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Como su madre estaba ingresada en un manicomio, de niño la vida de Marco consistió en un peregrinaje permanente de familia en familia y de hogar en hogar, lo que significa que no tuvo ni familia ni hogar. Su padre se llamaba Tomás Marco y había emigrado a Barcelona desde Alfaro, en La Rioja, «pueblo de cigüeñas y de librepensadores», añade Marco sin falta cuando habla de él. Era libertario, masón e impresor y, aunque pertenecía por tanto a la élite cultural de la clase obrera (o precisamente por ello), estaba afiliado al sindicato de artes gráficas de la CNT, la organización anarquista. No era un hombre afectuoso, o al menos Marco no lo recuerda así: no recuerda que alguna vez le cogiese la mano, que alguna vez le hiciese un gesto de cariño, que alguna vez le comprase un juguete (de hecho, solo recuerda haber tenido un juguete, y encima fugaz: un caballo de cartón que en seguida le regalaron a una prima). Lo único que su padre llevaba a casa eran libros y periódicos, y eso explica que Marco se convirtiera en un lector tan precoz como omnívoro.

Pero solo lo explica en parte. El padre de Marco vivía con una mujer; se llamaba Teodosia, aunque el nombre no debía de gustarle y se hacía llamar Felisa. Marco la recuerda como una hembra áspera y violenta, que no dudaba en pegarle ni en pelearse con su padre o en sacar las tijeras en medio de una discusión de vecinos; asimismo recuerda que era alcohólica. Marco la odiaba con toda su alma, porque, dice, convirtió su infancia en una pesadilla. Dice que a veces se pasaba el día tumbada en la cama y que le mandaba a buscar a la taberna de la esquina el vino o el aguardiente que consumía en cantidades desorbitadas. Dice que era analfabeta y que, como no tenía otro entretenimiento, le pedía a él que le leyese los libros que había en la casa, y que así leyó muy pronto libros de Cervantes, de Rojas, de Vargas Vila, de Hugo, de Balzac, de Sue, libros que a menudo no entendía por completo o no entendía en absoluto. A veces le leía a su madrastra en el dormitorio que compartía con su padre, mientras ella, desde la cama, escuchaba o se reía o comentaba la lectura; otras veces le leía en el comedor, una pieza pequeña y oscura alumbrada por una Petromax, entre el olor de la parafina quemada. Pero dice que siempre estaba borracha, y que él le tenía miedo. Con frecuencia le pegaba, lo humillaba, abusaba de él, y más de una vez, harto de que lo maltratase, se marchó de su casa dando un portazo, se dirigió al edificio de la editorial Sopena, donde trabajaba su padre, y se sentó a esperarlo a la puerta. Cuando su padre salía por fin, al cabo de minutos u horas, Marco le contaba lo que había pasado, y a partir de aquel momento se repetía una secuencia idéntica: los dos volvían a casa y él se quedaba fuera, en el umbral, esperando mientras oía a su padre y a su madrastra pelearse a gritos, con la esperanza de que aquella discusión terminara en una ruptura feliz.

No llegó la ruptura, o como mínimo él no la presenció. Su padre y su madrastra permanecieron juntos muchos años. A su modo, quizá se querían: él al menos recuerda oírlos reírse y follar por las noches; o quizás es que, como tiende a pensar ahora, tanto tiempo después, aquella mujer malvada simplemente convenía a su padre: le preparaba la comida, le lavaba y le cosía la ropa, le llevaba la intendencia familiar. A pesar de ello, en la casa reinaba un abandono flagrante, y en una ocasión los vecinos denunciaron los maltratos a que le sometía su madrastra y obligaron a intervenir a un juez. Fue en ese momento cuando empezó su peregrinaje de huérfano dickensiano de casa en casa y de familia en familia. Las familias eran las familias de sus tías, la mayor parte hermanas de su padre. Asegura que todas lo trataban mucho mejor que su madrastra, pero añade que durante la mayor parte de su infancia no consiguió eludir la sensación mortificante de que sobraba en todas partes y de que todo el mundo quería quitárselo de encima. Residió en varios barrios de Barcelona: con su padre y su madrastra, en Les Corts; con su tío Francesc y su tía Caterina, en La Trinidad, donde tenían un colmado y donde él se sintió más en casa que en ningún otro sitio, porque allí pasaba también los veranos; con su tío Ricardo, que era hermano de su padre y militante del sindicato socialista UGT, en el barrio antiguo (en la calle del Tigre y la de la Luna) y también en el Ensanche (en la calle Diputación, entre Aribau y Muntaner). Fue aquí donde le sorprendieron los llamados hechos de octubre de 1934, cuando, en medio de una insurrección general de la izquierda española contra el gobierno derechista de la Segunda República, la Generalitat, el gobierno autónomo catalán, proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal Española. La rebelión, inmediatamente reprimida por el ejército, fracasó de inmediato, pero no sin antes provocar cuarenta y seis muertos, un número indeterminado de heridos y el encarcelamiento y posterior procesamiento de más de tres mil personas, entre ellas el presidente de la Generalitat y su gabinete en pleno.

Marco conserva de esos días dos recuerdos tremendos. El primero es bastante confuso. La algarada catalanista le había sorprendido en casa del tío Ricardo, quien por entonces trabajaba en La Humanitat, una publicación que tenía su sede en la calle Tallers, cerca de la Rambla; La Humanitat era el periódico de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido del gobierno rebelde, de manera que sus oficinas fueron clausuradas y su personal confinado en el barco-prisión Uruguay. Marco no vivía lejos de la redacción del periódico y, al oír rumores de lo que estaba ocurriendo con él, espoleado por su inquietud congénita y por la temeridad de sus trece años se echó a la calle en busca de su tío. A partir de este momento los recuerdos de Marco, además de confusos, son parciales: dice que en algunas calles vio barricadas o restos de barricadas; dice que consiguió llegar hasta la plaza Universidad y que se topó con varias ametralladoras emplazadas allí y con varios soldados a su cargo, que no le dejaron pasar; dice que volvió sobre sus pasos y que intentó dar la vuelta y bajar hacia la plaza de Cataluña y la Rambla por la rambla de Cataluña, y que vio a gente de Estat Català, el partido independentista, detenida a las puertas del Oro del Rhin, una cafetería situada en la esquina de Gran Vía y rambla de Cataluña; dice que no recuerda cuánto tiempo vagó por los alrededores, pero que, por mucho que lo intentó, no consiguió llegar a la calle Tallers, y que tuvo que volver a casa sin noticias de su tío.

El segundo recuerdo es más brutal y menos impreciso. Se refiere a un episodio que debió de ocurrir días u horas después, todavía en medio de la atmósfera de guerra que se apoderó de la ciudad en aquellas jornadas sangrientas. Con el tío Ricardo encerrado en el barco-prisión Uruguay, sus familiares enviaron al niño a casa del tío Francesc, en La Trinidad, quizá con la esperanza de que la violencia no alcanzase aquel barrio periférico; los hechos demostraron que era una esperanza sin fundamento. Una madrugada despertó a la familia un estrépito de gritos y disparos. El escándalo procedía de la casa de al lado, donde vivía con su padre la maestra que cada noche le daba clases particulares a Marco, quien no podía asistir a la escuela cuando estaba en La Trinidad porque debía ayudar a sus tíos en el colmado. Marco saltó de la cama, salió corriendo hacia la casa de su maestra y se la encontró en el patio, a oscuras, llorando a lágrima viva con su padre muerto en brazos. Marco asegura que el padre de la maestra había sido abatido por disparos de la guardia civil, supone que porque era un militante catalanista; también dice que él adoraba a su maestra y que se recuerda a sí mismo allí, en el patio de su casa, a la luz de la luna otoñal, aterrado, inmóvil e indiferente a la multitud que se arremolinaba en torno a ellos, mirando las lágrimas y el dolor sin consuelo de aquella mujer bondadosa. Y dice que fueron hechos como aquel los que provocaron su temprana militancia anarcosindicalista.

Es imposible determinar si los aparatosos recuerdos de Marco que acabo de consignar son veraces o son fruto de su fantasía —no queda un solo testigo que pueda dar fe de ellos, no he localizado un solo documento que los avale, y dudo mucho que exista—; lo único que se puede decir con certeza es que, aunque la fantasía de Marco tienda a lo aparatoso, esos hechos particulares encajan con los hechos de la historia general. Por lo demás, no es preciso evocar episodios tan brutales como la muerte del padre de su maestra para entender la adscripción política de Marco. Este pertenecía a una familia obrera, creció en barrios obreros, empezó a trabajar muy pronto —primero, como ya he dicho, en el colmado de su tío Francesc, luego en el taller de un sastre a quien recuerda rubio e imponente, y más tarde en la Tintorería Guasch, donde hacía de chico del reparto—; además, su padre y algunos de sus familiares eran militantes de la CNT, recibió una intermitente pero asidua educación libertaria en escuelas, ateneos y cooperativas anarquistas, y Barcelona era la ciudad de España con más afiliados a la CNT, un sindicato abrumadoramente mayoritario en los ambientes en que creció. Pero lo que lo convirtió del todo a la causa del anarquismo no fue, según Marco, nada de eso: fue la influencia de un hermano de su odiada madrastra.

Se llamaba Anastasio García y es lo más parecido que Marco tuvo en su vida a un padre, y tal vez a un ídolo o a un modelo. Siempre de acuerdo con el relato de Marco, en los años veinte el tío Anastasio había sido un hombre de acción: había pertenecido o había tenido vínculos con Los Solidarios, el legendario grupo de afinidad anarquista capitaneado por Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso y Juan García Oliver —«los mejores terroristas de la clase trabajadora», como los llamó en alguna ocasión el mismo García Oliver—, y había operado con ellos en España, Francia y Sudamérica. Así que el tío Anastasio era sin duda un tipo duro, aunque cuando Marco empezó a tratarlo estaba domesticado, además de disminuido y posiblemente alcoholizado: vivía con una mujer, la tía Ramona, trabajaba como pintor en la Transmediterránea, una compañía naviera barcelonesa dedicada al transporte de pasajeros y mercancías, y se había afiliado al sindicato del transporte marítimo de la CNT. No tenía hijos y, cuando conoció a Marco, no solo se encariñó con él sino que lo acogió durante largas temporadas en su casa, quizá para protegerlo de las vejaciones de su hermana.

El tío Anastasio y la tía Ramona vivían en la calle Conde del Asalto, junto al palacio Güell y casi enfrente del Edén Concert, un music hall donde actuaban las estrellas más rutilantes del firmamento artístico de la época y donde Marco dice a veces que alcanzó a ver a Josephine Baker y a Maurice Chevalier, aunque otras veces dice que no los vio en aquella célebre sala de fiestas donde quizá nunca puso los pies (después de todo, muy pronto, justo antes de la guerra, se convirtió en un cine: el Edén Cinema), sino entrando y saliendo de un local cercano, el Edén Hotel, donde la tía Ramona trabajaba y donde él se pasaba el día zascandileando, atraído por el olor del lujo y el brillo de las celebridades. El hecho es que el tío Anastasio adoptó a Marco; también lo instruyó: hasta entonces Marco había completado su educación autodidacta de lector indiscriminado recibiendo clases de francés, solfeo, teatro y esperanto en las escuelas, ateneos y cooperativas libertarias y en casa de la desdichada maestra de La Trinidad; ahora su tío Anastasio le obligó a aprender también caligrafía, mecanografía y taquigrafía. Quería hacer de él un hombre de provecho, pero sobre todo quería hacer de él un buen libertario: por eso le inculcó el idealismo racionalista, antipolítico, violento, justiciero, igualitario, redentorista, anacrónico, puritano, solidario y sentimental de un cierto anarquismo español; y por eso le llevaba a todas partes con él. Y también por eso, cuando el 18 de julio de 1936, según venía sospechándose desde hacía meses, algunas unidades militares se sublevaron contra el gobierno de la Segunda República, y al día siguiente, para hacerles frente, estalló la revolución libertaria en Barcelona, el tío Anastasio y él se sumaron a ella; y, pocas semanas más tarde, a la guerra que durante los tres años siguientes arrasó el país.