3

Durante los muchos meses que dediqué a hacer averiguaciones para escribir este libro que tanto me resistí a escribir ocurrieron no pocas cosas extrañas o no pocas cosas que me parecieron extrañas cuando ocurrieron.

No puedo contarlas todas; cuento una de ellas.

Marco se había ganado casi siempre la vida trabajando como mecánico, y desde mediados de los años cincuenta hasta principios de los ochenta, sobre todo mientras convivía con su segunda mujer, María Belver, había poseído en régimen de cooperativa varios talleres de reparación de automóviles en el barrio de Collblanc, en Hospitalet, una ciudad del extrarradio de Barcelona. El más duradero de esos negocios se llamó Auto-Taller Cataluña, pero cuando yo lo visité, una tarde de finales de julio de 2013, en compañía de mi mujer, había cambiado de nombre y se llamaba Taller Viñals.

El propietario, David Viñals, me atendió en la minúscula oficina que se abría al fondo de su minúsculo establecimiento. Delante de un viejo ordenador, Viñals parecía enterrado en un desorden campamental de facturas, papeles y archivadores. Se acordaba muy bien del antiguo mecánico, porque recordaba haberle comprado el taller o haber negociado con él la compra del taller, y porque mucho más tarde había llegado a sus oídos el estruendo del caso Marco, pero me dijo que la relación entre los dos había sido escasa y circunstancial y, señalando con gesto de fatiga infinita su ordenador encendido y el caos de su despacho, añadió que en aquel momento estaba desbordado de faena, pero que en septiembre, después de las vacaciones de verano, trataría de conseguir la dirección de alguien que hubiera trabajado con Marco. Le di las gracias y le dije que le llamaría en septiembre; como si le apenara dejar que me fuese con las manos vacías o casi vacías, antes de despedirnos añadió:

—Ya le digo que lo traté poco, pero a mí me pareció un buen hombre. Me acuerdo de que me contó que se iba del taller porque dejaba de ser mecánico para dar clase en la universidad. —Me miró con aire de desengaño anticipado, añadió—: Eso también era mentira, ¿no?

Tuve que decirle que sí y, cuando salimos a la calle, mi mujer no pudo contenerse.

—No me extraña que Marco se inventara una vida aventurera —resopló—. Con la imaginación que tiene, si no lo hubiera hecho no habría aguantado veinte años encerrado en ese taller. O se hubiera vuelto loco.

En septiembre llamé por teléfono a Viñals. Me dijo que había conseguido el teléfono y la dirección de un hombre, llamado Toni o Antoni, que había sido aprendiz de mecánico en el taller de Marco; trabajaba en un taller que la empresa Llasax tenía en la Carretera Real, en Sant Just Desvern. «Me ha dicho que no quiere hablar del asunto —me advirtió Viñals—. De modo que yo que usted no le llamaría: vaya a verlo directamente, y así a lo mejor le atiende». Le hice caso y fui, pero tampoco fui solo; con la excusa de que yo no sabía manejar el GPS del coche, me acompañó mi hijo.

El taller estaba muy cerca de Barcelona, en dirección a Sant Feliu de Llobregat. Aparqué a la puerta y Raül se quedó esperándome en el coche mientras yo entraba en el taller, un local muy grande, de techos muy altos y suelo de cemento, donde parecía reinar una gran actividad, con gente entrando y saliendo de oficinas encristaladas y mecánicos con las manos manchadas de negro hurgando en las tripas de coches averiados. Pregunté por mi hombre a un oficinista y, después de aguardar durante quince minutos y de aclarar un malentendido —en el taller había un mecánico llamado Antoni, pero no era quien yo buscaba—, conseguí hablar con él, un tipo de unos cincuenta y tantos o sesenta años que no respondía al nombre de Antoni sino al de Antonio y a quien recuerdo enjuto y de ojos claros. Le dije mi nombre, le dije que era escritor y que estaba escribiendo un libro sobre Enric Marco, le dije que, según me habían contado, él lo había conocido.

—Lo conocí —dijo el hombre—. Pero no quiero hablar de él.

—Solo serán cinco minutos —contesté—. No le haré más que unas preguntas. Las condiciones las pone usted; si no quiere que su nombre aparezca en el libro, no aparecerá.

—Ya le he dicho que no quiero hablar de Marco.

Insistí. Le dije que yo también conocía a Marco y que estaba escribiendo el libro con su permiso y con su colaboración y, sacando el teléfono móvil del bolsillo, añadí que, si quería verificar lo que le estaba diciendo, podía hablar con él. El hombre me atajó:

—No voy a hablar de Marco.

A punto estuve de preguntarle por qué, pero sentí que podía molestarse y que era inútil seguir. No era la primera vez que un testigo se negaba a hablar conmigo sobre un libro en marcha, pero sí era la primera vez que me lo decía cara a cara; y también era la primera vez que me ocurría con este libro. Volví a meter el móvil en el bolsillo y suspiré.

—Disculpe si le he molestado —dije.

Con una brusca sonrisa, el hombre estrechó la mano que yo le tendía.

—No me ha molestado —dijo.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Raül en cuanto me senté al volante del coche.

—Nada —contesté.

—¿Cómo que nada? ¿No ha querido hablar contigo?

—No.

Raül se rio.

—Eres la leche, papi.

Arranqué, todavía incrédulo, y, mientras volvíamos a Barcelona por un laberinto de rotondas y autopistas, le conté a mi hijo lo que acababa de ocurrir.

—No creo que ese tipo esté intentando proteger a Marco —conjeturé—. Si fuera así, habría cogido el móvil y le habría llamado para comprobar que era verdad lo que yo le decía. Ese tipo no es amigo de Marco, no le quiere, tuvo algún mal rollo con él. Por eso no quiere hablar.

—Tonterías —dijo Raül—. Si hubieran tenido un mal rollo querría hablar: para joderlo, para vengarse de él. A lo mejor no quiere hablar por lo contrario.

—¿Lo contrario?

—No porque tuvieran un mal rollo sino porque tuvieron un buen rollo. Un rollo demasiado bueno, quiero decir. El tipo era joven cuando conoció a Marco, ¿no?

—Supongo que sí: era su aprendiz. Debió de conocerlo en los años sesenta o setenta, no antes.

—Si era un chaval, a lo mejor se creyó todas las trolas que contaba Marco y, cuando supo que eran trolas, se enfadó tanto que ya no quiere ni oír hablar de él. Al fin y al cabo es lo que debió de pasarle a mucha gente. De todos modos, bien pensado es mejor que el tipo no haya querido hablar: si hubiera hablado, te habría contado cualquier tontería; sin hablar, ese tipo es un enigma. Y para una novela es mejor un enigma que una tontería, ¿no?

Raül tenía razón, por supuesto, pero esto no es una novela corriente sino una novela sin ficción o un relato real y, en un libro así, es mil veces preferible una gilipollez verdadera que un enigma ficticio. Aunque Raül también se equivocaba: aquel hombre no tuvo un buen rollo con Marco, o no siempre, o en todo caso su relación acabó con un mal rollo. En realidad, según supe más tarde, se llamaba Antonio Ferrer Belver y era sobrino de María Belver, la mujer de Marco durante varias décadas de mediados de siglo. Ferrer había empezado en efecto trabajando como aprendiz en Auto-Taller Cataluña, pero a finales de los años setenta, cuando Marco se deshizo del negocio, él no quedó satisfecho con la operación o con el modo en que se realizó la operación. A ese motivo de enfado se sumó otro, quizás el decisivo: a mediados de los setenta Marco se había deshecho también de María Belver como a principios de los cincuenta se deshizo de Anita Beltrán, la había dejado y la había cambiado por una muchacha veintitantos años más joven que él. El abandono enfrentó para siempre al clan de los Belver con Marco, y esto explica que ninguno de sus miembros (o ninguno de los miembros con los que yo intenté ponerme en contacto) quisiera hablar del asunto. Tampoco el antiguo aprendiz de Marco.

El embarazoso episodio con el sobrino de María Belver me devolvió todas las inquietudes y angustias que me habían perseguido tras mi encuentro con Benito Bermejo en Madrid, cuando el historiador formuló la hipótesis de que Marco había sido confidente de la policía en su época de líder anarquista y reconoció que, en parte, había abandonado o aplazado de momento la idea de escribir un libro sobre Marco por escrúpulos de conciencia: volví a preguntarme si no solo me había propuesto escribir un libro imposible sino también temerario, volví a preguntarme si mi propósito de contar la vida verdadera de Marco no era inmoral, si tenía derecho a interferir en la vida de Marco y de su familia para revelar su historia (aquella historia en la que además iba a meter el dedo en el ojo de todo el mundo y en la que todo el mundo quedaba mal), si tenía derecho a hacerlo y era correcto hacerlo, aun cuando Marco me hubiera autorizado a hacerlo y me estuviese ayudando a hacerlo.

Durante aquellos días recordé a menudo dos historias paralelas y contrapuestas que cuenta el escritor francés Emmanuel Carrère, autor de El adversario, una novela sin ficción o relato real donde narra la historia de un impostor llamado Jean-Claude Romand que acabó matando a su mujer, sus dos hijos pequeños y sus padres para que no descubrieran su impostura.

El protagonista de la primera historia es el escritor norteamericano Truman Capote. En 1960, a la edad de treinta y seis años, Capote decidió escribir un relato real o novela sin ficción que fuera también su obra maestra. Para ello eligió un tema al azar (o quizá fue el azar el que lo eligió a él): el asesinato de una familia de granjeros de Kansas, en la llamada América profunda, perpetrado por unos desconocidos. Capote partió hacia Kansas y se instaló en el pueblecito donde habían ocurrido los hechos; al cabo de unas semanas los asesinos fueron arrestados: eran dos, eran jóvenes, se llamaban Dick Hickock y Perry Smith. Capote fue a visitarlos a la cárcel, se hizo amigo suyo y durante los cinco años siguientes, mientras los dos prisioneros eran juzgados y condenados a muerte, se convirtió en la persona más importante en sus vidas. Los dos últimos años de su relación con ellos fueron atroces. Gracias a que se interpusieron diversos recursos, la ejecución fue aplazada varias veces. Mientras tanto, Capote les aseguraba a sus dos amigos y personajes que hacía todo lo posible para salvarlos, incluyendo contratar a los mejores abogados; pero, al mismo tiempo, el escritor sabía que la muerte de los dos reos era la mejor conclusión posible de la historia, el remate que exigía su obra maestra, así que rogaba en secreto por ella y llegó a encender velas a la Virgen para que ocurriera.

Al final Dick y Perry fueron colgados; Capote asistió a su ahorcamiento, y fue la última persona que los abrazó antes de subir al patíbulo. El fruto literario de esta aberración moral fue A sangre fría: una obra maestra. Carrère insinúa que, con ella, Capote se salvó como escritor pero se condenó como ser humano, y que el largo proceso de autodestrucción personal, a manos del alcohol, el esnobismo y la maldad, que siguió a su publicación fue el precio que el escritor pagó por su vileza.

El protagonista de la segunda historia es el escritor inglés Charles Dickens; los hechos debieron de ocurrir —Carrère no lo especifica— en 1849, mientras la prensa publicaba por entregas David Copperfield. Al principio de esa novela aparece un personaje secundario, llamado Miss Mowcher, que, según todos los indicios —se trata de una mujer astuta, celosa y obsequiosa, además de enana—, es una completa malvada, así que, como nadie gusta tanto en las ficciones como los malvados, y como además Dickens era ya por aquella época un escritor muy leído, toda Inglaterra se relamía por adelantado con las futuras fechorías de la dama. Algo inesperado ocurrió entonces. Una mañana, Dickens recibió una carta en la que una señora de provincias se quejaba con amargura de que, a causa de su parecido físico con Miss Mowcher —la señora también era enana—, la gente de su pueblo había empezado a desconfiar de ella, murmuraba a su paso y le enviaba anónimos amenazantes; en resumen, concluía su carta la señora, ella era una buena persona, y por culpa de él y de Miss Mowcher su vida se había convertido en un infierno.

Ya sabemos cuál es la respuesta que cualquier escritor hubiera dado a la carta de la señora: no hubiera dado una respuesta; o, si la hubiera dado, hubiese sido esta: el problema que le planteaba la señora no era su problema, sino el de las personas que confunden la realidad con la ficción y que abusiva y estúpidamente identifican a personajes ficticios con personas reales. La respuesta de Dickens fue otra: cambió el personaje, cambió la trama de la novela, lo cambió todo; el libro entero aguardaba con impaciencia las maldades de Miss Mowcher, todo estaba preparado para ellas, pero, en la entrega siguiente, Dickens convirtió a su malvada en una mujer llena de bondad, en un ángel del cielo bajo su apariencia desdichada. Es posible que, como él mismo reconoce, Carrère idealice un poco los motivos de Dickens; es posible que exagere la importancia en la novela de Miss Mowcher. El caso es que David Copperfield fue un éxito rotundo, otra obra maestra de Dickens, y que el escritor inglés no solo se salvó en ella como escritor, sino también como persona.

No es esta la única conclusión que saca Carrère de las dos historias simétricas y opuestas que acabo de contar; tampoco la que más me interesa. Cuenta Carrère que, al empezar a escribir El adversario, quiso imitar A sangre fría, la impasibilidad y el desapego flaubertianos de A sangre fría, la decisión de Capote de contar la historia de Dick Hickock y Perry Smith como si no hubiera participado en ella, excluyendo su intervención amistosa y perversa y los dilemas morales que le acosaron mientras tenía lugar; sin embargo, cuenta asimismo Carrère, al final optó por no hacerlo: decidió contar su historia sin ausentarse de ella, no en tercera sino en primera persona, revelando también sus perplejidades morales y su relación con el impostor asesino. Y concluye: «Pienso sin exagerar que esa elección me ha salvado la vida».

¿Tiene razón Carrère? ¿Se salvó él como persona, además de salvarse como escritor —El adversario es también una obra maestra—, al incluirse en su relato de la impostura criminal de Jean-Claude Romand? ¿Iba a salvarme yo, como escritor y como persona, si, ya que no podía hacer lo mismo que Dickens porque no podía cambiar ni embellecer la historia de Marco, al menos no hacía como Capote y no contaba en tercera sino en primera persona mi relación con el protagonista de mi libro, sin repudiar las dudas y los dilemas morales que enfrentaba al escribirlo, igual que había hecho Carrère? ¿No era el argumento de Carrère brillante y consolador pero falso, por no decir tramposo? ¿No era una forma de comprar legitimidad moral para autorizarse a hacer con Jean-Claude Romand lo que Capote había hecho con Dick Hickock y Perry Smith y lo que yo pretendía hacer con Enric Marco, y para hacerlo además con la conciencia limpia y sin perjuicios personales? ¿Bastaba reconocer la propia vileza para que esta desapareciese o se convirtiese en decencia? ¿No había que asumir simplemente, honestamente, que, para escribir A sangre fría o El adversario, había que incurrir en algún tipo de aberración moral y por lo tanto había que condenarse? ¿Estaba yo dispuesto a condenarme a cambio de escribir una obra maestra, suponiendo que fuese capaz de escribir una obra maestra? En definitiva: ¿era posible escribir un libro sobre Enric Marco sin pactar con el diablo?