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Esa es la mentira. Pero ¿qué hay de la verdad? ¿Qué ocurrió realmente durante la temporada que Marco pasó en Alemania a principios de los años cuarenta? ¿Es posible reconstruir la etapa más controvertida de su biografía? La respuesta es sí: en gran parte.

Marco partió hacia su nueva vida de emigrante el 27 de noviembre de 1941, desde la estación del Norte de Barcelona, en la primera expedición de trabajadores voluntarios catalanes que salió hacia Alemania. El tren iba abarrotado de hombres, algunos adultos, la mayoría jóvenes, aunque muy pocos tan jóvenes como Marco, que apenas contaba veinte años; todos llevaban un sobre con su nombre, su número, su billete de tren, su reserva de asiento y su bono de comida, además de un pedazo de pan, unas latas de conserva y una muda de ropa de invierno; también llevaban un brazalete con la bandera española, su pasaporte individual y un papel con las instrucciones que debían seguir durante el viaje. Este duró varios días. En algunas estaciones el tren se paraba, les daban un café y un bollo, les permitían bajar y pasear por los andenes y aliviarse en los servicios, pero no salir al exterior, y al llegar a Metz, en el noroeste de Francia, los viajeros fueron redistribuidos en trenes diferentes que se dirigían a diferentes destinos, y los policías franceses, que habían escoltado el convoy desde la frontera española, fueron sustituidos por la policía alemana (o eso recuerda Marco). Muchos años más tarde, mientras rodaba en aquella misma estación una escena de Ich bin Enric Marco, la película de Santi Fillol y Lucas Vermal, Marco se preguntaba con aire reflexivo y melodramático, como quien busca su pasado remoto sin poder encontrarlo, como si tanto tiempo después todavía no pudiese explicarse por qué había salido de España en calidad de trabajador voluntario: «Me gustaría saber adónde iba. Y qué es lo que pretendía». En realidad, la respuesta a esos dos interrogantes no es ningún misterio, y nadie mejor que Marco la conocía: iba a Kiel, en el noroeste de Alemania, contratado por una empresa germana, en el marco de un acuerdo entre España y Alemania para que Franco pudiera devolverle a Hitler la deuda que había contraído con él en la guerra civil y para ayudarle a ganar la guerra mundial y a imponer el fascismo en Europa; pretendía escapar al servicio militar y ganarse la vida mucho mejor de lo que por entonces podía ganársela en España. Así de simple. Así de fácil.

Marco llegó a Kiel a principios de diciembre. Como los demás trabajadores españoles, no se alojó en el mismo Kiel, sino en un campamento de barracones de madera situado a veinticinco kilómetros de la ciudad, en Wattenbek, mancomunidad de Bordesholm. Allí vivió tres meses, yendo cada mañana a Kiel y volviendo cada tarde. La ciudad era una de las principales bases navales alemanas desde mediados del siglo XIX, y la Deutsche Werke Werft, la empresa por la que había sido contratado Marco, se había dedicado siempre a la construcción de buques mercantes, hasta que, con la llegada al poder de los nazis, se especializó en la construcción de buques de guerra, submarinos y demás embarcaciones militares. Marco trabajaba como mecánico en sus astilleros, concretamente en la sección dedicada a la conservación y el mantenimiento de motores de lanchas torpederas; su labor consistía sobre todo en repasar los motores (levantaba culatas, esmerilaba válvulas, cambiaba segmentos), pero también en fabricar piezas de precisión para los ejes de las torpederas. Se trataba de una tarea bastante especializada, a la que fue asignado porque era un buen trabajador, diligente y concienzudo. No todos sus compañeros eran así; mejor dicho: la mayoría no era así, o eso dice Marco, que se consideraba superior a ellos, o que consideraba que, comparados con él, la mayoría era chusma, un montón de botarates analfabetos, gandules y alcoholizados. Marco se sentía orgulloso no solo de ser mejor que ellos, sino también de ser el único que trabajaba en una sección donde predominaban los alemanes libres y también los franceses y los belgas, algunos de los cuales estaban allí como prisioneros de guerra. Marco sostiene que montó con ellos una célula de resistencia, pero no existe ni la más mínima prueba de que eso sea cierto. Sostiene asimismo que se dedicó por su cuenta a tareas de sabotaje, cosa que, según él, podía hacerse sin correr riesgos, dejando el esmeril sin limpiar entre el asiento y la válvula de los tres motores Mercedes Benz de veinte cilindros que llevaba cada torpedera; pero tampoco hay la menor prueba de que sea verdad. De lo que sí hay pruebas, y además pruebas incontrovertibles, es de que Marco fue arrestado por la policía alemana, de que pasó varios meses en prisión y de que fue sometido a juicio.

Todos estos hechos constan en un sumario que el Alto Tribunal Hanseático de Distrito de Hamburgo le abrió en aquellos días a Marco. Allí se lee que nuestro hombre fue arrestado el 6 de marzo de 1942, apenas tres meses después de su llegada a Alemania, y conducido al cuartel de la Gestapo en Kiel, sito en la Blumenstrasse. Para el propio Marco, sin embargo, todo empezó días antes de su detención, cuando le puso sobre aviso un compañero de trabajo. Se llamaba Bruno Shankowitz, era alemán y Marco había trabado amistad con él y con su mujer, Kathy, quienes le habían invitado a pasar con ellos las navidades (Marco, un seductor irrefrenable, insinúa que tuvo o pudo tener una aventura con Kathy, o que Kathy se enamoró de él; también, que en el mismo Kiel tuvo otras aventuras galantes). Una mañana, mientras trabajaban, Bruno le preguntó si era comunista; sorprendido, Marco le contestó que no y le preguntó por qué le preguntaba eso. Porque corre el rumor de que eres comunista, le contestó Bruno; luego le aconsejó: Ten cuidado con lo que dices y a quién se lo dices. Era un buen consejo, pero Marco apenas tuvo tiempo de seguirlo. Horas o días después lo detuvieron en su barracón de Wattenbek. Según el sumario, Marco permaneció arrestado durante cinco días antes de ingresar en prisión preventiva; según Marco, durante esos cinco días estuvo recluido en una celda donde se hacinaban montones de reclusos como él (entre ellos un marinero brasileño llamado Lacerda o Lacerta o Lacerte da Silva), durmiendo sobre la paja que alfombraba el suelo de cemento y siendo interrogado una y otra vez. Marco dice (y yo creo que hay que creerle) que estos fueron quizá los momentos más duros de su vida, que tuvo pánico, que sufrió maltratos, que no sabía qué iba a ser de él, y que se recuerda siempre empapado: de agua, de orines, de vómitos; pero dice también otras cosas que yo creo que ya no hace falta creer o que no hay que creer en absoluto, como que plantó cara a sus interrogadores y que se reivindicó ante ellos como un luchador por la libertad.

Según el sumario, Marco fue trasladado el 11 de marzo al penal de Kiel y permaneció allí, a la espera de juicio, hasta mediados de octubre de aquel mismo año. Nada sabemos con certeza de lo ocurrido durante esos siete meses, salvo lo que el propio Marco empezó a contar tras el descubrimiento de su impostura, casi siempre con el fin de demostrar que todas las fantasías que había contado sobre su estancia en el campo de Flossenbürg eran una legítima, aleccionadora y bienintencionada traslación, como mucho un tanto maquillada, de las penalidades que había sufrido en la cárcel de Kiel, y no el hijo bastardo de un menage à trois entre su afán de protagonismo, su imaginación y sus lecturas. No obstante, en una larga carta al director enviada en enero de 2006 al Diari de Sant Cugat en respuesta a otra carta publicada en el mismo periódico por una tal señora Ballester, Marco anota algunos detalles concretos de su reclusión que, aunque rebozados en la habitual mermelada heroica, victimista y autojustificativa, por momentos tienen el sabor exacto de la verdad:

«Rapado, desinfectado, untado con un ungüento apestoso y corrosivo —escribe Marco en su catalán plagado de anacolutos, que me permito corregir o suavizar en la traducción—, fui confinado en una celda de la segunda planta [del penal de Kiel], la última del pasillo a la izquierda, junto al lugar donde se vaciaban los orines y excrementos y donde nos llenaban las jarras de agua. En la celda no había retretes ni grifos ni receptáculos adecuados para evacuar. Solo un pequeño lavabo de piedra adosado a la pared, en el que apenas me cabían las manos para lavarme la cara y apenas podía ponerme de puntillas para lavarme el culo. Una cubeta sin tapadera para cagar y mear, y un puñado de recortes de revistas para limpiarme, a los que nunca agradeceré lo suficiente, más que su servicio higiénico, aquellas imágenes que me mantenían atado al mundo exterior. Una litera de solo cincuenta centímetros de ancho, clavada al muro por dos bisagras, con dos patas plegables y una cadena que la recogía y la mantenía sujeta a la pared. Se trataba de ganar espacio en beneficio del banco de trabajo. Por descontado, estaba terminantemente prohibido extenderla durante la jornada. Un jergón de solo dos dedos de grosor. El mobiliario se completaba con una taquilla que contenía un plato y una cuchara de aluminio, un peine —nunca entendí su utilidad— y un libro de oraciones y salmos, bilingüe, en alemán con caracteres góticos y en latín, este último afortunadamente comprensible para mí. Un tarjetón con mi nombre, como siempre mal escrito —el Marco lo entendieron siempre como un nombre, no como un apellido— y unas instrucciones significativas: “Incomunicación total y prisión indefinida”. […] Jornadas de trabajo extenuantes, de la mañana a la noche, de lunes a domingo al mediodía, sin ocasión de excusarse o de escaparse de nada. Todas las mañanas, después del café, el Wachmeister me traía una caja llena de material, piezas metálicas salidas de la fundición para que yo las desbastara con la ayuda de limas, herramientas que te entregaban junto con el material. Metros y metros de cuerda gruesa de cáñamo que había que deshilachar. El polvillo de la fibra resecaba la nariz y la garganta y te irritaba los ojos, pero lo más duro era arrancar, pelar con los dedos los cables de instalación eléctrica para aprovechar el cobre de las cañerías que los alemanes arrancaban de las ciudades conquistadas. Nueve meses en estas condiciones, señora Ballester —concluye Marco—, nueve meses de confinamiento en aquella celda».

No fueron nueve sino siete, pero ahora da igual. Aquí y allí, en ese mismo texto y en otros, en sus relatos y declaraciones posteriores al estallido del caso Marco, nuestro hombre añadió muchos otros detalles reales o ficticios de su encierro. Detalles sobre la infecta comida con que lo alimentaban, sobre las palizas que le propinaban, sobre sus repetidos internamientos en celdas de castigo, sobre la desesperación en que a menudo se hundía y sobre los antídotos con que intentaba combatirla: con su olfato infalible para el melodrama, Marco le contó a Pons Prades —lo he contado ya— que, cuando oía desde su celda los gritos de las gaviotas y los de los hijos de los funcionarios del penal jugando en un patio vecino, se decía: «Mientras haya gaviotas sobre el mar y niños que juegan, no todo está perdido»; en cambio, Marco no le contó a Pons Prades una anécdota que supera en melodramatismo a la anterior y que, aunque él mismo la contó con frecuencia y Bassa alude a ella en su relato biográfico, yo aún no he contado. Según Marco, en el penal le permitían escribir cartas cada cierto tiempo, cartas que él redactaba pero que nunca llegaron a su destino porque fueron retenidas por las autoridades; debía escribir esas cartas en alemán, y su alemán era tan trabajoso y sus carceleros le concedían tan poco tiempo para escribir que se vio obligado a ingeniar un sistema con el fin de poder decir en ellas todo lo que tenía que decir: el sistema consistía en pincharse un dedo con una aguja de coser y en mezclar con saliva la sangre que brotaba del pinchazo, usando esa mezcla como tinta y la aguja como pluma para ir construyendo con ambos los bocetos de sus cartas en los márgenes de las páginas de las revistas que usaba para limpiarse; así, llegado el momento, cuando por fin le daban papel y bolígrafo y unos minutos escasos para escribir, no tenía más que pasar en limpio esos sangrientos borradores.

Conociendo a Marco (e incluso sin conocerlo), no parece fácil creerse esa anécdota truculenta; lo que es seguro es que, como casi todas las mentiras de Marco, contiene una parte de verdad: es verdad que nuestro hombre escribió por lo menos una carta en el penal y es verdad que la escribió en alemán; igualmente es verdad que nunca llegó a su destinataria porque los carceleros de Marco no la enviaron. Lo sé porque la carta se hallaba en el archivo estatal de Schleswig-Holstein y la tengo en mis manos. Va dirigida a su mujer —quien sabía por las autoridades españolas que su marido se hallaba en prisión— y está fechada en la cárcel de Kiel el 1 de septiembre de 1942, cuando Marco lleva ya casi medio año detenido y conoce las graves acusaciones que pesan sobre él; la gramática alemana del autor es defectuosa, y su letra muchas veces ilegible. A continuación la reproduzco por entero, sobre todo porque está escrita menos para su destinataria teórica que para sus seguros censores, y expresa muy bien el desesperado interés de Marco por congraciarse con ellos (Marco miente, adula a los alemanes y llega a escribir su propio nombre y el de sus familiares en alemán, o en su alemán imaginado), una obsequiosidad que quizás explique en parte el desenlace de la causa judicial que se le estaba instruyendo. La traducción, de Carlos Pérez Ricart, trata de conservar las limitaciones del macarrónico alemán de Marco:

Mi muy querida [nombre ilegible, probablemente «Anni»; es decir: Anita], recibe mis besos desde lejos con la esperanza de mi vuelta feliz a tu lado. Sé muy bien que no entiendes ni una palabra de alemán. Yo entiendo poco. Sin embargo, escribir en otro idioma no está permitido y, en el mejor de los casos, esta carta llegaría demasiado tarde [si la escribiera en español]. Querida [Anita], la semana que viene, exactamente el miércoles, empieza mi proceso después de siete meses de investigación en los que me he defendido contra las acusaciones de comunista y otras mentiras que se han dicho contra mí. Mi abogado ya me ha dicho que se me declarará inocente. No hay culpabilidad en mí. Ellos pensaban que fui un voluntario rojo, pero se ha demostrado que eso es mentira.

Un hombre me acusó de ser voluntario comunista y otro tipo de locuras que no tienen ningún sentido. Son cosas locas que me han provocado siete meses de prisión y mucho silencio, pues no sabía muchas palabras en alemán y la gente, al pensar que era rojo, no era simpática conmigo a la hora del trabajo.

Mi detención es una prueba para los alemanes… [Ilegible.] Sin embargo, ahora todo se resolverá porque saldré de la cárcel, recuperaremos nuestro dinero y a nuestro pequeño [ilegible, nombre de niño: sin duda «Toni», el hijo biológico de Anita y adoptivo de Marco] tendrá de nuevo a su padre a su lado. Tendremos tranquilidad. Voy a exigir justicia contra mis enemigos y la recuperación del salario de siete meses perdidos en la cárcel.

Yo sé muy bien lo mucho que has sufrido pero todo está por terminar y pronto estaremos juntos. En todo este tiempo no hay un solo día que haya pasado sin pensar en ti, ni momento sin besar mi anillo. Es lo único que me queda; todo lo demás está bajo resguardo de la cárcel. Sin embargo, tú sabes cuánto amor tengo. Por ti he resistido siete meses en prisión.

He estado pensando que valdría la pena que tú vinieras aquí. [Nombre del hijo ilegible: sin duda, de nuevo, Toni] también podría venir aquí y amar la tierra alemana más que la nuestra. Quizás aquí no haya el cielo azul y el sol radiante de nuestro país, pero a cambio sus hombres tienen eso [el cielo azul y el sol radiante] en su alma. Sí, podríamos venir a vivir aquí porque nosotros somos como los alemanes: prudentes y con el corazón abierto. Aquí he aprendido a quererlos.

En realidad, esto es algo que ya había pensado antes y por eso comencé a buscar aquí una casa. Quería sorprenderte con la noticia pero este proceso lo arruinó todo. Ahora será el momento de reanudar los planes. En el trabajo gano suficiente dinero y solo unos meses después de mi liberación tú podrías venir a la ciudad.

Espero que todos nuestros familiares estén bien. Da mis saludos especiales a la tía Kathe y a los tíos Richard y Francisco.

Mi querida, recibe junto a nuestro hijo todo mi amor.

Tu Heinrich

(No escribo más porque mi alemán es todavía malo).

A juzgar por lo que le contaba a su mujer, Marco era muy optimista sobre el resultado de su juicio; pero quizá solo quería parecerlo, o solo quería que los alemanes creyesen que lo era: la verdad es que, a siete días de la vista, cuando debía ya de conocer las acusaciones que pesaban sobre él, no tenía muchos motivos reales para el optimismo. En el alegato del fiscal, un tal doctor Stegemann, firmado el 18 de julio de 1942, Marco es acusado de una falta muy seria: «planear de forma sistemática —en un delito de alta traición— la modificación violenta de la Constitución Alemana» (en alemán: «das hochverrätische Unternehmen, mit Gewalt die Verfassug des Reichs zu ändern vorbereitet zu haben»). En concreto, el fiscal afirmaba que Marco era comunista y había sido voluntario del ejército republicano durante la guerra civil, y le acusaba de realizar propaganda comunista entre los trabajadores españoles. No hay que hacer mucho caso de la calificación de Marco como comunista; en estos asuntos, las autoridades alemanas calificaban a bulto, sin distinguir entre un comunista y un anarquista: para ellas, ambos eran simplemente «rotspanier», rojos españoles. En cuanto a la acusación de hacer propaganda, el fiscal alegaba los testimonios de Jaime Poch-Torres y de José Robledo Canales, dos compañeros españoles de Marco que le habían oído alardear de haber luchado contra el ejército de Franco y criticar a Hitler y al partido nazi, predecir la victoria de los rusos sobre los alemanes en la guerra y alegrarse por adelantado de ella, cosa que, siempre según decía Marco o según decían Poch-Torres y Robledo Canales que decía Marco, le permitiría a él volver a su país «y luchar por el comunismo inevitable y necesario en España». Es verdad que todo lo anterior no parece gran cosa, en cualquier caso no mucho más que un puñado de comentarios imprudentes hechos en presencia de las personas equivocadas; pero tampoco hay duda de que el delito de alta traición —o de «promocionar el ideal del comunismo internacional y por ello de atentar contra Alemania», como concluye su informe el fiscal— era gravísimo, y más en la Alemania nazi, y más en la Alemania nazi del cuarto año de guerra. Tan grave que lo normal es que Marco hubiera sido por lo menos enviado a un campo de concentración.

Pero la realidad es que fue absuelto. ¿Cómo se explica ese veredicto? No lo sé. En su sentencia, el magistrado que juzgó el caso lo explica afirmando que Marco no era un hombre peligroso, y apoya su dictamen en la retractación de los dos delatores españoles, Poch-Torres y Robledo Canales, quienes aseguran que no había querido convertirlos a la causa del comunismo (Marco era simplemente, dicen, un chico muy joven que había tratado de darse importancia ante ellos), y en la declaración del jefe inmediato de Marco, quien le exculpa de cualquier acción de sabotaje y le avala como un trabajador magnífico. El problema es cómo llegó el juez a una conclusión tan favorable para Marco, tan contraria al rotundo parecer inicial de la fiscalía e incluso a una orden de la RSHA, el Departamento Central de Seguridad del Reich, fechada dos años atrás, el 25 de septiembre de 1940, según la cual los excombatientes de la España roja debían ser enviados a campos de concentración (es verdad que la orden fue promulgada cuando aún no había entrado en vigor el acuerdo hispano-alemán que había llevado a Marco a Alemania, y que se refería a los prisioneros de guerra; también es verdad que poco después, en 1943, esa orden fue revocada para que los rojos españoles pudieran ser usados como mano de obra por la industria bélica); dicho a la inversa: es evidente que Marco no era un hombre peligroso, pero infinidad de hombres nada peligrosos fueron condenados por la justicia nazi, y Marco no. ¿Por qué se retractaron sus acusadores españoles? ¿Por qué se retractó incluso el mismo fiscal, que acabó retirando las acusaciones? ¿Intercedieron por su compatriota las autoridades españolas? No lo sé. En la carta a su mujer, Marco menciona a su abogado defensor; pero el propio Marco reconoce que este, un alférez de navío, no entendía una palabra de español, de manera que la comunicación entre ambos no era fácil. Tampoco debió de ser fácil para Marco escribir en su precario alemán sus alegaciones al fiscal, en las que trataba de rebatir los cargos de los que se le acusaba, y mucho menos defenderse ante el juez cuando, una mañana de septiembre, fue trasladado desde Kiel hasta Hamburgo para la celebración de la vista oral. Estas dificultades idiomáticas debieron de volver el proceso más confuso. Todavía más. Dicho esto, recordaré que Marco se desenvuelve como nadie entre la confusión, que en realidad la confusión y el lío son su medio natural, porque recordarlo me permite a su vez recordar un rasgo básico de Marco y proponer una hipótesis sobre su extraña absolución: Marco, lo repito, es fundamentalmente un pícaro, un charlatán desaforado, un liante único, así que no hay que descartar que, igual que un año antes había liado a las autoridades militares franquistas, convenciéndolas de que tenía un pasado impoluto o inofensivo y de que él mismo era un muchacho inofensivo, si no intachable, ahora hiciese algo parecido con las autoridades judiciales nazis, persuadiendo al magistrado alemán de que no representaba el menor peligro para el nacionalsocialismo y de que por lo tanto debía dejarle en libertad. Sea como sea, el 7 de octubre de 1942 el presidente de la sala penal del Alto Tribunal Hanseático de Distrito firmó una sentencia por la que se revocaba la orden de detención contra Marco.

Nuestro hombre permaneció todavía varios meses más en Alemania, pero ellos no pasan de ser el epílogo de esta parte crucial de su biografía. En la sentencia que puso fin a su juicio se ordenaba que Marco quedara «a disposición de la policía para próximos procedimientos» y se anotaba al margen que una copia de aquel documento debía enviarse «a la dirección de la policía secreta estatal [“Geheime Staatspolizei”, que era el nombre verdadero de la Gestapo] en Kiel». La orden es susceptible de diversas interpretaciones, pero Marco dice que, a pesar de que en teoría había sido puesto en libertad, en la práctica siguió detenido, y que durante un tiempo que no sabe si computar en semanas o meses permaneció todavía encerrado, aunque no en el penal de Kiel sino otra vez en el cuartel de la Gestapo en la Blumenstrasse, de donde recuerda que salía cada mañana, escoltado por dos agentes, hacia la biblioteca de la Universidad de Kiel, para pasarse allí muchas horas diarias clasificando libros y publicaciones españolas. Marco dice también que recuerda con mucha claridad una tarde en que le condujeron de improviso a la recepción del cuartel y le abandonaron allí, de pie y sin explicaciones, frente al policía de guardia, que ni siquiera pareció reparar en él. Y dice que, cuando ya llevaba un buen rato allí, esperando no sabía qué o a quién, de golpe se percató del puñado de objetos que había sobre la mesa del policía y los reconoció —una foto de pasaporte, su pase caducado de trabajador voluntario español, alguna cosa más—, pero no dijo nada y siguió esperando. Y dice que en otro momento, cuando ya no llevaba allí un buen rato sino unas cuantas horas, el policía de guardia pareció advertir su presencia, le miró y miró sus cosas en la mesa y volvió a mirarle a él y, sin volver a mirar sus cosas, las tiró de cualquier manera al suelo gritándole: «¡Fuera!».

Dice que recogió a toda prisa sus cosas y que salió a toda prisa del cuartel. Dice que era de noche y que llovía y que de repente se vio solo y sin un marco y sin tener adónde ir. Dice que buscó un lugar donde refugiarse, con tan mala fortuna que acabó encontrándolo en un parque que en realidad no era un parque sino un cementerio. Dice que no recuerda dónde durmió aquella noche, aunque está casi seguro de que fue a la intemperie, pero que sí recuerda que al día siguiente se llegó en busca de ayuda hasta el único sitio donde conocía a alguien, que eran los astilleros de la Deutsche Werke Werft, de los que había sido expulsado y a los que no podía volver a trabajar pero donde encontró a un alemán que ejercía de intérprete entre los trabajadores españoles y sus empleadores alemanes, un hombre, recuerda Marco, o dice recordar, que había vivido mucho tiempo en Argentina y había regresado a Alemania engañado por las promesas de prosperidad del nazismo triunfante, un hombre con el que al parecer Marco se llevaba bien y que quizás es el mismo que según el sumario alemán de Marco había ejercido en parte de intérprete durante el juicio. Fuese quien fuese, este hombre se apiadó de Marco, o eso dice él, y le consiguió un puesto de trabajo en la Hagenuk, una empresa de telecomunicaciones, cosa que le permitió comer y dormir bajo techo, en un campamento ubicado en la misma fábrica. Los recuerdos de esa época que Marco guarda, o dice que guarda, son escasos y desdichados, porque, aunque el trabajo era más plácido que en los astilleros —aquí construía placas de complementos electrónicos para cohetes y aviones—, el ambiente en la fábrica y el campamento era mucho más bronco, rodeado como estaba, dice, de lituanos y ucranianos sucios, violentos y desesperados.

Marco también estaba desesperado, pero lo estaba por volver a Barcelona. O eso dice. Y dice que, un día, el mismo intérprete providencial que le había conseguido el trabajo en la Hagenuk le propuso una forma de volver a casa: al cabo de un año de estar trabajando en Alemania, los trabajadores españoles podían gozar de un mes de vacaciones en España, con la condición de que, una vez transcurrido ese tiempo, volvieran a su puesto de trabajo; Marco aún no había trabajado un año completo, porque la mayor parte del tiempo que había pasado en Alemania lo había pasado en prisión, pero el intérprete le aseguró que podía meterlo en uno de los convoyes de trabajadores que regresaban de permiso a España. Marco dice que aceptó sin pensarlo dos veces, sin preocuparse por lo que haría cuando llegase el momento de regresar a Alemania y no regresara, sin preocuparse por lo que haría cuando, al no regresar a Alemania, las autoridades españolas le reclamasen de nuevo para hacer el servicio militar que tenía pendiente, sin preocuparse por supuesto de que, en España, Franco siguiera imponiendo su reinado de terror, sin preocuparse de nada salvo de regresar a casa y huir de Alemania, como si, semejante a esos animales que olisquean en el aire la inminencia de la catástrofe, durante el verano de 1943 él ya hubiera intuido que solo unos meses más tarde, el 13 de diciembre de aquel mismo año, la ciudad de Kiel sería aniquilada por el diluvio de fuego que dejaron caer sobre ella centenares de bombarderos norteamericanos. Marco llegó a Alemania cuando Alemania iba a ganar la guerra y se marchó de Alemania cuando iba a perderla. No sabemos todavía qué clase de vida hizo nuestro hombre al volver a Barcelona, pero sabemos una cosa mucho más importante: al menos hasta este punto, él siempre está donde está la mayoría.