Ofrendas
EL MEJOR MODO DE SABER si un chico es virgen es entablar con él una conversación sobre sexo, como Lis descubrió el lunes siguiente a las vacaciones de mitad de trimestre.
—Creo que estuvo muy bien… —le dijo a Jack.
—¿Os acostasteis?
—¡Jack! —exclamó Lis mientras caminaban hacia las taquillas—. ¿Te importaría…?
—¡Cielo santo, lo hicisteis! ¿Qué tal fue?
—¡Jack!
—Bueno, ¿eso quiere decir que sí o que no? —preguntó él, con una sonrisa lasciva.
—¡Quiere decir que no, pervertido!
El pasillo parecía especialmente deprimente aquella mañana. Era el día de vuelta de las vacaciones, y era como si la mayoría de los estudiantes estuvieran ya contando las semanas, días y horas que faltaban para Navidad. La semana se había pasado demasiado aprisa para el gusto de Lis: su cuerpo había reaccionado con irritación al sonar la alarma a las siete de la mañana. Lo único bueno que tenía aquello era que volvería a ver a Danny.
El funeral de Laura había tenido lugar durante las vacaciones. Apenas había merecido una mención en el telediario, pues había sucedido recientemente otra atrocidad que resultaba más emocionante para los canales de televisión. La gente se iba olvidando poco a poco de Laura Rigg.
—¡Yo solo preguntaba! —protestó Jack—. ¿Ya habéis quedado para volver a veros?
Lis arrugó un poco la cara.
—No. No ha parado de enviarme mensajes de móvil, pero no me lo ha vuelto a pedir. Estoy empezando a preocuparme.
—¿Por qué te iba a mandar mensajes de móvil si no estuviera interesado? Relax.
—¡Te haré caso con tal de que no vuelvas a usar nunca más la palabra «relax»!
Jack sonrió, parándose ante su taquilla, en la que alguien había tenido la gentileza de rayar la palabra «MARICÓN». Sacó un sobre cerrado.
—¿Qué es eso? —preguntó Lis.
—Mi excusa semanal para no hacer Educación Física. Mi madre ha tirado la toalla. Esta semana tengo la espalda mal, la que viene ya veremos.
—Tendréis que ir algún día —dijo Lis riéndose. ¿Cómo es que ella era la única del grupo que acudía a las clases de gimnasia?
—¡Cuando el profesor Colleman deje de llamarme «muñequita», empezaré a ir! —le respondió Jack.
A Lis le sonaban las tripas.
—¿Quieres ir a la cafetería?
—Sí, claro: me muero de hambre.
—Vale —dijo Lis con un suspiro—. Solo voy a preparar el equipo para la próxima clase. Algunas hacemos netball, ¿sabes? —Se acercaron a la taquilla de ella, que se encontraba amenazadoramente próxima a la de Laura, que estaba sellada con la cinta de colores de avispa de la policía. Se quedaron en silencio los dos. La cinta hacía que la taquilla roja pareciera un regalo de Navidad.
—Es deprimente —dijo Jack, mordiéndose una uña—. ¿Qué crees que habría dentro?
—No lo sé —dijo Lis, y se quedó callada, buscando en el bolso la llave de su candado—. Supongo que la policía la habrá vaciado. —Solo entonces se dio cuenta de que el candado de su propia taquilla estaba abierto. Lo quitó e intentó apretarlo. Pero estaba estropeado, y se negaba a volver a cerrarse.
—¿Qué pasa?
—Que mi candado está estropeado… —dejó la frase como interrumpida, mientras alargaba la mano hacia la manecilla de la taquilla. ¿Se había estropeado, o lo habían forzado? Sintió el corazón en un puño. Empezó a abrir la puerta de la taquilla.
—Lis… tal vez debiéramos…
Un amasijo negro se balanceó ante sus ojos. Lis se quedó paralizada, mientras su mente trataba de comprender lo que veía. Fue Jack el que lanzó el primer grito y saltó hacia atrás como si hubiera visto en el váter la aleta de un tiburón.
Más o menos grapado a la cara interior de la taquilla había un cuervo muerto, con las alas grotescamente abiertas, crucificado. Las plumas se caían de la taquilla, y una sangre escarlata había empapado el equipo de Educación Física y los libros de texto. Los ojos sin vida del pájaro la miraban acusadores.
Le costó a Lis un segundo, pero entonces lanzó un chillido.
Cayó hacia atrás, en los brazos de Jack, y lo derribó al suelo al mismo tiempo que la señora Dandehunt salía de su despacho.
—¿Qué demonios es todo este ruido? —soltó ella, pero viendo a aquellos dos que, aterrados, trataban de levantarse del suelo, se agachó para ayudarlos.
El profesor Gray salió a toda prisa del aula G2 y llegó ante Lis al mismo tiempo que la directora. Para entonces, habían llamado la atención de otros estudiantes que pululaban por allí.
—¿Lis? —El profesor Gray la cogió por las axilas y trató de ponerla en pie—. ¿Qué ha pasado, dime?
—¡Miren…! —dijo ella entre dientes—: ¡Mi taquilla!
La señora Dandehunt elevó los ojos a la taquilla. El profesor Gray abrió la puerta, para volver a cerrarla de un golpe, disgustado.
—¿Qué dem…? —dijo sin voz—. Lis, Jack, ¿estáis bien?
Jack asintió con la cabeza, sin poder decir nada de la sorpresa.
Lis hizo un esfuerzo por mantenerse en pie.
—Sí, estaré bien. —Era algo demencial. ¿Qué clase de persona podía haber hecho aquello? Con los profesores allí, se sintió más tranquila, pero sucia, realmente sucia. Tenía sangre seca, marrón y pegajosa en las manos—. ¿Puedo ir a lavarme las manos?
El profesor Gray miró a la señora Dandehunt, que asintió con la cabeza.
—Sí, claro. Me encargaré de que alguien te quite eso de la taquilla —le dijo el profesor Gray—. Jack, por favor, ¿puedes asegurarte de que está bien?
—Naturalmente —respondió él con calma, pero con la tímida torpeza que le producía la presencia de profesores.
—Santo Dios, ¿por qué demonios puede hacer alguien una cosa así? —se preguntó el profesor Gray con una mueca de disgusto.
La señora Dandehunt echó otra mirada al interior de la taquilla. Arrugó los labios, pensativa.
—¡Mmm! —fue todo lo que añadió.
Mientras Jack se llevaba a Lis de allí, ella volvió a dirigir una mirada al cuervo. Solo se le ocurría una razón para semejante regalo: que fuera una advertencia. Una advertencia de alguien que sabía que ella había sido vista en algún lugar en que nunca debería haber estado.
Aun después de una ducha, la sensación de suciedad persistía. En su mente, la sangre seguía recubriéndole los dedos. Lis se envolvió el pelo mojado en una toalla retorcida, y se dejó caer en la cama. Cogiendo el libro de texto de español, intentó ocuparse la mente con el idioma, bloqueando la imagen recurrente del cuervo muerto. Su paranoia estaba haciendo horas extra. Lo único que se le ocurría era que aquello era un mensaje del fantasma del vídeo, de la mano en el árbol: «Te vi: mantén la boca bien cerrada».
A la taquilla de Jack no le pasaba nada, y él había puesto mensajes de móvil a Kitty y Delilah para preguntarles por las suyas. Ninguna de las dos chicas había recibido ninguna advertencia. Solo Lis. Había sido especialmente elegida.
Lis se desprendió la toalla, dejando que los húmedos mechones le cayeran por la espalda. Alguien golpeó en la puerta, y Lis se sobresaltó tanto que tiró la taza de té que tenía puesta en el tocador. No podía seguir así.
—Entra —dijo, secando el té derramado con un par de pañuelos de papel.
—Te dejaste el móvil abajo, en el bolso, cielo. Y no para de sonar —anunció Sarah, tendiéndoselo.
Tenía que ser Danny. Lis cruzó la habitación en un segundo.
—Gracias, Sarah. —Se llevó el móvil al oído, con el corazón palpitante—: ¿Sí…?
—Hola, guapa. Soy Delilah.
A Lis se le cayó el alma a los pies, y tuvo que apoyarse contra la cama. Le gustaba tener noticias de Delilah, pero era Danny quien de verdad quería que la llamara.
—¿Qué tal te encuentras? ¿Mejor? —preguntó Delilah.
—Ah, sí, superándolo. Dos duchas —le dijo Lis.
—Pobrecita mía. Jack nos lo ha contado todo. Parece horrible de verdad.
—Lo fue, lo fue. Sencillamente no entiendo por qué hizo eso quien fuera. —Se sentó sobre las piernas—. ¿Crees que tendrá algo que ver con lo de Laura?
Hubo una pausa al otro lado de la línea.
—La verdad es que no lo sé, amiga mía. Podría tratarse de una broma de mal gusto. Pero que muy mal gusto.
—No te encaja, ¿a que no?
—No —admitió Delilah—. Solo hay dos cosas en las que no creo, y una de ellas es las coincidencias.
—¿Y la otra?
—El gobierno.
Lis logró reírse sardónicamente al oírlo.
—Esto podría no ser un ave casual. Podría tratarse de una ofrenda, de un sacrificio…
Lis frunció el ceño. ¿Qué le pasaba a la gente en aquel pueblo?
—¿Qué…?
—Ya sabes, paganos, brujería, satanismo… Algunos hechizos requieren una ofrenda. Una ofrenda sangrienta.
—¿Una ofrenda sangrienta a mi taquilla?
Delilah resopló al otro lado del teléfono:
—No era más que una hipótesis. Es verdad que el sacrificio se lo hacen al dios astado. Como mencionaste lo de las brujas, empecé a pensar que podía haber algo de eso, no es nada más.
—Ya, bien, las brujas son una de las cosas en las que no creo yo. O al menos creo que no creo en ellas —dijo Lis, cada vez más insegura.
—Amiga mía, no deberías ser tan cerrada de mollera, ya no se lleva —dijo Delilah en un arrullo.
En la mente de Lis se conectaron dos piezas del rompecabezas.
—¿Delilah…? ¿Cogiste tú el libro de la tienda de la señora Gillespie? ¿El de La historia oculta de Hollow Pike?
—No —farfulló Delilah—. Soy inocente.
Lis se colocó muy tiesa en el borde mismo de la cama, otra vez tensa.
—¿Crees que podría haberlo hecho Kitty?
—No es su estilo, la verdad. No seguirás sospechando que podamos tener algo que ver con el asesinato de Laura, ¿no?
Lis negó con la cabeza:
—No, no: claro que no.
—Llegaremos al fondo de esto, te lo prometo —dijo Delilah—. No hay de qué preocuparse. Si había alguien más en el bosque, esa persona no querrá que nadie la descubra, ¿no? ¿Por qué iban a hacerse ver dejándote cosas muertas en la taquilla? Eso no tiene sentido. La policía atrapará al asesino de Laura. Hasta entonces, tenemos que pasar desapercibidos. Callados como una tumba.
Suspirando, Lis se dejó caer en la cama.
—Vale, eso puedo hacerlo.
—Bueno, espero que duermas bien. Dulces sueños, guapa. —Delilah le lanzó un beso, y colgó.
Lis se masajeó las sienes, que le dolían. Dándose la vuelta, enterró la cara en la almohada, y ahogó un grito que restalló por dentro como una descarga. ¿Cuándo despertaría de una vez de aquella pesadilla?
Al otro lado de la línea, Delilah colgó y posó con cuidado su móvil sobre un libro viejo, encuadernado en piel, que se titulaba La historia oculta de Hollow Pike.