¡Huye!
LAURA RETROCEDIÓ, huyendo del encapuchado que se acercaba a ella.
—¡Huye, Laura! —volvió a gritar Lis mientras el encapuchado que la agarraba se sacaba de la manga una daga de aspecto barato. Mientras Lis gritaba aquello, su captor le hundía la daga en el estómago, y ella se retorcía, abriendo la boca en busca de aire. Se dejó caer de rodillas, agarrándose la herida mientras el encapuchado volvía a extraer el cuchillo del cuerpo.
Laura sollozó, llevándose las manos a la boca. Entonces, mientras Lis caía sobre la tierra, se volvió y echó a correr, alejándose del trío de encapuchados con pies temblorosos. Lis y el hombre de la daga le cerraban el paso por donde habían venido, así que Laura no tenía más remedio que internarse en el corazón del bosque.
Los tres encapuchados se colocaron en pie sobre el cuerpo de Lis, observando cómo desaparecía Laura en la oscuridad añil. En unos segundos, dejaron de oír los pasos que pisaban las hojas.
—¡Esto ha sido genial! —dijo Jack, echándose para atrás la capucha.
—¿Lo has cogido todo? —preguntó Lis al tiempo que se sentaba en el suelo.
—¡Sí! —Delilah se retiró también la capucha y apagó la cámara digital—. ¡Laura Rigg, la estrella principal de Ensúciate las bragas!
Kitty le dio un golpecito a la hoja retráctil del cuchillo que Jack tenía en la mano, una baratija de la tienda de bromas de la calle principal del pueblo.
—¡Esto ha sido estupendo! Lis, eres increíble, nunca olvidaré el gesto que puso. ¿Lo viste?
—Pues no, porque estaba muy ocupada haciéndome la muerta. ¿Puedo verlo ahora? —Le cogió la cámara a Delilah y se fue hacia atrás. La acción comenzó, mostrando a una granulosa Lis de andar saltarín, y a Laura, que iba por el camino con ella hablando de lo espeluznantes que resultaban los bosques. Entonces la señal de la batería empezó a avisar, y la pantalla se quedó en negro—. ¡Mierda! —exclamó Lis con un suspiro—. Tendré que cargarla cuando llegue a casa. Menos mal que hubo batería suficiente para la filmación.
—¡No me puedo creer que haya salido bien! —dijo Jack riéndose—. Ahora lo único que tenemos que hacer es amenazarla con poner esto en YouTube si no nos deja en paz. La tenemos en nuestras manos, podremos hacer lo que queramos con ella. No tendrás que volver a preocuparte, Lis… ¡y tampoco ninguno de nosotros! Jo, ¡me encanta hacer chantaje!
Kitty miró hacia delante con nerviosismo.
—Tenemos que salir de aquí. Si Laura llamara a la policía, nos veríamos metidos en un buen problema.
Asintiendo con la cabeza, Jack empezó a caminar.
—Deberíamos separarnos, por si acaso.
—¡Sí, y esconder las túnicas! —apremió Lis, subiendo los escalones de la tapia.
—Dámelas, tengo que devolverlas al teatro del insti antes de que la profesora Osborne note que faltan. —Delilah se metió las túnicas en la mochila.
—Llamad cuando lleguéis a casa, ¿vale? —dijo Lis—. Os enviaré el vídeo por email.
—¡Ha sido épico! —Kitty le plantó un beso en la mejilla—. Llama en cuanto llegues.
Kitty y Delilah partieron en una dirección, hacia el parquecito infantil, mientras Lis y Jack se iban en la otra, hacia la carretera principal. Ya estaba completamente oscuro, y Lis se encontraba tan cargada de adrenalina que ni siquiera vio el cuervo que la vigilaba desde la ruinosa tapia de la floresta.
A poco más de un kilómetro de distancia, se alzaban los árboles más altos de la Floresta de Pike, envueltos en el impenetrable silencio de la noche. Hasta que un grito sonó a través del sereno bosque, resonando por todo el valle. El grito, ni tímido ni juguetón, hablaba solo de terror. Una chica se hallaba en gran peligro. Los árboles temblaron y los bosques despertaron a la vida. Los pájaros emprendieron el vuelo, huyendo del lugar. De repente, la floresta se había despertado completamente.
Unos pasos pesados hollaban la húmeda tierra. Más gritos, que ahora imploraban: «¡Para, déjame!». Estallido de palos y ramitas al romperse, el crujido de las hojas de otoño. Unos dedos desesperados se agarraban a las ramas y juncos. Más pies hollaban el suelo… ¡una persecución! Hacía mucho que la floresta no presenciaba una cacería: aquello era un retorno a los días de sangre.
Una chica huía, corriendo con tal ímpetu que las piernas le ardían. Aquel no era el tipo de carrera deportiva que se estilaba por entonces, sino la huida desesperada de una presa. Era una carrera de supervivencia, en la que había detrás, muy cerca, un depredador. Ella respiraba a broncos trompicones, mientras los pulmones se le inflaban y desinflaban de manera dolorosa. No le quedaba aire en el cuerpo para gritar pidiendo socorro, y no había a la vista posibles salvadores. Se giró vacilante, buscando a su perseguidor. No podía seguir corriendo, así que se agachó detrás de un árbol, metiéndose entre las raíces. Se aferró el pecho, apenas capaz de respirar, pero demasiado asustada para proferir sonido alguno. Sus pies sucios le sangraban porque había perdido los zapatos en la huida. Tenía los leotardos rasgados, y las manos en carne viva. Aguzó el oído. ¿Debía volver a correr? ¿O sería mejor que siguiera escondida?
El miedo la empujó. Echó a correr. Pero después de tan solo tres pasos, tropezó y cayó de bruces en una cuesta empinada. Esqueléticas manos de árboles le rasgaron la cara y el cuerpo. Apenas reconocible como humano, la chica parecía una bestia muerta de miedo. Rodó y se paró, gimiendo. Una sensación heladora le subió por las piernas. Se había metido en el agua.
Todo le dolía: las piernas y los brazos, la piel, las uñas, el pelo… Con un gemido de agotamiento, empezó a arrastrar su cuerpo para sacarlo del arroyo, sirviéndose de las hierbas, pero se encontró deslizándose en el barro resbaladizo. Sollozó de modo incontrolable, implorando, gimiendo a la bandada de pájaros que alzaban el vuelo, ocultando la luna.
—¡Socorro! —gritó lastimeramente—. ¡Alguien… por favor…! Por favor, Dios, ayúdame… seré buena. ¡Lo intentaré con todas mis fuerzas, seré buena!
Se levantó sobre las rodillas, sin oír las pisadas que venían detrás. Demasiado tarde, vio algo por el rabillo del ojo. Unas manos la agarraron del pelo y tiraron de ella hacia arriba. Unos dedos rudos la aferraban con fuerza malvada, y entonces otro destello: la luz de la luna iluminó una curvada hoja de plata. Una vez alzada completamente del suelo, mientras daba patadas inútilmente en el aire, chilló: un chillido primario que le salió del interior de las entrañas. Fue el último ruido que proferiría Laura Rigg.