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Marco nació en un manicomio; su madre estaba loca. ¿También lo está él? ¿Es ese su secreto, el enigma de su personalidad? ¿Por eso está siempre donde está la mayoría? ¿Eso lo explica todo, o al menos explica lo esencial? Y, si Marco de verdad está loco, ¿en qué consiste su locura?
Cuando estalló el caso Marco, muy pocos se privaron de dar su opinión sobre el personaje: lo hicieron periodistas, historiadores, filósofos, políticos, profesores; también, por supuesto, psicólogos y psiquiatras. El diagnóstico de estos últimos fue unánime, y en cierto modo coincide con el de muchos conocidos de nuestro hombre: Marco es un narcisista de manual. Por supuesto, el narcisismo no es una forma de locura; es, más bien, un trastorno de la personalidad, una simple anomalía psicológica. Se caracteriza por la fe ciega y sin motivo en la propia grandeza, por la necesidad compulsiva de admiración y por la falta de empatía. El narcisista posee un sentido exagerado de la propia importancia, practica el autobombo sin pudor, a todas horas y con cualquier excusa y, haya hecho lo que haya hecho, espera ser reconocido como un individuo superior, admirado sin resquicios y tratado con unción. Además de tender a la arrogancia y la soberbia, cultiva fantasías de éxito y poder ilimitados y, reacio a ponerse en la piel de los demás, o incapaz de hacerlo, no duda en explotarlos, porque considera que las normas que rigen para ellos no rigen para sí mismo. Es un seductor imparable, un manipulador nato, un líder deseoso de captar seguidores, un hombre sediento de poder y de control, casi blindado frente al sentimiento de culpa. ¿Es entonces el narcisista, en lo esencial, un hombre enamorado de sí mismo? ¿Es el narcisista de los psicólogos equivalente al narcisista de la sabiduría popular? ¿Lo es el Narciso del mito? ¿Quién es el Narciso del mito?
Hay varias versiones de él; la más conocida —y la mejor— es la que narra Ovidio en el libro tercero de Las metamorfosis. Se trata de una historia trágica, que empieza con un acto de violencia: Cefiso, el dios-río, rapta y viola a la azul Liríope, una náyade que, de resultas de aquella violación, engendra un niño de belleza deslumbrante, a quien llama Narciso. Liríope se apresura a preguntarle a Tiresias, el adivino ciego, si su hijo vivirá mucho tiempo; la respuesta de Tiresias es extraña y tajante: sí, «si se non nouerit»; vale decir: sí, «si no se conoce a sí mismo». La infancia de Narciso transcurre plácidamente, ajena al enigmático vaticinio del portavoz del destino. Durante su adolescencia, hombres y mujeres se enamoran de él, pero él no corresponde a nadie. Un día, cazando ciervos por el bosque, lo ve Eco —«la ninfa de la voz, la que no ha aprendido ni a callar cuando se le habla ni a hablar ella la primera»— y también se enamora de él; leal a su frialdad y a su soberbia, Narciso la rechaza y, llena de vergüenza, abrumada de dolor, Eco se esconde en el bosque mientras clama contra quien ha despreciado a tantos hombres y mujeres antes que a ella: «Ojalá ame él del mismo modo —lo maldice—, y del mismo modo no consiga al objeto de sus deseos». Entonces Némesis, hija de la noche y diosa de la venganza, atiende el ruego de Eco; su generosidad sella la perdición de Narciso. Al llegar a una fuente límpida y rodeada de césped, «de aguas resplandecientes como la plata», Narciso se tiende a descansar y a beber, pero, en cuanto trata de apagar su sed en la fuente, una sed distinta e insaciable brota de él: mientras bebe, «cautivado por la imagen de la belleza que está viendo, ama una esperanza sin cuerpo: cree que es cuerpo lo que es agua. Se extasía ante sí mismo y permanece inmóvil y con el semblante inalterable, como una estatua tallada en mármol de Paros». La maldición de Eco se cumple: al enamorarse de su imagen reflejada en el agua, Narciso concibe un amor imposible; pero el vaticinio de Tiresias también se cumple: al verse a sí mismo, al conocerse a sí mismo, Narciso muere, y su cadáver se convierte en «una flor amarilla con pétalos blancos alrededor del centro»: la flor del narciso.
Así que el Narciso del mito no es el Narciso de la sabiduría popular, sino exactamente lo contrario. En el relato de Ovidio, Narciso no se enamora de sí mismo, sino de su imagen reflejada en el agua; en el relato de Ovidio, Narciso en realidad se odia a sí mismo, se horroriza de sí mismo, con todas sus fuerzas se desprecia, y por eso muere en cuanto se ve. El narcisista fabrica, a base de autobombo, de ensueños de grandeza y heroísmo, una fantasía halagadora, una mentira detrás de la cual a la vez se camufla y se parapeta, una ficción capaz de esconder su realidad, la inmundicia absoluta de su vida o lo que él percibe como la inmundicia absoluta de su vida, su mediocridad y su vileza, el perfecto desprecio que siente por sí mismo. Inagotable, el narcisista necesita la admiración de los demás para confirmarse en ese embuste, igual que necesita el control y el poder para que nadie tumbe la primorosa fachada que ha levantado ante él. El narcisista vive en la desolación y el miedo, en una inseguridad crónica disfrazada de aplomo (incluso de soberbia o altanería), en el filo del abismo de la locura, aterrado por el vacío vertiginoso que existe o intuye en su interior, enamorado de la ficción embellecedora que ha construido para olvidar su realidad repelente, y por eso no solo se ha blindado contra el sentimiento de culpa, sino contra casi cualquier sentimiento, que intenta mantener a raya por temor a que lo debilite, tal vez a que lo destruya.
Por lo demás, muchos psicólogos sostienen que el narcisismo nace, en la infancia, como resultado de una violencia o una herida profunda —igual que Narciso nace de la violencia inaugural que Cefiso ejerce sobre Liríope—, un trance terrible que el niño no fue capaz de procesar, una humillación o un golpe salvaje a la autoestima, una prematura experiencia del horror vivida en el seno de la familia, y que su ficción de grandeza no es más que la máscara de su pequeñez real o de su sentimiento real de pequeñez, la cicatriz perdurable de aquella humillación o golpe salvaje o experiencia del horror. Puede ser. Lo que es seguro es que a Narciso la ficción le salva, y que, si Marco es a su modo un narcisista, sus mentiras quizá le salvaron: Marco fue un huérfano arrebatado a la fuerza a una madre pobre, loca y maltratada por su marido, un niño nómada y sin afecto, un adolescente inflamado por una revolución fugaz y derrotado por una guerra espantosa, un perdedor nato que, en determinado momento de su vida, con el fin de conquistar el amor y la admiración que no había tenido, decidió inventar su pasado, reinventarse a sí mismo, construir con su vida una gloriosa ficción para esconder la mediocre y vergonzante realidad, contar que no era quien era ni había sido quien había sido —un hombre absolutamente normal, un miembro de la inmensa y silenciosa y cobarde y grisácea y deprimente mayoría que siempre dice Sí—, sino un individuo excepcional, uno de esos individuos singulares que siempre dicen No o que dicen No cuando todo el mundo dice Sí o simplemente cuando más importa decir No, al principio de la guerra española un exaltado combatiente casi infantil contra el fascismo en las posiciones de mayor riesgo y fatiga, durante la guerra un intrépido guerrillero anarquista operando más allá de las líneas enemigas, tras la guerra el primero o uno de los primeros e insensatos resistentes contra el franquismo triunfante y un exiliado político, una víctima y un luchador contra el nazismo, un héroe de la libertad. Estas fueron las mentiras de Marco. Esta fue la ficción que quizá lo salvó gracias a que, como a Narciso, durante muchos años le impidió conocerse o reconocerse como quien era. Claro que, si sus mentiras salvaron a Marco, la verdad que estoy contando en este libro le matará. Porque la ficción salva, pero la realidad mata.