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¿Qué hizo Marco al regresar de Alemania? ¿Qué clase de vida llevó durante la eterna posguerra española? ¿Volvió a España para retomar la vida normal o el simulacro de vida normal que llevaba antes de marcharse a Alemania? ¿Fue entonces cuando empezó a mentir sobre su pasado para no conocerse, para no reconocerse, para salvarse en la ficción? ¿O fue entonces cuando, después de haber padecido el pánico en las trincheras del Segre, en la Barcelona derrotada y en la cárcel de Kiel, reunió coraje suficiente para desenterrar los ideales políticos sepultados tras la victoria de Franco y lanzarse de nuevo a luchar por ellos en la clandestinidad, mientras el franquismo imponía en España su régimen de hierro?

Para casi todos sus conocidos y casi todos los que escribieron sobre él, al menos hasta el estallido del caso Marco, nuestro hombre fue durante la posguerra un luchador inflexible contra la dictadura, además de un visitante asiduo de sus cárceles, comisarías y calabozos; más aún: para muchos diríase que Marco representaba una suerte de personificación de la innata rebeldía de los españoles (o por lo menos de los catalanes) y del amor por la libertad que los incapacitó para resignarse sin pelea a cuarenta años de tiranía franquista. Las declaraciones del propio Marco no dejaban margen de duda: en 1978 le contó a Pons Prades en Los cerdos del comandante que, tras su supuesto paso por Flossenbürg a mediados de los años cuarenta, «me reintegré a la lucha clandestina en España de nuevo», y que lo que le salvó la vida fue «ponerme a actuar [políticamente, se entiende] en seguida» (por si no quedaba claro, añadía que «la militancia clandestina en España de los confederales [es decir, los anarquistas] en el segundo lustro de los cuarenta fue apasionante»); en 2002 le contó a Jordi Bassa, en Memoria del infierno, que, de vuelta en España en 1945, «continuó la lucha clandestina hasta 1975»; y en mayo de 2005, al mismo tiempo que estallaba el caso Marco, nuestro hombre publicó en L’Avenç —una revista de historia que aquel mes dedicaba un dossier al sesenta aniversario de la liberación de los campos nazis— un artículo sobre sus recuerdos ficticios de la liberación de Flossenbürg en el que afirmaba que, al salir de Alemania en 1945, volvió a Barcelona «a hacer el único trabajo que sabía hacer: vivir por vivir y hacerlo luchando por la libertad», y, por si tampoco esto quedaba claro, añadía que «los treinta años de lucha y de clandestinidad que siguieron fueron la verdadera forma de rehacer la vida allí donde la dejé». En fin: uno de los méritos que el gobierno autónomo catalán alegaba en septiembre de 2001 para concederle a Marco su máxima distinción civil, la Creu de Sant Jordi, era precisamente sus años de combate contra el franquismo.

Las frases de Marco que acabo de entrecomillar son curiosas. Por un lado, es evidente que nuestro hombre intenta evocar con ellas un pasado de asiduo combate antifranquista; por otro, son tan inconcretas y vagarosas como todas sus alusiones a su compromiso político durante la dictadura: Marco habla de «lucha», habla de «clandestinidad», habla de abstracciones parecidas, pero jamás menciona en qué consistió concretamente esa lucha, a qué concreta organización o partido o grupo ilegal se afilió, con qué individuos concretos compartió su clandestinidad. Es verdad que, en los relatos biográficos o autobiográficos de Marco, lo esencial era siempre su paso por los campos nazis, y que a su lucha contra el franquismo se aludía solo de pasada, quizá porque no era el asunto en cuestión o más probablemente porque se daba por supuesta, como si fuera casi imposible que un español como él no hubiera combatido la dictadura. También es verdad que, al menos alguna vez, Marco alude a algún episodio preciso: en enero de 2006, por ejemplo, escribió una larga carta al director de La Vanguardia, que nunca se publicó, en la que evocaba un supuesto enfrentamiento primero verbal y luego físico con Luis de Galinsoga, turiferario de Franco y director del periódico en los años cincuenta, célebre por pronunciar una frase subnormal que desató el escándalo y acabó costándole el cargo: «Todos los catalanes son una mierda»; y en marzo de 1988, en un artículo publicado en el diario Avui, Marco se presentaba a sí mismo como una de las pocas personas que, una mañana de catorce años antes, aguardaba a las puertas de la cárcel Modelo de Barcelona la salida del cadáver de Salvador Puig Antich, un joven anarquista ejecutado a garrote vil, en los estertores del franquismo, por orden de un tribunal militar. Pero, incluso en estos casos excepcionales (y suponiendo que en verdad se tratara de actos de resistencia), todo en el relato de Marco es bastante borroso o desvaído, desde la forma en que presenta los propios episodios hasta el exacto papel que desempeñó en ellos. Esta nebulosa de indefiniciones ha llevado a pensar con frecuencia, a muchos amigos y conocidos de Marco, que el período de la posguerra es el más oscuro y misterioso de su biografía.

¿Realmente lo es?

En absoluto. Aquí, como tantas veces en la vida de Marco y fuera de la vida de Marco, el misterio es el deseo de ver un misterio donde no hay ningún misterio. De hecho, resulta mucho más difícil reconstruir la vida de Marco antes de su regreso de Alemania que después de él, entre otras razones porque de este último momento quedan numerosos testimonios vivos, que pueden desmentir o confirmar o completar o aclarar las afirmaciones de Marco, lo que explica en parte la prudencia y las vaguedades de Marco al formularlas. No hay ningún misterio, ni oscuridad ninguna: durante más de treinta años, desde su regreso de Alemania en 1943 hasta la muerte de Franco en 1975 o, para ser más exactos, hasta los años iniciales de la democracia, Marco no militó en ningún partido político ni en ningún sindicato, no conoció ningún tipo de clandestinidad política ni combatió de ninguna forma el franquismo, tampoco pasó por la cárcel ni por las comisarías ni fue detenido jamás por motivos políticos ni tuvo ningún problema de esa índole con las autoridades, al menos ningún problema real o mínimamente serio. Hasta entonces, Marco había estado siempre con la mayoría, y durante todo el franquismo siguió con ella, con esa inmensa mayoría de españoles que, de grado o por fuerza, aceptó sin protestas la dictadura, y cuyo silencio atronador explica en gran parte que esta durara cuarenta años. Así de simple. Así de fácil. Por supuesto, tampoco aquí hay nada que reprocharle a Marco: nadie, repito, está obligado a ser un héroe; o si se prefiere: sería tan fácil como injusto recriminarle a Marco que, igual que la inmensa mayoría de sus conciudadanos, no haya tenido el valor de combatir una dictadura capaz de encarcelar, torturar y asesinar a los discrepantes. No: ningún reproche. Ninguno salvo que, muchos años más tarde, quisiera ocupar un lugar del pasado que no le correspondía, tratando de hacer creer que a lo largo del franquismo perteneció a los poquísimos valientes que dijeron No y no a los millones de entusiastas, pícaros, acobardados o indiferentes que dijeron Sí.

De modo que durante la posguerra Marco vivió una vida normal o un simulacro de vida normal o de eso que misteriosamente hemos convenido en llamar una vida normal, pero tal cosa no significa que su verdadera biografía carezca de interés; todo lo contrario: resulta mucho más interesante que la leyenda barata de confusas aventuras románticas que él mismo intentó vender como relato de su vida auténtica.

De regreso de Alemania, Marco volvió a instalarse en la abarrotada casa de sus suegros, en Sicilia 354, con su mujer, su hijo, las hermanas de su mujer y el marido de una de ellas, y volvió a ser, para aquella familia humilde, numerosa y compacta, que trabajaba duro entre semana y pasaba los fines de semana en la playa o la montaña o la cooperativa de la calle Valencia, el muchacho laborioso, inteligente, cultivado, práctico, alegre, divertido y encantador que había sido antes de marcharse a Alemania, siempre cariñoso con su mujer, siempre dispuesto a ayudar a sus suegros, a aconsejar y proteger a sus cuñadas y a hacer favores a quien los necesitase; pero, ahora, además, su prestigio añadido de viajero y de hombre de mundo lo convirtió poco menos que en el líder o el centro de la tribu. También volvió a trabajar en el taller de reparación de automóviles de Felip Homs, en París casi esquina con Viladomat, frente a la Escuela Industrial, y solo dos problemas encadenados ensombrecían por momentos el futuro próspero y dichoso que su vitalismo congénito pintaba ante él. Uno: estaba en Barcelona de permiso y debía regresar a Kiel en cuanto el permiso terminase, cosa que de ninguna manera quería hacer. Dos: si se las arreglaba para no volver a Kiel, debía cumplir el servicio militar, que era precisamente lo que había evitado yendo a Kiel.

No volvió a Kiel y se quedó en Barcelona y no cumplió el servicio militar. ¿Cómo lo consiguió? ¿Cómo eludió por vez primera sus obligaciones civiles en Alemania y por segunda vez sus obligaciones militares en España? No lo sé. Es verdad que, hacia el verano o el otoño de 1943, con la guerra mundial dirigiéndose a marchas forzadas hacia la derrota de Hitler, las autoridades españolas habían llegado a la conclusión de que el envío de trabajadores españoles a Alemania había sido un mal negocio que convenía cancelar cuanto antes, de manera que es más que probable que no hicieran muchas indagaciones si uno de los trabajadores no regresaba a su puesto de trabajo. Por otra parte, durante la estancia de Marco en Alemania los militares españoles habían preguntado por él, exigiéndole que cumpliera sus deberes pendientes, pero su familia había respondido que se hallaba en Alemania como trabajador voluntario —cosa que el Ministerio de Asuntos Exteriores se había encargado de confirmar— y los militares no tenían por qué saber que Marco ya estaba de regreso y por lo tanto no tenían por qué reclamarle. Es lo que pudo ocurrir: tal vez todos se olvidaron de Marco, o se desentendieron de él; tal vez Marco los lio a todos de nuevo; tal vez se produjo una afortunada combinación de las tres cosas. Sea como sea, nuestro hombre no lo recuerda, o dice que no lo recuerda. Lo que es indudable es que, en medio de esa doble o triple confusión, Marco, que es maestro en moverse en la confusión, salió indemne de las dos amenazas que se cernían sobre él, y su futuro quedó expedito.

El 25 de junio de 1947 nació la primera hija carnal de Marco, Ana María. Por entonces él se estaba preparando sin saberlo para empezar una vida nueva. Había dejado tiempo atrás el taller de Felip Homs y, después de trabajar por un tiempo en una fábrica de muebles y luego como mecánico (sobre todo reparando y modificando taxis, camiones y coches), consiguió un contrato de viajante en una casa de recambios de automóviles llamada Comercial Anónima Blanch. Era un empleo por completo distinto a los que había tenido hasta entonces; también era mucho mejor, o al menos así lo sentían su familia y él: salía de casa vestido con traje y corbata y, entre el sueldo y las comisiones, ganaba bastante dinero, mucho más en todo caso del que había ganado con ninguno de sus empleos previos. El nuevo trabajo no solo supuso para Marco una mejora económica, sino también un ascenso en su estatus y una vida social más variada y más intensa. Marco cambió de amistades y empezó a beber y a salir de noche. Era algo que no había hecho nunca, y su mujer no tardó en sentir que dejaba de ser el marido cariñoso y detallista que había sido hasta entonces, y en empezar a notarlo raro y distante. Apenas sucedió esto, Anita desahogó su inquietud con su hermana Montserrat, ocho años más joven que ella, y una tarde su hermana le propuso seguir a Marco.

Sesenta y cuatro años después, cuando ya tenía más de ochenta, Montserrat Beltrán todavía recordaba muy bien lo que pasó aquella tarde, y por eso pudo contármelo en su piso de Ciudad Badía, a las afueras de Barcelona. Decididas a seguir su plan y averiguar lo que estaba pasando, Anita y ella se habían apostado a la entrada de las oficinas de Comercial Anónima Blanch cuando vieron salir a Marco con dos compañeros de trabajo. No le dijeron nada y, a cierta distancia, siguieron al trío. Lo hicieron durante un buen rato; al llegar a la calle Sepúlveda los perdieron de vista. Desconcertadas, optaron por esperar de nuevo, convencidas de que Marco no podía haber ido muy lejos y de que acabaría reapareciendo. Así fue. Al cabo de un tiempo, Marco salió del portal de un edificio cercano. No iba solo, pero no lo acompañaban sus dos colegas sino dos mujeres; las llevaba del brazo, y las hermanas supieron al instante que Marco salía de un prostíbulo y que las dos mujeres eran dos prostitutas. Cuenta Montserrat que en aquel momento, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, su hermana salió disparada hacia Marco, se interpuso entre él y las dos mujeres y le agarró del brazo diciéndole algo. En los años que siguieron, su hermana le repitió muchas veces a Montserrat Beltrán lo que le dijo a su marido; lo que le dijo fue: «Yo también puedo cogerte del brazo, ¿verdad?».

La mujer de Marco y su familia intentaron olvidar el incidente, atribuirlo a las malas compañías y a las nuevas exigencias de su nuevo trabajo. Fue imposible. Por lo menos, fue imposible ignorar que algo fundamental había cambiado en Marco, y que ya no era el marido y el cuñado y el yerno perfecto que había sido siempre. En realidad, a partir de aquel momento todo empezó a ir de mal en peor. En 1949 Marco intentó emigrar a la Argentina con su familia, aunque al final desistió del proyecto, quizá porque no consiguió la documentación necesaria para salir del país. Poco después la policía fue a buscarlo a su casa. Le acusaban de un robo, pero no lo encontraron y los agentes se llevaron a su suegro, que tuvo que declarar en comisaría. Marco lo hizo aquel mismo día o al día siguiente, y consiguió salir del aprieto casi indemne, apenas con la promesa de no reincidir y de presentarse cada dos semanas a la policía. La familia Beltrán estaba atónita, a pesar de lo cual no le pidió explicaciones a Marco o se conformó con las borrosas explicaciones que Marco le dio. No obstante, días o semanas después Marco volvió a pasar por comisaría, y esta vez no tuvo tanta suerte como la primera, así que durmió varias noches en la cárcel Modelo y salió de allí con la cabeza rapada, que era el estigma con que la policía franquista humillaba a veces a los delincuentes comunes. Unos días más tarde se casaba la única hermana soltera de su mujer, que se llamaba Paquita. Marco acudió a la boda, pero al día siguiente, sin dar ninguna explicación ni avisar a nadie, se marchó para siempre.

La huida de Marco fue un cataclismo absoluto para la familia Beltrán; su mujer se hundió en la depresión. No volvieron a tener noticias de Marco hasta al cabo de siete años. Un día apareció por casa de los Beltrán un amigo de Marco diciendo que Marco lamentaba lo ocurrido y que estaba dispuesto a ayudar a su mujer y a sus hijos, y a partir de aquel momento nuestro hombre se hizo cargo de algunos gastos de la familia, como la educación de su hija Ana María; de vez en cuando iba a buscar a la niña a la puerta del colegio, también, y de vez en cuando le regalaba algo o le daba algo de dinero, igual que a su hermano Toni. La relación entre su primera familia y él, sin embargo, apenas pasaba de ahí. Anita y sus hijos eran muy conscientes de que Marco había trazado una frontera casi impermeable entre ellos y su nueva vida, de la que nada sabían; sus hijos le llamaban de vez en cuando por teléfono a su casa, pero tenían que hacerse pasar por ahijados suyos. A principios de los años sesenta su mujer le pidió a Marco dinero para pagar la entrada de un piso en Badalona, y Marco se lo dio. En 1968 llevó a su hija al altar. En 1969 fue padrino de su primer nieto. En 1974, justo después de haber dado a luz a su tercer hijo, su hija Ana María le llamó por teléfono a su casa y él le dijo que tenía el teléfono intervenido por la policía y que no volviese a llamarle. No volvió a llamarle. Ella y su hermano dejaron de verle de nuevo.

Así transcurrieron casi veinte años, durante los cuales solo supieron de Marco por los periódicos, la radio y la televisión. Un día Ana María fue a buscarle a las oficinas de FAPAC, la asociación de padres de la que Marco era por entonces vicepresidente. Lo encontró, tomaron café. Supo así que su padre vivía en Sant Cugat, que se había casado y tenía dos hijas, y que por lo tanto ella tenía dos hermanas. En septiembre de 1999 murió el primer y único hijo varón de Marco, Toni, pero él solo tuvo noticia de su fallecimiento tiempo después, cuando se cruzó por casualidad con una de sus cuñadas mientras paseaba por la Rambla. Los años siguientes fueron los del ascenso al estrellato mediático de Marco, un hecho al que la familia Beltrán asistió con desconcierto: Anita, su mujer, no entendía por qué Marco decía que había estado en un campo de concentración cuando ella sabía que no había estado en ningún campo de concentración; los hijos de Ana María, sus nietos, no entendían por qué Marco tenía escondida a su primera familia; Ana María, su hija, fingía entenderlo todo, para tranquilizar a su madre y a sus hijos, pero la realidad era que no entendía nada. Y, cuando estalló el caso Marco y el mundo entero supo que Marco era un impostor, Ana María sintió a la vez lástima y vergüenza por su padre. Solo entonces quiso conocer a sus hermanas. Marco accedió sin resistencia a presentárselas, quizá porque sabía que no podría evitar que tarde o temprano las conociera (o simplemente porque el escándalo había destruido sus defensas), aunque no lo hizo sin antes contarles la verdad, a ellas y a su mujer. Que tenía otra familia. Que se había casado en los años cuarenta. Que de aquel matrimonio conservaba una mujer y una hija y varios nietos. Fue así como Ana María Marco conoció a Elizabeth y a Ona Marco, quienes eran sus hermanas pero por edad podían ser sus hijas, y fue así como Marco se divorció de Anita, quien durante medio siglo no había vuelto a casarse ni a tener una pareja conocida. Anita murió en enero de 2012. Ana María sigue viva. Es una mujer intensa, alegre y católica; su padre la abandonó cuando tenía tres años, pero es imposible arrancarle una sola palabra contra él.