La amistad
LA EXPRESIÓN DE LA CARA de Laura Rigg no tenía precio. Caminando con paso decidido por el pasillo, cerca de las taquillas, al lado de Kitty, Jack y Delilah, Lis la vio recibir su merecido. La gente miraba… Qué demonios, los ojos se les salían de las órbitas, pero tal como había imaginado Lis que ocurriría, ser parte de la tribu de los raros le hacía sentirse segura, casi poderosa. Le gustaba.
Su grupo era casi el paralelo al grupo «in» de Laura. Ellos eran los «out», algo que Lis decidió que era mucho más interesante en realidad. A semejanza del grupo in, Kitty, Delilah y Jack se daban aires por el instituto, llevando ahora a Lis a la zaga. Cuando Laura estaba presente, la gente lo notaba; y del mismo modo, cuando aparecía Kitty tampoco nadie podía ignorarla. A Lis le parecía que Kitty y Delilah habían comprendido que lo de agachar la cabeza era algo que no funcionaba. La gente iba a tomarlos como blanco de todos modos, así que era mejor divertirse un poco. Si la gente iba a criticarlos de todas maneras, entonces era mejor darles algo de qué hablar.
Cuando llegaron a las taquillas, Lis sonrió y hasta se atrevió a empujar un poco a Laura para pasar. Compartía con los otros la fuerza que les daba la crueldad de Laura, y el resultado era que ya tenía menos de víctima. Tal vez hubiera una especie de fórmula matemática que lo explicara: vulnerabilidad por mofa partido por apoyo, o algo así.
Recuperándose del susto, la cara de Laura adoptó su acostumbrado gesto de desprecio.
—¡Uy, qué bonito! ¡Las brujas han hecho una nueva amiga!
Lis se paró para volverse hacia ella. ¡Si Laura supiera algo de los elaborados planes que habían concebido para matarla! En ese caso no sonreiría igual.
—Efectivamente, Laura. Lo que me sorprende es que conozcas la palabra «amiga».
Tras ella, oyó cómo se reía Jack por lo bajo.
Nasima intervino:
—A lo mejor es que también es lesbiana.
Lis puso a prueba su valor recién encontrado:
—¿Por qué eres siempre tan corderito, Nasima? Tú eres la única alumna paquistaní de nuestra clase. ¿No sabes qué se siente siendo distinta?
Una mirada de enojo pasó por su cara.
—¡Que sea paquistaní no quiere decir que sea lesbiana! Eso es racismo.
Delilah avanzó poniendo los ojos en blanco:
—No gastes saliva, Lis. Si alguna vez hubiera tenido una célula en el cerebro, ya se le habría muerto de tristeza.
—Perdedores —dijo Laura con amargura—. ¿Cómo está el vagabundo de tu padre, Bloom?
—Está bien, Laura, gracias —respondió Delilah con dulzura—. Pero ¿cómo estás tú? Aquí, entre mujeres, te noto un poco… cansada.
La suave pulla de Delilah dio en el blanco. Todo el rostro de Laura se tensó.
—¡Frikis! —Y echándose atrás sus castaños mechones, se fue caminando con paso orgulloso en la dirección opuesta.
—¡Buena respuesta! —le dijo Kitty desde detrás.
Lis se rió, y sus nuevos compañeros se rieron con ella.
Más tarde, Lis se descubrió a sí misma en la parte de atrás del laboratorio de ciencias con muy poca idea de lo que estaba ocurriendo. Ella era muy buena en Lengua y Literatura y en idiomas extranjeros pero, aunque sus notas estaban por encima de la media en Ciencias y en Matemáticas, le costaba un esfuerzo casi sobrehumano ser la primera de la clase en esas materias.
En aquel momento era vagamente consciente de lo que tenía que hacer, pero no tenía ni idea de para qué había que hacerlo. Se suponía que tenía que quemar magnesio en un recipiente hermético, pero se daba cuenta de que todos los demás estaban pesando sus pequeñas cazuelas. Echó pestes de aquella propensión suya a pensar en las musarañas. Como ninguno de sus nuevos amigos iba con ella a Química, se sentía sola.
Se armó del valor necesario para ir a preguntarle al profesor Maloney, y empezó a rodear su mesa de trabajo, pero la detuvo en seco Danny Marriott. El cerebro se le derritió al instante, y solo logró exhalar un leve sonido semejante a la tos. Él había penetrado en su medio metro de espacio personal. No lo había hecho queriendo, pero a ella el corazón le empezó a latir al sentir en su frente el cálido aliento de él.
—Lo siento —dijo echándose hacia atrás.
El cerebro de ella hizo un esfuerzo desesperado por volver a empezar y tratar de encontrar algo sensato que decir:
—Está bien, no te preocupes. —Hizo un esfuerzo para atreverse a mirar el color turquesa de sus ojos.
—Ibas a hacer mal el experimento.
Ella sonrió, al mismo tiempo que se ponía colorada como un tomate.
—¿Me mirabas?
Entonces fue su turno de ponerse colorado. Lis acentuó su sonrisa al tiempo que trastabillaba con las palabras:
—Bueno, eh… tú estabas sentada justo a mi lado. Pero parecía que estabas en Babia…
El simple hecho de que Danny le hubiera prestado un minuto de atención le pareció algo mil veces más cálido que el despliegue de quemadores que había a su alrededor.
—Tienes razón, estaba en Babia —admitió Lis. Entonces sonrió—: ¡Y se me había olvidado que tú antes eras un empollón! Explícame: ¿qué es lo que tengo que hacer?
—Vale, vale… no levantes la voz. De lo que se trata es de comprobar que el cambio de estado no afecta a la masa de los componentes químicos.
Lis se mordió un labio y movió ligeramente la cabeza hacia los lados. Sentía un poco de vergüenza: no le hacía ninguna gracia mostrar su ignorancia delante de Danny.
—Es fácil —siguió diciendo él—. Tienes que pesar tu recipiente, después poner el magnesio al fuego hasta que se consuma, y entonces comprobar que tu recipiente sigue pesando lo mismo.
—¡Ah, ya lo comprendo! Aunque no se pueda ver el magnesio, sigue allí.
—Exacto. El trabajo para casa es sobre los gases de los tubos de escape de los coches. Nuestro experimento demuestra lo malos que son los gases para la calidad del aire. Si tu recipiente no pesa lo mismo, será que el experimento ha ido mal en algún punto: seguramente la tapa no estaba bien apretada.
Lis sonrió de oreja a oreja oyendo el razonamiento de Danny. Recordó el momento de revelación que había tenido en el desván de Kitty. Estaba completamente segura de que Danny no hubiera podido hablar de ese modo ante Cameron ni Bobsy por miedo al ridículo. Tal vez de ahí provenía aquel asomo de tristeza que había en sus ojos.
—¿Te ríes de mí?
—¡No, es estupendo! Danny Marriott, el chico molón del equipo de rugby, tiene un secreto inconfesable: ¡es un chico de ciencias!
Se volvió, mirando a su alrededor, con algo de miedo. Lis sabía la importancia que tiene el saber ocultar la inteligencia de uno. Ser inteligente no está bien visto.
—No te preocupes, que no se lo diré a nadie. Al fin y al cabo, soy la chica que vendía en eBay o algo parecido su bebé imaginario, ¿no te acuerdas?
Él ahogó una risita:
—Sí, ya no me acordaba de tu secreto pasado.
—No te lo has creído, espero.
—¡Claro que no! Lo único que pensé es que Laura se había vuelto por fin loca del todo. Era algo que tenía que ocurrir tarde o temprano.
Lis se rió disimuladamente, sabiendo que el profesor Maloney hacía la ronda no muy lejos de allí.
Danny siguió:
—Pero, en serio, ten mucho cuidado con Laura. Sus secuaces le tienen miedo, y es por algo. También yo le tengo algo de miedo, si te soy sincero… y no te va a servir de nada el acercarte a Kitty y a Delilah.
Lis frunció el ceño.
—¿Qué pretendes decir?
Danny abrió desmesuradamente los ojos.
—No me entiendas mal, a mí ellas me caen bien. Hice con ellas la Primaria, pero todos esos rumores… ¡La gente dice que adoran a Satanás! Una cosa bastante tenebrosa.
Lis hizo esfuerzos por mantener la sonrisa. ¿De verdad creía Danny esas cosas? La dura posibilidad de que Danny no fuera mejor que Cameron o Laura pasó por su mente revoloteando un instante.
—¿Hablas en serio?
—Vamos… Son raras hasta decir basta. Si empiezas a ir con ellas, la gente se cachondeará.
—Creo que esa es la diferencia entre tú y yo, Danny —declaró Lis con toda calma—. ¡A mí eso ya no me preocupa lo más mínimo! No puedo fingir que me gusta alguien tan repugnante como Laura. Tú puedes arrimarte a esas muñequitas si quieres, pero yo ya no estoy en esa banda.
Danny puso cara de cachorro apaleado, y Lis se preguntó si no se habría pasado un poco, pero en aquel instante el profesor Maloney pasaba por allí. Lis agarró su vaso de precipitados y se dirigió con él a las básculas, dejando a Danny plantado ante el banco de trabajo, viéndola alejarse mudo de asombro.
El instituto era un purgatorio más llevadero ahora que Lis ya no tenía miedo a los recreos, y el fin de semana llegó con increíble rapidez. Jack trabajaba unas horas cada semana en Fulton en una tienda de bocadillos de nombre tan inquietante como Baguettoso, y Delilah había explicado que, para evitar que se suicidara, solían pasarse un rato por allí para aliviar su aburrimiento.
Después de comer, las chicas anduvieron por la calle principal. Era un paisaje lamentable. Un montón de tiendas estaban completamente clausuradas, mientras que otras se hallaban en diversos grados de ruina, con carteles desvaídos y desportillados que crujían colgados al viento. Habían pasado no menos de tres bazares que declaraban orgullosamente que todo lo que vendían costaba «¡Solo una libra!» (o en cierto caso «¡Solo 99 peniques!»). Cada una de esas tiendas tenía montones de chismes horteras colocados a la puerta.
Parecía que había un gran restaurante, un italiano llamado Luigi’s, que representaba todos los estereotipos italianos conocidos por el ser humano, y no parecía haber sido vuelto a decorar desde los años ochenta. También había un número de bares desproporcionado para semejante pueblo. Hasta el momento, habían pasado tres, que se llamaban «El Casco Roto», «El Cordero Degollado» y «El Hombre Verde».
—Por eso están todas las tiendas en tan mal estado —explicó Delilah, señalando los bares con un gesto de la mano—. Aquí la noche del viernes es como Sodoma y Gomorra.
—Aunque sin la sodomía, por desgracia —bromeó Kitty—. Pero, en serio, la noche del sábado esto es el salvaje oeste.
Lis miró a su alrededor con tristeza.
—¿No hay ninguna tienda que valga la pena?
Kitty y Delilah respondieron «no» al unísono, y a continuación se desternillaron de la risa.
—Bueno, está la tienda en que trabaja Jack, sin duda. ¡Un lugar con clase! Y también hay una cafetería muy agradable en el piso superior de la librería —dijo Kitty, señalando al otro lado de la calle.
—Mañana podríamos ir a Leeds —sugirió Delilah—. Mi padre me debe algo de dinero.
Kitty tenía una especie de comida familiar, así que no podía ir, y Lis no estaba segura de si podía permitirse aquel largo viaje teniendo tantos deberes que hacer. Así que empezaron a pensar en un viaje para el fin de semana siguiente, y Lis se sintió feliz de tener un sitio en los planes futuros de ellas. Resultaba tranquilizador.
Había una última estación en la visita. Kitty y Delilah habían prometido que lo mejor llegaría al final. Se dirigieron a una calle secundaria adoquinada y en curva que se alejaba del centro comercial. Después de un par de tiendas de aspecto falsamente antiguo, llegaron a su destino. Aquella parte del pueblo parecía más auténtica. Era un verdadero pueblo de Yorkshire, con su panadería, su herrería y algunas librerías de viejo muy pequeñas. Era una pena que no fuera así todo Fulton. De hecho, comprendió Lis, casi habían regresado andando a Hollow Pike.
—¡Oh, no! Mirad quién está ahí —susurró Delilah.
Al otro lado de la calle estaba Laura. Qué horror, ella era la última persona que a Lis le apetecía ver. Lis se puso tensa de inmediato, y sin darse cuenta se escondió detrás de Kitty. Su enemiga estaba discutiendo con un hombre apuesto que llevaba el pelo plateado cortado casi al cero y un bronceado de playa. ¿Sería su padre, tal vez?
—¡Atentos al espectáculo! —comentó Kitty con una risita.
Aunque estaban demasiado lejos para oír nada, era evidente que Laura y aquel caballero estaban teniendo un feroz enfrentamiento. Laura parecía acalorada y llorosa, incluso en un momento dio una patada en el suelo, en un gesto de terquedad. Escupió un insulto a la cara del hombre, pero eso fue la gota que colmó el vaso. Con su fuerte mano, él le agarró el brazo y la arrastró hasta un BMW azul casi negro que estaba aparcado en una de las calles adyacentes.
Incluso desde donde estaban, Lis oyó que Laura profería una maldición:
—Vamos, no nos metamos —dijo Delilah, y tiró de la mano de Lis para llevársela de allí, pero Lis sentía ya en el estómago aquella mezcla conocida de odio y fascinación que solo podía asociar con Laura Rigg. Con la cabeza gacha, siguieron su camino a toda prisa por los adoquines de la calle.
—¡Ya estamos aquí! —Delilah indicó una tienda que parecía venida a menos, con unos mugrientos visillos y un cartel en la puerta que decía «Amigos de la Iglesia». Lis comprendió que debía de ser una tienda benéfica, aunque lo que realmente le llamó la atención fueron las dos aterradores maniquíes del escaparate. Una estaba calva y manca de un brazo y, pese a la peluca que le tapaba la mayor parte de la cara, se podía apreciar claramente que la compañera tenía las cuencas de los ojos vacías. Las dos tenían puestos unos espantosos vestidos estampados.
—¡Estáis de coña!
—¡No! —chilló Kitty—. Espera y verás… ¡Es sorprendente! Te prometo que aquí encontrarás tesoros escondidos.
Las dos chicas la cogieron cada una de un brazo y la metieron por la puerta de la tienda, en la que sonó un timbre primoroso anunciando su llegada. El olor de vieja ropa enmohecida y de bolas de naftalina impactó a Lis como un invisible maremoto. Le costó trabajo no dar arcadas.
—Dentro de un minuto ni notarás el olor —le susurró Delilah, leyéndole la mente.
La tienda se hallaba inmersa en una neblinosa penumbra, y solo unos pequeñísimos haces de luz se filtraban por los sucios visillos. La ropa colgaba de barras, y los trastos se amontonaban por todos lados, en cajas de embalaje recicladas. Las baratijas ocupaban cualquier espacio que pudieran ocupar, mientras las pilas de libros llenaban cada esquina. Al igual que le pasaba a TARDIS, la nave del doctor Who, la tienda parecía más grande por dentro que por fuera. Kitty tenía razón, sin embargo: pese al olor, Lis se encontró allí dentro como en la cueva de Aladino.
—¡Buenas tardes, señoritas!
Las tres saltaron de la sorpresa cuando apareció tras el mostrador aquella extraña visión. Era difícil calcular la edad de la tendera: estaba enterrada bajo una tonelada de maquillaje malo y una enorme peluca rubia. A Lis se le quedó la boca abierta: aquella mujer parecía medio humano, medio payaso.
—Hola, señora Gillespie —respondió Delilah cortésmente—. ¿Cómo está usted?
La figura movió una mano enjoyada como abarcando la tienda con ella.
—Ya sabes cómo es la cosa, cielo. ¡Demasiado que hacer, y muy poco tiempo para hacerlo!
Las tres chicas asintieron con la cabeza.
—No os pareceré maleducada si sigo doblando bufandas, ¿no?
—En absoluto.
La señora Gillespie tomó con lentitud una bufanda de un montón temblequeante, y la dobló pulcramente antes de pasar a la siguiente. Lis dudó que el doblar bufandas ayudara a rescatar la tienda del estado de caos en que se hallaba.
Kitty le cogió la mano, y se acercaron lentamente al fondo de la tienda.
—¿La conocéis? —le preguntó Lis en un susurro.
—Claro. Venimos mucho aquí.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Delilah, volviendo a leerle el pensamiento—, pero si miras bien, encontrarás algunas cosas retro realmente fabulosas. Todas las amas de casa desesperadas fueron jóvenes y guays en los años setenta y ochenta, y siempre están tirando cosas.
—¡Vale, empiezo a desenterrar!
—¡Que lo disfrutes! —dijo desde lejos la voz chillona de la señora Gillespie. Lis se preguntó si habría oído todo lo que habían dicho.
Una vez más, sus nuevas amigas habían dado en el clavo. Entre espantosas reliquias de la moda, había algunas cosas que encajaban con el nuevo estilo de Lis, su «estilo urbano adaptado al campo». Pero lo más divertido de todo eran los probadores: en realidad, una simple cortina que tapaba una esquina de la tienda. Las tres chicas se apresuraron a organizar un desfile de moda en el que las espectadoras eran ellas mismas. Por turnos, se metían tras la cortina con los brazos cargados de prendas. Algunas eran cosas comprables, pero sobre todo cogían las cosas más grotescas, cosas con valor cómico que habían encontrado por allí. Kitty salió del probador con un vestido de dama de honor gigante de color melocotón, y al instante siguiente lo hizo Delilah a cuatro patas, enfundada en un vestido de gata de PVC. En cuanto a los trajes chaqueta de los ochenta, ¡molaban mazo! Lis se rió hasta que empezaron a dolerle las costillas.
—¿Qué os parece esto? —preguntó ella, luciéndose con una pequeña trinchera roja. Era el rojo sangre más atrevido que hubiera llevado nunca y, aunque no era su estilo habitual, se sentía valiente.
—¡Precioso! —exclamó Kitty entusiasmada—. Es muy «día de lluvia en Manhattan».
—¡Tienes que comprártelo! —la animó Delilah.
—¡Estupendo! —dijo Lis sonriendo, deleitándose en los fulgores de la amistad.
Mientras Delilah y Kitty buscaban un abrigo para esta última, Lis se separó y empezó a mirar por la parte de los libros y los regalos. La mayoría de las cosas eran platos viejos y adornos de cristal que parecían llegados de casas de ancianos fallecidos, una idea que le hizo sentirse incómoda.
Pasó un dedo por una pila de libros polvorientos coronados por tres ejemplares del Anuario 1997 de las Spice Girls. En la base misma de la torre había un enorme libro de tapa dura titulado: La historia oculta de Hollow Pike, por Reginald J. Dandehunt. ¿Tendría algo que ver con la señora Dandehunt?, se preguntó Lis. Extrajo de allí el pesado tomo, con cuidado de no derribar toda la pila. ¿Cuántos Dandehunt podía haber en un pueblo como aquel? Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y posó delante de ella el viejo libro. Yendo a la página de créditos, descubrió que el libro se había publicado en 1922. ¡Era una reliquia! Lis sonrió al ver el precio escrito a lápiz que marcaba 1,75 libras. Se preguntó qué precio alcanzaría en uno de aquellos programas de antigüedades de la televisión.
Pensó que no se le debía olvidar preguntarle a la señora Dandehunt si su abuelo se había llamado Reginald, y a continuación empezó a hojear el libro. Lis adoraba las viejas fotografías: de niña, se había creído muy en serio que el pasado había sido en blanco y negro. No tardó en reconocer el pueblo de Hollow Pike. De lejos, parecía que casi no había cambiado con el tiempo: la floresta, las carreteras sinuosas, las calles de adoquines… Lo que parecía notablemente distinto era la gente: aquellos posaban delante de casas y tiendas viejas con rostro austero, inexpresivo.
Por lo visto era cierto: Hollow Pike tenía una historia sobrenatural. Abrió el libro por una página titulada: «Brujería temprana: la Reforma y poco después». No había fotos allí: solo curiosas pinturas y grabados que mostraban brujas introduciendo bebés regordetes en un caldero burbujeante, y riéndose al hacerlo; peste y forúnculos; campos enteros de ganado muerto: todo ello, se suponía, como resultado de actos de brujería. Una de las imágenes mostraba mujeres desnudas, brujas, danzando en torno a varias hogueras.
Abriendo el libro un poco más adelante, vio que este se volvía aún más tenebroso para ofrecer dibujos y grabados de estrellas de cinco puntas y demonios con cabeza de cabra. Palabras siniestras como «ritos sanguinarios» y «sacrificio» llamaban la atención a lo largo de la página, y había imágenes inquietantes de ofrendas animales y extraños altares donde viejas brujas se enlazaban con alegres demonios. Lis recordaba lo suficiente de las clases de religión para saber cómo había demonizado la cristiandad las prácticas paganas pero, aun así, las imágenes la inquietaban. Sus ojos se detuvieron en una fotografía más reciente de cuatro figuras encapuchadas que, con las manos en alto, veneraban a una deidad que no se veía. Pero lo que estuvo a punto de hacerla llorar fue el fondo de la foto: en ella, resultaba perfectamente visible un diminuto arroyo. Era el arroyo de la Floresta de Pike: el arroyo de sus pesadillas.
—¿Qué estás mirando?
Al oír la voz de Kitty, Lis cerró el libro de golpe.
—Nada —dijo como por instinto, encajando el libro a la fuerza en el estante más cercano.
—Bueno, ¿te gusta este abrigo? —Kitty se había puesto un enorme abrigo marrón de piel falsa.
—¡Es precioso!
—¡Lo sé! ¿Has acabado ya? Preferiría volver pronto a mi casa.
Lis asintió con la cabeza, olvidando rápidamente el libro y su siniestro contenido.
—Solo tengo que pagar mi trinchera. —Cogió la prenda roja de donde la había dejado, y se dirigió con ella a la caja, donde la excéntrica señora Gillespie seguía doblando bufandas.
—Hola. Quisiera llevarme esto, por favor —dijo Lis.
La vieja siguió doblando las bufandas con sus largas uñas, aparentemente inconsciente de su presencia.
—Estoy aquí, señora Gill…
—Tú eres nueva —aseveró la señora Gillespie, alargando la mano para cogerle la trinchera.
Lis sonrió nerviosa, tratando de conservar toda la cortesía posible.
—Sí, acabo de venir de Gales.
A través de sus pestañas de araña, la señora Gillespie observó a Lis con recelo. Sus penetrantes ojos verdes hacían daño al mirar los de Lis, y sus labios rubí se tensaron. Por sorpresa, la mujer alargó un brazo delgado y agarró la mano de Lis. Fríos anillos le apretaron la carne.
—He oído hablar de ti, Lis London.
Lis retiró la mano con un movimiento brusco.
—¿Cómo sabe mi nombre…?
La señora Gillespie movió el rostro hacia los lados, en un gesto rotundo.
—Los pájaros son amigos tuyos, ¡pero ten cuidado con los árboles!
—¿Qué…? —Dios mío, la mujer estaba loca.
—No sabes nada, ¿verdad? —prosiguió la señora Gillespie—. Pues bien, escúchame, señorita… ¡tus sueños son una advertencia!
Las lágrimas asomaron de repente a los ojos de Lis. Aquella mujer no podía estar al corriente de sus pesadillas… eso no era posible.
—No entiendo qué quiere decir…
La señora Gillespie se calmó, y volvió a sonreír.
—Muy bien. Son tres libras con cincuenta, por favor.
Lis rebuscó a toda prisa en su monedero, mientras Kitty y Delilah llegaban y se colocaban a su lado.
—¿Estás bien? —le preguntó Kitty.
—Sí, estoy bien. Vamos.
Agarrando la trinchera, Lis se volvió y salió corriendo de la tienda, tropezando en los adoquines de la calle. Bajó el frío peldaño de piedra delante de Delilah.
—¿Lis? ¿Qué te pasa? Kitty no ha terminado de pagar el abrigo.
Lis miró el rostro preocupado de su amiga y dijo una mentira:
—Estoy bien. Es solo que ese olor me estaba mareando. Lo siento.
—No te preocupes —respondió Delilah con simpatía.
Sin embargo, Lis en aquel momento no tenía en la cabeza nada más que preocupaciones.