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Marco acudió por vez primera a la Amical de Mauthausen tras uno de sus viajes iniciales a Flossenbürg. Por entonces la Amical tenía su sede en un ático del número 312 de la calle Aragón, en el barrio del Ensanche. Marco se presentó allí como un antiguo deportado deseoso de colaborar con la asociación; no sé con quién habló aquel primer día, pero lo cierto es que nadie le hizo mucho caso y que él sacó la impresión de que le daban largas. Al cabo de un tiempo, Marco visitó otra vez la Amical, sin mejores resultados. Por entonces nuestro hombre todavía era vicepresidente de FAPAC y, semanas o meses después de aquella segunda visita frustrada al ático de Aragón, un compañero de la entidad le dijo que había hablado de él con un miembro de la Amical y que este quería conocerle. El compañero de FAPAC se llamaba Frederic Lloret y era profesor de biología; el miembro de la Amical se llamaba Rosa Torán, era profesora de historia y era o iba a ser muy pronto miembro de la junta de la Amical. También es un personaje relevante en esta historia.

Marco y Torán se conocieron en una comida organizada por Lloret, durante la cual Torán le habló a Marco de la Amical, le contó que un tío suyo había sido deportado y asesinado en Mauthausen y que no hacía mucho que ella frecuentaba la Amical y se interesaba por la Deportación. Por su parte, Marco habló largamente de su experiencia de prisionero en Flossenbürg, contó que había dado algunas charlas sobre ella en institutos de enseñanza secundaria y le entregó a Torán una fotocopia de una carta que acababa de enviar a un compañero italiano del campo. La carta era auténtica; el compañero era Gianfranco Mariconti, a quien Marco venía de conocer en su primera reunión con los antiguos deportados de Flossenbürg. Cinco años más tarde, justo antes de que estallara el caso Marco, Torán publicó la misiva en un libro titulado Los campos de concentración nazis. Palabras contra el olvido. En ese texto, Marco empieza hablándole a su flamante amigo real y antiguo compañero ficticio de la diferencia entre el campo que había conocido (o que no había conocido) y el actual: «No es fácil, hoy, reconocer el campo. Lo que queda de él es lo justo para no confundirlo con un parque o con el jardín interior de la urbanización que, actualmente, cubre buena parte de los antiguos fundamentos de los barracones». Hacia el final de la carta escribe que, a sus setenta y ocho años, su capacidad de ira y de odio debería haberse consumido, pero insinúa que no es así, a pesar de lo cual concluye con uno de los lemas que repetiría sin parar en sus años de la Amical, debidamente enfatizado con mayúsculas: «Perdonar, SÍ; olvidar, NO».

Todo cambió en su siguiente visita a la sede de la Amical, aunque no gracias a Rosa Torán sino a Josep Zamora. Zamora ocupaba en esa época el cargo de secretario general de la entidad; era hijo de deportado, no deportado, pero había combatido en la guerra civil y luego en la resistencia francesa, y desde los años ochenta formaba parte de la Amical. Esta, literalmente, vivía del pasado, allí el pasado no era pasado sino presente o una dimensión del presente, de modo que, pese a que Marco y Zamora no se conocían, empezaron a intercambiar experiencias del pasado, descubrieron que habían hecho la guerra en la misma unidad (la 26 División, antigua Columna Durruti), en seguida congeniaron. Marco se hizo socio de la Amical de inmediato. Para formalizar su ingreso, en los días siguientes contestó por escrito las preguntas de un cuestionario; sus respuestas constituyen una mezcla casi perfecta de verdades y mentiras: declaró que había nacido el 14 de abril de 1921, fecha emblemática de la proclamación de la Segunda República, y no el 12 de abril del mismo año, fecha real de su nacimiento; declaró que había sido prisionero en el penal de Kiel, lo que era cierto, y en el campo de Flossenbürg, lo que era falso; declaró que el número que tenía en el penal era el 623-23, lo que bien podría ser cierto aunque no puedo confirmarlo, y que el número que tenía en el campo era el 6448, lo que era falso (el número, no obstante, existía: era el que él le había usurpado a Enric Moner); declaró que su fecha de entrada en el penal era el 6 de marzo de 1942, lo que era cierto, y que su fecha de entrada en el campo era el 18 de diciembre de 1942, lo que era falso, y también declaró que su fecha de salida era el 23 de abril de 1945, lo que por supuesto era igualmente falso (aunque a su modo la fecha era también emblemática: la de la liberación de Flossenbürg). Una de las últimas preguntas que planteaba el cuestionario se refería al motivo o los motivos por los que había sido enjuiciado; Marco anotó uno cierto («Alta traición») y uno falso («Conspiración contra el III Reich»). Al final del cuestionario, el nuevo miembro de la entidad debía enumerar los documentos o las fotocopias de los documentos que adjuntaba como prueba de su condición de deportado; Marco escribió: «Sentencia consejo de guerra, documento entrada penal y documento KL Flossenbürg».

Eso es lo que Marco dijo que adjuntó, pero lo que de verdad adjuntó no fue eso, o no exactamente. Adjuntó el escrito del fiscal en el juicio que se le instruyó en Kiel, donde quedaba claro que le habían detenido y había pasado varios meses en la cárcel acusado de alta traición, pero no adjuntó la sentencia del juez, que probaba que había sido declarado inocente y puesto en libertad. Adjuntó la fotocopia del libro de registro del campo de Flossenbürg en la que figuraba escrito a mano un nombre que era el de Enric Moner aunque podía confundirse con el de Enric Marco (o eso esperaba Marco), la fotocopia con la que había intentado, en el archivo del Memorial de Flossenbürg, que Johannes Ibel autentificase su condición de deportado en el campo. Y adjuntó otro documento. Llevaba la fecha del 25 de junio de 1999 y, sobre todo para quien no supiera alemán, parecía un certificado oficial de que Marco había sido prisionero en el campo de Flossenbürg, porque constaba de una página que incluía una lista de treinta y dos nombres de ciudadanos de catorce naciones, entre los que podía leerse el de Marco, y de otra página grapada a la anterior y sellada por la oficina de información de Flossenbürg (por si había alguna duda, el propio Marco había escrito de su puño y letra al final de la página: «Superviviente localizado»); la realidad es que el documento era solo un certificado de su asistencia a una de las reuniones de antiguos prisioneros que se celebraban en el Memorial del campo, y que no había sido emitido por la oficina de información de Flossenbürg sino por un organismo del Ministerio de Educación de Baviera. Por lo tanto, ninguno de los documentos que entregó Marco como prueba de su paso por el campo de Flossenbürg demostraba que hubiera sido un deportado en el campo de Flossenbürg; pero, o nadie sabía alemán en la Amical, o nadie leyó los documentos, o a quien los leyó le parecieron convincentes o no le parecieron convincentes pero no quiso ser un aguafiestas ni meter un dedo en el ojo de nadie y cedió al prestigio o el soborno o el chantaje del testigo y no se atrevió a decir No y optó por callarse. Si esto último fue lo que ocurrió —y no es imposible que así sea—, lo más probable es que quien lo hizo no se arrepintiera en seguida de haberlo hecho.

Porque, en cuanto ingresó en la Amical, Marco pareció el hombre que los deportados españoles necesitaban, al igual que veinticinco años atrás, en cuanto ingresó en la CNT, había parecido el hombre que necesitaban los anarquistas españoles. Y, al igual que ocurrió cuando ingresó en la CNT y en FAPAC, Marco ingresó en la Amical en un momento de crisis. La entidad había sido fundada en 1962, con la ayuda de la Amical francesa, y había permanecido en la ilegalidad hasta 1978, sobre todo dedicada a facilitar el contacto afectivo entre los deportados y los familiares de los deportados, así como a procurarles información y ayuda jurídica y, más adelante, económica; hacia 1999, sin embargo, ese modelo parecía casi agotado, porque los últimos supervivientes empezaban a extinguirse o habían envejecido tanto que apenas se hallaban en condiciones de dirigir la Amical, de manera que esta debía renovarse a fondo si no quería extinguirse con ellos. La renovación ya se había iniciado cuando Marco llegó, aunque casi todo el mundo reconoce que nadie contribuyó tanto como él a afianzarla. Era encantador, incansable y completamente generoso con su tiempo, un tiempo que empezó a invertir por completo en la Amical. Lo más importante, sin embargo, era que, a pesar de ser un deportado, poseía la energía y la juventud que ya no poseían los deportados. Además, no era tan parco en palabras como ellos o como casi todos ellos, ni tan reacio a hablar de su experiencia en los campos; al contrario: él estaba encantado de hacerlo, y sabía hacerlo o por lo menos sabía encandilar a la gente con sus relatos vividos. De hecho, cuando hablaba en público Marco resultaba mucho más convincente que los auténticos deportados, y la prueba es que, en las ocasiones en que iba a dar charlas acompañado por ellos, los eclipsaba, se convertía en el hombre que conmovía y fascinaba a las audiencias, en el centro absoluto de la sesión. La realidad es que, estuviera donde estuviera, Marco toleraba mal no ser el protagonista. El 15 de noviembre de 2002, el pleno del Parlamento catalán homenajeó a los republicanos exiliados tras la guerra civil; en el acto intervinieron representantes de todos los partidos políticos, pero ninguno de los catorce republicanos invitados en representación de los demás: ninguno salvo Marco, que acudió como superviviente de los campos nazis y que al final, mientras resonaban los aplausos a los homenajeados, intervino a su modo dando un grito que lo arrojó a las páginas de todos los periódicos del día siguiente: «¡Viva la República!».

Marco no tardó más que unos meses en demostrar que podía ser importante para revitalizar la Amical. En 2001 se cumplían diez años de la muerte de Montserrat Roig, una escritora vinculada con fuerza a la entidad porque en 1977 había publicado el primer libro sobre los catalanes prisioneros en los campos nazis, y la junta decidió recordarla con una serie de actos, entre ellos un homenaje en el Palau de la Música. Para la Amical, era un proyecto de una ambición inédita, tal vez excesiva, sobre todo teniendo en cuenta su menguada economía y la fragilidad de sus principales dirigentes; esto explica quizá que en abril de aquel año se incorporasen a la junta algunos dirigentes más jóvenes, entre los cuales se encontraba Marco, quien fue nombrado secretario de relaciones internacionales y contribuyó al éxito de los eventos poniendo al servicio de la Amical su dinamismo, su dedicación sin horarios y las estrechas relaciones que había cultivado con los dirigentes políticos de la administración catalana como hiperactivo vicepresidente de FAPAC. Estas relaciones explican que, dos meses antes del homenaje a Montserrat Roig, Marco hubiera sido honrado por el gobierno catalán con la Creu de Sant Jordi, máxima condecoración civil catalana, por toda una vida de entrega abnegada y generosa a preservar, incluso en las circunstancias más adversas, la dignidad y el bienestar de su país: no solo, según rezaba la explicación oficial de sus méritos, por «su fidelidad a la tradición libertaria del movimiento obrero catalán, que se concreta en una dilatada trayectoria como militante y después secretario general de la CNT en Cataluña» o por «su impulso continuado a la mejora de la calidad de la enseñanza en el ámbito público», sino también por su lucha contra el franquismo y contra el nazismo, «que lo llevó a ser detenido por la Gestapo e internado en un campo de concentración». Era, hasta el momento, el gran momento de Marco, la consagración pública en Cataluña del personaje que había inventado. ¿Cabe extrañarse de que muchos miembros de la Amical vieran en Marco una bendición caída del cielo para sacarlos de décadas de penuria con su prestigio de héroe civil y su juventud milagrosa?

Mientras afianzaba su poder en la Amical, Marco acababa de pulir su personaje. Debió de ser por aquella época cuando le contó su historia a un joven periodista llamado Jordi Bassa, que estaba preparando un libro sobre los deportados catalanes en los campos nazis; era lo que había hecho con Pons Prades veinticinco años atrás, pero el resultado, que se publicó al año siguiente con el título de Memoria del infierno, no acabó pareciéndose mucho al de Pons Prades, al menos en lo que a Marco se refiere. En el momento en que habló con Bassa, nuestro hombre ya había visitado Flossenbürg y se había documentado a conciencia y había creado o estaba creando a conciencia su personaje de superviviente de la Deportación, así que, en vez de pasar de puntillas sobre su estancia en Flossenbürg como había hecho con Pons Prades, ahora se explayaba sobre ella: describía el campo, inventaba anécdotas e historias, recreaba atmósferas y estados de ánimo, daba detalles de fechas, de lugares, de personajes; construía, en fin, un relato mucho más persuasivo que el de Pons Prades, como un novelista que con tiempo y esfuerzo ha aprendido su oficio, ha diversificado sus recursos y se ha vuelto dueño absoluto de ellos.

Por aquellos años Marco hizo una visita a Flossenbürg con su mujer y un grupo de socios de la Amical, entre ellos Rosa Torán. Eran siete u ocho y viajaron en una furgoneta. Al llegar al campo, Marco fue recibido por los trabajadores del Memorial, incluido el director, Jörg Skriebeleit, como un deportado más y, como un deportado más, participó en un homenaje de unos jóvenes a los antiguos deportados del campo, quienes por supuesto también lo trataron como a uno de los suyos. Antes o después de aquella ceremonia, Marco y sus acompañantes de la Amical pusieron flores en la lápida que recuerda a los españoles muertos en Flossenbürg y recorrieron el campo mientras nuestro hombre rememoraba su experiencia en él: aquí estaba mi barraca, allí estaba la cocina, más allá el comedor, aquí, en la Appellplatz, se pasaba revista cada mañana, allí me pegaron una paliza, más allá asesinaron a no sé quién. De ese viaje Torán recuerda especialmente tres cosas. La primera es que en determinado momento Marco y su mujer se marcharon al pueblo porque al parecer tenían una cita allí con Gianfranco Mariconti, el falso compañero de campo y amigo verdadero de Marco, y que volvieron de la cita antes de tiempo: según contó la mujer de Marco, que en otras ocasiones había estado con Mariconti, el italiano no había aparecido. La segunda cosa que recuerda Torán es que, durante su visita al archivo del Memorial, pidió ver por curiosidad la ficha de entrada al campo de Marco; Torán no recuerda a quién le hizo la petición, pero sí que esa persona le describió las dificultades que existían para acreditar documentalmente la presencia de todos los deportados en el campo, le habló de la base de datos que había empezado a confeccionar Johannes Ibel, le contó que, al liberar el campo, los norteamericanos se habían llevado a su país toda la documentación que encontraron y que ahora se hallaba en el Archivo Nacional de Washington, donde desde hacía algún tiempo estaban haciendo listas alfabéticas de prisioneros con los nombres que figuraban en los libros de registro del campo y se las estaban mandando microfilmadas, le dijo que de momento solo habían recibido hasta la letra F, o tal vez la G, en todo caso una letra anterior a la M de Marco, de tal manera que aún no podrían saber si Marco figuraba en ellas o no; esa persona le dijo asimismo a Torán que, en realidad, no tenían ninguna garantía de que el nombre de Marco apareciese en la documentación, porque lo más probable es que no constaran en ella los nombres de todos los deportados; por lo demás, Torán no recuerda que ni Marco ni nadie le mostrase la página de la copia del libro de registro en la que estaba escrito a mano el nombre de Enric Moner, que, según Marco había tratado en vano de hacerle creer a Ibel, era su nombre en la clandestinidad, o su seudónimo, un nombre que quizá podía confundirse con el de Marco o que a Marco le hubiera gustado que pudiera confundirse con el suyo, por lo que había adjuntado una fotocopia de la página en la que figuraba a la documentación que, para probar su paso por Flossenbürg, había entregado al ingresar en la Amical. La tercera cosa que recuerda Torán de ese viaje es la primera que ocurrió y la más importante o la que a mí me parece más importante, y es que, durante el trayecto en furgoneta hacia Flossenbürg, le oyó confesar a la mujer de Marco: «Yo, cada vez que venimos a Flossenbürg, sufro, porque antes del viaje Enric se pasa días sin dormir».

Por fin, el 6 de abril de 2003, en una asamblea celebrada en Sant Boi de Llobregat —la misma ciudad de la periferia de Barcelona donde su madre había permanecido encerrada en un sanatorio psiquiátrico durante treinta y cinco años—, Marco fue elegido presidente de la Amical. Sustituía a Joan Escuer, un antiguo deportado en el campo de Dachau que llevaba diez años como presidente efectivo de la entidad. Escuer tenía casi noventa años y una salud muy delicada, y Torán recuerda que una tarde, poco antes de la asamblea de Sant Boi, los convocó a Marco y a ella en su casa para pedirles que velasen por la continuidad de la Amical y para animar a Marco a sustituirle en la presidencia, porque tenía plena confianza en él y consideraba que reunía las condiciones ideales para modernizar la asociación. La escena es verosímil; también es muy probable que, si ahora mismo se preguntase en secreto a los miembros de la Amical por la época de la presidencia de Marco, la mayoría de ellos contestase que fue la mejor de la entidad. Esto no se debió solo a Marco, por supuesto: su presidencia coincidió con la explosión de la llamada memoria histórica en España, con un momento de enorme interés por el pasado reciente y por el recuerdo y vindicación de sus víctimas; igualmente coincidió con un cambio en profundidad de la junta de la Amical, que se abrió de par en par a los dirigentes más jóvenes, entre ellos Rosa Torán, quien pasó a ocupar una de las vicepresidencias. No obstante, sería mezquino, además de falso, negar que Marco contribuyó de manera decisiva a la nueva etapa de la asociación.

Nueva y boyante: bajo la presidencia de Marco la Amical alcanzó su apogeo. Igual que en la CNT o en FAPAC, Marco fue en la Amical un dirigente desorganizado que ocultaba su caos mental y su incapacidad organizativa tras el revuelo que levantaban su activismo frenético, su palabrería sin freno y sus incontables horas de trabajo, pero durante su mandato la entidad terminó su tránsito desde una asociación que no hacía mucho más que congregar y asesorar a los deportados españoles y a sus familias hasta una asociación que, además, servía como centro de documentación y difusión de su memoria y su historia: en aquellos años la Amical extendió sus contactos a otras asociaciones similares, empezó a poner orden en su archivo, amplió y catalogó su biblioteca y su hemeroteca, contrató nuevo personal, organizó viajes y conferencias, obtuvo cuantiosas subvenciones de la administración pública, firmó importantes convenios con ella y pudo abandonar el ático de la calle Aragón y mudarse a un local más amplio en los bajos de un edificio de la calle Sils, en el casco antiguo de Barcelona. Estos y otros cambios supusieron que en poco tiempo la Amical dejó de ser una entidad casi desconocida para ser poco menos que ubicua y estelar, como mínimo en Cataluña.

Marco fue determinante en esa transformación. Era la figura más visible de la Amical, la personificación misma de la Amical, no solo porque fuese su presidente ni solo porque al estar jubilado podía consagrarse a ella en cuerpo y alma, igual que había hecho en la CNT y en FAPAC, sino también porque daba charlas por doquier: en universidades, ateneos, hogares de ancianos, centros penitenciarios, escuelas de adultos y asociaciones diversas, pero sobre todo en colegios e institutos de enseñanza secundaria. En 2002 Joan Escuer había firmado un convenio con el gobierno catalán por el que este financiaba o ayudaba a financiar aproximadamente ciento veinticinco charlas al año, que los miembros de la Amical debían impartir en los centros educativos catalanes; Marco amplió y renovó cada año ese convenio, además de convertirse en el conferenciante principal y casi único. Tras el estallido del caso Marco se dijo a menudo que nuestro hombre se había lucrado con esas conferencias; es una estupidez: dejando aparte que el gobierno catalán pagaba por cada una de ellas la fortuna de entre sesenta y seis y ochenta euros —los cuales iban a parar a la tesorería de la Amical, que a su vez se limitaba a pagarle al conferenciante los gastos de transporte—, Marco no pronunciaba esas conferencias por dinero sino por un conjunto de razones, la principal de las cuales es que quería ser don Quijote y no Alonso Quijano; es decir: aspiraba a que todos los chavales de Cataluña le quisieran y le admiraran, y a que todos lo considerasen un héroe.

A punto estuvo de conseguir la hazaña. Aquellas charlas le gustaban tanto que, dándolas, rejuvenecía, como si más que charlas fuesen transfusiones de sangre. Marco se presentaba siempre en ellas con la misma mezcla de mentiras y verdades («Me llamo Enric Marco y nací el 14 de abril de 1921, justo diez años antes de la proclamación de la Segunda República española») y a continuación se lanzaba a un relato donde la mezcla proseguía y aumentaba al mezclarse a su vez con casi un siglo de historia de su país y casi un siglo de su historia personal, la historia de un hombre que encarnaba la historia de su país o que era el símbolo o el compendio de la historia de su país, un hombre que había estado en todas partes y había conocido a todo el mundo (a Buenaventura Durruti y a Josephine Baker y a Quico Sabater y a Salvador Puig Antich) y que desde los quince años no había hecho otra cosa que defender la libertad, la solidaridad y la justicia social, la historia de un resistente perpetuo que había luchado por la Segunda República contra el fascismo y se había enfrentado al franquismo y también al nazismo y no había sido doblegado ni por la guerra ni por los campos de concentración ni por la policía de Franco y había sufrido todo tipo de penalidades sin dejar de batallar nunca por un mundo mejor, la historia de un soldado de todas las guerras o de todas las guerras justas, decidido en su vejez a difundir su propia experiencia para que no se volviera a repetir lo que él había visto y vivido, para evitar que les sucediera a ellos, los jóvenes españoles de hoy, lo que en su juventud le había sucedido a él y estaba sucediendo ahora en tantos lugares del mundo, en Palestina, en Irak, en Kosovo, en Guantánamo, en Sierra Leona, y para eso era imprescindible que ellos fueran justos y libres y que honraran la memoria de las víctimas y sobre todo que fueran fieles al pasado —«Perdonar, ; olvidar, NO»—, al pasado propio y al de todos, razón por la cual a menudo les pedía que, al terminar aquella charla, fuesen a ver a sus padres y a sus abuelos y hablasen con ellos y les dijesen que ya bastaba de silencio y de ocultación, y que les exigiesen afrontar la verdad, las vergüenzas e indignidades que escondían, ellos y su país, todo lo que les habían ocultado desde siempre o de lo que no les habían hablado, ya era hora de que se conociesen o se reconociesen como quienes eran, porque ante todo uno debía ser honesto consigo mismo y con su propio pasado, por duro y terrible y vergonzoso y humillante que fuese.

Eso o algo muy parecido a eso les decía Marco a los chavales (y con frecuencia también a los adultos), porque, en realidad, sus charlas no versaban solo sobre historia y política; ante todo eran, o al menos lo eran para él, lecciones morales: evocando aquella ocasión memorable en que se negó a levantarse en un cine de Barcelona para cantar el «Cara al sol» a pesar de que se lo exigía un falangista de camisa azul y pistola al cinto o aquella otra todavía más memorable en que se jugó la vida ganándole una partida de ajedrez a un despiadado SS en Flossenbürg, Marco les decía o intentaba decirles a los chavales que un hombre puede ser humillado, embrutecido y animalizado, pero que, de pronto, en un momento supremo y alucinado de coraje, puede recuperar la dignidad, aunque ello le cueste la vida, y que ese momento está al alcance de todos y es el momento que nos define y que nos salva; rememorando sus largos años de empecinado opositor a la dictadura, mientras organizaba desde la clandestinidad la lucha clandestina y huía a todas horas de la policía franquista, que le pisaba los talones, Marco les decía o intentaba decirles a los chavales que el ser humano puede sobrevivir a las pruebas más duras y en las condiciones más difíciles siempre que sepa mantenerse libre, digno y solidario. Marco aducía siempre historias sacadas de su propia experiencia inventada, se ponía siempre a sí mismo como ejemplo, y de ese modo conseguía la veneración visible de sus jóvenes oyentes y la consolidación secreta del personaje que había creado, arraigándolo en su interior con la misma fuerza con que Alonso Quijano arraigó en su interior a don Quijote.

Aquellas charlas gozaban de un éxito fabuloso. Durante los años en que las prodigó, la Amical recibía decenas de cartas de profesores, alumnos y gestores de centros educativos que le daban efusivamente las gracias por su entrega, por su generosidad, por su humanidad, por todo. Una de esas cartas está firmada por una profesora de historia llamada Sofía Castillo García, del instituto Abat Oliva de Ripoll, y va dirigida a todos los miembros de la Amical; lleva la fecha del 28 de mayo de 2002, cuando Marco todavía no era presidente, y dice así:

Estimados:

Recibid nuestra felicitación por contar en vuestra asociación con personas de la talla de Enric Marco.

Ayer dio una gran lección a nuestros alumnos. Una lección de historia, pero sobre todo de humanidad y coraje en defensa de la libertad.

Que podamos seguir disfrutando de sus charlas por muchos años.

Contad con el Seminario de Historia de este centro y conmigo personalmente para todo lo que necesitéis.

Atentamente.

La carta que acabo de transcribir (o más bien de traducir del catalán) es notable; a continuación traduzco otra que pone los pelos de punta. La firma un chaval cuyo nombre omito y cuya edad ignoro; solo sé que vive o vivía en Anglès, un pueblo cercano a Gerona, y que fecha el 12 de junio de 2002 su escrito. El cual dice así:

Señor Enric:

En esta carta quiero dirigirme a usted para hacerle saber que su visita a nuestro centro, de la que personalmente quiero darle las gracias, ha hecho que mucha gente cambie de opinión sobre ideologías y pensamientos, conmovidos por su historia. A nivel personal, también quiero darle las gracias porque me ha hecho reflexionar muchísimo. Yo tengo problemas en mi casa, pero gracias a usted me he dado cuenta de que, muchas veces, involuntariamente, exageramos los problemas del día a día.

Alguna vez, por los problemas mencionados, me había planteado acabar con mi vida. Ahora pienso que es el peor error que se puede cometer. El otro día, después de la charla, pensaba: Yo, con problemas tontos como tengo y planteándome el suicidio, y este hombre, en su tiempo, luchando desesperadamente por su vida.

Todo esto ha hecho que haya cambiado mi forma de mirar la vida. Le doy menos importancia a cosas que antes eran de gran importancia para mí, y ya he comprobado que es lo mejor. Creo que tenemos que preocuparnos por lo que realmente vale la pena. Quizá no eran estas las conclusiones que usted quería que sacásemos de su charla, pero creo que con ellas ya ha merecido la pena.

Para finalizar: gracias.

Atentamente.

Pero quien terminó de convertir a Marco en un héroe civil y en un campeón de la llamada memoria histórica, por no decir en una auténtica rock star, fueron los medios de comunicación. Marco era desde hacía mucho tiempo un mediópata, pero ahora su mediopatía se disparó; porque, además de una enfermedad, para Marco la mediopatía era una droga: cuanto más tienes, más quieres.

Marco tuvo toda la que quiso durante los años de la apoteosis de la llamada memoria histórica. Además de dar charlas en todas partes, nuestro héroe parecía estar a todas horas en la televisión, la radio y los periódicos contando su experiencia de deportado, casi siempre con música de fondo de La vida es bella, la película de Roberto Benigni, o de La lista de Schindler, la película de Steven Spielberg. Los periodistas lo adoraban, se volvían locos por él, se peleaban por entrevistarlo. Es natural. Los otros deportados o exiliados o excombatientes de la Segunda República, los demás protagonistas de la llamada memoria histórica, eran en su mayoría ancianos caedizos y con la memoria averiada, y entrevistarlos representaba a menudo un calvario: había que sonsacarles las palabras, arrancarles las historias y repetirles las preguntas, incluso detener de vez en cuando la entrevista para que fuesen al baño o dejasen de toser o recuperasen el hilo extraviado del relato. Marco era todo lo contrario. Él impresionaba a los periodistas, de entrada, por su aspecto físico, que no era el del vejestorio acostumbrado sino el de un hombre que de ninguna manera aparentaba los ochenta y tantos años que tenía, con su cabeza poderosa y senatorial, su pelo negro y su mostacho abundante, su cuerpo enérgico, su mirada puntiaguda, su voz ronca y su verbo pletórico. Esto último era lo fundamental, lo que más útil resultaba a los periodistas: Marco lo recordaba todo y lo contaba todo, su discurso era un chorro de palabras saturado de anécdotas coloridas, historias heroicas, terroríficas y emocionantes y reflexiones didácticas y conmovedoras sobre la solidaridad y el pundonor de que es capaz el ser humano en circunstancias extremas, todo ello ilustrado con ejemplos extraídos de su propia experiencia y contado con un orden y una coherencia tales —sobre todo por comparación con el discurso de los demás supervivientes— que los periodistas se separaban muchas veces de él con la sensación de que Marco les había dado hecho su trabajo y de que, más que para una breve entrevista de periódico o de televisión, nuestro hombre alcanzaba para un libro o un documental completo. Además, Marco halagaba su vanidad: entrevistando a aquel personaje extraordinario, a aquel viejo soldado de todas las guerras o de todas las guerras justas, los periodistas se veían a sí mismos como audaces desenterradores de un pasado preterido por todos del que nadie quería hablar, el mejor pasado de su país, el más noble y el más oculto, y sentían que de esa forma estaban haciendo justicia, homenajeando a través de Marco a todas las víctimas silenciadas no solo por el franquismo sino también por la democracia posterior al franquismo. Marco generó tal dependencia en los periodistas, o como mínimo en los periodistas catalanes, que llegaron a incluirlo en un programa televisivo sobre Ravensbrück, un campo de concentración para mujeres. «Es que también es historiador», hubieran podido alegar sus responsables cuando alguien les preguntó qué pintaba allí Marco; menos deshonestos, confesaron: «Bueno, la verdad es que tiene un discurso tan rico, tan detallado y tan eficaz que hemos querido incluirlo».

Fueron los medios de comunicación los que, sobre todo en Cataluña pero no solo en Cataluña, terminaron de convertir a Marco, ya digo, en una rock star o un campeón de la llamada memoria histórica, en un personaje conocidísimo y reconocidísimo, en un verdadero héroe civil, la encarnación de todas las virtudes de un país que, gracias a él y a un puñado de hombres como él, recuperaba por fin la memoria del antifranquismo y el antifascismo que la democracia española había escamoteado y los ponía en primer plano tras un largo silencio. No es extraño, o más bien era inevitable, que Marco también se convirtiera en un apóstol de la verdad, sobre todo de la verdad histórica. Esta era una de las líneas fundamentales de su discurso en entrevistas y escritos, en sus charlas constantes a adolescentes y a adultos. Marco consideraba que el país vivía en falso y culpaba de esa falsedad al modo en que se había llevado a cabo el cambio de la dictadura a la democracia: la Transición, consideraba, se había montado sobre una mentira; también sobre un pacto de olvido: a fin de construir una democracia, el país, incapaz de reconocerse o de conocerse a sí mismo, incapaz de afrontar con coraje su pasado y hacer justicia, había decidido olvidar los horrores de la guerra y la dictadura, y el resultado era que la democracia era una democracia falsa basada en una falsa reconciliación, porque estaba construida sobre la mentira, la injusticia y la amnesia, sobre el sacrificio de las víctimas y el sacrificio de la verdad, puesto que los culpables de la guerra y la dictadura no habían sido castigados y a sus víctimas no se las había resarcido. En resumen: «Perdonar, ; olvidar, NO». Por eso Marco decía sin parar cosas como las que decía por ejemplo en un reportaje sobre los supervivientes del campo de Mauthausen —donde no solo no había sido prisionero sino que ni siquiera fingía que lo había sido— publicado el 8 de junio de 2003 en La Vanguardia: «Nos falta [a los deportados] un reconocimiento público por parte del Estado español, más allá de la placa o el ramo de flores: que se reconozcan las razones por las que luchamos, que no eran más que las libertades. […] Tengo claro que nosotros somos el precio de la Transición: este país ha hecho la reconciliación sobre el olvido». Y por eso, el 18 de diciembre de 2002, cuando ya estaba a punto de ser presidente de la Amical, Marco firmó en el Museo de Historia de Cataluña un manifiesto a favor de la necesidad de recuperación de la llamada memoria histórica y de crear una Comisión de la Verdad que obligase al país a afrontar de una vez por todas su pasado inmediato.

La paradoja es solo aparente, porque el énfasis en la verdad delata al mentiroso: Marco, que se había pasado la vida escondiendo la verdad para no conocerse a sí mismo o no reconocerse, encontró por fin, en la denuncia de un país que escondía la verdad y que no quería reconocerse o conocerse a sí mismo y en la defensa de la memoria de los deportados o simplemente de la llamada memoria histórica, una causa a la altura de sus ambiciones, la causa que le permitió transformarse en un héroe popular y concluir su operación de ocultamiento de la verdad de sí mismo y de su propio pasado. Muy lejos quedaba a aquellas alturas el líder anarquista que solo podía suplir con su activismo frenético su orfandad de proyecto sindical, o el viejecito encantador, gracioso y un poco insignificante de FAPAC; en la Amical, o en la época de la Amical, Marco adquirió una estatura distinta, muy superior. Allí, donde se vivía literalmente del pasado, porque el pasado lo dotaba de sentido a todo y era el principal patrimonio y la fuente principal de prestigio y el principal instrumento de poder, y donde nadie disponía de un pasado como el suyo unido a su juventud, su energía física y su oratoria, y donde se había hecho héroes de las víctimas, Marco se sintió intocable, perdió la prudencia que aconsejaba su impostura y acabó incurriendo en un vicio que casi siempre había eludido: la arrogancia. Traicionado por su inagotable afán de protagonismo, sintiéndose ya del todo seguro de un personaje que había interiorizado del todo en cientos y cientos de charlas e intervenciones públicas, considerándose blindado por su posición social, su prestigio político y su aura de héroe, mártir y santo laico, a ratos Marco no se privó de entrar en una vidriosa lucha de egos con los viejos deportados, ni de despreciar o mirar por encima del hombro a sus compañeros de la Amical o a sus compañeros de causa, ni de aplastarlos cuando la situación lo requería con el peso inapelable de su pasado de semidiós omnipresente en la historia del país, ni de inventar episodios ya del todo inverosímiles, como sus conquistas y aventuras sexuales en el campo de Flossenbürg, ni de atreverse a dramatizar en televisión episodios que hasta entonces habían permanecido discretamente arrinconados en unas cuantas líneas de un libro y solo había usado en público durante sus charlas a los jóvenes, como la partida de ajedrez a vida o muerte con el SS. Ya no tenía miedo de contar nada, porque creía que, contase lo que contase, todo el mundo lo aceptaría sin rechistar, y ya no escuchaba a nadie a su alrededor, porque no creía que nadie a su alrededor estuviera a su altura. La soberbia le perdió; la soberbia y, mira por dónde, el olvido del pasado: Marco olvidó que el pasado no pasa nunca, que es solo una parte o una dimensión del presente, que ni siquiera —lo dijo Faulkner— es pasado y que siempre vuelve pero no siempre vuelve para salvarnos, como había hecho siempre o casi siempre con él, convertido en ficción, sino que a veces, convertido en realidad, vuelve para matarnos. Porque la ficción salva y la realidad mata, o al menos eso creía Marco y eso creía yo, pero el pasado unas veces salva y otras mata. Y esta vez le mató.