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Durante los años en que Marco estuvo al frente de la Amical de Mauthausen, convertido en un campeón o una rock star de la memoria histórica, España vivía la apoteosis de la llamada memoria histórica; de hecho, la vivía toda Europa, pero pocos lugares la vivían con tanta intensidad como España. ¿Por qué?

La expresión «memoria histórica» es equívoca, confusísima. En el fondo entraña una contradicción: como escribí en «El chantaje del testigo», la historia y la memoria son opuestas. «La memoria es individual, parcial y subjetiva —escribí—; en cambio, la historia es colectiva y aspira a ser total y objetiva». Nadie aprovechó mejor que Marco esa antítesis insalvable. Maurice Halbwachs, que fue quien acuñó el concepto de memoria histórica, afirma que esta es una «memoria prestada», a través de la cual no recordamos experiencias propias sino ajenas, que no hemos vivido sino que nos han contado; Marco aplicó al pie de la letra tal imposibilidad y construyó sus discursos con recuerdos de otros (de ahí, en parte, la desenvoltura con que pasaba en sus charlas públicas del «yo» al «nosotros»): aunque buscaba en teoría reivindicar con ello la memoria de las víctimas, en la práctica no hizo más que desnudar la inoperancia y los riesgos letales que conlleva el uso de ese concepto tan exitoso como absurdo. Por si fuera poco, en España la expresión «memoria histórica» fue, además de un oxímoron, un eufemismo: la llamada memoria histórica era en realidad la memoria de las víctimas republicanas de la guerra civil y el franquismo, y recuperarla o reivindicarla equivalía a reivindicar la reparación completa de esas víctimas y a exigir justicia y verdad sobre la guerra civil y el franquismo para superar de manera definitiva ese pasado terrible.

Era una reivindicación perfectamente justa. Marco tenía razón y no la tenía: tenía razón cuando, en sus conferencias y entrevistas, afirmaba que la democracia española se fundó sobre una gran mentira colectiva; no tenía razón cuando afirmaba que se fundó sobre un gran pacto de olvido. Es una verdad contradictoria, o lo parece, pero a menudo la verdad parece contradictoria, o lo es. La democracia española se fundó sobre una gran mentira colectiva, o más bien sobre una larga serie de pequeñas mentiras individuales, porque, como sabía mejor que nadie el propio Marco, en la transición de la dictadura a la democracia muchísima gente se construyó un pasado ficticio, mintiendo sobre el verdadero o maquillándolo o adornándolo, para encajar mejor en el presente y preparar el futuro, todos deseosos de probar que eran demócratas desde siempre, todos inventándose una biografía de opositores secretos, malditos oficiales, resistentes silenciosos o antifranquistas durmientes o activos, con el fin de ocultar un pasado de apáticos, pusilánimes o colaboracionistas (y de ahí que, en aquella época de reinvenciones masivas, Marco no fuera una excepción sino la regla). No sabemos si esa mentira era una mentira necesaria, una de las nobles mentiras de Platón o una de las mentiras oficiosas de Montaigne o una de las mentiras vitales de Nietzsche —una de las ficciones que salvan de la realidad que mata—; tampoco sabemos si la democracia hubiera podido fundarse de otro modo, si hubiera podido construirse sobre la verdad y el país entero hubiera podido reconocerse o conocerse a sí mismo sin por ello sucumbir frente a su propia imagen como Narciso. Lo único que sabemos es que era una mentira y que está allí, en el origen o el fundamento de todo.

En cuanto al pacto de olvido, más que una falsedad es un cliché; es decir: una verdad a medias. No es verdad que durante la Transición se desactivara la memoria y se olvidara la guerra y la posguerra, ni siquiera a sus víctimas; al revés: aunque aún no se hubiese generalizado la expresión «memoria histórica», en aquella época se puso de moda el pasado reciente, una moda de la que Marco a su manera se benefició y que, a sus cincuenta años, le permitió crearse una vida nueva. En realidad, lo que hubo fue un gran interés por la historia o al menos por esa parte de la historia: se publicaron numerosos libros, se escribieron multitud de artículos y reportajes, se filmaron películas y se organizaron abundantes congresos y cursos sobre la Segunda República, la guerra civil, el exilio republicano, los consejos de guerra franquistas, las cárceles franquistas, los muertos y las guerrillas antifranquistas, la oposición al franquismo y mil asuntos más que intentaban saciar la curiosidad de un público ávido de información sobre un período histórico hasta entonces silenciado o tergiversado por la dictadura. Tampoco es verdad que hubiera un pacto de olvido político; al revés: hubo un pacto de recuerdo, lo que explica que, durante la Transición, todos o casi todos los partidos políticos se conjuraran para no repetir los errores que cuarenta años atrás habían provocado la guerra civil, y lo que en gran parte explica también que pudiera realizarse el inédito salto mortal consistente en pasar de una dictadura a una democracia sin guerra o sin grandes derramamientos de sangre y sin que se desencadenase un conflicto inmanejable. Ese pacto fue un pacto implícito que prohibía usar el ayer inmediato como arma de debate político; si aquel período se hubiese olvidado, hubiese sido una irracionalidad firmarlo: se firmó precisamente porque se recordaba muy bien.

Entonces, ¿qué verdad hay en la media verdad del pacto de olvido? Además de ser un cliché, el pacto de olvido es otro eufemismo, una manera de nombrar sin nombrar una de las principales carencias de la Transición, y es el hecho de que no se investigara públicamente y a fondo el pasado cercano ni se persiguieran los crímenes de la dictadura ni se resarciera por completo a sus víctimas. Las dos primeras cosas tal vez no podían hacerse en aquel momento sin dinamitar la democracia, o eso es lo que pensaron todos o casi todos los partidos políticos y todos o casi todos los españoles, que eligieron no hacer del todo justicia a cambio de construir una democracia; en cuanto a las víctimas, no es verdad que no se hiciera nada por ellas, pero sí que no se hizo todo lo que hubiera debido hacerse desde cualquier punto de vista: moral, material y simbólico. En esto Marco también tenía razón: aunque él no estuviera entre ellas, las víctimas de la dictadura fueron el precio de la Transición, o parte importante de ese precio.

Así que, en rigor, el gran mito del silencio de la Transición es solo eso: un mito; es decir: una mezcla de mentiras y verdades; es decir: una mentira. Si acaso, el silencio llegó más tarde, ya en los años ochenta, cuando a la derecha que procedía del franquismo y estaba en la oposición seguía sin interesarle hablar del pasado, porque solo tenía cosas que perder haciéndolo, y a la izquierda socialista que estaba en el poder dejó de interesarle hacerlo, porque haciéndolo no tenía nada que ganar. En cuanto a los demás, estábamos demasiado pendientes de disfrutar de nuestra limpia modernidad flamante de europeos ricos y civilizados como para ocuparnos de nuestra sucia historia inmediata de españoles harapientos y fratricidas. Esa es la realidad: que nos habíamos saturado de pasado. Eso es lo que pasó: que la moda del pasado pasó. Por momentos, el mismo pasado pareció que pasaba, o que había pasado ya. Solo que ya sabemos que, aunque lo parezca, el pasado no pasa nunca, no puede pasar porque ni siquiera —lo dijo Faulkner— es pasado.

Y el pasado volvió, inevitablemente. En la segunda mitad de los años noventa, mientras en Europa germinaba la obsesión o el culto de la memoria, en España la derecha ganó las elecciones y la izquierda descubrió que podía usar contra ella el pasado de la guerra y el franquismo, del que la derecha continuaba siendo heredera y con el que nunca había roto del todo. Otro hecho ocurría, además, por la misma época. El hecho es que estaba madurando una nueva generación de españoles que, tal vez porque hasta entonces apenas había tenido un pasado personal o apenas había sido consciente de él, nunca se había interesado por el pasado colectivo, o no en exceso, y que en aquel momento empezó a hacerlo. Era la generación de los nietos de la guerra: la de quienes no teníamos experiencia personal de la guerra y apenas del franquismo pero de golpe descubrimos que el pasado es el presente o una dimensión del presente. La confluencia de ambos factores alteró por completo las cosas.

Fue entonces cuando empezó la apoteosis.

En octubre del año 2000, un grupo de personas que tres meses más tarde fundaría la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica exhumó trece cadáveres de republicanos asesinados a principios de la guerra civil y enterrados en una fosa común de El Bierzo, León. No era la primera vez que se llevaba a cabo una operación de esa clase —en 1980, por ejemplo, hubo una exhumación parecida en La Solana, Ciudad Real—, pero aquella tuvo cierto eco mediático que la dotó de cierto simbolismo, y en los años siguientes surgió en todo el país, sobre todo en Cataluña, Madrid y Andalucía, un movimiento que en muy poco tiempo sembró sus pueblos y ciudades de asociaciones, amicales y fundaciones dedicadas a revisar el pasado y a vindicar la memoria de las víctimas: a finales de 2003 se contabilizaron cerca de treinta, pero a finales de 2005 ya eran cerca de ciento setenta. Esos tres años coincidieron con los tres años de Marco al frente de la Amical de Mauthausen y también con los de la explosión de la llamada memoria histórica. A lo largo de ellos, y de los tres o cuatro siguientes, no solo se abrieron fosas comunes, se exhumaron cadáveres y se trató de inventariar a los desaparecidos —entre treinta mil y cincuenta mil, según los cálculos—; asimismo se organizaron innumerables congresos, homenajes, jornadas, conferencias y seminarios, se escribieron tesinas y tesis doctorales sin cuento y se crearon cátedras de memoria histórica, se publicaron infinidad de novelas y libros sobre la historia reciente, se estrenaron infinidad de documentales y películas, se diseñaron proyectos de recuperación de testimonios y se lanzaron iniciativas políticas e institucionales de todo tipo, la más importante de las cuales fue la llamada Ley de la Memoria Histórica, que se empezó a tramitar en cuanto la izquierda recuperó el poder, en 2004, y cuyo nombre auténtico no deja absolutamente nada por decir: «Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura».

El pasado había vuelto. Y había vuelto con más fuerza que nunca. Existe una palabra alemana, Vergangenheitsbewältigung, que puede traducirse como «la superación del pasado mediante su revisión permanente», o que el escritor Patricio Pron traduce así, y que describe un proceso iniciado por los alemanes a finales de los años sesenta, un cuarto de siglo después del final del nazismo, con el fin de afrontar su pasado nazi; hacia el año 2001, un cuarto de siglo después de la muerte de Franco, todo indicaba que en España se iniciaba un proceso paralelo. Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido, dice el poeta José Ángel Valente: es posible que en la segunda mitad de los años setenta, recién terminada la dictadura en España, perseguir e investigar a fondo sus crímenes e incluso resarcir del todo a sus víctimas hubiera imposibilitado la democracia, y que por lo tanto, inmediatamente después de la muerte de Franco, para los españoles fuera tan difícil mirar de frente el pasado, reconocerse o conocerse a sí mismos y hacer justicia del todo como lo fue para los alemanes hacerlo inmediatamente después de la muerte de Hitler; pero un cuarto de siglo después, con una democracia arraigada en el país y con el país arraigado en Europa, ya no era así, y aquella apoteosis de la memoria parecía la señal de que España se iba a devolver a sí misma el precio que había pagado por transitar sin sangre desde la dictadura hasta la libertad: se iban a eliminar los símbolos del franquismo que seguían en las calles y plazas, se iba a enterrar con dignidad a los muertos, se iba a realizar un inventario de los desaparecidos, se iba a resarcir por completo a las víctimas de la guerra y la dictadura.

Todo eso era más que razonable: era necesario. Muchas cosas empezaron sin embargo a resultar en seguida sospechosas; incluso a mí, que pensaba que todo eso era necesario (o quizá porque lo pensaba), me resultaban sospechosas. La prueba es que el segundo día de 2008, después de que se promulgara por fin la llamada Ley de la Memoria Histórica y de que el juez Baltasar Garzón solicitara información sobre los desaparecidos de la guerra y la posguerra, con el propósito de abrir una causa sobre los crímenes del franquismo, publiqué en El País un artículo titulado «La tiranía de la memoria» en el que, después de pedir que proscribiéramos el uso de la expresión «memoria histórica» y de denunciar el peligro de abusar de la memoria y sobre todo el peligro paralelo y superior de que esta sustituyera a la historia, me felicitaba por los objetivos que perseguía el movimiento a favor de las víctimas; pero a continuación matizaba:

«Otra cosa es que el Estado tenga que promulgar una ley para hacer lo que debería haber hecho sin necesidad de ninguna ley, que encima sea una ley que amaga y no da y que, para colmo, las autoridades se hagan las remolonas a la hora de aplicarla: a mí no me hace ninguna gracia que el Estado se ponga a legislar sobre la historia, no digamos sobre la memoria —como no me haría ninguna gracia que se pusiera a legislar sobre la literatura—, porque la historia deben hacerla los historiadores, no los políticos, y la memoria la hace cada uno, y porque una ley de este tipo recuerda embarazosamente los métodos de los estados totalitarios, que saben muy bien que la mejor manera de dominar el presente es dominar el pasado; pero la ley está para cumplirse y, una vez aprobada esta, hay que cumplirla de inmediato y a rajatabla. Otra cosa es, también, que tenga que ser un juez quien se encargue del asunto; esto, lo repito, tendría que haberlo hecho el Estado: Adolfo Suárez no hubiera podido hacerlo, porque ese mismo día le bombardean La Moncloa; Felipe González no lo hizo, y José María Aznar —que hubiera sido bonito que lo hiciese, porque eso hubiera demostrado que la derecha se ha emancipado de verdad del franquismo— tampoco; y, ya que José Luis Rodríguez Zapatero amaga y no da y remolonea, está bien que el juez Garzón le empuje un poco (más no hará: Garzón sabe que le será imposible hacer lo que se propone).»

Pero había algo mucho más sospechoso, mucho más peligroso también, y es que lo que había empezado como una necesidad profunda del país se convirtió muy pronto en otra moda superficial. Quizá nadie lo vio antes ni mejor que Sergio Gálvez Biescas, un miembro de la cátedra de la memoria histórica de la Universidad Complutense de Madrid: «En el cruce de caminos entre el mundo asociativo, las iniciativas institucionales y la labor desarrollada por los investigadores —escribía Gálvez Biescas en 2006—, la Recuperación de la Memoria Histórica de las víctimas de la represión franquista ha entrado en un competitivo mercado que está haciendo de estos elementos un poderoso factor de marketing a la vez que un instrumento de control del presente para obtener réditos políticos». Réditos, marketing, mercado y competitivo: era la transformación de la memoria histórica en la industria de la memoria.

¿Qué es la industria de la memoria? Un negocio. ¿Qué produce ese negocio? Un sucedáneo, un abaratamiento, una prostitución de la memoria; también una prostitución y un abaratamiento y un sucedáneo de la historia, porque, en tiempos de memoria, esta ocupa en gran parte el lugar de la historia. O dicho de otro modo: la industria de la memoria es a la historia auténtica lo que la industria del entretenimiento al auténtico arte y, del mismo modo que el kitsch estético es el resultado de la industria del entretenimiento, el kitsch histórico es el resultado de la industria de la memoria. El kitsch histórico; vale decir: la mentira histórica.

Marco fue la encarnación perfecta de ese kitsch. De entrada porque él mismo era una mentira ambulante; pero, además, porque era un inexorable proveedor de kitsch, de ese «venenoso forraje sentimental aderezado de buena conciencia histórica» que, según escribí en «Yo soy Enric Marco», proporcionaba el discurso de Marco, un discurso sin matices ni ambigüedad, sin las complejidades y vacíos y espantos y contradicciones y vértigos y asperezas y claroscuros morales de la memoria real y de la verdadera historia y el arte verdadero, un discurso desprovisto de la aterradora «zona gris» de la que habló Primo Levi, el discurso tranquilizador, empalagoso y embustero que la gente estaba deseando escuchar. En diciembre de 2004, poco antes de desenmascarar a Marco, Benito Bermejo remataba con esta frase de mal agüero un artículo escrito con Sandra Checa en el que desenmascaraba la impostura del falso deportado Antonio Pastor: «Paradójicamente, el festejo de la memoria podría significar la derrota de esta».

Eso fue exactamente lo que ocurrió. Escribo a mediados de 2014, cuando en España ya pocos se acuerdan de la llamada memoria histórica y cuando esta, o lo que queda de esta, solo muy de vez en cuando aparece en los periódicos, la radio y la televisión. La moda del pasado pasó otra vez y, sobre todo a partir de la llegada de la crisis económica en 2009, el país dejó de ocuparse del pasado para ocuparse en exclusiva del presente, como si el pasado fuese un lujo que no se podía permitir. La llamada Ley de la Memoria Histórica se reveló muy pronto como lo que era: una ley insuficiente y fría con las víctimas, que parece menos concebida por la izquierda para solucionar el problema del pasado que para mantenerlo vivo durante mucho tiempo y, mientras tanto, poder usarlo contra la derecha. De todas maneras, en el fondo da un poco lo mismo, porque esa ley hace tiempo que no se aplica, según el actual gobierno de derecha porque no hay dinero para aplicarla, y muchas de las asociaciones que florecieron en la década anterior, enzarzadas por lo demás y desde muy pronto en discusiones bizantinas e incomprensibles peleas internas, han desaparecido o manotean en dique seco, sin fondos y quizá sin futuro, como le ocurre a la propia Amical. El juez Garzón, por su parte, creyó que era posible hacer lo que se proponía hacer, pero se equivocaba: en febrero de 2012 fue condenado a once años de inhabilitación y expulsado de la judicatura, en teoría por su modo de rastrear una organización que financiaba de forma ilegal al partido en el gobierno y en la práctica por eso mismo, pero sobre todo por pretender investigar los crímenes del franquismo, por haberse ganado demasiados enemigos y demasiado poderosos y en definitiva por meter las narices donde no le llamaban. Mientras tanto, los cadáveres de los asesinados siguen en las fosas comunes y en las cunetas —la llamada Ley de la Memoria Histórica no asumía las exhumaciones sino que las subvencionaba, y las subvenciones se han acabado—, las víctimas no obtendrán una reparación total y este país nunca romperá del todo con su pasado ni lo asumirá del todo ni eliminará del todo la mentira que está en el origen o en el fundamento de todo, nunca se reconocerá o se conocerá a sí mismo como lo que fue, es decir como lo que es, los españoles no tendremos nuestra Vergangenheitsbewältigung. No, como mínimo, hasta que el pasado vuelva otra vez. Solo que cuando vuelva ya será demasiado tarde, al menos para las víctimas.

Esto es lo que hay. La industria de la memoria resultó letal para la memoria, o para eso que llamábamos memoria y que era apenas un cobarde eufemismo. Fue tal vez la última oportunidad, y la perdimos. Lo peor es creer que uno se salva por haberse salvado: quizá durante años la ficción nos salvó, del mismo modo que durante años salvó a Marco y a don Quijote; pero al final quizá solo la realidad pueda salvarnos, del mismo modo que al final la realidad salvó a don Quijote devolviéndole a Alonso Quijano y quizá salve a Marco devolviéndole al verdadero Marco. Suponiendo que tengamos salvación, claro está: Cervantes salvó a Alonso Quijano y, sin saberlo o sin reconocerlo, quizá yo estoy haciendo lo posible en este libro por salvar a Marco. La pregunta es: ¿quién nos salvará a nosotros? ¿Quién, al menos, hará lo posible por salvarnos? La respuesta es: nadie.