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A mediados de octubre de 2013 viajé a Flossenbürg con mi hijo. Fui yo quien tiempo atrás le sugirió la idea, porque necesitaba un ayudante para mi visita al campo, además de un cámara que la filmase; pero habíamos discutido el proyecto varias veces y lo habíamos aplazado otras tantas, y al final fue Raül quien puso la fecha.
Las cosas habían cambiado bastante para él desde que a principios de aquel mismo año o a finales del año anterior me había animado a escribir este libro y había grabado mis primeras conversaciones con Marco. Seguía estando fuerte y saludable y seguía adorando los coches, el deporte y el cine; a su modo, seguía siendo incluso un milhombres, aunque estaba atravesando un bache. En verano había superado el examen de acceso a la universidad, pero había descartado la idea de hacer cine y había decidido estudiar otra carrera. Ahora, sin embargo, después de llevar unas semanas asistiendo a las clases, las dudas lo atenazaban: no sabía si de verdad le gustaba la carrera, no sabía si tenía aptitudes o capacidad de trabajo o interés suficiente para estudiarla. Estaba desconcertado, un poco alicaído, y, con el fin de airearse un poco y aclararse las ideas, me propuso emprender el viaje a Flossenbürg del que hablábamos desde hacía meses. En cuanto a mí, aún no había empezado a escribir este libro, pero ya había atado todos o casi todos los cabos de la historia de Marco, había trazado un esquema minucioso para contarla y, embarazadísimo de ella, a punto de romper aguas, pensé que aquel era un momento perfecto para ir a Flossenbürg: primero, porque necesitaba hacer una última comprobación documental, que solo podía hacer en Flossenbürg; segundo, porque recordaba el consejo de Santi Fillol de que fuera a Flossenbürg y albergaba la intuición o la esperanza de que quizás en Flossenbürg podía encontrar algo o podía ocurrir algo que terminara de redondear mi libro o que lo dotase de un nuevo e inesperado sentido o incluso que hiciese que todo encajase; y tercero, porque había llegado a la conclusión de que Flossenbürg era el lugar donde debía terminar este libro: al fin y al cabo, era el lugar donde Marco había construido su gran ficción, el lugar de la ficción que durante tantos años había salvado a Marco, y no el de la realidad que tal vez le hubiera matado.
Salimos de Barcelona a primera hora del jueves y llegamos por la noche a Nürberg, a hora y media de Flossenbürg, después de recorrer de punta a punta Francia y una parte del sur de Alemania, pasando por Montpellier, Lyon, Friburgo y Stuttgart. Por supuesto, durante el viaje nos dio tiempo de hablar de todo; de todo o de casi todo: como yo también he tenido dieciocho años, sabía que un chaval de dieciocho años no acepta consejos de su padre, o por lo menos no acepta consejos explícitos, así que mi plan para aquel viaje consistía en no hablar nunca explícitamente del desconcierto de Raül, a menos que él lo sacase a colación, pero aprovechar cualquier oportunidad para hablar implícitamente de él. Recuerdo por ejemplo que conversamos sobre La jungla de cristal 5, la última película de Bruce Willis, que acababa de estrenarse en los cines y que, aunque no nos había gustado tanto como La jungla de cristal 4, nos había gustado mucho, sobre todo porque en esta nueva entrega de la serie aparecía por vez primera el hijo del agente McClane, que era casi igual de bestia que su padre y que le ayudaba a salvar de nuevo el mundo salvando a los buenos y matando a los malos; y recuerdo que, mientras hablábamos de Bruce Willis (o del agente McClane), le dije a Raül que el Marco que Marco se inventó era el Bruce Willis (o el agente McClane) del antifranquismo y el antifascismo. También recuerdo que hablamos de Rafa Nadal, para quien, en aquel tiempo, las cosas habían cambiado casi tanto como para Raül, solo que en sentido inverso: a principios de año, cuando mi hijo estaba pletórico, Rafa Nadal parecía acabado, arrastraba una larga lesión y había caído varios puestos en la lista de la ATP, parecía que no iba a volver a ser el que había sido; ahora, sin embargo, apenas unos meses después, todo era distinto: Rafa había recuperado su mejor tenis, había ganado un montón de torneos, incluidos Roland Garros y el Open USA, y volvía a ser el número uno del mundo. Y recuerdo que, mientras hablábamos de Rafa Nadal, le dije a Raül que el Marco que Marco se inventó era el Rafa Nadal de la llamada memoria histórica, pero sobre todo recuerdo que, sin dejar de hablar de Rafa Nadal o sin que pareciera que dejábamos de hablar de Rafa Nadal, le dije a Raül que la vida daba muchas vueltas, que lo más inteligente que se había dicho sobre ella lo había dicho Montaigne, y es que es ondulante —unas veces sube y otras baja—, y que lo que había que hacer era aceptar con el mismo ánimo la victoria y la derrota, entender que el éxito y el fracaso no son más que dos fantasmas o dos impostores tan impostores como Marco, y después de decir eso cité unos versos de Arquíloco, y ya estaba a punto de citar también a Rafa Nadal, que en una entrevista reciente había recomendado no caer en grandes euforias ni en grandes dramas, cuando comprendí que me había pasado de explícito, porque Raül me cortó en seco:
—No te flipes, papi.
Llegamos a Nürberg sobre las nueve y media de la noche y nos alojamos en un hotel del centro. Al día siguiente, muy temprano, partimos hacia Flossenbürg. Hacía una mañana clara y soleada, y durante cincuenta minutos circulamos por una autopista. Luego el cielo empezó a nublarse, y al salir de la autopista ya estaba del todo encapotado. Mientras yo le dictaba a Raül descripciones del paisaje que recorríamos, con la idea de usarlas luego en mi libro, y él las apuntaba en su iPhone, avanzamos por una estrecha carretera que serpenteaba entre pueblos minúsculos, casas aisladas, prados verdísimos y árboles otoñales, hasta que por fin llegamos a Flossenbürg, un pueblecito idílico escondido entre suaves montañas y bosques frondosos. No tardamos en localizar el antiguo campo. Dejamos el coche en un aparcamiento de la entrada, junto a un gran edificio de piedra gris y tejado rojizo que, según averiguamos en seguida, era la antigua comandancia del campo. Solo entonces empezó a filmar Raül. Las primeras imágenes de la grabación están tomadas allí, en el aparcamiento, y en ellas se me ve contándole a la cámara el viaje que acabamos de hacer. Visto unos vaqueros, una camisa blanca y un jersey grueso, encima del cual me he puesto una chaqueta marrón. Hace un día frío y gris; parece a punto de llover. Detrás de mí se distingue a un grupo de jubilados entrando en el Memorial del campo por el túnel del edificio de la antigua comandancia.
También Raül y yo nos adentramos por ese túnel. El Memorial estaba en obras y, mientras lo recorríamos en busca del archivo y Raül me seguía grabando, yo le hablaba del campo: le contaba que había empezado a funcionar en la primavera de 1938 y había sido liberado en la primavera de 1945, que habían pasado por allí alrededor de cien mil prisioneros, por lo menos treinta mil de los cuales habían muerto, que tenía varios subcampos, que no era un campo de exterminio sino un campo de concentración —y aquí tuve que explicarle la diferencia entre una cosa y la otra—, que lo que ahora quedaba en pie y estábamos viendo, el Memorial del campo, era solo una pequeña parte de las instalaciones originales, y cosas por el estilo. Llegamos a la Appellplatz, el centro del campo y el lugar donde se contaba a los prisioneros cada mañana y cada noche, y donde tenían lugar los castigos, las torturas y las ejecuciones; a uno y otro lado de la plaza se hallaban los dos edificios más importantes que quedaban en pie del campo, la antigua cocina y la antigua lavandería, ocupados ahora por sendas exposiciones. Dejamos para luego las exposiciones y seguimos adelante, pero, al reparar en las casas que había detrás de la antigua cocina, casi pegadas a ella, Raül comentó:
—No sé cómo hay personas que pueden vivir ahí, tan cerca de donde se mató a tanta gente.
—No es que esté cerca —le contesté—. Es que eso también era el campo: ahí estaban las barracas de los prisioneros.
—Uf.
Entramos en el memorial judío y en la capilla, y luego bajamos a la Plaza de las Naciones, donde se encuentran las lápidas dedicadas a los muertos de cada país; en la de los españoles destacaba una bandera rojigualda debajo de la cual había una inscripción en español: «14 españoles asesinados en el K. Z. campo Flossenbürg».
—¿Solo catorce? —preguntó Raül.
—Eso es lo que creía Marco —contesté—. Y seguramente por eso eligió este campo: porque imaginó que por aquí habían pasado muy pocos españoles, y que nadie podría delatarle. Y es verdad que pasaron pocos, pero no tan pocos. Ahora se sabe que aquí estuvieron ciento cuarenta y tres, y que como mínimo cincuenta y cinco murieron. Esta lápida debieron de ponerla muy pronto y no habrán querido cambiarla.
Pasamos junto a la Pirámide de las Cenizas, entramos en el crematorio y lo recorrimos sin pronunciar palabra. Al salir, mientras subíamos por unas escaleras de piedra hacia el cementerio, volví a hablar. Ya no me acordaba de haber dicho lo que dije en aquel momento, pero está registrado en la grabación de Raül y me temo que forma parte de los consejos o sermones o arengas implícitas que le solté desde que salimos de casa, aunque creo que en esta ocasión mi hijo no lo notó. Empecé contándole que durante un viaje a Polonia visité el campo de Auschwitz, y a continuación dije:
—Cuando voy a estos sitios no me deprimo; al contrario: me entra una especie de alegría.
—¿Alegría? —preguntó Raül.
—Algo así —contesté—. ¿Has leído Si esto es un hombre?
—No —contestó.
—Lo escribió un tipo que fue prisionero en Auschwitz, y cuenta lo que le pasó allí —expliqué—. Primo Levi, se llamaba.
—Me suena.
—Seguro que has oído hablar de él —continué—. Es un escritor muy bueno, y ese libro es uno de los mejores que he leído en mi vida. Hay una escena sobre todo que no se me olvida, al menos no se me olvida el recuerdo que tengo de ella, que a lo mejor no es muy exacto. Levi habla de las colas que los prisioneros hacían en el campo a la hora de comer para que les sirvieran la sopa. Y cuenta que era un momento fundamental, el más importante del día: si quien te servía la sopa hundía mucho el cazo y recogía algo de la sustancia que había al fondo del perol, todo iba bien; pero, si no hundía el cazo y lo que te servía era solo líquido, catástrofe. Los prisioneros pasaban hambre a todas horas, y su supervivencia dependía de aquella chiripa total, del gesto automático del tipo que les servía la sopa, de lo hondo que metiera el cazo. ¿Te das cuenta? Desde que leí eso no puedo servirme una sopa, o ver cómo me la sirven, sin acordarme de Levi.
Ya habíamos llegado al cementerio y caminábamos entre las tumbas, de vuelta hacia la Appellplatz.
—A veces no me puedo creer la suerte que tengo —proseguí, tras una pausa—. Mi padre y mi madre conocieron una guerra. Y mi abuelo y mi abuela. Y mi bisabuelo y mi bisabuela. Y así sucesivamente. Pero yo no. Siempre se dice que el deporte europeo por excelencia es el fútbol, pero es mentira: el deporte europeo por excelencia es la guerra. Durante mil años, en Europa, no hemos hecho más que matarnos. Y voy yo y soy el primero, la primera generación de europeos que no conoce una guerra. No me lo puedo creer. Hay quien dice que eso ya se acabó, que entre nosotros la guerra ya es imposible, pero yo no me lo creo… Ya ves este sitio, personas como tú y como yo muriendo aquí a millares, igual que perros, de la forma más asquerosa y más indigna posible. ¡Qué horror! Y Marco cogió todo esto y lo usó para ligar y para salir en la foto. ¿Y sabes una cosa? Lo peor es que no creo que lo hiciera con mala fe, en realidad estoy seguro. Era puro egoísmo. ¡Yo, yo, yo, yo y yo! Pura ignorancia, pura inconsciencia. Si Marco hubiera sabido de verdad lo que significa esto, si lo hubiera entendido de verdad, nunca hubiera hecho lo que hizo.
De regreso en la Appellplatz entramos en el edificio de la antigua cocina, donde había una exposición temporal sobre el campo después del campo, es decir, sobre la historia del campo tras su liberación y hasta el presente. En las paredes y vitrinas entre las que se movían los visitantes había de todo: objetos personales, recortes de periódicos y revistas, pantallas de televisión en las que se proyectaban una y otra vez películas, reportajes y noticias, documentos oficiales. Aunque a principios de siglo Marco había estado con alguna frecuencia en el Memorial del campo, en la exposición no quedaba, por supuesto, ni rastro de él. Al salir de la antigua cocina cruzamos la Appellplatz para ir a la antigua lavandería, donde se hallaba la exposición permanente. El edificio de la antigua lavandería albergaba dos pisos y un sótano: en el piso de arriba se pasaba revista a la historia del campo desde su fundación a su liberación; el piso de abajo y el sótano estaban sobre todo dedicados a los prisioneros. Empezamos la visita por el sótano. Allí, en medio de fotos de prisioneros de varias nacionalidades —incluida una de un español, vestido de marinero y llamado Ángel Lekuona, que había sido asesinado el 10 de abril de 1945, trece días antes de la liberación del campo—, se levantaba un facistol de metal con un grueso volumen abierto por una página, en el que constaban, por orden alfabético, todos los nombres de todos los prisioneros del campo identificados hasta aquel momento. Hojeando el volumen di con el nombre que buscaba; a su lado había una fecha, 15.08.1900, y un número: 6448. Lo señalé.
—Este es el número de prisionero que usurpó Marco —dije.
A continuación señalé el nombre que había a su lado y añadí:
—Y este es el nombre del tipo al que suplantó.
—Moner Castell, Enric —leyó Raül. Luego comentó—: Enric Moner se parece a Enric Marco.
—Claro —dije—. Por eso pudo suplantarlo.
Subimos al piso de arriba. Allí, encerrado en una vitrina, había un cuaderno abierto por una página en la que figuraba, escrita a mano, una lista de nombres; a la izquierda de cada nombre había un número y el nombre o la abreviatura del nombre de un país, y a la derecha una serie de anotaciones.
—Bueno —dije, deteniéndome frente a la vitrina—. Esto es lo que hemos venido a ver.
—¿El qué? —preguntó Raül.
Le indiqué el cuaderno y, mientras él lo filmaba, dije:
—Es uno de los libros de registro del campo. Ahí apuntaban los nazis, a mano como ves, los nombres y algunos datos de los prisioneros que llegaban a Flossenbürg. Aunque, en realidad, esto no debe de ser el original, sino una copia, porque los libros originales están en el Archivo Nacional de Washington. Bueno, y ahora mira esto.
Saqué del bolsillo de mi chaqueta un papel doblado, lo desdoblé y se lo mostré a la cámara, que ahora ofrece, en la grabación, un primer plano del documento.
—¿Sabes lo que es esto? Una fotocopia de una página del libro de registro. No es la misma página que está en la vitrina: la página de la vitrina va del prisionero número 13661 al número 13672, y esta va del 6421 al 6450. Y ahora —continué, señalando con un índice lo que estaba escrito junto al número 6448 de mi fotocopia— lee aquí.
—Span —leyó, y luego apartó de golpe la cámara (la imagen de la grabación hace un movimiento sin control, rapidísimo) y, mirándome con cara de susto, pegó un grito—: ¡Joder, pone Marco!
En la sala había cuatro o cinco personas más, que se volvieron hacia nosotros. Raül se dio cuenta; me miraba furioso y desconcertado; seguía grabando, pero enfocaba el suelo.
—A ver, qué es lo que pasa —se impacientó, bajando la voz—. ¿Al final es verdad que Marco estuvo aquí? ¿Ahora resulta que el tipo no mentía o qué?
—¿A ti qué te parece? —contesté—. Anda, grábame otra vez y te lo explico.
Raül me enfocó de nuevo, acalorado.
—Este papel —empecé, mostrándole mi fotocopia a la cámara, que vuelve a ofrecer un primer plano del documento— estaba en el archivo de la Amical de Mauthausen, en Barcelona. Al ingresar allí, Marco lo entregó como prueba de que había sido prisionero en Flossenbürg. ¿De dónde lo sacó? De aquí, naturalmente. En uno de sus primeros viajes a Flossenbürg, Marco le pidió a la gente del archivo que le fotocopiaran las páginas de los libros de registro donde había españoles, y entre las que le dieron estaba esta. ¿Recuerdas el número de registro que tenía Enric Moner? El 6448. O sea que, ahí donde tú y yo leemos Marco, en realidad pone Moner. La pregunta se impone: ¿eso es casualidad? Es decir: ¿el tipo que escribió el nombre de Moner lo escribió de tal manera que parece el nombre de Marco, o que nos lo parece a nosotros? ¿O en realidad fue Marco el que escribió encima del nombre de Moner hasta que pudiese confundirse con el de Marco? Eso es lo que hemos venido a averiguar aquí.
—¿Y es importante?
—En teoría no, pero en la práctica sí —contesté—. Para mí por lo menos. Una cosa es que Marco se encontrara en el libro de registro con este regalo de los dioses, que le permitía rematar su impostura, y otra cosa es que el regalo se lo hiciese él. Que yo sepa, Marco no fabricó ninguna prueba falsa; esta sería la primera, o la única. Y yo quiero saber si una noche, después de volver de un viaje a Flossenbürg, se encerró en una habitación de su casa y, él solito, con mucho cuidado y a escondidas de su mujer, amañó la prueba que le faltaba. ¿Y sabes cómo podemos averiguar si lo hizo o no? Muy sencillo: comparando esta fotocopia con el original, que no puede andar muy lejos; ahora solo hace falta encontrarlo.
Mientras subíamos al primer piso, Raül murmuró: «Joder, qué susto me has pegado. ¿Te imaginas que Marco hubiese estado aquí de verdad?». En el primer piso, justo a la entrada de la exposición, había una mesa detrás de la cual estaba sentado un bedel; detrás del bedel había un estante con libros y deuvedés sobre el campo. Como yo no hablo alemán, y Raül tampoco, le pregunté al bedel —un hombre de ojos saltones, nariz puntiaguda y bigote lacio— si hablaba inglés. No lo hablaba, o muy poco. A pesar de ello intenté explicarle, en inglés, lo que estaba buscando; naturalmente, no me entendió. Saqué mi fotocopia de la página del libro de registro donde figuraba el nombre de Moner, y se la enseñé mientras repetía en inglés la palabra «archivo». El bedel pareció por fin entenderme y señaló el piso de abajo mientras soltaba una parrafada en alemán. Creyendo que quizás en el piso de abajo guardaban las demás copias de los libros de registro, o que estaba allí el archivo, Raül y yo bajamos al piso de abajo. No encontramos ni el archivo ni las demás copias de los libros de registro. Volvimos a subir y volví a intentar explicarle al bedel, despacio y vocalizando, lo que quería, y a mitad de la explicación me entregó un formulario y un bolígrafo para rellenarlo. El formulario estaba escrito en inglés, pero no guardaba la menor relación con lo que yo pedía. Me quedé mirando al bedel, perplejo, y en ese preciso momento, mientras a mi lado Raül decía algo, que no entendí, me di cuenta de que el bedel era idéntico a Sig Ruman, un actor cómico alemán que se había hecho famoso en los años treinta y cuarenta actuando en comedias de Ernst Lubitsch. Ya había empezado a escribir mi nombre y mi apellido en el formulario, no sé muy bien para qué, cuando le oí pronunciar al bedel un nombre conocido.
—Sí, sí —dije, levantando de golpe la vista del formulario y asintiendo con fuerza—. Ibel. Johannes Ibel.
El bedel me indicó que esperara y, con urgente seriedad, cogió el teléfono y realizó una llamada. Mientras hablaba, Raül preguntó:
—¿Quién es ese?
—¿Ibel? El historiador que se encarga del archivo. Debí haber preguntado por él desde el principio. Es amigo de Benito Bermejo.
Cuando colgó el teléfono, el bedel señaló una ventana a través de la cual se veía el edificio de la antigua comandancia y soltó otra parrafada en alemán, de la que solo saqué en limpio un nombre masculino, Johannes Ibel, y otro femenino, Anette Kraus.
Raül y yo caminamos a toda prisa por la Appellplatz hacia la entrada del campo mientras yo comentaba el lío que habíamos montado con el bedel.
—Lo has montado tú solo —me corrigió Raül.
—El tipo era idéntico a Sig Ruman —dije, o más bien pensé en voz alta.
—¿Quién?
Le expliqué a Raül quién era Sig Ruman, mencioné Ninotchka y To be or not to be.
—Eres un friki —dijo.
Al archivo se entraba por una puerta lateral del edificio de la antigua comandancia. Llamamos a un interfono y nos abrieron. Al fondo de un pasillo aguardaba una chica de veintitantos años, sonriente, delgada, de ojos claros y pelo castaño recogido con horquillas; un pañuelo verde casi le ocultaba la garganta. Mientras nos hacía pasar a su despacho y nos invitaba a sentarnos frente a su escritorio, la chica explicó en un inglés impecable que se llamaba Anette Kraus y que era la ayudante de Johannes Ibel, quien aquel día se encontraba en el campo de Dachau; también se ofreció a ayudarnos en lo que necesitásemos. Sentado ante nuestra anfitriona en aquella gran oficina de grandes ventanales que daban a la entrada del campo —una oficina que sin duda compartía con otras personas, aunque en aquel momento estábamos los tres solos en ella—, lo primero que le pregunté fue si le importaba que mi hijo nos grabase; Anette Kraus sonrió y dijo que no. Entonces, mientras Raül empezaba a grabarnos, le conté a la chica que era escritor y que estaba escribiendo un libro sobre Enric Marco. Ella, por supuesto, había oído hablar de Marco, pero no lo había conocido porque todavía no trabajaba en el Memorial cuando él lo visitaba, ni siquiera cuando estalló el caso. Me preguntó qué clase de libros escribía.
—Novelas —contesté—. A veces novelas con ficción y a veces novelas sin ficción. Esta será sin ficción.
—Claro —dijo ella—. Aquí la ficción ya la puso el señor Marco, ¿no?
—Exacto —contesté.
La chica parecía encantada de atendernos, así que estuve un rato hablando con ella mientras Raül nos grababa. En respuesta a mis preguntas, Anette Kraus me informó sobre el funcionamiento del archivo, sobre la historia del campo y del Memorial, sobre la base de datos que había confeccionado Johannes Ibel, y me dio orientaciones bibliográficas y precisó algunos datos y algunas fechas. Cuando terminó el interrogatorio, le dije que tenía una última cosa que pedirle.
—¿Qué cosa? —preguntó, sonriendo hacia la cámara de Raül.
Saqué la fotocopia de la página del libro de registro donde figuraba el nombre de Enric Moner, el nombre que, tal y como estaba escrito, tanto se parecía al de Enric Marco, le expliqué el problema que tenía y le pregunté si podía ver el original, o la copia del original, para comprobar si Marco había modificado la fotocopia o no.
—Por supuesto que puede verlo —dijo.
Se levantó y salió del despacho. Mientras estaba fuera, Raül apagó la cámara y nos miramos expectantes. Por un momento recordé a Bruce Willis y a su hijo en trance de salvar el mundo.
—Seguro que es una casualidad —aventuró Raül.
—Seguro que no —repliqué.
Anette Kraus regresó al cabo de unos minutos con un papel en la mano, que depositó en la mesa de su escritorio, entre Raül y yo, y se quedó de pie en medio de los dos. El papel era una fotocopia de la página del libro de registro que yo le había pedido; coloqué mi fotocopia junto a ella, Raül se olvidó de volver a grabar y los tres nos inclinamos sobre el escritorio para comparar ambos documentos. La verdad saltó a la vista en seguida. Marco había hecho una obra maestra: en el libro de registro no habían escrito «Moner» sino «Moné», y nuestro hombre había aprovechado aquel acento providencial para construir con él una «c»; luego, fácilmente, había convertido la «o» en «a», la «n» en «r» y había terminado la palabra con una «o», de tal manera que, después de repasar con cuidado el nombre, era como si en el libro no hubiesen escrito «Moné» ni «Moner», sino «Marco»; además, buscando que no se notase la manipulación, había repasado también la abreviatura «Span» (de «Spanier»: español) que había junto a la palabra «Moné», para que las letras de ambas tuvieran el mismo grosor y parecieran salidas de la misma mano. Los tres nos miramos. La cámara de Raül no captó el momento, pero yo no me olvidaré de él.
—Tenía usted razón —dijo Anette Kraus, sin dejar de sonreír.
Y yo pensé, pensando en Marco: «Sabía que no me fallaría».
—¡Es el puto amo! —dijo Raül, sin poder contenerse.
Y yo pensé, pensando en Raül: «Sí, pero él también es Enric Marco».