9

En «Yo soy Enric Marco» comparé a Marco con don Quijote porque ambos son dos grandes mentirosos que «no se conformaron con la grisura de su vida real y se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia». La comparación sigue pareciéndome válida, pero ahora creo que hay muchas más razones para hacerla.

La historia de don Quijote es la historia de un simple hidalgo llamado Alonso Quijano que, poco antes de cumplir cincuenta años, tras haber llevado una existencia insuficiente, mediocre y tediosa encerrado en un poblachón de la Mancha, decide mandarlo todo al diablo, reinventarse como caballero andante y lanzarse a vivir una vida de héroe, una vida idealista y pletórica de coraje, de honor y de amor; la historia de Marco es parecida: la historia de un simple mecánico llamado Enrique Marco que, poco después de cumplir cincuenta años, tras haber llevado durante la mayor parte de su vida una existencia insuficiente, mediocre y tediosa encerrado en un taller de Barcelona, decide mandarlo todo al diablo, reinventarse como un héroe civil y lanzarse a vivir una vida de héroe civil, una vida idealista y pletórica de coraje, de honor y de amor. Pero hay más. Alonso Quijano es un narcisista, que inventa a don Quijote para no conocerse a sí mismo o para no reconocerse, para ocultar, tras la grandeza épica de don Quijote, la ramplona pequeñez de su vida pasada y la vergüenza que siente por ella, para poder vivir a través de don Quijote la vida virtuosa e intensa que nunca ha vivido; por su parte, el narcisismo de Marco inventa primero a Enrique Durruti o a Enric Batlle o a Enrique Marcos, al irreductible obrero libertario y resistente antifranquista y líder de la CNT, y luego a Enric Marco, el deportado de Flossenbürg y líder de la Amical de Mauthausen y combatiente antinazi, para esconder tras esa máscara heroica la mediocridad de su vida pasada y la vergüenza que siente por ella, para poder vivir, primero a través de Enrique Durruti o Enric Batlle o Enrique Marcos y luego a través de Enric Marco, la vida grande, virtuosa e intensa que nunca ha vivido. A punto de llegar a los cincuenta años Alonso Quijano dejó de llamarse prosaicamente Alonso Quijano y empezó a llamarse poéticamente don Quijote de la Mancha, dejó los cuidados cotidianos de su ama y su sobrina por el amor imposible y radiante de Dulcinea, dejó las rutinas insípidas de su casa por las sabrosas incertidumbres de los caminos y las ventas de España y dejó su pobre vida de hidalgo por la vida pródiga en aventuras de un caballero andante; de igual modo, poco después de llegar a los cincuenta años Marco dejó de llamarse Marco y empezó a llamarse Marcos, dejó a una inmigrante mayor, andaluza y sin cultura, por una joven culta, elegante y medio francesa, dejó un suburbio obrero de Barcelona por un suburbio burgués y dio de lado su vida tediosa de mecánico por una vida apasionante de líder sindical y paladín de la libertad política, la justicia social y la memoria histórica.

¿Más? Más. Como Marco, don Quijote está hambriento de fama y gloria, ansioso de que sus hazañas perduren en la memoria del mundo, impaciente por que hombres y mujeres hablen de él, lo quieran y lo admiren y lo consideren excepcional y heroico; como Marco, don Quijote es un mediópata, un adicto a salir en la foto. También es un lector compulsivo, y posee, igual que Marco, algunas virtudes fundamentales para un escritor o un novelista: la fuerza, la fantasía, la imaginación y el gusto por la palabra; es posible incluso que, igual que Marco, sea un novelista frustrado: si Alonso Quijano hubiese escrito un libro de caballerías, quizá nunca hubiese sido don Quijote, porque habría invertido en la ficción su imparable capacidad fabuladora y habría vivido vicariamente en ella lo que quiso vivir en la realidad, igual que quizás el Marco real nunca hubiese creado al Marco ficticio si hubiese inventado sus peripecias y las hubiese vivido vicariamente al escribir una ficción. Antes que cualquier otra cosa, Alonso Quijano es un actor: a partir de los cincuenta años y casi hasta su muerte, interpreta a don Quijote, igual que, desde sus cincuenta años hasta ahora mismo, el Marco verdadero interpreta al Marco ficticio. Esto es esencial. Lo que define a don Quijote, igual que lo que define a Marco, no es que confunda la realidad con los sueños, la ficción con la realidad o la mentira con la verdad, sino que quiere hacer realidad sus sueños, convertir la mentira en verdad y en realidad la ficción. Lo extraordinario es que ambos lo consiguen: una de las cosas que distinguen la primera parte del Quijote de la segunda es que en la primera parte don Quijote se inventa los prodigios caballerescos que le ocurren, confunde molinos con gigantes y ventas con castillos, mientras que en la segunda parte los prodigios ocurren de verdad, o así lo cree don Quijote, que enamora a doncellas, asiste a naufragios, oye hablar a cabezas encantadas y lucha en combate singular con otros caballeros andantes; igualmente, sobre todo en la segunda mitad de los años setenta, cuando era secretario general de la CNT, Marco acabó viviendo lo que había imaginado, acabó convertido en un líder obrero, enfrentándose a la policía y siendo golpeado por ella, pasando al menos unas horas en comisaría por motivos políticos o relacionados con la política. Por lo demás, no hay que engañarse: aunque antes que nada fuera un actor, Alonso Quijano no fingía cuando interpretaba a don Quijote; él era don Quijote: tenía tan incorporado a sí mismo el personaje de don Quijote como el actor que se cree el personaje que interpreta, de modo que nadie podía convencerle de que reconociese que no era don Quijote sino Alonso Quijano. Lo mismo le ocurría a Marco y, en parte por esa razón, tras el estallido de su caso y el descubrimiento de su impostura no reconoció su equivocación ni permaneció en silencio ni se conoció a sí mismo o se reconoció como quien era, sino que se negó a aceptar su verdadera identidad y salió a defenderse en la prensa, la radio, la televisión y el cine, salió a defender su yo inventado, el yo heroico que querían abatir, apuntalando a duras penas, con elementos de su pasado real, la existencia de aquel tambaleante personaje ficticio.

Así que Marco es don Quijote, o una versión singular de don Quijote. En cierto sentido, incluso —como notó mi hijo al conocerlo—, es un don Quijote mejor o más perfecto que don Quijote. Lo es porque, a diferencia de don Quijote, que casi carece de pasado, él no solo tiene un pasado sino que sabe que el pasado no pasa nunca, que es apenas una parte o una dimensión del presente y que ni siquiera —lo dijo Faulkner— es pasado; en consecuencia, además de reinventar su presente, Marco reinventa su pasado (o reinventa su presente gracias a que reinventa su pasado). Y es un don Quijote mejor o más perfecto que don Quijote porque tiene éxito donde don Quijote fracasa: así como Alonso Quijano nunca engañó a nadie y todo el mundo sabía que no era más que un pobre hombre que se creía un héroe caballeresco, Marco convenció a todo el mundo de que el Marco ficticio era el Marco real, y de que era un héroe civil. Dicho todo esto, habrá quien objete que, más allá de las similitudes que unen a Marco y don Quijote, algo decisivo los separa, y es que don Quijote está loco y Marco no. Dudo que la objeción sea inapelable. Es verdad que don Quijote está completamente loco, pero también es verdad que está completamente cuerdo, y no estoy seguro de que, a su manera, no sea justo eso lo que le ocurre a Marco: igual que don Quijote solo dice disparates cuando habla de la caballería andante, Marco solo dice disparates cuando habla de sus andanzas como héroe antifascista. Marco también tiene libros de caballerías: son su propio pasado.

Una última cosa. Antes dije que quizá don Quijote y Marco sean dos novelistas frustrados y que, si hubiesen escrito lo que habían soñado, tal vez no hubiesen intentado vivirlo; también dije o insinué que lo que don Quijote y Marco quieren no es convertir la realidad en ficción sino la ficción en realidad: no escribir una novela sino vivirla. Ambas hipótesis no son incompatibles, pero la segunda me parece superior a la primera.

Don Quijote y Marco no son dos novelistas frustrados: son dos novelistas de sí mismos; nunca se hubieran conformado con escribir sus sueños: ellos quieren protagonizarlos. A los cincuenta años de edad, don Quijote y Marco se rebelan contra su destino natural, que es, pasada ya la cumbre de la vida, darse por satisfechos con lo que han vivido y prepararse para la muerte; ellos no condescienden, no se resignan, no se someten, ellos quieren seguir viviendo, quieren vivir más, quieren vivir todo aquello que nunca vivieron y que siempre soñaron con vivir. Y están dispuestos a todo para conseguirlo; a todo significa a todo: también, a engañar al mundo haciéndole creer que son el gran don Quijote y el gran Enric Marco. Entre la verdad y la vida, eligen la vida: si la mentira da vida y la verdad mata, ellos eligen la mentira; si la ficción salva y la realidad mata, ellos eligen la ficción. Aunque elegir la ficción suponga negar que hay cosas que se pueden hacer en las novelas pero no en la vida, porque las reglas de las novelas y las de la vida son distintas; aunque elegir la mentira suponga transgredir un principio básico de nuestra moral e incurrir en el «vicio maldito» de Montaigne, en la bajeza y la agresión y la falta de respeto y la violación de la primera regla de convivencia entre humanos, que consiste en decir la verdad. Como el pájaro de un verso de T. S. Eliot, Nietzsche observó que los seres humanos no podemos soportar demasiada realidad y que a menudo la verdad es mala para la vida; por eso abominaba de nuestra pequeña moral pequeñoburguesa, de nuestra ética mezquina de gente respetable que respeta la verdad o que piensa que la verdad es respetable, y elogiaba las grandes mentiras que afirman la vida. Huérfanos de remordimientos y mala conciencia, don Quijote y Marco aparecen, así, como héroes nietzscheanos: no inmorales ni amorales, sino extramorales. ¿Lo son? ¿Es esta la forma inesperada y grandiosa en que Marco se nos convierte en un héroe? ¿Es Marco un héroe moral o extramoral, un rebelde luciferino no solo contra las imposiciones de la moral burguesa, sino contra las imposiciones de la realidad? ¿Es esta la forma en que, después de haberse pasado la vida diciendo Sí y estando con la mayoría, inesperadamente Marco dijo por fin No y se alineó con la minoría?

Me gustaría responder sí. Respondo: sí, aunque solo en parte. Marco se inventó un pasado (o lo adornó o lo maquilló) en un momento en que alrededor de él, en España, casi todo el mundo estaba adornando o maquillando su pasado, o inventándoselo; Marco reinventó su vida en un momento en que el país entero estaba reinventándose. Es lo que ocurrió durante la transición de la dictadura a la democracia en España. Muerto Franco, casi todo el mundo empezó a construirse un pasado para encajar en el presente y prepararse el futuro. Lo hicieron políticos, intelectuales y periodistas de primera fila, de segunda fila y de tercera fila, pero también personas de todo tipo, personas de a pie; lo hizo gente de derechas y gente de izquierdas, unos y otros deseosos de demostrar que eran demócratas desde siempre y que durante el franquismo habían sido opositores secretos, malditos oficiales, resistentes silenciosos o antifranquistas durmientes o activos. No todo el mundo mintió con la misma pericia o descaro o insistencia, por supuesto, y pocos llegaron a inventarse del todo una nueva identidad; la mayoría se limitó a maquillar o adornar su pasado (o a desvelar por fin una intimidad miedosamente velada u oportunamente oculta hasta entonces). Pero, hiciera lo que hiciera, todo el mundo lo hizo con tranquilidad, sin desazón moral o sin demasiada desazón moral, sabiendo que a su alrededor todo el mundo estaba haciendo más o menos lo mismo y que por lo tanto todo el mundo lo aceptaba o lo toleraba y nadie estaba muy interesado en hacer averiguaciones sobre el pasado de nadie porque todo el mundo tenía cosas que ocultar: al fin y al cabo, a mediados de los años setenta el país entero cargaba a cuestas con cuarenta años de dictadura a la que casi nadie había dicho No y casi todos habían dicho Sí, con la que casi todos habían colaborado por fuerza o por gusto y en la que casi todos habían prosperado, una realidad que intentó esconderse o maquillarse o adornarse como Marco había adornado o maquillado o escondido la suya, inventando un ficticio pasado individual y colectivo, un noble y heroico pasado en el que muy pocos españoles habían sido franquistas y en el que habían sido resistentes o disidentes antifranquistas muchos que no habían movido un dedo contra el franquismo o habían trabajado codo a codo con él.

Esa es la realidad: al menos durante los años del cambio de la dictadura a la democracia, España fue un país tan narcisista como Marco; también es cierto, por tanto, que la democracia se construyó en España sobre una mentira, sobre una gran mentira colectiva o sobre una larga serie de pequeñas mentiras individuales. ¿Pudo construirse de otro modo? ¿Pudo la democracia construirse sobre la verdad? ¿Podía el país entero reconocerse honestamente como lo que era, en todo el horror y la vergüenza y la cobardía y la mediocridad de su pasado, y a pesar de ello seguir adelante? ¿Podía reconocerse o conocerse a sí mismo, igual que Narciso, y a pesar de ello no morir por exceso de realidad como Narciso? ¿O fue esa gran mentira colectiva una de las nobles mentiras de Platón o una de las mentiras oficiosas de Montaigne o una de las mentiras vitales de Nietzsche? No lo sé. Lo que sí sé es que, al menos durante aquellos años, las mentiras de Marco sobre su pasado no fueron la excepción sino la norma, y que en el fondo él se limitó a exagerar hasta el extremo una práctica por entonces común: cuando estalló su caso, Marco no pudo defenderse diciendo que lo que había hecho no era más que lo que todo el mundo hacía en los años en que él se reinventó, pero sin la menor duda lo pensaba. Y lo que también sé es que, aunque nadie se atrevió a llevar su impostura hasta donde Marco la llevó, quizá porque nadie tenía la energía, el talento y la ambición suficientes para hacerlo, también en este asunto nuestro hombre —en parte, como mínimo en parte— estuvo con la mayoría.