La Floresta
AL ABRIR LOS OJOS, Lis reconoció inmediatamente los valles de Yorkshire, y aquellas carreteras sinuosas que hacían que la cabeza adormecida pegara contra la ventanilla mientras su madre conducía el coche por el serpenteante recorrido que llevaba a Hollow Pike.
—Vamos, cielo, despierta —le decía su madre—. Que ya casi llegamos.
Lis parpadeó y se puso derecha en el asiento. El conjunto nuevo que llevaba puesto se le había arrugado completamente. Todas las viejas zapatillas y chaquetas de capucha se habían quedado en Gales, porque había querido comprar ropa nueva para un nuevo comienzo.
—¿Cuánto es «casi»? —preguntó con voz ronca.
—No mucho. Desde aquí se ve ya la Floresta de Pike.
Lis se hizo para delante y entrecerró los ojos para otear el horizonte. Vio la mullida alfombra de árboles que cubría las colinas que tenía delante. Su madre había tomado el camino que entraba en el pueblo por detrás.
—¿Cómo es que vamos por aquí?
—La carretera está en obras, cielo. No soporto esos semáforos provisionales que ponen, te tienen un año esperando. No había venido nunca por aquí, pero Sarah dice que es un atajo.
Lis se mordió la lengua para no decir nada sarcástico sobre los turbios antecedentes de su madre con los atajos, entre los cuales constituía un momento especialmente aterrador el incidente en Tenerife, cuando casi salen volando por el borde de un acantilado. Así que en vez de decir nada, puso los ojos en blanco y volvió a mirar el camino. El diminuto Corsa plateado cruzó un puente antiguo que iba a dar a los imponentes árboles que tenían delante. Bajó el cristal de la ventanilla para ver mejor.
Al fijar la mirada en el arroyo que corría por debajo, rápido y cantarín, Lis recordó su sueño y sintió que un repentino escalofrío le recorría la columna vertebral. Entonces hizo lo que hacía siempre con aquel desagradable recuerdo: hacerlo retroceder hasta un rincón de la mente, esforzándose en pensar en otras cosas. Pensó en cómo sería vivir con Sarah; en si su madre tendría razón al decir que «se había pasado» con su ropa nueva (Lis pretendía estar «mona pero elegante» con sus nuevas faldas y tops); y en si alguien en el Colegio de la Comunidad de Gwynedd se daría cuenta de que se había ido.
Por supuesto, se daría cuenta Bronwyn Evans. Ella era la principal razón de que Lis se mudara. El instituto se había negado a reconocer que entre sus paredes se dieran casos de verdadero acoso, y por eso se le había ocurrido a su madre llevársela al norte, con Sarah. Lis no había dejado pasar la oportunidad. Su madre estaba tan ocupada con su nuevo novio (que no tardaría en convertirse en su tercer marido) que Lis se preguntaba si tan siquiera la echaría en falta. Lis había soñado con vivir con su hermana Sarah desde el mismo momento, años antes, en que esta se había ido a Hollow Pike para cuidar de la abuela. Tal como lo veía Lis, aquella solución beneficiaba a todos.
En un instante, fue como si el coche hubiera dejado atrás el día para entrar en la noche. Dentro de la floresta, solo unos largos dedos de luz diagonal penetraban las hojas, y Lis clavó los ojos en la penumbra para distinguir adónde llevaba el camino. El bosque se cerraba tras ellos, atrapándolos en su húmedo follaje. Era como ser engullido por una enorme ballena verde. Lis se estremeció al pensarlo.
Al mirar más de cerca lo que la rodeaba, comprendió que la floresta estaba llena de vida. Todas las superficies estaban recubiertas de musgo o líquenes, y los pájaros… los pájaros eran ensordecedores. La densidad de los árboles hacía que la radio perdiera la onda, de modo que en el coche solo se escuchaba un susurro misterioso, que por un momento a Lis le pareció que era el sonido mismo del bosque, que crecía, se movía, respiraba.
Su madre pisó el freno al estrecharse el camino. Las ramas rotas de los árboles colgaban peligrosamente cerca del coche, y parecía como si la oscuridad misma se acercara, haciéndose más intensa a medida que avanzaban por la Floresta de Pike.
—Mamá… —Lis no tenía en realidad nada que decir, pero esperaba que algo de conversación aliviaría aquella atmósfera repentinamente siniestra.
—Ya lo sé, cielo. Sarah y sus atajos, ¿verdad? —Deborah esbozó una sonrisa que no llegó a los ojos.
Lamentando inmediatamente haberle dado a su madre ocasión de criticar a su hermana, Lis apagó el ruido de la radio y alargó la mano hasta la caja de casetes de su madre. Por una vez, la idea de oírla acompañar los grandes éxitos de los setenta le parecía reconfortante.
Sin previo aviso, su madre pisó a fondo el freno. Lis pegó con la frente en el salpicadero.
—¡Ay! —gritó—. ¿Qué estás haciendo, mam…?
—¡Maldito bicho…! —exclamó la madre.
Lis se incorporó para ver qué era lo que había hecho frenar tan bruscamente a su madre. En el medio del camino estaba plantada una simple urraca, blanca y negra, jugando con el coche a ver quién era más gallito. Sencillamente se quedó allí aguardando, mirándolas con sus ojos negros, redondos y brillantes, llenos de inteligencia.
Deborah apretó el claxon para lanzar un breve pitido, pero el ave no movió un músculo, ni siquiera se inmutó. Por el contrario, parecía que miraba a Lis de modo más penetrante.
—¿Qué hace? —murmuró Lis.
—¿Te crees que soy una especialista en psicología animal?
Su madre avanzó con el coche, pero la urraca no cedió terreno, y siguió bloqueando el acceso a Hollow Pike. Y no había modo de pasar dejándola a un lado.
—¿Te importaría salir a espantarla, Elisabeth, por favor? Si seguimos así se nos va a hacer de noche.
Obediente, Lis se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta. Al sacar las piernas, pisó agua helada. Volvió a levantar las piernas y miró hacia abajo: el coche se había detenido sobre un arroyo nada profundo por el que corría un poco de agua.
—Ten cuidado, cielo, no eches a perder los zapatos.
Tan pronto como salió del coche, la urraca, que era mayor de lo que ella había pensado, le lanzó una última mirada y salió volando hacia el refugio de las copas de los árboles. Pero Lis apenas se dio cuenta, pues hacía esfuerzos por respirar mientras miraba a su alrededor, asimilando por vez primera la totalidad del lugar en que se encontraba. Todo le resultaba muy familiar: el agua, el aire denso, terroso… Aquello era su sueño: el arroyo, la sangre, la oscuridad…
Empezaron a empañársele los ojos, y se obligó a controlarse. Aquel no podía ser el bosque que tan a menudo veía en sus sueños, porque no había estado allí nunca. Y, en realidad, todos los bosques y todos los arroyos se parecen mucho. Lo único que pasaba era que la había alterado aquel pajarraco espeluznante e inquisitivo, y el traslado, y su madre y ¡uf!, todo lo que había pasado aquel día, así que cuanto antes llegara a casa de Sarah, mejor. Respiró hondo.
—Elisabeth, ¿vas a volver al coche, o no?
Lis salió de su estupor, pasó de puntillas sobre el arroyo de agua helada, y se subió al asiento del acompañante.
—Mala suerte, sí señor —dijo su madre al tiempo que Lis cerraba su puerta de un portazo.
—¿El qué?
—La urraca. ¿Cómo decía aquella rima…? Ver una trae penas.
El resto del viaje transcurrió aprisa. Su hermana tenía razón: para evitar las obras de la carretera, era mejor que fueran por el camino que transitaba por el pie de la colina y llevaba directamente a la casa nueva de Sarah en muy poco tiempo. Y allí estaba la casa de los sueños de su hermana, recortada contra el paisaje como una elegante escultura moderna. Max, el cuñado de Lis, acababa de terminar las obras en la casa, que se llamaba «el Cubo». Ahora Lis veía por qué se había ganado semejante título: era como si un gigante hubiera dejado por descuido allí, al borde de la floresta, un bloque de cristal y madera. Era un sitio sensacional… y ella tenía que vivir en él.
Cuando por fin el coche entró en el camino de la casa, Lis estuvo segura de oír todavía el susurro de las ramas al viento y, si se esforzaba un poco, el pequeño arroyo que corría sin parar hacia el río. Movió con firmeza la cabeza hacia los lados, en gesto de negación: tenía que ser valiente, ya no era una niña pequeña. ¿Quién arma tanto jaleo por unas pesadillas?
Sasha, la pesada setter de la familia, acudió corriendo a recibir al coche. Lis salió del coche y permitió que la bestia de pelo rojizo se le echara al pecho.
—¡Sasha! —exclamó con voz de chaval—. ¿Cómo está mi perrita guau guau?
—¡Elisabeth! ¡No dejes que te ensucie la ropa! —le ordenó su madre.
Una voz distinta las interrumpió desde arriba. Era una voz cálida y cariñosa, pero con un dejo de exasperación:
—¡Déjala en paz, mamá! ¡Siempre tienes que estar rezongando!
Ambas levantaron la vista y vieron a una rubia alta y llamativa situada en la terraza que rodeaba completamente el piso de arriba. Sarah, doce años mayor que Lis, solo era hermanastra suya, nacida del primer matrimonio de su madre; pero Lis no habría podido quererla más aunque hubieran tenido el mismo padre.
—Dejad todas las cosas en el coche —les indicó Sarah—. Max baja ahora para echar una mano. ¡Subid, que ya he puesto la tetera!
Lis subió corriendo para saludar a su hermana. Sarah la estrechó fuertemente en sus brazos, y las dos se lanzaron preguntas de saludo sin esperar respuesta. Sarah felicitó a Lis por su ropa nueva tan elegante, hasta que llegó Deborah y recibió un abrazo similar.
Sarah las invitó a pasar dentro y, observando la enorme cocina, a Lis le pareció que cada viga y baldosa que había puesto Max irradiaba calidez y amor. Unas enormes ventanas llenaban la casa entera de una luz celestial. Todo estaba limpio y era moderno, pero de ningún modo frío ni minimalista. Más bien, el espacio estaba atestado de cosas, lleno de muebles bonitos que su hermana había recogido y restaurado, por no mencionar la dispersa colección de juguetes de bebé.
—¿Quieres ver tu habitación, Lis? —le preguntó Sarah—. He puesto algún mueble en ella, espero que no te importe. Si no te gustan, puedo ponerlos en otro sitio.
Lis resistió el impulso de ponerse a dar saltos. Su hermana se dedicaba a restaurar muebles viejos, así que aquello prometía estar bien.
—¡Sí, por favor…!
Sarah cogió a Lis de la mano y la llevó a través del salón y por la escalera hasta el piso siguiente, donde estaban los dos dormitorios. Uno se utilizaba como estudio, y el otro era, evidentemente, la habitación de Lis.
Lis ahogó un grito. Era como entrar en una de esas fotos a doble página de una revista de decoración. Sarah había instalado una enorme cama de trineo[1] junto a una puerta ventana que daba a la terraza de atrás. Otras elecciones exquisitas incluían un espejo y una chaise longue, sin duda trabajada con cariño en el taller del sótano.
—¿Te gusta?
—Sarah… ¡me encanta, me encanta, me encaaanta! —Lis sonrió de oreja a oreja y le dio a su hermana un segundo abrazo muy fuerte—. ¡Es como la habitación de una princesa, por lo menos!
Era como si su hermana le hubiera leído la mente de una provincia a otra, percibiendo su deseo de alejarse de la vida infantil de Bangor[2], llena de pósteres, para enfundarse allí en Yorkshire en una nueva piel, glamurosa y sofisticada.
—Me alegro de que te guste, porque no te imaginas lo que nos costó pasar por la puerta esa maldita cama. ¡Para sacarla nos haría falta una sierra mecánica!
Lis se rió y se fue hacia las puertas acristaladas. La terraza era hermosa: una mesa de estilo parisino con sillas, y un pequeño estanque para peces. Ya se veía leyendo un libro con una enorme taza de chocolate caliente a su lado, y charlando con Sarah de un modo en que nunca podría hablar con su madre. Se sentía a cien años y a un millón de kilómetros de distancia de la Elisabeth London que se había pasado el último verano preocupándose por sus mejores amigos, por Bangor y por… Bronwyn. Aquello era más de lo que podía esperar. Echaría de menos a su madre, sin duda, pero merecería la pena.
—Mamá está preparando el té. Voy a echarle una mano. ¡Y después quiero que me cuentes todos los chismorreos de Bangor! —dijo Sarah.
—Yo bajaré en un segundo.
Lis se sentó en la chaise longue y acarició suavemente la preciosa tapicería. Relajó los hombros, y solo entonces se dio cuenta de lo tensa que había estado hasta aquel momento. No sabía si habría sido por el extraño incidente sufrido en el camino, o por la preocupación de que aquel nuevo capítulo de su vida no cumpliera sus expectativas. Exhaló aire, cerró los ojos y contó hasta cinco. Estaba bien… Bangor pertenecía al pasado, y ella ya estaba a salvo. A salvo de Bronwyn Evans. A salvo de las burlas, pullas y cuchicheos. Se levantó, preparada para acudir con los demás.
Al volverse, vio otra urraca solitaria que saltaba por la terraza y se paraba completamente ante la puerta ventana de la habitación. Se preguntó si sería la misma de la floresta.
«¡Ah, vamos!», se dijo, «¿cuántas urracas habrá en este pueblo?».
La urraca ladeó su negra cabeza, mirándola de frente con sus brillantes ojos de ónice. Había en ella algo espantosamente conocido… Qué curioso. Puso la mano contra el cristal, y eso bastó para espantar al ave.
La urraca salió volando, pero no era tan fácil olvidar lo que había dicho su madre: «Ver una trae penas».