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Cuando estalló el caso Marco se esgrimieron infinidad de argumentos contra Marco; también alguno a su favor. El principal argumento que se esgrimió contra Marco era insostenible; el principal argumento que se esgrimió a su favor también.
El principal argumento que se esgrimió contra Marco apenas exige refutación. El argumento defiende que la impostura de Marco es un combustible ideal para los negacionistas, entendiendo por tales quienes proclaman que los nazis no eran tan malos como ahora se dice, que Auschwitz no fue un matadero industrial y que los casi seis millones de judíos muertos son un invento de la propaganda sionista. Apenas hubo en España un comentarista que, a propósito del caso Marco, no repitiese ese argumento; compungido, lo repitió incluso el propio Marco, quien consideraba que el peor o el único daño real provocado por su impostura o por el descubrimiento de su impostura había consistido en dar aliento a los negacionistas, y quien, mucho antes de ser desenmascarado, ya proclamaba que la principal batalla que estaba librando como presidente de la Amical de Mauthausen, mientras daba charlas y conferencias, escribía artículos, organizaba viajes y eventos y construía bibliotecas y archivos, era una batalla contra las legiones de negacionistas que, aquí, allá y acullá, amenazaban con borrar de la memoria del planeta a las víctimas del peor crimen de la humanidad.
Todo esto es un disparate. Los horrores de los nazis son uno de los hechos más conocidos y mejor documentados de la historia moderna, y a principios del siglo XXI los negacionistas no pasan de ser cuatro anormales perfectamente identificados y tan peligrosos como quienes afirman que la tierra es plana o que el hombre nunca pisó la luna. Esta clase de gente no necesita combustible alguno: se alimenta sola. De hecho, que yo sepa los negacionistas solo han intentado usar el caso Marco a su favor en una ocasión. Fue en marzo de 2009, cuando la Audiencia Provincial de Barcelona juzgaba a Óscar Panadero —propietario de la librería Kali, acusado de dirigir una organización neonazi y de vender obras que justificaban el Holocausto—, y el librero se negó a contestar al abogado que representaba a la Amical de Mauthausen alegando que Marco había sido su presidente; era un alegato absurdo: tan absurdo como si se hubiese negado a contestar al abogado porque aquel día estaba lloviendo o porque hacía sol; tan absurdo como pensar que pueden ponerse en duda los crímenes nazis porque alguien que dijo que los había padecido en realidad no los había padecido, o como pensar que puede ponerse en duda la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York porque Tania Head, quien durante mucho tiempo fue la presidenta de la asociación de víctimas del atentado, era una impostora y el 11 de septiembre de 2001 ni siquiera estaba en Nueva York. En realidad, a estas alturas el debate sobre el negacionismo del Holocausto es un debate muerto, o como mínimo agonizante (lo era ya a la altura de 2005, cuando estalló el caso Marco): sostener que está vivo solo delata ignorancia sobre la realidad del Holocausto y las discusiones que giran en torno a él; o, como en el caso de Marco y de muchos de los combatientes contra el negacionismo, un deseo de magnificar su combate creando un enemigo ilusoriamente poderoso.
El principal argumento que se esgrimió a favor de Marco al estallar el caso Marco es igual de incoherente pero más sofisticado que el anterior. La sofisticación es lógica: el desafuero perpetrado por Marco resulta tan palmario que salir en su defensa con alguna seriedad parece una empresa reservada a cínicos, sofistas, conformistas del inconformismo o inteligencias realmente intrépidas (o quizá solo temerarias). Es verdad, reza el argumento, que Marco nunca estuvo en Flossenbürg y que es un mentiroso; pero es un mentiroso que decía la verdad: su minúscula mentira sirvió para difundir la ingente verdad de los crímenes nazis, y por lo tanto no es condenable, o no es tan condenable como otras. Sobra repetir que, tras el estallido del escándalo, esta fue una de las principales líneas de defensa del propio Marco. Hay que recordar no obstante que no solo Marco razonó así, defendiéndose a la desesperada; también lo hicieron, sin desesperación, tipos tan inteligentes como Claudio Magris.
El argumento, ya digo, es insostenible, aunque cueste más trabajo refutarlo que el anterior. De entrada porque plantea por lo menos dos problemas; dos problemas relacionados entre sí. El primero es descomunal, pero su formulación cabe en una pregunta mínima: ¿es moralmente lícito mentir? A lo largo de la historia, los pensadores se han dividido respecto a esta cuestión en dos tipos básicos: relativistas y absolutistas. Contra lo que cabría suponer, porque el pensamiento tiende de manera indefectible al absoluto, los mayoritarios son los relativistas, aquellos que, como Platón (que en La República hablaba de una «gennaion pseudos»: una noble mentira) o como Voltaire (que en una carta de 1736 le escribía a su amigo Nicolas-Claude Thieriot: «Una mentira es un vicio solo cuando hace el mal; es una gran virtud cuando hace el bien»), razonan que la mentira no siempre es mala y a veces es necesaria, o que la bondad o la maldad de una mentira dependen de la bondad o la maldad de las consecuencias que provoca: si el resultado de la mentira es bueno, la mentira es buena; si el resultado es malo, la mentira es mala. Por el contrario, los absolutistas argumentan que la mentira es en sí misma mala, con independencia de sus resultados, porque constituye una falta de respeto al otro y, en el fondo, una forma de violencia, o un crimen, como dice Montaigne. Pero incluso el propio Montaigne, que odiaba a muerte la mentira y consideraba la verdad como «la primera y fundamental parte de la virtud», defiende en un ensayo titulado «Un rasgo de ciertos embajadores», tal vez recordando las nobles mentiras platónicas, las «mensonges officieux», mentiras oficiosas o altruistas, formuladas para el beneficio de otros.
En realidad, hasta donde alcanzo solo Immanuel Kant llevó a su límite lógico el principio absolutista de veracidad y, en una polémica mantenida en 1797 con Benjamin Constant, arguyó que la prohibición de mentir no admite excepciones. Kant puso un ejemplo célebre: supongamos que un amigo se refugia en mi casa porque lo persigue un asesino; supongamos que el asesino llama a la puerta y me pregunta si mi amigo está en casa o no; en esa situación, afirma Kant, mi obligación moral no es mentir sino, como en cualquier otra situación, decir la verdad: mi obligación no es decirle al asesino que mi amigo no está en casa, para tratar de evitar que entre y lo mate, sino decirle que está en casa, aun a riesgo de que entre y lo mate. Así razona Kant, y no le faltan razones para hacerlo; la más importante: la que se desprende del imperativo categórico, según el cual hay que obrar de forma que podamos desear que todas nuestras acciones se conviertan en principios universales, válidos para todos. Traducido al ejemplo anterior, esto significa que a corto plazo mi mentira quizá provocaría el pequeño bien de salvar la vida de mi amigo, pero, dado que la sociedad se funda en la confianza mutua entre los hombres, a largo plazo acabaría provocando el enorme mal del caos absoluto. El argumento es impecable, aunque pocos parecen dispuestos a darle la razón a Kant, incluso entre los propios kantianos. De hecho, no ha faltado quien califique su postura de lunática, ni quien la haya achacado a los estragos que sus setenta y tres años de edad habían hecho en sus facultades mentales, ni siquiera quien la haya considerado una broma del filósofo. Es posible que el admirable razonamiento de Kant demuestre de forma admirable que la lógica limita con el absurdo. Comentando este debate, De Quincey acusa a Kant, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de cómplice virtual de asesinato. A mí me hubiera gustado conocer la opinión de los amigos de Kant al respecto.
Sea como sea, sabiéndolo o sin saberlo, los defensores de Marco abominan de Kant y sostienen que las mentiras de Marco eran mentiras nobles, por decirlo como Platón, o mentiras oficiosas o altruistas, por decirlo como Montaigne; sostienen en suma, como hace el propio Marco, que él fue un impostor, sí, pero, como de sus labios jamás salió una falsedad histórica, sus ficciones dieron a conocer urbi et orbe la realidad de la barbarie del siglo XX y por tanto sus mentiras fueron buenas mentiras, puesto que su resultado fue bueno. Ahora bien —y aquí es donde asoma el segundo problema—, ¿jamás salió de labios de Marco una falsedad histórica? Quiero decir: dejemos por un momento de lado las razones que llevaron a Marco a mentir; supongamos por un momento que sus mentiras fueron altruistas y didácticas y perseguían un buen fin y no eran mentiras narcisistas y por tanto Marco no mintió por afán de protagonismo, para ser querido y admirado y para esconder, detrás de una fantasía halagadora construida con ensueños de grandeza y heroísmo, la miseria y la mediocridad fundamentales de su vida o lo que él consideraba la miseria y la mediocridad fundamentales de su vida. Atengámonos al resultado de sus mentiras, no a su origen. Entonces la pregunta es: ¿mentía Marco con la verdad?; o dicho de otro modo: ¿decía Marco la verdad sobre la historia (la historia de los campos nazis o, para el caso, la historia de la guerra y la posguerra españolas) a pesar de engañar sobre el lugar que había ocupado y el papel que había desempeñado en ella?
Por supuesto que no. Aunque siempre procuró documentarse a fondo, leyendo libros de historia y empapándose de los relatos escritos y orales de los supervivientes, Marco a menudo cometió errores e inexactitudes, de forma que sus relatos son con frecuencia una mezcla de verdades y mentiras, que es la forma más refinada de la mentira. Es verdad que, en el relato de su peripecia personal, Marco combina adrede datos reales y ficticios, mientras que en el relato de la peripecia colectiva (aquella que enmarca y trata de dotar de verosimilitud a su peripecia personal) lo hace sin querer, por ignorancia o por descuido, pero en ambos casos el resultado es idéntico. He puesto ya muchos ejemplos del modo en que Marco incrusta la mentira en su peripecia personal, y podría poner unos cuantos del modo en que incrusta la mentira en la peripecia colectiva; pongo solo uno, tan concreto como clamoroso. En su relato de la liberación de Flossenbürg publicado en mayo de 2005 por la revista de historia L’Avenç, Marco afirma que, igual que en otros campos de concentración, en aquel existía una cámara de gas; no sé cuántas veces repitió ese dato en sus charlas y conferencias, pero es falso: en Flossenbürg no hubo nunca una cámara de gas.
Esta clase de errores factuales tiene mucha más importancia de lo que parece, porque un solo dato ficticio convierte un relato real en ficción y, al modo del germen causante de una epidemia, puede contaminar de ficción todos los relatos que se derivan de él. Pero lo esencial no es eso. Lo esencial es que lo que Marco contó sería por completo ficticio incluso en el caso hipotético de que él se hubiese documentado sin falta y sus relatos no contuviesen ni el más mínimo error de hecho. En primer lugar, porque esos relatos se sustentan en una mentira previa y fundamental, que es la propia estancia de Marco en un campo nazi y su ejecutoria durante la guerra y la posguerra. Y, en segundo lugar, porque, aunque todos los datos factuales que maneja Marco fuesen verdad, todo su discurso es puro kitsch, es decir, pura mentira; o mejor dicho: porque todo Marco es puro kitsch.
¿Qué es el kitsch? De entrada, una idea del arte que supone una falsificación del arte auténtico, o como mínimo su devaluación efectista; pero también es la negación de todo aquello que en la existencia humana resulta inaceptable, oculto detrás de una fachada de sentimentalismo, belleza fraudulenta y virtud postiza. El kitsch es, en tres palabras, una mentira narcisista, que oculta la verdad del horror y la muerte: del mismo modo que el kitsch estético es una mentira estética —un arte que en realidad es un arte falso—, el kitsch histórico es una mentira histórica —una historia que en realidad es una falsa historia—. Por eso es pura mentira (es decir: puro kitsch) la versión novelera y ornamental de la historia que Marco propagaba en sus relatos tanto de Flossenbürg como de la guerra y la posguerra españolas, narraciones plagadas de emoción y golpes de efecto y énfasis melodramáticos, generosas en cursilería pero inmunes a las complejidades y ambigüedades de la realidad, protagonizadas por un héroe de cartón piedra capaz de mantener, impávido, la dignidad frente a una bestia nazi, o frente a una bestia falangista, dispuesto a ganarle al primero una partida de ajedrez a pesar de que sabe que ganándola puede perder la vida o a quedarse en su asiento cuando el segundo le ordena que se ponga en pie y levante el brazo y cante el «Cara al sol». Igual que la ya vieja industria del entretenimiento necesita alimentarse del kitsch estético, que regala a quien lo consume la ilusión de estar gozando del arte auténtico sin pedirle a cambio ninguno de los esfuerzos que ese goce exige ni obligarle a que se exponga a ninguna de las aventuras intelectuales y los riesgos morales que entraña, la nueva industria de la memoria necesita alimentarse del kitsch histórico, que regala a quien lo consume la ilusión de conocer la historia real ahorrándole esfuerzos, pero sobre todo ahorrándole las ironías y contradicciones y desasosiegos y vergüenzas y espantos y náuseas y vértigos y decepciones que ese conocimiento depara: pocos en España suministraron la mercancía tóxica y golosa de ese kitsch (el «venenoso forraje sentimental aderezado de buena conciencia histórica» del que hablé en «Yo soy Enric Marco») con la pureza y la abundancia con que lo hizo Marco, y es posible que eso explique el éxito fabuloso o parte del éxito fabuloso que sus relatos tuvieron. El kitsch es el estilo natural del narcisista, el instrumento del que naturalmente se vale para su asiduo ejercicio de ocultación de la realidad, para no conocerla o reconocerla, para no conocerse a sí mismo, o para no reconocerse. Marco fue un fabricante imparable de kitsch y, como tal, de sus labios salieron de continuo no solo falsedades históricas, sino también estéticas y morales. Hermann Broch observó que el kitsch presupone «una determinada actitud en la vida, pues no podría existir ni persistir si no existiera el individuo kitsch». Marco encarna como nadie a ese individuo. Por eso es puro kitsch.