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He aquí, para muchos, al villano secreto de esta historia; he aquí al hombre que desenmascaró a Enric Marco, a la Némesis de nuestro héroe: he aquí a Benito Bermejo. De él se dijo de todo a partir del momento en que estalló el caso Marco, casi tanto como se dijo del propio Marco. Lo dijeron periodistas, historiadores, políticos, sindicalistas, escritores y empresarios y trabajadores más o menos conscientes de la industria de la memoria. A continuación enumero algunas de las cosas que se han dicho sobre él.
Se ha dicho que Bermejo desenmascaró a Marco porque para muchos Marco encarnaba en España el movimiento de recuperación de la llamada memoria histórica y que, al destruir a Marco, Bermejo intentaba destruir ese movimiento. Se ha dicho que era enemigo personal de Marco y de la Amical de Mauthausen y que desenmascaró a Marco con el objetivo de destruir la Amical. Se ha dicho que quería destruir la Amical porque la Amical era la gran asociación española de los deportados españoles y tenía su sede en Barcelona y él quería llevársela a Madrid y hacerse allí con su control. Se ha dicho que quería hacerse con el control de la Amical desde la Fundación Pablo Iglesias, que pertenece al partido socialista. Se ha dicho lo contrario: que quería perjudicar al partido socialista y a su entonces secretario general, José Luis Rodríguez Zapatero, a la sazón presidente del gobierno español. Se ha dicho que actuó por pura maldad o puro arribismo o puro afán de salir en la foto. Se ha dicho —lo dijo, en plena vorágine del caso Marco, Jaume Àlvarez, sucesor de Marco en la presidencia de la Amical y superviviente de Mauthausen, y lo recogieron muchos periódicos— que Bermejo, nacido en Salamanca, desenmascaró a Marco como venganza por los llamados papeles de Salamanca, un conjunto de documentos incautados en Cataluña por las tropas franquistas al final de la guerra y depositados en un archivo de Salamanca, documentos que el gobierno español de izquierda, tras una larga reclamación catalana, había acordado devolver a los catalanes con la oposición de toda la derecha, de parte de la izquierda y del Ayuntamiento y la Universidad de Salamanca. Se ha dicho que Bermejo no es un historiador sino un agente del Mosad, el servicio secreto israelí, o que es un historiador contratado por el Mosad o por el servicio secreto español y subcontratado por el Mosad, en todo caso un individuo pagado por el gobierno israelí para castigar a Marco por haber dicho en el Parlamento español, en un discurso pronunciado el 27 de enero de 2005 ante el embajador de Israel en España, durante un homenaje a las víctimas del Holocausto, lo que decía en todas o casi todas sus casi infinitas charlas: que los campos de concentración no han desaparecido y siguen existiendo en diversos lugares del mundo, incluida Palestina.
Paro. Aunque podría continuar: se han dicho muchas más cosas sobre Bermejo, todas o casi todas tan peregrinas como las anteriores. La razón es que Marco es un artista de la novelería, pero no tiene su exclusiva; de hecho, lo que Marco hizo no fue sino explotar nuestra incurable propensión a la novelería, tanto más acusada cuanto más desagradable es la evidencia que podemos esconder tras ella y cuanto más útil resulta para eludir nuestra responsabilidad en asuntos desagradables. Porque resulta extraordinario que nadie dijese lo evidente, y es que Bermejo era solo un historiador serio y, como tal, un enemigo jurado de la industria de la memoria, igual que un artista serio es un enemigo jurado de la industria del entretenimiento: ambos combaten por principio el narcisismo ocultador, ambos buscan el conocimiento —el conocimiento o el reconocimiento de uno mismo, el conocimiento o el reconocimiento de la realidad—, ambos dan la batalla contra el kitsch; o lo que es lo mismo: ambos dan la batalla contra la mentira. En el fondo, Bermejo no solo desveló la impostura de Marco; desveló también —o eso es lo que sintieron muchos de los que buscaron convertirle en el malvado secreto de esta historia— la credulidad culpable y la falta de rectitud intelectual de cuantos aceptaron la impostura de Marco.
Además de ser un historiador serio, Bermejo es un historiador marginal: un hombre que vive en los márgenes del sistema académico o universitario. No es profesor de universidad ni de instituto, cuando estalló el caso Marco ni siquiera había presentado una tesis doctoral, requisito indispensable para emprender una carrera académica. En realidad, no ha hecho ninguna clase de carrera académica, aunque sí terminó la carrera de historia en Salamanca, ciudad donde efectivamente nació, en una familia de clase media. Es posible que haya algo en la universidad española, con sus jerarquías intocables, su frenética endogamia y su cursus honorum empedrado de rigideces retóricas y pantomimas almidonadas, que repela a su carácter sobrio y reservado de castellano prototípico, porque lo cierto es que no encajó en ella; aunque, a decir verdad, dudo que se esforzara mucho en conseguirlo. Quizá no sea ocioso preguntarse, en todo caso, por qué fue un fuera de la ley de la academia quien se atrevió a desenmascarar a Marco y a meter el dedo en el ojo de la industria de la memoria, de la que también se beneficia la academia. Bermejo es un francotirador: no da clases, no escribe en los periódicos y, aunque tiene mujer y dos hijas pequeñas, carece de empleo fijo y se gana la vida a salto de mata. Vive en un piso modesto de la calle García de Paredes, en el barrio madrileño de Chamberí.
A pesar de no haber hecho carrera académica, al acabar su carrera de historia Bermejo presentó en la Universidad de Salamanca una tesina sobre la propaganda y el control de la comunicación social en los primeros años del franquismo, y en 1987, gracias a una beca de investigación, se trasladó a Madrid. También en parte gracias a una beca pasó un par de años en París, investigando en La Sorbona. Fue allí, en la Librería Española, en el número 72 de la rue de la Seine, donde oyó hablar por vez primera de los deportados españoles en los campos nazis, a alguno de los cuales había conocido el propietario de la librería, Antonio Soriano; no obstante, solo empezó a interesarse de veras por ellos a principios de los años noventa. En aquella época ningún historiador académico había investigado en serio el destino de los deportados españoles; lo habían hecho escritores y periodistas como Pons Prades, Montserrat Roig o Antonio Vilanova, pero ninguno de ellos operaba con el instrumental técnico y las seguridades metodológicas de la historiografía. Por entonces Bermejo empezó a trabajar para la Universidad Nacional de Educación a Distancia en una serie de documentales sobre el exilio español de 1939 y, mientras lo hacía, entró en contacto con algunos deportados y con sus dos grandes asociaciones del exilio, la Amical francesa y la FEDIP (Federación Española de Deportados e Internados Políticos); también con la única asociación del interior: la Amical de Mauthausen. Sus relaciones con la Amical española se volvieron más estrechas a finales de los años noventa, cuando preparaba un documental sobre Francesc Boix, el fotógrafo español de Mauthausen que declaró en los procesos de Nüremberg, y tuvo necesidad de usar el archivo de la entidad. Lo usó, aunque esto produjo algunas fricciones con la Amical o con algunos miembros de la Amical, en particular con Rosa Torán. El trabajo sobre Francesc Boix se estrenó en televisión en el año 2000; dos años más tarde Bermejo publicó un libro basado en él. Para ese momento hacía ya algunos meses que conocía personalmente a Marco.
La primera vez que oyó hablar de nuestro hombre fue a finales de 2000, o quizás a principios de 2001. Quien le habló de él fue Margarida Sala, conservadora del Museu d’Història de Catalunya y miembro de la Amical. Sala le dijo que en la entidad había un superviviente de un campo nazi, llamado Enric Marco, que además de superviviente era historiador. A Bermejo la noticia le interesó mucho: primero porque, aunque ya llevaba más de una década acumulando información sobre los deportados españoles, hablando con ellos e investigando sus vidas, nadie había mencionado en su presencia el nombre de Marco; y segundo porque, aunque conocía a algún deportado francés que era a la vez deportado e historiador, no conocía a ningún español que compartiese ambas condiciones. Más tarde, haciendo memoria o revisando papeles, Bermejo comprendió que se había equivocado: por supuesto, él conocía muy bien el libro de Pons Prades sobre los deportados, y se dio cuenta de que el Marco sobre el que había leído allí —y quizás en algún otro sitio— era el mismo Marco del que le había hablado Sala.
Poco después se encontró con él. El encuentro tuvo lugar el 6 de noviembre de 2001, en el homenaje que la Amical dedicó a Montserrat Roig en el Palau de la Música de Barcelona. Fue muy breve. Bermejo había acudido al Palau invitado por Rosa Torán y, al terminar el acto, se acercó a una mesa donde la Amical había puesto a la venta algunos libros; Marco estaba allí, recogiéndolos. Se lo presentaron. El aspecto juvenil de Marco debió de borrar de la mente de Bermejo todo lo que había leído y oído sobre él, porque le preguntó si era hijo de deportado; Marco le contestó que no, le dijo que era un deportado y que había sido prisionero en Flossenbürg. No hubo más. La muchedumbre y el revuelo provocado por el final del evento les impidieron proseguir la conversación, o Marco aprovechó ambas cosas para cortarla. Aquel intercambio mínimo despertó del todo, sin embargo, la curiosidad de Bermejo. Este sabía que muy pocos españoles habían conocido el campo de Flossenbürg y, aunque había tratado de localizar a alguno, hasta entonces sus intentos habían sido inútiles (sí había conseguido localizar y entrevistar, en cambio, a algún deportado francés). Sobra añadir que ese hecho convertía a Marco en un testimonio todavía más valioso para Bermejo.
El segundo encuentro entre Bermejo y Marco ya no fue casual, y el historiador acudió bien preparado a él. Ocurrió en Mauthausen, durante los actos conmemorativos de la liberación del campo, que se celebran cada año el fin de semana siguiente al 5 de mayo. Bermejo, un habitual de este tipo de acontecimientos (ideales para su trabajo porque en ellos se encontraba con los deportados y recababa información), sitúa el hecho en 2001, lo cual es imposible porque en mayo de 2001 aún no conocía a Marco; debió de ser en 2002, o incluso en 2003. Por entonces Marco continuaba intrigándolo, pero aún no había concebido ninguna sospecha sobre él, y eso a pesar de que los tres relatos impresos de su vida que conocía —el de Los cerdos del comandante, el de la revista Tiempo de historia y el de Memoria del infierno, que acababa de salir a la luz— no casaban entre sí: Bermejo no ignoraba que las divergencias en los distintos relatos de un mismo superviviente eran normales y atribuía las que había notado en los de Marco a inexactitudes de los entrevistadores, a fallos de la memoria del propio Marco o a ambas cosas al mismo tiempo. Aquel día de Mauthausen Bermejo habló dos veces con Marco sobre su experiencia de deportado. La primera fue en el propio campo, a doscientos metros por encima del Danubio, antes de que tuviera lugar la ceremonia oficial. Bermejo le preguntó a Marco por su doble condición de deportado y de historiador; Marco le dio una respuesta nebulosa, esquiva: vagamente contestó que había estudiado la carrera de historia en la Universidad Autónoma de Barcelona, que había trabajado con el profesor Josep Fontana y que habían creado un equipo de investigación sobre esos temas. La segunda vez que habló con Marco sobre el asunto que le interesaba fue a la hora de comer, ya en la ciudad y en presencia de Rosa Torán, que quizás había ido a Mauthausen en compañía de Marco, o que se había encontrado allí con él. Los tres se habían unido a un almuerzo organizado por los descendientes del centenar de españoles que se quedaron en Austria tras la liberación del campo y que cada año celebraban su asamblea en aquel lugar y aquellas fechas. Eran treinta o cuarenta personas, austríacos sobre todo, pero Bermejo se las arregló para sentarse frente a Marco; al lado de Marco se sentó Torán.
Lo que sucedió durante aquella comida fue muy desconcertante para Bermejo. Como tenía previsto, tal vez como hacía siempre que se encontraba con un nuevo deportado, el historiador le pidió a Marco que le hablase del tiempo que había pasado en el campo; Marco le atajó antes de que pudiese concluir su petición: le dijo que no le parecía que hablar de ese asunto condujera a ninguna parte, le dijo que no debería ocuparse de ese asunto, le dijo que había asuntos mucho más importantes, y acto seguido sacó una foto de su cartera y se la mostró. Era una foto del propio Marco, desnudo de cintura para arriba y con la espalda y las caderas tachonadas de hematomas; Bermejo no lo sabía —no podía saberlo—, pero aquella era una de las fotos que Marco se había hecho tomar el 28 de septiembre de 1979, cuando ocupaba el cargo de secretario general de la CNT, tras ser golpeado por la policía que intentaba disolver una manifestación anarquista en demanda de amnistía para los acusados por el caso Scala; aunque, sobre todo, era otra cosa: la prueba documental de que él también había sido una víctima, un resistente, un héroe. Esto es lo que tienes que investigar, le dijo Marco a Bermejo, taxativo. No lo otro. Hubo un silencio violento, o Bermejo lo recuerda así; igualmente recuerda la tensión y la incomodidad de Torán al otro lado de la mesa, su cara de circunstancias. El mensaje de Marco estaba claro: no sigas por esa ruta; Marco quizás había querido presentarlo como un consejo académico —la ruta que tienes que seguir es otra: no la de las víctimas de los nazis sino la de las víctimas del franquismo—, pero Bermejo entendió que era un consejo personal, si no una amenaza velada. Se quedó de piedra. Bermejo había topado muchas veces con supervivientes que no querían hablar de su experiencia, que estaban todavía traumatizados por ella o que querían olvidarla o a quienes no les gustaba recordarla; Marco, sin embargo, era lo contrario: por aquella época ya ocupaba la presidencia de la Amical, o como mínimo un puesto en su junta directiva, y desde hacía años daba charlas, concedía entrevistas y hablaba sin parar sobre su experiencia en el campo de Flossenbürg. ¿Cómo era posible que quisiera hablar de ese asunto con todos menos con él?
Bermejo tardó todavía cierto tiempo en poder despejar el interrogante. Aquella tarde en Mauthausen no volvió a preguntarle a Marco por su pasado, pero la actitud de nuestro hombre le metió la suspicacia en el cuerpo.
La suspicacia no dejó de ir en aumento en los meses siguientes. En octubre de 2003 tuvo lugar una escena parecida a la que acabo de describir, aunque esta vez no fue en Mauthausen sino en Almería y los protagonistas no fueron Marco y Bermejo sino Marco y Sandra Checa, otra francotiradora de la historia interesada en los supervivientes españoles en los campos nazis. La escena ocurrió durante las exequias de un miembro de la Amical y prisionero comunista en Mauthausen llamado Antonio Muñoz Zamora; Checa, que había asistido a la ceremonia porque era amiga de Muñoz Zamora, se la refirió por teléfono a Bermejo poco después.
Checa le contó a Bermejo que entre los asistentes al funeral se hallaban Marco y Antonio Pastor Martínez, un falso deportado cuya impostura estaban por entonces intentando desmontar los dos: Pastor estaba allí porque había tenido cierta mínima relación con el muerto, a pesar de lo cual pronunció unas palabras en la ceremonia, y Marco estaba en representación de la Amical, de la que era presidente. Checa le contó a Bermejo que, en algún momento, se había acercado a Marco, le había dicho que era historiadora, que estaba trabajando sobre la Deportación y que tenía mucho interés en hablar con él; la respuesta de Marco, le explicó Checa a Bermejo, fue idéntica o casi idéntica a la que le había dado a él en Mauthausen: aunque no le enseñó la foto dramática de su cuerpo cubierto de hematomas, le dijo que se olvidara del tema, que ese tema no llevaba a ninguna parte, que buscara un tema más interesante. Esa fue toda o casi toda la conversación que Checa mantuvo con Marco, pero no todo lo que le contó a Bermejo por teléfono. La historiadora también le contó a su colega que a aquel acto había asistido al parecer, entre otros viejos republicanos y antiguos deportados amigos del muerto, Santiago Carrillo, el eterno y casi nonagenario secretario general del partido comunista, que hacía ya más de veinte años que había abandonado su cargo a la fuerza y que, siempre según Checa, al terminar el funeral hizo un comentario de perro viejo y de dirigente avezado a detectar impostores por décadas de exilio y de control estalinista de su partido, un comentario sarcástico o irónico sobre Marco y Pastor que solo unos pocos asistentes oyeron y que Checa no recordaba con exactitud o había olvidado (o quizá quien lo había olvidado o no lo recordaba con exactitud era Bermejo), pero que en todo caso venía a decir que era mejor no fiarse demasiado de aquel par de individuos.
El tercer y último encuentro de Bermejo con Marco se produjo seis meses después del funeral de Muñoz Zamora. Fue en mayo de 2004, otra vez en Mauthausen y el día de la efemérides de la liberación del campo; o más exactamente la víspera de la efemérides y no exactamente en Mauthausen sino en un kommando o subcampo o campo anejo a Mauthausen: el campo de Ebensee, a ochenta kilómetros al sur de Mauthausen. A aquellas alturas Bermejo llevaba ya varios años recopilando datos sobre Marco, casándolos entre sí y comprobando que el relato que Marco hacía de su deportación no funcionaba, que estaba plagado de contradicciones e imposibilidades; aún le faltaba la prueba definitiva con que refutar de manera incontestable su historia, pero ya tenía la certeza total o casi total de que el presidente de la Amical no era lo que decía ser.
Desde hacía mucho tiempo Bermejo no había parado de preguntar por Marco, sobre todo a quienes habían tenido una relación directa con él. Y tanto si preguntaba a los antiguos deportados como si preguntaba a los viejos anarquistas de la CNT, la respuesta era siempre o casi siempre la misma: «No pondría la mano en el fuego por él», le decían. «No es trigo limpio», le decían. «Ahí hay gato encerrado», le decían. «No es un tipo de fiar», le decían. Y también: «A lo mejor fue un infiltrado». No sé si Bermejo lo sabía o si era lo bastante consciente de ello, pero no hay duda de que muchas de estas respuestas se explican por las heridas perdurables que infligieron las salvajes luchas internas de la CNT en los años setenta, en las que Marco había desempeñado un papel relevante; de todos modos, a Bermejo tanta unanimidad le pareció sospechosa. También le pareció sospechoso que Marco, cuya biografía oficial aseguraba que había sido apresado en Marsella al salir clandestinamente de España, antes de ser enviado a Flossenbürg, no hubiese mantenido la menor relación con la Amical francesa de Flossenbürg, donde nadie tenía noticias de él. Tampoco sabían nada de Marco en la Federación Española de Deportados e Internados Políticos (también con sede en Francia), cosa que a Bermejo ya no le pareció sospechoso sino algo más que sospechoso, porque juzgaba casi imposible que un anarquista español superviviente de un campo nazi no hubiera tenido ningún vínculo con esa entidad. Por supuesto, Bermejo había solicitado información sobre Marco al archivo del Memorial de Flossenbürg, de donde le habían respondido asegurándole que en los libros de registro del campo no constaba ningún Marco, y seguía sin explicarse el contraste aparatoso no ya entre la abundancia y el colorido épico y sentimental de los relatos de Marco y la parquedad y la grisura habituales de los relatos de los demás deportados, sino sobre todo entre la facundia pública de Marco y su negativa tajante a hablar en privado.
Pero sin duda lo que más le escamaba y lo que, unido a lo anterior, acabó llevándole a la conclusión de que Marco había inventado su historia, o por lo menos una parte importante de su historia, era el hecho de que, a medida que estudiaba los diversos relatos de Marco y descubría las contradicciones y hasta disparates en que incurría, se fue dando cuenta de que era imposible atribuírselos a su mala memoria o a los receptores de su narración, a los periodistas o escritores que la ponían por escrito, y que Marco estaba alterando a conciencia su biografía. En determinado momento empezó a atisbar incluso la verdad. Empezó a intuir, en efecto, que Marco tal vez sí había ido a Alemania en los años cuarenta, pero no como deportado sino como trabajador voluntario, porque en algunos de sus relatos su trayecto por Francia hacia Alemania se parecía mucho al que habían seguido los trabajadores voluntarios españoles —al menos en un par de ocasiones, por ejemplo, Marco había mencionado la ciudad de Metz, que había sido el lugar de redistribución en Francia de estos trabajadores— y porque Bermejo sabía que Marco era metalúrgico y que una de las primeras expediciones de trabajadores que había salido de Barcelona estaba compuesta por metalúrgicos, quienes por lo demás acabaron trabajando en el norte de Alemania, donde Marco aseguraba haber pasado una temporada de cárcel. En fin: a principios de mayo de 2004, Bermejo, que ya estaba escribiendo con Sandra Checa un artículo donde demostraba que el supuesto deportado Antonio Pastor era en realidad un farsante, no tenía la evidencia documental pero sí la convicción casi absoluta de que Marco también lo era.
Fue entonces cuando se produjo su último encuentro con Marco. Ocurrió, como decía, en Ebensee, un subcampo de Mauthausen situado en una zona montañosa donde, ya avanzada la segunda guerra mundial, los nazis excavaron una serie de refugios subterráneos para poner sus fábricas de armamento al abrigo de los bombardeos aliados. Aquel día se celebraba allí un acto que conmemoraba la liberación de Mauthausen, un pequeño evento previo al gran evento que iba a tener lugar al día siguiente en el campo principal. Bermejo y Marco se encontraron en uno de los túneles del subcampo. Conversaron. Marco estaba rodeado por un grupo de chavales; le explicó a Bermejo que eran estudiantes, que habían viajado desde Barcelona gracias a la Amical y que él los acompañaba en calidad de guía. Luego le habló de la actividad de la Amical, cada vez más intensa y heterogénea, y le dijo que al año siguiente, cuando se conmemorasen los sesenta años de la liberación de Mauthausen, intentarían llevar a las celebraciones a algún personaje destacado, tal vez algún miembro o algún representante del gobierno. A continuación tuvo lugar un mínimo diálogo que a Bermejo se le quedó grabado en la memoria palabra por palabra. «Estamos volando muy alto —le dijo Marco, ponderando el período de gloria que vivía la Amical bajo su presidencia—. Cada vez más alto». Bermejo comentó: «Bueno, esperemos que no sea el vuelo de Icaro». Contra lo que quizás esperaba, Marco no pareció molesto por su ironía; solo contestó, animoso, antes de despedirse y seguir su camino con los estudiantes: «Nuestros Ícaros están viejos y cada vez más cascados, pero aquí siguen, peleando». Bermejo recuerda muy bien que él pronunció como una palabra llana el nombre temerario del hijo de Dédalo, quien cayó al mar y murió, igual que Narciso tras contemplar su imagen en la fuente, por querer volar hasta el sol con las alas de cera que su padre le había fabricado, mientras que Marco lo pronunció como una palabra esdrújula. Ambas pronunciaciones son correctas.
La prueba que le faltaba a Bermejo apareció por fin a principios del año siguiente. Es posible incluso ser más preciso, porque el historiador anotó el hallazgo en su diario personal: el 21 de enero. Faltaba solo una semana para que el Parlamento español celebrase por vez primera el día del Holocausto, acogiendo por vez primera también a una representación de los deportados españoles, y para que Marco pronunciase un discurso durante la ceremonia; faltaban poco más de tres meses para que se celebrasen en Mauthausen los sesenta años de la liberación del campo con la presencia inédita del presidente del gobierno español y con un inédito discurso de un deportado español, que hasta el último momento estuvo previsto que fuera Marco. Bermejo no dio con la prueba por azar. En algún momento se le había ocurrido que tal vez podía encontrar información sobre Marco en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde en otras ocasiones había estado investigando, y el día en que fue al archivo comprobó que su corazonada era exacta.
Así es: allí se conservaba una ficha sobre Marco. No eran más de tres páginas, pero no tenían desperdicio. La ficha remitía a un exhorto enviado por la capitanía de la IV Región Militar, con sede en Barcelona, en el que se afirmaba que Marco no se había presentado a filas y en el que se le preguntaba al Ministerio de Exteriores si era verdad que, según aseguraba la familia de Marco, este se hallaba en Alemania como trabajador voluntario; la respuesta de Exteriores era que la familia de Marco decía la verdad, que Marco se hallaba en Alemania, concretamente en Kiel, como trabajador contratado por la empresa Deutsche Werke Werft. En otras palabras: el ejército preguntaba por un posible prófugo y Exteriores contestaba que el prófugo no era un prófugo sino un buen ciudadano que se había marchado a Alemania acogiéndose al convenio hispano-alemán firmado por Franco y Hitler. Eran solo tres páginas, pero bastaban para probar sin lugar a dudas que al menos una parte fundamental del relato de Marco era, en cualquiera de sus variantes, falsa: no había salido de España de forma clandestina, no había sido detenido en Francia y enviado a Alemania, no era un deportado. Por supuesto, ese documento no probaba que Marco no fuera un superviviente de Flossenbürg, porque cabía la posibilidad de que, una vez en Alemania, Marco hubiese sido arrestado por los nazis y confinado en un campo de concentración, como había sucedido con otros trabajadores voluntarios; pero sí probaba que Marco mentía. Eran solo tres páginas, pero bastaban para destruir a Marco.
La euforia del hallazgo debió de durarle poco tiempo a Bermejo, porque en seguida le asaltó una pregunta inevitable: ¿y ahora qué? Contra lo que se dijo más tarde, Bermejo no sentía la menor animadversión por Marco; tampoco le atraía el papel de aguafiestas ni le gustaba la idea de meter el dedo en el ojo de nadie, y mucho menos en el de un anciano: la prueba es que, poco tiempo atrás, él y Sandra Checa habían tenido que vencer multitud de escrúpulos antes de publicar el artículo en el que desmontaban la impostura de Antonio Pastor —se preguntaban si era legítimo correr el riesgo de aniquilar la reputación de un hombre a cambio de restablecer la verdad histórica, y qué consecuencias tendría esa aniquilación—; otra prueba es que al final optaron por que Pastor apareciera en su artículo no con su nombre y apellidos sino solo con sus iniciales. ¿Y ahora qué?, fue la pregunta de Bermejo. Su respuesta provisional consistió en llamar a algunas personas de confianza y contarles lo que había averiguado sobre Marco: se lo contó a dos viejos deportados, Paco Aura y Francisco Batiste; se lo contó a Jordi Riera, un hijo de deportado y miembro de la Amical; quizá se lo contó a alguien más. Ninguna de esas personas supo aconsejarle qué hacer, y por lo menos uno le dijo que podía hacer cualquier cosa, salvo no hacer nada.
A principios de febrero, exactamente el día 9 (de nuevo según la agenda de Bermejo), ocurrió un hecho insólito: Marco le llamó por teléfono a su casa. Era la primera vez que lo hacía. Marco le dijo sin rodeos que le llegaban noticias de que andaba poniendo en duda su historial, concretamente de que andaba diciendo que no había sido un deportado. Bermejo no negó la acusación, y Marco prosiguió: dijo que respetaba su trabajo y que entendía su interés por reconstruir el pasado y por hallar documentos que permitiesen hacerlo; dijo que también entendía que el relato de sus vivencias le hubiese generado algunas dudas o que hubiese hallado en él aspectos chocantes; dijo que, a pesar de las apariencias, todo tenía una explicación, con tiempo y buena voluntad todo se podía resolver, y que él se ofrecía a despejar todos los interrogantes y a ayudarle a disipar todos los puntos dudosos u oscuros o todos los puntos que él considerase dudosos u oscuros y que considerase importante iluminar; y dijo que, como él iba con mucha frecuencia a Madrid, antes de finales de febrero o principios de marzo le llamaría y, si lo deseaba, podrían verse para que él pudiera contestar a todas sus preguntas y pudieran resolver así aquel malentendido. Eso es, más o menos, lo que Marco le dijo a Bermejo, o lo que Bermejo recuerda que más o menos le dijo Marco; aunque lo que sobre todo recuerda Bermejo es que tuvo la sensación inequívoca de que bajo ese discurso visible había muchos otros discursos invisibles, innumerables subtextos de ese texto, todos ellos destinados a seducirle, es decir a insinuarle los beneficios que se derivarían de que ambos se pusiesen de acuerdo y las contrariedades que se derivarían de que no se pusiesen de acuerdo, y Bermejo asegura que solo entonces se dio cuenta de que al otro lado de la línea se agazapaba un maestro de la manipulación. A pesar de ello, el historiador aceptó la propuesta de Marco y, antes de despedirse de él, le dijo que quedaba a la espera de su llamada.
Marco no llamó a Bermejo en el mes de febrero; tampoco en el de marzo. Una tarde Bermejo fue a la sede del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales —un organismo dependiente del Ministerio de Presidencia del Gobierno—, convocado por un profesor de la Universidad Complutense que trabajaba allí. Se llamaba Javier Moreno Luzón y había citado a Bermejo para hablar acerca de unas jornadas sobre la Deportación que iban a celebrarse en el Círculo de Bellas Artes de Madrid durante el mes de mayo; Moreno Luzón las estaba coordinando, y le había pedido ayuda a Bermejo para hacerlo. Los dos colegas hablaron del asunto que les había reunido, pero también de los actos del sesenta aniversario de la liberación de Mauthausen, que tendrían lugar poco antes de sus jornadas y a los que se venía rumoreando desde hacía algún tiempo que quizás asistiría por vez primera el presidente del gobierno español, precisamente instigado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. A esta altura de la conversación ya se había sumado a ella el historiador José Álvarez Junco, director del centro, quien en aquel momento se apartó para hacer una llamada telefónica y al rato volvió trayendo la confirmación: el presidente Rodríguez Zapatero seguía barajando la posibilidad de acudir en mayo a Mauthausen. Solo entonces se animó Bermejo a decir que había un problema. ¿Qué problema?, le preguntaron. Un problema con el presidente de la Amical de Mauthausen, contestó. A continuación explicó el problema. Cuando terminó de explicarlo, Moreno Luzón anunció que evitaría la asistencia de Marco a las jornadas del Círculo de Bellas Artes; no obstante, ninguno de los tres tenía muy claro qué otros pasos podían o debían dar, y decidieron dejar el asunto en suspenso.
Los protagonistas de la escena anterior no recuerdan con exactitud cuándo tuvo lugar, pero podemos situarla hacia finales de marzo. Para entonces Bermejo llevaba ya muchas semanas esperando una llamada de Marco anunciándole que iba a Madrid y que podían verse. Dejó transcurrir dos o tres semanas más y, harto de esperar, intentó localizar a Marco por teléfono. No lo consiguió. Finalmente le mandó por fax un mensaje a la Amical. El mensaje lleva fecha de 15 de abril, y dice así:
Enric:
En el mes de febrero me llamaste y me anunciaste tu disposición a que tuviéramos una entrevista aprovechando una venida tuya a Madrid. Me dijiste entonces que me llamarías a no mucho tardar y que ese encuentro podría ser antes de «finales de febrero o principios de marzo» (esas fueron tus palabras). Esas fechas han quedado bastante atrás y no he tenido noticia tuya. Y lo cierto es que me interesaría mucho esa entrevista y poder escuchar de primera mano tu relato.
Espero que sea posible concertar ese encuentro.
Gracias por tu atención y saludos cordiales.
Al cabo de pocos días de enviar el fax, Bermejo volvió a recibir una llamada de Marco. Esta vez la conversación entre los dos hombres fue más breve. Marco empezó disculpándose por no haberle telefoneado antes, le explicó que no había podido viajar a Madrid porque los preparativos de la gran celebración que en mayo iba a tener lugar en Mauthausen absorbían su tiempo, le aseguró que él y toda la Amical estaban desbordados de trabajo, concluyó que por ahora no podían verse y que debían aplazar su encuentro hasta que hubiera pasado el aniversario de la liberación del campo, momento en el cual, se lo garantizaba, le llamaría y le daría una explicación que despejase todas sus dudas. Bermejo escuchó con cuidado y entendió que era inútil discutir, así que solo le dijo a Marco que, si era aquello lo que había decidido hacer, lo hiciese, aunque a él no le parecía lo más conveniente.
Así terminó la última conversación entre Bermejo y Marco. Algunos días más tarde se supo que, en efecto, por vez primera un presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, acudiría a Mauthausen para celebrar el sesenta aniversario de la liberación del campo, y también se supo que, en efecto, el deportado que por vez primera tomaría la palabra en el acto principal de las celebraciones sería Enric Marco. En cuanto tuvo noticia de ambos hechos, Bermejo comprendió que aquello lo cambiaba todo y que, si se mantenía al margen y miraba para otro lado y permitía la consagración definitiva de la impostura de Marco, no se lo perdonaría nunca, y todos los reparos, miramientos e indecisiones que hasta entonces lo habían paralizado se esfumaron de golpe. Llamó a Moreno Luzón y le dijo que no estaba dispuesto a ser cómplice de aquella mascarada y que quería hacerle llegar lo que sabía al presidente del gobierno o a alguien lo más próximo posible al presidente del gobierno. Moreno Luzón le pidió que redactara un informe y se lo mandara. Bermejo lo redactó y se lo mandó; también se lo mandó a un miembro de una fundación del partido al que pertenecía el presidente del gobierno, la Fundación Pablo Iglesias, a un miembro de la Amical y a varios historiadores. Una vez hecho esto, Bermejo sintió que había cumplido con su deber y se sintió aliviado. Faltaban apenas quince días para el aniversario de la liberación de Mauthausen, pero él se desentendió del asunto. O casi.