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Era el secreto mejor guardado de Marco, quizá porque, de todas sus fechorías, era la que más le avergonzaba: a principios de los años cincuenta Marco había conocido las cárceles franquistas, pero no como delincuente político sino como delincuente común.

Lo descubrí por casualidad, no porque Marco me lo contara. Lo descubrí gracias a Ignasi de Gispert, un abogado laboralista que a finales de los años sesenta y principios de los setenta formaba parte de un grupo de muchachos de la burguesía catalana fascinados por Marco, que en aquella época no se hacía llamar Marco sino Batlle, Enric Batlle, y representaba para aquellos chicos rebeldes de familias acomodadas, que estaban descubriendo el mundo, el prototipo de obrero cultivado, antifranquista y revolucionario. Un día de finales de 1975 o principios de 1976, recién muerto Franco, De Gispert recibió una llamada telefónica de María Belver, por entonces todavía la mujer de Marco, diciéndole que nuestro hombre estaba en la cárcel Modelo y necesitaba su ayuda. De Gispert, que acababa de licenciarse en derecho, acudió de inmediato a la Modelo. Allí Marco le contó, de una manera confusa, que había sido detenido por motivos políticos cuando intentaba completar un trámite burocrático, y que le habían torturado o le habían intentado torturar, pero De Gispert intuyó que estaba tratando de engañarlo. La intuición se confirmó cuando fue al juzgado y comprobó que existía una orden de busca y captura contra Marco por un delito de robo con violencia cometido en la Rambla; por fortuna, la infracción había sido perpetrada a finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta y por lo tanto había prescrito, así que, después de pasar unos pocos días en la cárcel, Marco salió en libertad. Impaciente por justificar el episodio, Marco le explicó entonces a De Gispert que todo había sido fruto de un malentendido: él les había contado muchas veces a De Gispert y a sus jóvenes amigos que, para esquivar el acoso de la policía política, suplantaba desde hacía años la identidad de un muerto llamado Enric Marco; de lo que acababa de enterarse gracias a aquel desdichado episodio era de que el tal Marco era un delincuente común, el verdadero culpable del delito por el que le habían detenido.

Por supuesto, De Gispert no se creyó una sola palabra de lo que Marco le contó, porque para entonces la amistad de los dos hombres tenía ya algunos años y el joven abogado sospechaba de qué pie cojeaba su amigo. Pero la pregunta es: ¿cómo se convirtió Marco en un ladrón a principios de los años cincuenta? ¿Qué hizo del marido y el yerno y el cuñado y el padre perfecto de los Beltrán un delincuente común?

Al principio de la transformación de Marco estuvo su trabajo en la Comercial Anónima Blanch, como sospechaban los Beltrán. Allí conoció nuestro hombre una vida por completo distinta a la que había sido suya hasta entonces, la vida nómada de los viajantes de comercio, hombres con traje y corbata que comían y cenaban en fondas, mesones y tabernas, salían de copas por las noches, se jugaban el sueldo a las cartas y frecuentaban burdeles caros. Una noche, en uno de esos locales (un lugar conocido como «Ca la tia Antonia»), Marco se acostó con una chica llamada Marina. Al cabo de dos días volvió a acostarse con ella, y al cabo de dos semanas se dio cuenta de que estaba enamorado de ella. La chica empezó a no cobrarle por sus servicios, pero Marco le pagaba a la encargada del prostíbulo para que solo se acostase con él, o poco menos. Aunque ganaba bastante dinero, gastaba más de lo que ganaba, de modo que, a fin de conseguir un suplemento que le permitiese seguir manteniendo aquel tren de vida, se puso a vender a escondidas las piezas de muestra que llevaba consigo y que eran propiedad de la empresa. Paralelamente, su vida matrimonial se deterioraba. Una tarde su mujer le sorprendió saliendo de un burdel con dos prostitutas y desenmascaró su doble vida. Días después sus jefes de Comercial Anónima Blanch descubrieron las trampas que estaba haciéndole a la empresa, le abrieron un expediente y decidieron suspenderle de empleo y sueldo hasta que todo se aclarase. Marco se quedó sin trabajo, pero no se atrevió a decírselo a su familia, y ese silencio le obligó a salir cada mañana temprano de casa como si fuese a la oficina y a pasarse horas y horas dando vueltas por la ciudad, con su traje y su corbata y su desolación y su maletín de viajante, hasta que regresaba por la noche o de madrugada igual que si se hubiese pasado el día trabajando.

Fue entonces cuando empezó a dar pequeños golpes. En una ocasión robó unas joyas en casa de un acreedor que no le pagaba. En otra ocasión intentó sin éxito abrir la caja fuerte de un cliente. Son los dos desmanes que Marco recuerda o confiesa (o que recordó y me confesó cuando descubrió que, gracias a De Gispert, yo había descubierto la verdad), pero es muy probable que hubiera más. El caso es que sus víctimas lo denunciaron y que tuvo que padecer la humillación de que la policía fuera a buscarlo a su casa, de pasar por comisaría y explicar lo ocurrido y devolver las joyas y aceptar el compromiso de presentarse a las autoridades cada cierto tiempo. Eso ocurrió la primera vez que lo detuvieron; a la segunda lo mandaron directamente a la cárcel. Salió de allí rapado y abochornado. Durante unos días soportó en su casa las miradas de quienes hasta poco tiempo atrás lo consideraban un marido perfecto, un padre y un yerno y un cuñado perfecto. Pero, a la mañana siguiente de la boda de su única cuñada soltera, no pudo más y se marchó para siempre.

Las semanas siguientes debieron de ser terribles. Conociendo a Marco, es improbable que la decisión de abandonar a su familia no fuese premeditada, y que no hubiese planeado de algún modo su huida; es posible incluso que esos planes incluyesen a Marina, la prostituta a quien hasta cierto punto había mantenido y que hasta cierto punto le había llevado donde estaba. En cualquier caso, todos los planes de Marco fallaron, y de repente se vio sin familia, sin trabajo y sin casa. De día andaba de un lado para otro y de noche dormía en los bancos de la Rambla y de la plaza de Cataluña, entre putas, pordioseros y malhechores. Como no volvió a presentarse en comisaría, se convirtió en un prófugo, y a partir de aquel momento figuró en todas las listas de delincuentes comunes en situación de busca y captura. (Esto, entre paréntesis, explica muchas cosas; por ejemplo: que fuera detenido de nuevo a finales de 1975 o principios de 1976, cuando De Gispert tuvo que sacarle de la cárcel; por ejemplo: que durante la posguerra nunca se registrase en ninguna parte con su nombre verdadero, hasta que regularizó su situación aprovechando el aprieto del que le sacó De Gispert; por ejemplo: que muchos años después pudiese tantas veces asegurar sin mentir, o sin sentir que mentía, que durante casi toda la posguerra había vivido en la clandestinidad, perseguido por la justicia franquista). En esa época sin duda siguió delinquiendo, pero no sé exactamente lo que hizo o hasta dónde llegó, y casi prefiero no saberlo. Lo que es seguro es que tocó fondo.

Aquella temporada abisal no pudo durar mucho tiempo: a lo sumo, unos pocos meses. Quien lo sacó de ella fue un hombre llamado Peiró. Marco lo conocía por encima, pero Peiró debía de apreciarlo, porque, en cuanto se hizo cargo de la situación en que se hallaba (o en cuanto Marco le puso al corriente de ella), un día en que los dos se encontraron por casualidad, le invitó a su casa y le dijo que tal vez podía conseguirle un trabajo. Peiró vivía con su familia en la calle Campoamor, en Hospitalet —un lugar que en aquel momento empezaba a crecer de forma vertiginosa con la llegada masiva de emigrantes originarios del sur de España—, y uno de sus hermanos, llamado Paco, le ofreció a Marco reconstruir dos camiones del ejército que guardaba en una cochera. Era un trabajo insignificante, por el que ni siquiera le ofrecían un salario, pero Marco no dudó un momento en aceptarlo.

Fue el inicio de una vida distinta. Al principio Marco dormía en casa de los Peiró e iba cada día a trabajar a la cochera, en el número 144 de la calle General Sanjurjo (hoy Martí Julià), en Collblanc, un barrio del mismo Hospitalet. En seguida, sin embargo, se mudó a la propia cochera, adonde los Peiró le llevaban la comida y donde le permitían dormir, en la cabina de un viejo Hansa-Lloyd, a cambio de su trabajo. Según quienes la conocieron, la cochera era un lugar inmundo, una pocilga plagada de goteras; en cuanto al Hansa-Lloyd, más que un coche parecía un montón de chatarra. Nada a su alrededor invitaba al optimismo, pero Marco no se arredró. Empezó a trabajar duro —mañana, tarde y noche, sábados y domingos incluidos—, y al poco tiempo no solo había reconstruido los dos camiones de Paco Peiró sino que, con el permiso de su familia, había convertido la cochera en un garaje en el que ponía a punto y reparaba coches, taxis y camiones de la propia familia Peiró y de otros clientes del barrio. Como le sobraba el trabajo y le faltaban las manos y el tiempo, Marco contrató a un aprendiz, y luego a otro, ambos chavales pobres de familias inmigrantes a quienes pagaba poco y enseñaba mucho, porque a estas alturas nuestro hombre era ya un buen mecánico con bastantes años de experiencia. Marco trataba bien a sus aprendices y sus aprendices lo respetaban: le llamaban Enrique pero creían que su apellido era Durruti, como el del legendario líder anarquista, y, aunque por entonces Marco nunca hablaba de la guerra ni de política, ellos sospechaban (porque él les dejaba sospecharlo, o porque les inducía a hacerlo) que tenía algún tipo de relación con organizaciones clandestinas, y que la policía lo perseguía. Le consideraban un jefe inteligentísimo y un orador diabólico, capaz de venderle un bote de champú a un calvo; pero también le consideraban un hombre generoso y leal, salvo cuando de mujeres se trataba: en ese terreno, todos sabían que el jefe no hacía prisioneros.

Marco pasó tres o cuatro años encerrado en la cochera de los Peiró. A fin de poder trabajar más y mejor, transcurrido ese tiempo alquiló un taller o un pedazo de taller en la calle Montseny, y más tarde todavía montó su primer taller propio: Talleres Collblanc. Para entonces ya vivía con María Belver, una muchacha andaluza que se enamoró a brazo partido de él y con quien iba a compartir los próximos veinte años de su vida. Marco la había conocido en un bar cercano a la cochera de los Peiró, adonde iba a desayunar o a comer, y, cuando la llevó a ver la cochera, ella le convenció de que dejara aquel estercolero y le buscó una habitación en casa de un matrimonio que vivía muy cerca, en Ronda de la Torrasa. Al cabo de un tiempo Marco alquiló un piso entero en el número 57-59 de una callecita alegre y popular, llena de tiendas, talleres y bares, la calle Oriente; allí se fue a vivir con María. Esta, a partir de entonces, dividió su tiempo entre su dedicación a Marco y su oficio de costurera de casa en casa. (Segundo paréntesis: María cosió para los Puig Antich, los padres del célebre anarquista ejecutado en 1974 por Franco, y Marco acudió alguna vez a buscarla a su casa; esa fue la única relación que Marco tuvo con Puig Antich, lo que no le impidió presentarse como uno de sus próximos en un artículo publicado en 1988, cuando ser un próximo de Puig Antich equivalía poco menos que a ser un resistente al franquismo). Marco no solo cambió de mujer al cambiar a Anita Beltrán por María Belver; cambió de familia, o más exactamente de clan: al clan catalán y catalanoparlante y católico y pobre y discreto de los Beltrán le sucedió, a medida que la familia numerosa de María llegaba a Hospitalet desde Almería huyendo de la miseria del sur, el clan andaluz y castellanoparlante y agnóstico y misérrimo y bullicioso de los Belver. Pese a todas sus diferencias, los Beltrán y los Belver poseían un rasgo común, su escasa cultura, y Marco, un lector indiscriminado, un charlatán sin freno y un hombre que podía presumir de haber salido de España y vivido en Alemania, brillaba en medio de los Belver como había brillado en medio de los Beltrán, convertido en el centro de atención, en el líder y el patriarca a quien todos escuchaban. Así al menos se sentía él y así lo sentían quienes frecuentaban las reuniones del clan de los Belver.

Marco también era querido y respetado en el barrio de Collblanc. Todos le conocían como Enrique, el mecánico, un hombre alegre, dicharachero, vitalista y siempre dispuesto a hacer un favor a quien lo necesitase. Aquella fue para Marco una época de prosperidad: Talleres Collblanc se convirtió en Auto-Taller Cataluña y se trasladó a un local más amplio y mejor situado, en la Travessera de Les Corts, junto al campo del Barça; la bonanza económica le permitió recuperar el contacto con su primera mujer y sus dos hijos, para ayudarlos económicamente aunque manteniéndolos en secreto y a distancia, e incluso le alcanzó para comprar a plazos un apartamento en la playa de Calafell, donde pasaba los veranos y algunos fines de semana. (Tercer y último paréntesis: como todas sus demás propiedades o alquileres, Marco puso este apartamento a nombre de María Belver, porque, aunque nadie a su alrededor lo supiese, él seguía figurando en todas las listas policiales de delincuentes en situación de busca y captura). Marco, sin embargo, no era el único que prosperaba; nuestro hombre no se había pasado a la minoría, sino que seguía perteneciendo a la mayoría: su prosperidad en estos años sesenta era la prosperidad de toda España, un país que, en medio de la grisura y el silencio borreguiles impuestos por el franquismo, empezaba a disfrutar de un bienestar inédito mientras luchaba por olvidar las atrocidades y la miseria de la guerra y la inmediata posguerra. Igual que probablemente luchaba por olvidarlos Marco, probablemente deseoso de superar el pasado. El pasado colectivo pero también el pasado individual: su pasado de niño huérfano, de adolescente libertario y sin hogar, de soldado derrotado en la guerra, de perdedor roto y sin coraje, de colaboracionista del franquismo y el nazismo, de prisionero en una cárcel alemana, de viajante pícaro, tramposo y vividor, de padre y marido prófugos y de delincuente común. Pero ya sabemos que el pasado no se supera o es muy difícil superarlo, que el pasado no pasa nunca, que ni siquiera —lo dijo Faulkner— es pasado, que es solo una dimensión del presente. Y, a finales de los años sesenta o principios de los setenta, Marco, igual que el país entero, empezó a comprobarlo.