La leyenda de Hollow Pike

LIS APORREÓ LA PUERTA TAN FUERTE que tembló en sus goznes. Aunque rompiera el cristal, no pensaba dejar de llamar. Debía de parecer ridícula, una chica de quince años con el uniforme del instituto y tan ansiosa por entrar en la tienda benéfica. De todas formas, ¿por qué estaba cerrada aquella puñetera puerta?

Atisbando a través del sucio escaparate, Lis lo intentó de otro modo:

—¡Señora Gillespie, soy yo, Lis London! —llamó.

Presionó la oreja contra el mugriento cristal, y escuchó atentamente. Efectivamente, al cabo de unos segundos oyó unos tacones de aguja que avanzaban inseguros hacia la puerta. Unas uñas rojas descorrieron el visillo, y la señora Gillespie echó un vistazo hacia fuera antes de abrir.

—Te has dado prisa —dijo.

—He venido directamente del instituto —explicó Lis.

Al verla, recordó lo repulsiva que era la anciana. En esta ocasión llevaba una especie de túnica oriental con un turbante colocado encima de su desagradable peluca. Aquello debía de haber sido el no va más del glamour allá por los años treinta, pero en la actualidad parecía un disfraz de Halloween. El hedor de ginebra y cigarrillos que salía de su boca resultaba igual de repelente.

—Será mejor que entres. No puedes quedarte toda la tarde en la calle.

Haciéndose a un lado, la señora Gillespie la dejó entrar en la fría y húmeda tienda. Lis pegó los brazos al cuerpo, sin saber qué hacer ni qué decir.

—No te quedes ahí, nena, ¡ven a sentarte!

En la parte de delante de la tienda había preparada una especie de reunión para tomar el té: una primorosa mesa camilla con tres sillas de aspecto antiguo. Un mantel de encaje amarillo y con manchas colgaba sobre la mesa.

—Aquí es donde tomamos nuestro té de la tarde. ¿Quieres una taza, tesoro?

Lis se sentó con cautela en una de las sillas. Dado que la tienda estaba completamente vacía, no podía imaginarse a quién más se refería la anciana.

—No, gracias —dijo en voz baja.

La señora Gillespie se sirvió un poco de té de una tetera conmemorativa del enlace del príncipe Carlos y Lady Di, y se llevó la taza a los mustios labios.

—Entonces ¿vas a reconocerlo?

—No sé a qué se refiere. —Lis miraba el juego de té, incapaz de elevar la vista hacia la extraña mujer.

—Me parece que sabes perfectamente a qué me refiero.

Lis negó con la cabeza, empezando a sentir pánico. ¿Tendría que confesar toda aquella lamentable travesura? ¿El juego del asesinato?

—Yo… yo…

—Tú robaste mi libro —soltó la señora Gillespie.

¿Qué? Lis parpadeó con fuerza para asegurarse de que no se imaginaba cosas.

—¿Qué libro?

La señora Gillespie golpeó en la mesa con su mano delgada, abultada por las venas.

—¡Tú sabes muy bien qué libro… La historia oculta de Hollow Pike!

¿O sea que aquello no tenía nada que ver con la broma? Lis sintió un alivio inmenso. Su boca formó un pequeño círculo.

—¡Yo no lo robé!

—Bien, entonces ¿fue alguna de tus depravadas amiguitas?

—No… no lo sé. Si ellas lo cogieron, no me lo han dicho.

«¿Pueden haberlo robado ellas?», pensó Lis. Pero entonces se preguntó para qué iban a querer un libro sobre brujería. Y además, lo normal en ese caso sería que lo hubieran mencionado aquella mañana, cuando ella sacó el tema.

—¡Quiero ese libro de vuelta! No está en venta.

—Sin embargo, estaba en el estante —observó Lis—. ¿Qué es lo que tiene tan especial, de todas maneras? —Lis se sentía mucho más relajada ahora que sabía que aquello no tenía: a) nada que ver con Laura, y b) nada que ver con ella en absoluto.

La señora Gillespie la observó como un halcón, con unos ojos como cuentas de vidrio, que brillaban por encima del juego de té.

—No me digas que no has oído las historias. Te vi mirando el libro.

Lis recordó su sueño por un segundo, pero lo desdeñó, aferrándose a la certeza de que el asesino era un criminal normal y corriente, sin conexiones sobrenaturales.

—He oído cuentos de hadas.

Los finos labios rojos de la señora Gillespie se separaron para mostrar unos dientes amarillos.

—¡Ja! ¿Cuántos años tienes?

—Casi dieciséis.

—Así que, por supuesto, tú sabes todo lo que hay que saber, ¿no? Es curioso que los jóvenes estéis dotados de tanta seguridad. ¡Yo estoy cada vez más insegura, cuanto más vieja me hago! —Y se rió socarronamente de su propia gracia.

Lis frunció el ceño. Aquello era una pérdida de tiempo.

—No lo entiendo.

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo ibas a entenderlo? —La señora Gillespie se puso más seria de repente—: En los bosques hay más de lo que tú puedes saber, Lis. Son una ciudad llena de fantasmas.

—¿Qué? ¿Está diciendo que Hollow Pike está encantado?

La señora Gillespie consideró aquello.

—En cierto sentido. Encantado por el pasado. Por su propio pasado. Aquí sucedieron malas cosas. Muy malas cosas. Perseguían a la gente, la torturaban y la mataban, ya fuera quemándola o ahogándola. Hollow Pike es una fosa común.

Lis se daba cuenta de que no estaba bromeando. Aquello, al menos para la señora Gillespie, era real.

—¿A quién mataron?

—A las brujas. Hace mucho tiempo, la gente venía a Hollow Pike con sus enfermos, impedidos o estériles. Las familias que vivían en los bosques y colinas ayudaban con los remedios y pociones. La gente decía que eran poderosos sanadores. Pero entonces desaparecieron un par de niños, alguna gente se puso enferma, el ganado moría… Coincidencias, mala suerte. Pero todos querían echarle la culpa a alguien.

—Entonces, ¿qué sucedió? —preguntó Lis con curiosidad, pensando si la historia sería cierta.

—Las quemaron. A principios del siglo XVII entraron en la ciudad los cazadores de brujas, que se hacían llamar a sí mismos los Rectos Protectores. Eran gente de la iglesia. No solo gente temerosa de Dios, sino fanáticos. Tenían como fiebre de odio. Pensaban que las brujas iban a traer un regreso a los tiempos oscuros, la caída de Dios. Sacaban a las mujeres de sus casas, y los Protectores las torturaban durante horas, hasta que confesaban. A algunas las ahogaron en el río, a otras las quemaron en el pueblo.

—Es espantoso. —Lis casi podía oír sus gritos.

—Sí, lo es. Toda esa gente que murió… su sangre está en las raíces de los árboles. Algunas personas dicen que el pueblo está maldito pero, claro, como tú misma has dicho: las maldiciones son cosa de los cuentos de hadas.

Eso pensaba Lis, ¿no? Pero, con todo lo ridículo que pudiera parecer, en el momento en que su madre la había metido en la Floresta de Pike, Lis había sentido algo extraño. El aire parecía más pesado, el cielo se había oscurecido, el bosque le había parecido aterradoramente vivo, y aquella urraca la había mirado como si la conociera. Sin embargo, admitir aquellas cosas parecía salirse del tiesto. Cosas como aquella pertenecían a los libros y a las películas, no a la monótona vida de Lis London.

—La magia y las maldiciones no existen. —Se levantó para marcharse, echándose la bolsa al hombro—. Mire, cuando vea a mis amigas, les preguntaré por el libro. Si lo cogieron ellas, se lo devolverán.

Alguien se había llevado el libro. Interesante. El asesinato de Laura había sido un crimen ritual, al menos eso decían los periódicos. Tal vez el asesino hubiera necesitado el libro para encontrar ideas o algo así.

La señora Gillespie se levantó y se acercó a Lis, retirándose un rizo suelto de delante de los ojos.

—Lis, pareces cansada. ¿Qué tal duermes?

Lis sintió un escalofrío, y se dirigió a la puerta.

—Duermo bien —dijo sin pensar. Aquello se estaba convirtiendo en su mantra. Miró a la cara de la señora Gillespie, intentando descubrir a una vieja bondadosa tras el maquillaje.

—¿De verdad? Algunas personas tienen el privilegio de tener sueños especiales, ya sabes.

—Bueno, yo no.

—¿Estás segura?

—Yo no soy nada especial, de verdad… puede preguntarle a cualquiera.

La señora Gillespie sonrió. Lis pensó que eso era probablemente su versión de una dulce sonrisa. Resultaba inquietante, por no exagerar.

—Antes de que te vayas, me encantaría que vieras a los niños.

—Vale —accedió Lis a regañadientes, pero queriendo ser cortés—, aunque tendría que llegar pronto a casa.

—Eso solo te robará un minuto, cielo. Vivimos justo encima de la tienda.

Lis siguió a la señora Gillespie a través de una puerta estrecha, y subió una escalera peligrosamente empinada.

—Los niños estarán encantados de conocerte, Lis.

El olor impactó a Lis en el mismo instante en que la señora Gillespie abrió la chirriante puerta de su apartamento. Se llevó la mano a la boca para reprimir las ganas de vomitar: nunca había percibido un olor como aquel.

Al entrar en la lúgubre habitación, la causa del olor quedó patente e inmediato: eran periquitos. Docenas de periquitos de colores brillantes, que ocupaban hasta el último trocito libre del sucio apartamento. Al principio Lis se quedó hipnotizada con la variedad de colores: azules, verdes, amarillo intenso, magenta oscuro… Era hermoso. Lis contó veinte pájaros alineados en la barra de la cortina. Había más en el fregadero, picoteando las gotas de agua que se escapaban del grifo. Y las crías desbordaban cualquier superficie. Al bajar los ojos, Lis vio que sus pies se hundían en una alfombra recubierta de heces. El estómago le dio un instintivo retortijón, y un poco de vómito le subió a la boca.

—¡Mirad quién está aquí, pequeños! ¡Es Lis, esa niña tan maja de la que os he hablado! —La señora Gillespie puso la sonrisa más amplia que cabía en su rostro cuando un increíble espécimen de color verde se posó encima de su peluca.

La habitación estaba llena de trinos y cantos. Tantos pájaros piando juntos sonaban como un chillido. Pero entonces, una a una, las pequeñas aves cesaron su canto y se hizo un espeso silencio. Miraron a Lis con intensa curiosidad. Un bravo individuo revoloteó sobre ella para poder observarla mejor. Lis retrocedió hacia la puerta, mientras otra ave intentaba posarse en su hombro. No comprendía: ¿por qué habían dejado de cantar los pájaros? ¿Los había molestado?

Salió por la puerta, y casi se cae de espaldas por la larga escalera de madera.

—¿No es interesante? —dijo la señora Gillespie con una sonrisa—. Has pasado la prueba.

—¿Qué? —dijo Lis casi sin voz—. ¿Qué prueba?

—«Nada especial», has dicho tú, pero hay algo más en ti de lo que ven los ojos, me parece.

—¡No sé de qué me habla! —repuso Lis, con enormes deseos de irse.

—Lo sabrás… muy pronto.

Los pájaros empezaron otra vez a cantar, y todo empezó a darle vueltas a Lis. Necesitaba alejarse de aquel ruido y aquel olor.

—¡Lo siento! Tengo que irme —farfulló—. Gracias por todo.

Bajando los escalones de dos en dos, llegó a la tienda, y después, en unos segundos, a la fresca calle. Se llenó los pulmones de aire limpio y fresco, y expulsó el hedor del sórdido apartamento.

La anciana estaba loca, peor que loca… Kitty tenía razón, no debería haber escuchado una palabra de lo que decía la señora Gillespie. Echó a correr por la calle adoquinada, dejando a aquella espantosa mujer y sus misteriosas palabras lo más atrás que podía.