevaba por el pasillo C a los tres asustados adolescentes, dispuestos a encontrarse con los policías.

—Entonces, ¿tenemos ya todos claro lo que vamos a decir?

—¡Pare, señora Dandehunt! Tenemos que ir a buscar a Lis. ¡Si no, la matará! —dijo Kitty, agarrando a la señora Dandehunt por el brazo.

La señora Gillespie sonrió, con un rostro que resultaba fantasmal a la luz de las velas.

—No tenéis que preocuparos por Lis —respondió—. Me ha dicho un pajarito que está bien…