6
He aquí la batalla más sangrienta librada en los primeros días de la guerra civil. Fue en Barcelona, el domingo 19 de julio de 1936. El sábado había llegado a la ciudad la noticia de la sublevación del ejército en Marruecos y, durante todo el día, las calles, casas y cafés se saturaron de rumores. En el aire se respiraba una tensión prebélica. Por la tarde el presidente del gobierno autónomo catalán, Lluís Companys, se negó a entregar armas al pueblo, pero la CNT, el sindicato anarquista y mayoritario en la ciudad, no aceptó la negativa, desvalijó arsenales, armó a sus militantes y se preparó para luchar.
Al amanecer del día siguiente estalló la guerra. De acuerdo con el plan trazado por los golpistas, a esa hora varias columnas rebeldes armadas hasta los dientes empezaron a salir de los principales cuarteles de la ciudad: los de Pedralbes, el de la calle Tarragona, el de Travessera de Gracia, el de Sant Andreu; todas ellas debían converger en el centro, en la plaza de Cataluña y la Rambla, pero la operación estuvo tan mal coordinada y encontró una resistencia tan fiera por parte de grupos de obreros en armas, sobre todo obreros de la CNT, y de destacamentos de la Guardia de Asalto, que los sublevados nunca alcanzaron su meta, o la alcanzaron y en seguida tuvieron que abandonarla: fueron detenidos por barricadas de adoquines, por disparos de francotiradores, por granadas caseras lanzadas desde los tejados, por camiones suicidas que se arrojaban contra ellos. Al mediodía la ciudad entera se había convertido en un campo de combate, con gente peleando en cada esquina, muertos por doquier y la mayoría de las iglesias y conventos incendiados. Por la tarde la suerte de la contienda empezó a decantarse del lado de los antifascistas: el líder local de la asonada, general Goded —que al mediodía había llegado de Mallorca en un hidroavión—, se entregó sin condiciones y fue obligado a radiar un llamamiento a la rendición de sus hombres; sobre las dos de la tarde, después de algunas vacilaciones, la guardia civil se puso a las órdenes del gobierno legítimo; más o menos a la misma hora (o tal vez un poco antes, o un poco después), en la avenida Icaria un grupo de obreros convenció a unos soldados rebeldes del Regimiento de Artillería de Montaña n.º 1, que estaban a cargo de una batería compuesta por dos cañones de 75 mm, de que volvieran las armas contra los suyos, porque sus oficiales les habían engañado, y a partir de aquel momento sus compañeros, que desde por la mañana habían abandonado ocasionalmente las filas golpistas para unirse a las de sus enemigos, empezaron a desertar en masa. Al anochecer los sublevados solo resistían en el cuartel de Atarazanas, cerca del puerto, y en el de Sant Andreu, a unos kilómetros del centro, donde se hallaba el mayor arsenal de Barcelona.
Era allí donde estaba Marco desde hacía horas, o era allí donde dice que estaba. Por entonces acababa de cumplir quince años, llevaba unos días en el barrio de La Trinidad, ayudando en el colmado a su tío Francesc y a su tía Caterina y, como todo el mundo, sabía que algo iba a ocurrir, quizás el estallido de la revolución, quizás un golpe militar, quizás ambas cosas a la vez. El domingo por la mañana, mientras sonaban todas las sirenas de las fábricas de la ciudad, oyó hablar de la sublevación del ejército y de los combates que se libraban desde el amanecer, y le llegaron o dice que le llegaron las consignas de los partidos y sindicatos obreros (no solo la CNT, a la que dice que pertenecía), consignas según las cuales quienes tenían armas debían acudir al centro de Barcelona, con el fin de frenar la rebelión, y quienes no las tenían debían acudir a los cuarteles para conseguirlas, o al menos para demostrarles a los militares que el pueblo estaba contra el levantamiento.
El cuartel más cercano a La Trinidad era el de Sant Andreu, el cuartel de La Maestranza de Sant Andreu, así que hacia él se fue Marco. No recuerda a qué hora llegó, pero sí que, cuando llegó, a la entrada ya había gente dispuesta a plantar cara a los rebeldes, gente no solo de Sant Andreu y La Trinidad, sino también de Santa Coloma, de La Prosperidad y de otros barrios de la periferia de Barcelona. Dice que entre aquella muchedumbre exaltada y variopinta conoció a quien con los años acabaría convirtiéndose en uno de sus mejores amigos: un militante anarquista llamado Enric Casañas. Dice que no recuerda cuánto tiempo estuvo allí, esperando no se sabía muy bien qué, pero que en algún momento apareció en el cielo un avión republicano y dejó caer sobre la Maestranza una lluvia de octavillas mientras algunos soldados le disparaban. Dice que acto seguido el avión desapareció pero al cabo de un rato volvió a aparecer y volvió a sobrevolar el cuartel, esta vez conminando a sus ocupantes a que se rindieran y arrojando unas bombas que, dice, levantaron más polvo e hicieron más ruido que otra cosa. Pero dice que fue entonces cuando las puertas del cuartel se abrieron y cuando, como si se tratara de un solo hombre, la multitud se lanzó al asalto, aunque lo que los asaltantes encontraron dentro no resultó ser lo que esperaban, sino solo un montón de soldados borrachos y con miedo que vagaban como alucinados por patios y comedores llenos de restos de comida y de bebida, y que se entregaron sin oposición. En el cuartel de Sant Andreu se guardaban aquel día, entre otras armas, treinta mil fusiles, y Marco dice que la gente cogió los que quería, y que él se quedó con una tercerola. Y eso es todo lo que Marco recuerda de aquella jornada, o lo que dice que recuerda.
De las jornadas siguientes no recuerda casi nada, salvo el alborozo de la revolución triunfante en Barcelona, pero lo que sí recuerda o dice que recuerda es que tres semanas más tarde, en medio de la euforia irrepetible de aquel verano libertario, participó con su tío Anastasio en la conquista de Mallorca.
Fue una de las operaciones más insensatas de aquella guerra insensata. El historiador británico Anthony Beevor acierta a resumirla en un párrafo preciso: «En aquellos momentos la operación de más envergadura realizada en el este de España fue la invasión de las [islas] Baleares por los milicianos catalanes. Ibiza y Formentera fueron tomadas fácilmente y el 18 de agosto 8000 hombres, apoyados por el acorazado Jaime I y dos destructores, desembarcaron en Mallorca bajo el mando del capitán de infantería [luego oficial de la fuerza aérea] Alberto Bayo, quien con el tiempo llegaría a ser instructor de las guerrillas de Fidel Castro. Los invasores establecieron una cabeza de puente sin hallar resistencia y luego se detuvieron. Para cuando la milicia contó con artillería y apoyo aéreo e incluso naval, ya los nacionales habían organizado un contraataque. Llegaron modernos aviones italianos que castigaron y bombardearon las fuerzas invasoras virtualmente sin oposición. La retirada y el reembarque, ordenados por el nuevo ministro de Marina, Indalecio Prieto, se convirtieron en una derrota aplastante y la isla siguió siendo una base naval y aérea de vital importancia para los nacionales durante toda la guerra».
¿Qué puede añadirse a esa síntesis? Que la expedición fue un caos total. Que en ella no solo participaron milicianos armados, sino también mujeres, ancianos y niños. Que, aunque el ministro de Marina dio la orden de retirarse, nadie le había informado del inicio de la operación, como nadie informó al ministro de la Guerra, ni siquiera al presidente de la República. Que los expedicionarios carecían de servicio médico, de hospitales de campaña y de suministros adecuados, y que, al huir, dejaron las playas sembradas de cadáveres y la isla en manos de un fanático italiano de gran barba roja llamado Arconovaldo Bonaccorsi, alias conde Rossi, quien durante varios meses, vestido con su uniforme negro de fascista adornado con una cruz blanca al cuello, se dedicó a ordenar fusilamientos de obreros y a recorrer la isla en un coche de carreras rojo, en compañía de un capellán de Falange armado. Y que, a pesar de la «derrota aplastante» de los milicianos catalanes, por usar la expresión de Beevor, a su vuelta a casa Radio Barcelona anunció: «Las heroicas columnas catalanas han regresado de Mallorca tras una magnífica acción. Ni un solo hombre ha sufrido los efectos del embarque, ya que el capitán Bayo, con habilidad táctica sin igual, consiguió desarrollarlo con éxito, gracias a la moral y a la disciplina de nuestros invencibles milicianos».
Marco era uno de ellos; quiero decir: uno de esos invencibles milicianos derrotados aplastantemente. O eso asegura. Sus recuerdos de aquel dislate, sin embargo, son escasos e imprecisos. Dice que se lanzó a él porque, a pesar de tener apenas quince años de edad, era un joven impetuoso e idealista, un muchacho muy distinto a los de ahora, razona, pero idéntico a tantos muchachos de su época, arrebatados por la ilusión de construir un mundo justo y dichoso, o por lo menos un mundo mejor; pero reconoce que sobre todo se lanzó a él siguiendo a su tío Anastasio, quien, como trabajador de la Transmediterránea, viajaba cada semana a las Baleares y tenía amigos, compañeros y conocidos allí y, cuando supo que el archipiélago había caído en manos de los fascistas, sintió que su deber era acudir en su ayuda. Dice que hicieron el viaje de ida en un barco llamado Mar Negro, tal vez propiedad de la Transmediterránea, y el de vuelta en el Jaime I. Dice que su recuerdo básico es un recuerdo de desorden absoluto y de improvisación permanente, en medio del cual todo el mundo daba órdenes y todo el mundo las desobedecía. Dice que viajó pegado a la protección real de su tío Anastasio y a la protección ilusoria de la tercerola que había cogido en el cuartel de Sant Andreu y que apenas sabía cómo usar. Dice que durante la travesía se unió a un grupo de chavales como él a quienes llamaban los Mosqueteros, porque se tocaban con gorros de ala doblada. Dice que cree recordar que, protegidos por el acorazado y los destructores, desembarcaron en Son Cervera, pero también dice que él apenas bajó a tierra porque su tío se lo prohibió, y que se pasaba las horas jugando a la guerra con los demás Mosqueteros en la cubierta del barco. Dice que allí se enteraron de que no eran los únicos que habían acudido a liberar las islas, y de que había partido de Valencia (o había llegado ya desde allí) una expedición semejante a la suya al mando de un jefe de la guardia civil llamado Uribarri. Dice que la exaltación de los primeros días se trocó en inquietud cuando empezaron a recibir noticias de que los milicianos que se habían adentrado en tierra firme no encontraban a su paso gente enfervorecida por la libertad recobrada, sino pueblos desiertos de los que sus habitantes habían huido de estampida, y que la inquietud se convirtió en decepción (pero no en pánico ni en sensación de derrota) cuando empezó el repliegue, un repliegue que a él no le pareció más desorganizado que el embarque y que, asegura, no dejó las playas sembradas de muertos, como yo he escrito siguiendo los relatos de testigos e historiadores, pero sí de material de guerra. Dice que no recuerda nada del viaje de regreso, salvo que todo el mundo en el barco atribuía el fracaso de la operación a las discrepancias entre Bayo y Uribarri.
De vuelta en la península, dice, no los desembarcaron en Barcelona sino en Valencia, y también dice que tuvieron que volver a Barcelona en tren. Dice que no recuerda cuánto tiempo pasó en Barcelona pero que, al cabo de semanas o días, su tío y él volvieron a alistarse como voluntarios, esta vez en la llamada Columna Roja y Negra, una unidad (esto no lo dice Marco: lo digo yo) formada por milicianos anarquistas que venían de participar en la expedición de Mallorca y que, comandados por el sindicalista García Prada y el capitán Jiménez Pajarero, llegaron al frente de Huesca a mitad de septiembre. Dice que fue allí donde supo lo que era la guerra. Dice que fue allí donde vio morir por vez primera a un hombre, y donde, en medio de un tiroteo o de un bombardeo, mientras él estaba tumbado bajo un camión tratando de protegerse del fuego, vio a otro hombre correr de un lado para otro con las tripas en la mano, gritando que alguien le ayudara a metérselas en la barriga, preguntando despavorido quién iba a curarle. Dice que aquel mismo día supo que el hombre había muerto, y que aquella escena le horrorizó, pero que pronto se acostumbró al horror, como, dice, le sucede a todo el mundo en la guerra. Dice que en algún momento, no recuerda cuándo, hirieron al tío Anastasio, una herida leve que sin embargo le dejó una cojera ostensible; y dice que ese percance provocó el final de la peripecia de guerra de su tío. Pero no fue lo único que lo provocó, dice: el tío Anastasio era mayor, estaba cansado; además, como tantos otros anarquistas, abominaba de la militarización de las milicias que había ordenado el gobierno y que acabó integrando la Columna Roja y Negra en la 28.ª División republicana. La consecuencia de todo esto fue que, igual que se había alistado voluntariamente en las milicias, el tío Anastasio se dio de baja voluntariamente. Lo mismo hizo su sobrino, dice.
Al volver a Barcelona, Marco empezó a trabajar, dice, como mecánico en la fábrica Ford. Esta había sido colectivizada, así que Marco puede decir sin faltar a la verdad que contribuía al esfuerzo bélico reparando coches, camiones y furgonetas. Dice que seguía afiliado a la CNT y que tenía un cargo sindical; también dice que, de esos años de guerra en la retaguardia republicana, recuerda poco, salvo que colaboraba en la defensa civil y que un día de la primavera de 1938, después de que una bomba italiana cayera en la Gran Vía, frente al cine Coliseum, sobre un camión cargado con cuatro toneladas de trilita, ayudó a sacar de las ruinas de los edificios destruidos los cadáveres de las casi mil víctimas que provocó la explosión, entre ellas ciento dieciocho niños. En cuanto al tío Anastasio, al volver herido de Huesca le concedieron la portería de un edificio situado en la esquina de Lepanto y Travessera de Gracia, en el barrio de El Guinardó. Allí, junto a la tía Ramona, vivió el viejo anarquista casi dos años; seguía cojo, estaba acabado y bebía mucho. Murió en el otoño de 1938. Marco no asistió a su entierro, porque para entonces estaba de nuevo en el frente. O eso dice.