La canguro
LOS ALTOS VENTANALES CON VIDRIERAS esparcían rayos de luz multicolor por la grande y tenebrosa biblioteca. Pensativa y melancólica, Lis contemplaba cómo hacían piruetas en esos rayos las motas de polvo. Ahora que estaban en noviembre, había más estudiantes en las salas de lectura, que acudían allí para escapar de las zonas al aire libre. Se hacía cada vez más difícil no perder el sitio en aquel calentito rincón con su cojín, pese a que Daphne, la bibliotecaria, intentaba reservárselo.
Sola ante una mesa de estudio, Lis repasaba por encima su libro de español y leía un artículo sobre la ciudad de México. Las ruinas aztecas parecían increíbles, lo que quedaba de ellas. Se imaginó una época en que dispondría de dinero para ir a verlas por sí misma. ¿Cuánto tardaría en suceder eso? ¿Diez años, quince…? Un fragmento optimista de su cerebro le permitió imaginar que, para entonces, aquella cruz que era Laura Riggs se le habría caído ya del hombro. La verdad es que ahora entendía mucho mejor a Lady Macbeth[11]: el sentimiento de culpa es horrible, y eso que ella ni siquiera había matado a nadie.
Un par de manos le taparon los ojos.
—¿Quién soy…?
—¿Banquo?
Danny se sentó a su lado, bastante perplejo.
—¿Qué?
—Olvídalo —dijo ella, emocionada de verlo—. No me has mandado ningún mensaje. ¡Lo estuve esperando levantada toda la noche!
—Lo siento. Tuvimos partido contra los de la Escuela de Gramática de Blackheath. Nos ganaron.
Lis se rió, ¿pensaba él que ella era de esas?
—¡Estaba bromeando! Siento lo del partido.
—No pasa nada. Y te aseguro que quería ponerte un SMS, de verdad. Quiero saber cuándo estás libre.
Al otro extremo de la biblioteca, Daphne se llevó un dedo a los labios antes de menearlo acusatoriamente contra ellos.
—Cuando quieras —admitió Lis. Estaba harta de juegos—. Lo último que necesito ahora es disponer de tiempo para mí sola.
Danny dejó caer las cejas.
—¿Qué te pasa?
Lis se encogió de hombros, no sabiendo cómo explicarlo.
—Eh… ¿por dónde empiezo? ¿No has oído lo del ave muerta que pusieron en mi taquilla? Daba bastante miedo.
—Sí, lo siento. Seguramente fue Connor O’Grady, que está loco de atar. ¿Por qué no hacemos algo esta noche para que te distraigas? ¡No te quitaré los ojos de encima! —dijo con una sonrisa.
Ella hizo un mohín.
—No puedo. Tengo que hacer de canguro de mi sobrino.
Danny arrugó la nariz por un segundo.
—Vale, ¿y si voy a ayudarte? ¿Le molestaría a tu hermana? Podríamos poner una peli o algo así.
En Bangor, «poner una peli» era una frase en clave que quería decir otra cosa.
—¿Ah, sí?
—¡No es lo que estás pensando!
O sea que lo de poner una peli significaba allí lo mismo.
—Me comportaré. Si quieres puedo descargar Sierra de metal 2 para verla —sugirió Danny—. Es totalmente ilegal, ¡pero tú lo mereces!
Lis sonrió. Danny volvía a aliviar sus penas.
—La cosa no tiene mala pinta —le dijo—. Pero yo no prometo comportarme…
¿Qué se ponía una para una cita de canguro/sesión de cine? Todo lo que había probado parecía excesivo. Al final, Lis le robó a Max una antigua camiseta de Guns N’ Roses, y se la puso sobre unos leggings: quedaba de andar por casa, guay y un poco roquero. Había acostado ya a Logan, y ahora aguardaba en su habitación, con una música tranquila de fondo. Danny tardaría aún una hora más o menos en llegar.
«Respira hondo, Lis, respira hondo».
En pie, delante del espejo, se despeinó un poco, deseosa de no dar la impresión de haberse pasado una hora preparándose. En el piso de abajo, oyó un ruido de patas y ladridos estridentes: Sasha se había levantado para acudir a la puerta. ¡Uf, Danny llegaba muy pronto…!
Lis cruzó el descansillo y bajó la escalera a saltos, impulsándose desde el pasamanos a la cocina. Y entonces frunció el ceño: Sasha daba saltos ante la puerta de atrás. El porche tenía una puerta que daba al camino del coche, y otra que daba a la terraza trasera. Pero no había acceso al jardín de atrás desde la calle. Entonces comprendió que no había oído el timbre de la puerta, tan solo a Sasha. Qué extraño.
—¿Qué te pasa, perrita loca? ¿Quieres salir? —Le abrió la puerta, y la sujetó al enganche de la pared. Una ráfaga de frío aire de noviembre invadió la casa.
Sasha salió al patio corriendo, ladrando como una loca. Subió por la escalera que llevaba a la terraza trasera, la del dormitorio de Lis. Lis salió al patio oscuro, sintiendo las losas heladas a través de los calcetines.
—¡Sasha, no te vayas! —gritó—. ¡Haz lo que tengas que hacer y vuelve a entrar!
El tendedero en forma de paraguas, que tenía algunas toallas viejas colgadas, chirrió al girar con la brisa. Lis se frotó los brazos para calentarlos ante el penetrante frío, mientras Sasha seguía ladrando desde lo alto de la escalera del jardín. Tras echar un vistazo atrás, a la casa, para asegurarse de que no se le cerraba la puerta, Lis subió la escalera corriendo. El perro de la familia ladraba a las sombras, como un centinela escrupuloso. Recordando las sombras que habían aparecido hacía semanas ante su dormitorio, Lis observó el jardín detenidamente. Pero lo único que se movía era el molinete de plástico de Logan, que giraba con la brisa.
—¿Qué mosca te ha picado? —dijo Lis, agarrando a Sasha por el collar—. ¡Vamos para dentro!
Arrastrando tras ella a la fuerza a la peluda criatura, bajó las escaleras y volvió a meter al perro en casa.
—¡Perra tonta! —dijo alborotándole el pelo. Cerró de un portazo y bajó el cierre. Después, pensándolo mejor, también giró la llave en la cerradura, por si las moscas, y después sacó las llaves de las cerraduras de ambas puertas, delantera y trasera, y regresó a la cocina para echarlas en el frutero, que era donde se solían dejar aquellas llaves.
Miró el reloj de la cocina y vio que le quedaban cincuenta minutos hasta que llegara Danny. ¿Qué haría hasta entonces? ¿Dar vueltas por la casa? Ver Glee[12], esa era la respuesta. Los episodios de Glee siempre la relajaban. Secándose las húmedas manos en la camiseta, entró en el salón y encendió la tele.
Pero Sasha seguía mostrando aquel comportamiento extraño. Ahora corría como una exhalación de una ventana a otra de la casa, intentando atisbar en la noche.
Lis no estaba dispuesta a permitir que una perra hiperactiva echara a perder su noche con Danny.
—Ya basta —le dijo cariñosamente—. A tu cesta.
Llevó a la perra a través del invernadero, que comunicaba con el salón, hasta donde tenía la cesta.
—Ahora a dormir, bobalicona.
Dejó allí a Sasha y volvió a entrar en el salón.
—A ver, ¿qué estaba haciendo? ¡Ah, sí, el DVD!
Subió la escalera corriendo, irrumpió en su habitación, y localizó en la estantería el estuche de Glee. Lo sacó y se volvió para salir del dormitorio. Solo entonces notó que algo no estaba en su sitio. Incluso con la escasa luz que daba la lámpara de su dormitorio, podía distinguir algunos detalles sutiles. La puerta del armario estaba abierta. Los cajones de la cómoda, junto a la puerta, estaban abiertos. Nada más que unos centímetros, pero ella siempre los cerraba bien para que el cuarto no pareciera desordenado. Por mucha prisa que tuviera, ella siempre los cerraba.
Alguien había entrado en su cuarto.
El estómago le dio un vuelco. ¿Era posible que ella misma lo hubiera dejado así? No. ¿Habría entrado en su dormitorio Sarah? No. La mano se le fue a la boca. La puerta de atrás: la había dejado completamente abierta cuando se fue a buscar al perro. ¡Dios santo!
Le dio al botón de apagado de la base del iPod. La casa se quedó en silencio, salvo por la ruidosa televisión de la planta baja. Sus ojos se fueron hacia la rendija de un centímetro de grosor de la puerta del ropero. No podía caber nadie allí, entre la ropa, ¿verdad? Miró a su alrededor, y cogió un candelabro de hierro forjado de su mesa.
Sintió mareo y se dio cuenta de que había dejado de respirar. Con los ojos empañados, avanzó un paso hacia el armario. Su dedo alcanzó la rendija de la puerta. Como quien arranca una tirita, Lis abrió la puerta y se echó para atrás, levantando el candelabro, dispuesta a golpear con él. Nada. Tan solo una barra de la que colgaban vestidos y prendas de abrigo. Hizo la ropa a un lado, aunque ya sabía que nadie podía haberse escondido allí.
Oyó un crujido procedente de la planta baja: el de un pie que pisaba fuerte en una tabla del suelo. ¡Estaba en la casa! ¿Dónde tenía el móvil? Tenía que llamar a la policía. Pero no lo encontraba por ninguna parte. ¿Qué había hecho con él? ¡Tenía que salir de la casa! Eso era lo que ella siempre les quería gritar a aquellas chicas de las películas de terror: ¡salid de la casa!
Pensó en las puertas acristaladas que daban a la terraza: no, por ahí solo se podía ir a la floresta. Se asomó al rellano. No había moros en la costa. Las puertas que daban al estudio y al cuarto de Logan estaban oscuras.
«¡Dios mío, Logan!». Olvidando su propia seguridad, entró como una exhalación en el cuarto del pequeño. Dentro giraba una lucecita que quedaba encendida toda la noche, y que proyectaba en el techo siluetas de cuento de hadas. En la cuna, su sobrino dormía como un tronco. Lis cerró los ojos y respiró, temblorosa: el niño estaba sano y salvo.
Se oyó un ruido. Sonó lejos, como una puerta que daba un portazo. Una chispa de valor prendió en sus entrañas: tenía que averiguar quién había entrado en la casa, tenía que encontrarlo. El instinto le decía que se trataba del espía, de aquel al que había visto espiando la casa. Tal vez también el que se ocultaba tras los árboles. Cerró la puerta del cuarto de Logan y se fue de puntillas hacia la escalera, sin soltar el candelabro. Observó el salón: estaba tal como lo había dejado, con la tele encendida. Y Sasha, en el invernadero. No había movimiento ni sombras en las que ocultarse. El salón tenía acceso a la terraza, pero estaba siempre cerrado, salvo en los días más calurosos del verano. Eso dejaba solo la cocina como vía de escape.
Bajó sigilosamente la escalera y entró en la cocina a través del salón. Estaba muy iluminada, con una luz blanca que se reflejaba en las superficies de acero inoxidable. Agachándose, miró debajo de la mesa: nada. Es más, tanto la puerta de delante como la de atrás estaban perfectamente cerradas, y las llaves seguían en el embarullado frutero en que las había dejado. Solo quedaba una posibilidad.
Detrás de ella, la puerta interior que daba al taller de Sarah estaba abierta de par en par. La rendija, de cinco centímetros de anchura, parecía sonreírle burlonamente. Posó el candelabro sobre la encimera y sacó un cuchillo de cocina del bloque de madera. Su fría hoja emitió un destello al reflejar la luz.
La puerta del sótano chirrió al abrirla del todo. La escalera descendía a un mundo subterráneo oscuro e inmóvil. Lis le dio al interruptor, y abajo del todo se encendieron con parpadeos unos tubos de luz, que invadieron la estancia con un destello azulado y palpitante. Con el cuchillo por delante, descendió los dos primeros peldaños. Desde aquel ángulo, seguía sin poder ver el sótano. Cualquier cosa podía aguardarla allí. Al fin y al cabo, aquello era Hollow Pike.
Se agachó y dio los últimos pasos como un tigre, preparada para saltar. El olor a serrín y barniz era muy fuerte, y a ella normalmente le gustaba aquel aroma, pero no esa noche. Bajo aquella turbia luz, Lis distinguió cuatro antiguos armarios, todos listos para que Sarah los restaurara, todos con las puertas abiertas. Retrocedió ante ellos, y se apoyó en la pared. Aquello era una pesadilla. Cuatro cajas vacías, verticales, como ataúdes. Su cuerpo se vio sacudido por el impulso de reír, o de llorar, o de ambas cosas.
Aquello era una equivocación. Se daría la vuelta, subiría aquella escalera corriendo y saldría por la puerta. El cerebro le gritaba que saliera, y sin embargo sus pies se dirigían hacia el primer armario. Con el cuchillo de trinchar delante de ella, estiró la mano hasta el borde de la puerta…
A la derecha se oyó un fuerte repiqueteo. Lis soltó un grito y cortó el aire con su cuchillo. Se escondió tras el armario. Otro golpe. Al mirar, Lis vio el tragaluz del taller abierto de par en par. El viento batía las hojas, que pegaban contra el marco. Por allí había salido. Lis corrió hacia el tragaluz y miró por él. Solo vio la furgoneta de Max en el asfalto, pero desde algún punto lejano se oían las pisadas de alguien que corría por la grava.
Una hora después, Lis se apretaba contra el pecho su taza de té. Ella, Delilah y Jack estaban sentados en el salón, cada uno enrollado en sí mismo como un muelle demasiado tenso.
—Entonces, ¿qué demonios le has dicho a Danny? —preguntó Delilah.
Lis se encogió de hombros.
—Le dije que tenía una migraña y que necesitaba dormir. Lo noté destrozado, como si yo lo estuviera abandonando o algo así.
—Has hecho bien. Ya lo comprenderá —le dijo Delilah.
—Tienes que haber pasado un miedo tremendo —intervino Jack—. ¡Yo habría salido por la puerta gritando «Asesino, asesino» con todas mis fuerzas!
—Necesitaba saber quién era. No podía contenerme —respondió Lis, viendo en aquel momento su actuación como lo que había sido: una completa locura. Lo más extraño era que después de eso no fue Danny a quien ella quería tener a su lado. Necesitaba a sus amigos, los que habían estado con ella aquella noche horrible.
—Me pregunto qué sería lo que buscaba —dijo Delilah, jugando con su pelo y con la mente perdida.
—No tengo ni idea —respondió Lis sorbiendo su té—. No he echado de menos nada.
Kitty entró a lo bestia por la puerta de atrás, blandiendo en una mano una linterna, y en la otra sujetando la correa de Sasha.
—Nada. No anda nadie por aquí, Lis. Quienquiera que fuera, se ha ido hace rato. Lo siento.
—No es culpa tuya.
—Pero nos quedaremos esta noche. Para asegurarnos de que no te pasa nada —prometió Kitty.
Lis reflexionó sobre aquellas palabras:
—La única manera de que me sienta segura es que atrapemos al que sea.
Delilah se colocó junto a su chica en el sofá.
—¿Qué quieres decir?
—La policía no se está dando ninguna prisa, ¡y esta noche alguien ha entrado en mi dormitorio! ¡Podría haber pasado cualquier cosa! Aquella noche nosotros estábamos allí. Somos los únicos que sabemos lo que pasó.
—Pero no vimos nada —apuntó Kitty sin ningún énfasis.
Lis estaba en el centro de la alfombra, dando a sus amigos un apasionado discurso, como un político que empezara una vehemente campaña electoral:
—Había alguien en la floresta, y nos vio. Pensad en ello. Si hubierais matado a Laura y visto a unos cuantos muchachitos que os filmaban en el bosque, ¿qué os empujaría a hacer vuestro instinto?
—Encontrarlos y matarlos —respondió Jack con rotundidad. Se había quedado completamente blanco.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —dijo Lis con gravedad—. Pero ¿por qué no os está pasando nada de esto a vosotros?
Delilah dijo en voz muy baja:
—¿Y si tiene intención de ir por nosotros, pero uno a uno?
—¡Dios mío! —exclamó Jack—. ¿No lo creeréis de verdad?
Lis prosiguió:
—Alguien metió ese cuervo en mi taquilla. ¡Mirad lo que le pasó a Laura! Yo no tengo ganas de terminar como ella. Tenemos que averiguar quién está haciendo esto.
Jack se retorció las manos.
—Lis, esto es demencial, ¿qué vamos a hacer nosotros?
—¿Lo es? —repuso Kitty—. No podríamos hacerlo peor que mi padre. Él está completamente desorientado.
—Por favor, Jack —rogó Lis—. Quiero recuperar mi vida. Y eso no sucederá mientras siga toda esta locura.
—Lis tiene razón —dijo Delilah como quien mete su voto en la urna—. Si queremos recuperar algo que se parezca a la normalidad, tenemos que encontrar al asesino de Laura antes de que él, o ella, vuelva a atacar. Hasta entonces, todos estaremos en peligro.
Todos los ojos cayeron en Jack, que se retorcía bajo aquel examen implacable. Estaba asustado, y con toda la razón. Lis también estaba asustada. Petrificada. Pero ella, la víctima, estaba en el exilio. Era el momento de enfrentarse al peligro.
—Vamos, Jack, te necesito.
—Mierda, contad conmigo —anunció—. ¡Debo de estar loco!
Lis respiró hondo, sin saber muy bien en qué se acababa de meter. Era aterrador, pero no podía pasar otra noche como aquella. ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Esconderse el resto de su vida detrás de sus amigos? No: necesitaba poder estar sola sin necesidad de vigilar cada sombra ni de mirar debajo de cada cama. No había otro modo.
—Excelente. Entonces… ¿por dónde empezamos?
Kitty se incorporó en el sofá.
—Creo que tenemos que saber todo lo que sabe la policía… Mi padre ha estado trayéndose carpetas a casa. Dentro de poco casi todo lo referente al caso estará en mi casa, y entonces… ¿Quién se apunta a pasar la noche en casa del Inspector Jefe?
Esa noche, cuando regresaron Sarah y Max y sus amigos se marcharon a casa, Lis volvió a entrar en su dormitorio con miedo. Tal vez hubiera sido prematuro rechazar el ofrecimiento de Kitty y Delilah de quedarse, pero no le hacía gracia la idea de estar de más en su propio dormitorio.
Lis inspeccionó los cajones que estaban abiertos. ¿Qué interés podía tener nadie en hurgar en su dormitorio? ¿Qué quería encontrar? Lo único que había allí eran camisetas. Todo parecía muy hecho al azar, o es que tal vez ella estaba dejando de ver algo que resultaba cegadoramente obvio. Lanzó un suspiro. No le dijo nada a Max y Sarah del intruso porque no quería preocuparlos, pero la preocupación le zumbaba sin cesar, como una mosca encerrada.
Se quitó la ropa, se puso el pijama y se metió bajo el edredón. Aquella noche dormiría, desde luego, con una luz encendida. Lis se dio vuelta en la cama y, como hacía siempre, metió las manos debajo de la almohada para calentárselas. Solo cuando los dedos rozaron algo peludo, gritó y los sacó de allí. Dios, ¿de qué se trataba ahora? Primero un cuervo… pero esto parecía más pequeño, como un insecto o algo así.
Sin atreverse apenas a respirar, Lis levantó la almohada. No eran más que un par de ramitas. Qué extraño. Al acercarlas, vio que en realidad eran tres tallitos de espliego atados con una raída cinta negra. Olían fuerte. Si no hubiera sido por la cinta, habría pensado que era algo que había traído Sasha del jardín, pero las patas de los perros no valen para atar flores.
Solo las manos humanas pueden hacer tal cosa.