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No volví a plantearme escribir sobre Enric Marco hasta cuatro años después de que estallara su caso, cuando acababa de publicar Anatomía de un instante, un relato real o una novela sin ficción que nada tenía que ver con Marco y, con la ayuda de mi psicoanalista, había llegado a la conclusión de que yo era un impostor y había recordado a mi amigo Pisón, en la casa madrileña de Vargas Llosa, llamándome impostor. Por entonces me hallaba en un estado deplorable y sentía que lo que necesitaba para salir de él era una novela con ficción, un relato ficticio y no un relato real —la ficción salva, la realidad mata, me repetía—, y que mi relato de la historia de Marco solo podía ser un relato real, porque Marco ya había contado suficientes ficciones sobre su vida y añadir ficción a esas ficciones era redundante, literariamente irrelevante; recordaba asimismo los argumentos que, cuatro años atrás, durante una noche de insomnio en un hotel de Madrid, me habían decidido a abandonar el libro sobre Marco antes de empezar a escribirlo. Pero también recordaba el entusiasmo halagador de Vargas Llosa en su casa de Madrid, y me dije que quizás era cierto que Marco era un personaje mío, me dije que quizá solo un impostor podía contar la historia de otro impostor y que, si yo era de verdad un impostor, quizá nadie podía contar mejor que yo la historia de Marco. Además, durante los cuatro años que había empleado en escribir el libro que acababa de publicar nunca había olvidado del todo a Marco, nunca había dejado de saber que estaba allí, en la recámara, inquietante, seductor y peligroso, como una granada que tarde o temprano tendría que lanzar para que no me estallase en las manos, como una historia que tarde o temprano tendría que contar para librarme de ella. Resolví que había llegado el momento de intentarlo; o que por lo menos era mejor intentarlo que seguir chapoteando en el lodazal del abatimiento.

La resolución duró apenas una semana, el tiempo que tardé en volver a sumergirme en la historia y en descubrir gracias a Internet, con sorpresa, que nadie había escrito un libro sobre Marco, pero también, con decepción (y con íntimo alivio), que acababa de estrenarse una película sobre él. Se titulaba Ich bin Enric Marco, era obra de dos jóvenes directores argentinos, Santiago Fillol y Lucas Vermal, y había sido estrenada en un festival de cine. La decepción era fruto de una certeza súbita: si alguien había contado con imágenes la historia de Marco, no tenía sentido que yo la contase con palabras (de ahí el alivio). De todos modos, sentía curiosidad por ver la película, y me enteré de que uno de sus directores, Santiago Fillol, vivía como yo en Barcelona. Conseguí su teléfono, le llamé, quedamos.

La cita fue en un restaurante de la plaza de la Virreina, en el barrio de Gracia. Fillol resultó ser un treintañero bajito, moreno y escuálido, con una barba y un bigote despoblados y gafas de intelectual; también, uno de esos argentinos que parecen haber leído todos los libros y visto todas las películas y que, antes que resignarse a usar un cliché, prefieren que les corten una mano. Me traía una copia en deuvedé de su película. Mientras comíamos, hablamos de ella, del rodaje, de la convivencia durante varias semanas con Marco, sobre todo hablamos de Marco. No fue hasta la hora del postre cuando Santi me preguntó si pensaba escribir sobre él. Le dije que no.

—Vosotros ya habéis contado la historia —razoné, saboreando un flan y señalando su película—. ¿Para qué voy a volver a contarla yo?

—No, no —se apresuró a contradecirme Santi, que se había saltado el postre y había pedido un café—. Nosotros solo filmamos un documental, pero no contamos la historia entera de Enric. Eso todavía hay que hacerlo.

A punto estuve de contestarle que quizá la historia entera de Marco no podía contarse, y de citar a Vargas Llosa, a Magris y a Arrabal. Contesté:

—Sí, la verdad es que pensé que a estas alturas por lo menos una docena de escritores españoles habrían escrito ya sobre Marco. Pero no hay ninguno, me parece.

—No que yo sepa —confirmó Santi—. Bueno, creo que alguno lo intentó, pero se asustó en seguida. ¿Te extraña? A mí no. En la historia de Enric todo el mundo queda como el culo, empezando por el propio Enric, siguiendo por los periodistas y los historiadores y acabando por los políticos; en fin: el país al completo. Para contar la historia de Enric hay que meter el dedo en el ojo, y a nadie le gusta eso. A nadie le gusta ser un aguafiestas, ¿no es cierto? Y menos a los escritores españoles.

Santi debió de temer que yo tuviese una reacción gremialista o patriótica, porque en seguida se disculpó, vagamente. Le dije que no tenía por qué disculparse.

—No, ya lo sé, es solo que… En fin. —Una sonrisa traviesa alargó sus labios por debajo de su bigote ralo, que se había manchado de café—. ¿Sabes? Me gusta mucho la literatura, leo bastante, también la española; pero, para serte sincero, los escritores españoles de ahora me parecen un poquito insustanciales, por no decir cobardones: no escriben lo que les sale de las tripas sino lo que les parece que toca escribir o que va a gustar a los críticos, y el resultado es que no pasan de la ornamentación o el esnobismo.

No le dije que yo no era mejor que mis colegas, porque justo a tiempo comprendí que, si lo hacía, él podría sentirse obligado a mentir, a decir que sí lo era. Santi me urgió a que viese su película, para que comprobase que mi libro no tenía por qué ser incompatible con ella, y me ofreció la documentación que habían acumulado para su rodaje y la ayuda que necesitase.

—No sé —le dije, después de agradecer su generosidad; luego le hablé del libro que acababa de publicar, de mi relato real, y me excusé—: La verdad es que estoy harto de realidad. He llegado a la conclusión de que la realidad mata y la ficción salva. Ahora necesito un poco de ficción.

Santi soltó una carcajada.

—¡Pues con Enric te vas a hartar de ella! —explicó—. Enric es pura ficción. ¿No te das cuenta? Todo él es una ficción enorme, una ficción, además, incrustada en la realidad, encarnada en ella. Enric es igual que don Quijote: no se conformó con vivir una vida mediocre y quiso vivir una vida a lo grande; y, como no la tenía a su alcance, se la inventó.

—Hablas de Marco como si fuera un héroe —le hice notar.

—Es que lo es: un héroe y un villano, todo a la vez; o un héroe y un villano y además un pícaro. Así de complicada es la cosa; y así de interesante. No sé si tus otras ficciones pueden esperar, pero esta no: Enric tiene ochenta y ocho años. Cualquier día se morirá, y su historia se quedará sin contarse. En fin —concluyó—, haz lo que quieras. Espero que te guste la película.

La película no solo me gustó: me gustó mucho. Además, comprobé que Santi tenía razón y que él y Lucas Vermal no habían querido contar la historia completa de Marco; quizás esa era, de entrada, la principal virtud de la cinta. Esta se limitaba a contrastar la historia inventada de Marco —según la cual había escapado clandestinamente a Francia al final de la guerra civil, había sido detenido en Marsella por la policía de Pétain y luego entregado a la Gestapo, había sido deportado a Alemania y confinado en el campo de Flossenbürg, cerca de Munich— con la historia verdadera —según la cual había ido a Alemania, sí, aunque como trabajador voluntario en el marco de un convenio entre Hitler y Franco, y había pasado varios meses encarcelado, sí, aunque en un penal común y corriente de Kiel, al norte del país—. Pero quedaban multitud de historias que contar y multitud de interrogantes en el aire: ¿de dónde había salido Enric Marco? ¿Cómo había sido su vida antes y después del escándalo que el descubrimiento de su impostura había provocado? ¿Por qué había hecho lo que había hecho? ¿Había mentido solo una vez, en relación con su estancia en el campo de Flossenbürg, o se había pasado la vida mintiendo? En definitiva: ¿quién era de verdad Enric Marco? A pesar de su excelencia, o precisamente por ella, la película de Santi y Lucas Vermal no contestaba esas preguntas, no agotaba ni pretendía agotar el personaje de Marco, de modo que, después de verla, llamé por teléfono a Santi, le felicité por su trabajo y le pedí que intercediera para que Marco aceptase entrevistarse conmigo.

—Entonces, ¿vas a escribir el libro? —me preguntó Santi.

—Puede ser —contesté—. Por lo menos voy a intentarlo.

—¡El gallego no se arruga, che! —Le oí exclamar, como si hablara con otra persona; continuó—: Pierde cuidado. Hoy mismo organizo el encuentro con Enric. Te acompañaré a verle.

La entrevista tuvo lugar unos días después en Sant Cugat, una pequeña ciudad cercana a Barcelona. Santi y yo hicimos el viaje en tren, y al bajar en la estación caminamos hasta la casa de Marco, un sobreático de la rambla del Celler, en la parte nueva de la ciudad, donde, según me contó Santi, nuestro hombre había vivido hasta unos años atrás con su mujer y sus dos hijas, y donde ahora vivía solo con su mujer. No sé si fue ella o Marco quien nos abrió la puerta de su casa, pero sí que la primera impresión que me produjo Marco fue desagradable, un poco monstruosa: me pareció una especie de gnomo. Un gnomo medio calvo, moreno, macizo, fortachón y bigotudo, que se sentaba y en seguida se levantaba, que llevaba y traía papeles y libros y documentos y que, mientras iba y venía sin sosiego del comedor a una galería de grandes ventanales que daban a una terraza abierta al cielo soleado de aquel mediodía veraniego, no paraba ni un momento de hablar de sí mismo, de mi hermana Blanca, de la película que había hecho con Santi y de mis libros y artículos, tratando de halagarme o de congraciarse conmigo.

Me pareció increíble que aquella turbina ambulante tuviera ochenta y ocho años. A pesar de su cuerpo minúsculo y de las manchas de vejez que moteaban su piel, saltaba a la vista su energía feroz y la vitalidad juvenil que irradiaban sus ojos y sus gestos; no conservaba demasiado pelo en la cabeza, pero lucía un mostacho denso y completamente negro; a la altura de los pectorales llevaba prendida en el jersey una minúscula banderita de la Segunda República. Su mujer, que se llamaba Dani, nos estrechó la mano a Santi y a mí y conversó un momento con nosotros, aunque no recuerdo de qué habló porque, oyéndola y mirándola, no pude evitar preguntarme qué habría sentido aquella señora mínima, dulce, sonriente y mucho más joven que Marco cuando estalló el escándalo y su marido se convirtió en el gran impostor y el gran maldito, qué habría pensado cuando supo que durante varias décadas él la había engañado igual que había engañado a todo el mundo. La mujer de Marco se marchó en seguida. Para entonces Santi llevaba ya un rato caminando arriba y abajo detrás de Marco y tratando de parar su imparable chorro verbal con el fin de explicarle el motivo de nuestra visita. Mientras lo observaba, sentí por él una mezcla de gratitud, admiración y piedad: gratitud por su empeño en ayudarme; admiración porque parecía un domador intentando en vano reducir a una fiera; piedad porque, para hacer su película, había tenido que soportar a Marco día y noche durante semanas de rodaje. En cuanto a mí, la primera impresión de fuerte desagrado físico que experimenté ante Marco se prolongó en una fuerte impresión de desagrado moral: plantado de pie en el comedor de su casa, viéndole ir y venir perseguido por Santi, me pregunté qué demonios estaba haciendo yo allí, y me odié con toda mi alma por haber ido a ver a aquel perfecto farsante, mentiroso redomado y sinvergüenza integral, y por estar dispuesto a pasarme semanas escuchando su historia para escribir mi maldito libro, en vez de emplear ese tiempo haciendo compañía a mi madre, una mujer que, dijera lo que dijera mi psicoanalista, no había matado una mosca en su vida, que a pesar de eso se confesaba y comulgaba todas las semanas y que, si algo necesitaba ahora que se había quedado viuda, era que su hijo la escuchase. Pensé que Santi y Lucas Vermal no eran dos valientes: eran dos héroes. Pensé que yo no estaba en condiciones de imitar su hazaña. Pensé que en realidad yo era tan sinvergüenza como Marco, y en ese preciso instante, con renovado alivio, decidí que por nada del mundo escribiría un libro sobre él.

Del resto de aquella reunión en Sant Cugat solo recuerdo dos cosas, aunque las recuerdo muy bien. La primera es que, para justificar el viaje, Santi, Marco y yo comimos en La Tagliatella, un restaurante italiano situado frente a la casa de Marco, y que, para compensarlos por el tiempo que les había hecho perder, pagué la cuenta. La segunda es que durante la comida, mientras yo engullía pasta picante y vaciaba grandes vasos de vino tinto, Marco descargó sobre Santi y sobre mí una tormenta de autobombo sin pudor y de justificaciones imposibles (en la que, según advertí con asombro, de vez en cuando Marco pasaba de la primera a la tercera persona, igual que si no hablase de sí mismo): él era un gran hombre, una persona generosa y solidaria y muy humana, un luchador incansable por las buenas causas, y por eso tanta gente decía maravillas de él. «Tenga cuidado —me advirtió para empezar—. Si habla mal de Enric Marco se va a encontrar con mucha gente que le diga: “Usted no conoce a Enric Marco: verdaderamente, es una persona extraordinaria, sensacional, de grandes virtudes”». «Verdaderamente —me advirtió después—, si un día se diese la noticia de que Enric Marco ha muerto, la plaza de Cataluña se quedaría pequeña para acoger a la gente que iría a llorarlo». Era así: todo el mundo lo quería y lo admiraba, su familia sentía adoración por él, tenía decenas, cientos de amigos que a pesar de todo no le habían vuelto la espalda, gentes dispuestas a hacer cualquier cosa por él. Había dado muestras de coraje y dignidad sin cuento, había sido un líder en todas partes, en el barrio de su infancia, en el ejército de su juventud y en sus años de Alemania; y luego en su madurez: en los años de lucha clandestina contra el franquismo, en la universidad, en la CNT —el sindicato anarquista del que había sido secretario general en los años setenta— y en FAPAC —la asociación de padres de alumnos de la que había sido vicepresidente en los años ochenta y noventa—, también en la Amical de Mauthausen. Y no era que él hubiese buscado ser protagonista de nada; todo lo contrario: él no necesitaba ningún protagonismo, no era una persona egocéntrica ni pagada de sí misma, eso había que dejarlo claro desde el principio. Eran los otros quienes le habían empujado al liderazgo y al protagonismo, eran los otros quienes le pedían a todas horas: «Hazlo tú, que nosotros no nos atrevemos»; «Habla tú, que eres un pico de oro y tienes energía y eres tan inteligente y sabes seducir y conmover y convencer a todo el mundo». Y él se sacrificaba y lo hacía. La notoriedad y la fama y la admiración de los demás le habían perseguido toda su vida, pero él no había hecho otra cosa que huir de ellas, es verdad que con escaso éxito. Cuando se era como él no era fácil ser humilde, pero él lo había conseguido. La gente por ejemplo se empeñaba en considerarlo un héroe, siempre había sido así, era una verdadera manía; él sin embargo lo odiaba, intentaba evitarlo por todos los medios, no le gustaba que lo enalteciesen, que magnificasen su figura, siempre fue un hombre modesto, sin pretensiones. Pero los alumnos y los profesores de las escuelas en las que daba charlas cuando era presidente de la Amical de Mauthausen le decían un día sí y otro también: «A pesar de que usted diga que no es un héroe, usted es un héroe; es un héroe precisamente porque dice que no es un héroe». Y él se enfadaba y les replicaba: «Enric Marco no es un héroe, de ninguna manera. Es una persona distinta, eso sí, lo admito, pero no excepcional. Verdaderamente, lo único que ha hecho a lo largo de toda su vida es luchar, sin descanso y con todas sus fuerzas y con total desprecio del peligro y de sus intereses personales, por la paz, por la solidaridad, por la libertad, por la justicia social, por los derechos humanos, por la difusión de la cultura y la memoria. Eso es todo». Así les replicaba. Y era verdad. Siempre había estado donde más falta hacía, nunca había dejado de ayudar a nadie, ni de hacer el bien y propagarlo, siempre había sido un luchador ejemplar, un trabajador ejemplar, un compañero, un marido y un padre ejemplar, un hombre que lo había dado todo por los demás. ¿Y cómo se lo habían pagado? Con aquel desprecio, con aquel silencio y aquel ostracismo ignominioso en el que le habían confinado desde que estalló el escándalo. ¿Que había cometido un error? ¿Que había dicho que había estado preso en un campo nazi cuando en realidad no lo había estado? ¿Y quién no comete un error? ¿Quién puede tirar la primera piedra? Muchos, al parecer, porque a él no le habían tirado una piedra sino miles, lo habían lapidado, lo habían masacrado y humillado sin piedad, había sido víctima de un linchamiento atroz. Y era cierto, lo reconocía, había cometido una equivocación, pero la había cometido por una buena causa. No había engañado, no era un farsante ni un impostor, como decían de él; simplemente había alterado un poco los hechos: todo lo que contó sobre el horror de los nazis estaba documentado y no era falso, aunque él fuera un embustero; todo lo que contó sobre sí mismo era verdad, aunque hubiese cambiado el escenario. Había cometido un fallo estúpido, porque él no necesitaba inventarse un currículum de resistente y víctima de los nazis, él era de verdad un resistente y una víctima de los nazis, él había sido detenido de verdad por la Gestapo y de verdad había sido prisionero en la Alemania nazi, no en un campo de concentración sino en una cárcel, es cierto, pero ¿qué diferencia había entre las dos cosas? Todo eso también estaba documentado, ¿acaso no había visto yo la película de Santi? Y entonces, ¿cómo se habían atrevido a decirle las víctimas que él no era de los suyos, solo porque no estuvo en un campo nazi sino en una cárcel nazi? Había dicho cosas que no eran, sí, había adornado o maquillado o modificado un poco la verdad, sí, pero no lo había hecho por egoísmo sino por generosidad, no por vanidad sino por altruismo, para educar a las nuevas generaciones en el recuerdo del horror, para recuperar la memoria histórica de aquel país amnésico, él había sido un gran impulsor, si no el principal impulsor, de la recuperación de la memoria histórica en España, de la memoria de las víctimas de la guerra y la posguerra, del franquismo y el fascismo y el nazismo, cuando llegó a la Amical de Mauthausen los antiguos deportados y supervivientes de los campos nazis habían muerto o estaban viejos y acabados, ¿cómo iban ya a transmitir su mensaje? ¿Y quién podía hacerlo mejor que él, que aún estaba joven y tenía fuerzas, y que además era historiador? ¿Sabía yo que él había estudiado la carrera de historia en la universidad? ¿Quién mejor que él podía dar voz a los que ya no tenían voz? ¿Hubiera debido permitir que los últimos testigos españoles de la barbarie nazi se quedaran mudos y que todo lo que padecieron cayese en el olvido y su lección se perdiese para siempre? Era verdad que él también hubiera podido ser un gran historiador, en la universidad los profesores se lo habían dicho a menudo, pero no quiso serlo. ¿Y sabía yo por qué? Porque la historia es una materia árida, fría y sin vida, una abstracción desprovista de interés para los jóvenes; él les despertó el amor por ella, él se la acercó: en la infinidad de charlas que ofrecía, él les presentaba la historia a los chicos en primera persona, palpitante y concreta, sin ahorrarles sangre, sudor y vísceras, él les hizo llegar la historia con todo su colorido, su sentimiento, su emoción, su aventura y su heroísmo, él la encarnaba y la revivía ante ellos, y gracias a aquella estratagema los chicos habían adquirido conocimiento y conciencia del pasado. ¿Era eso malo? ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué le habían condenado sin juicio y sin apelación? Había sido determinante para la Amical de Mauthausen, había impulsado la recuperación de la memoria histórica, había difundido el conocimiento de la historia entre los adolescentes, había peleado por los derechos de los trabajadores, por la mejora de la educación pública, por la libertad de su país, jugándose el pellejo y soportando torturas durante los años terribles del franquismo, había combatido primero por la victoria de la Segunda República y luego contra Franco durante la guerra y la posguerra, ¿y por eso le habían castigado? ¿Acaso no había hecho nada bueno? ¿Merecía aquella pena? ¿Era justo que lo hubieran convertido en un criminal? ¿No había verdaderos criminales a quienes condenar? ¿Y Kissinger? ¿Y Bush? ¿Y Blair? ¿Y Aznar? De todos modos, él no pensaba pedir perdón, no había hecho nada malo, no había cometido ningún delito, no buscaba rehabilitarse. Eso también tenía que quedar claro. Nada de rehabilitaciones públicas, no las necesitaba, a él le bastaba con el cariño de su mujer, de sus hijas y de sus amigos. No pretendía que le devolvieran el reconocimiento general que le habían hurtado tras habérselo ganado a pulso, el respeto y el afecto y la admiración que todos le tenían, su fama de hombre excepcional que había contribuido excepcionalmente a difundir el conocimiento del pasado y a mejorar la humanidad. No. Sabía muy bien que el mundo estaba en deuda con él, pero no pensaba cobrar esa deuda. Lo único que quería era recuperar la voz, quitarse la mordaza, poder defenderse y contar la verdad o por lo menos su versión de la verdad, podérsela contar a los jóvenes y a los no tan jóvenes, a todos aquellos que habían confiado en él y lo habían ensalzado y querido. Y dejarle un nombre limpio a su familia y poder morir tranquilo. Eso era lo único que quería. Y en eso yo, que era un gran escritor, que escribía libros y artículos tan admirables y a quien conocía y quería antes incluso de haberme conocido, porque conocía y quería a mi hermana Blanca, podía serle muy útil. Ojo: no solo podía serle muy útil a él, cosa que sería lo de menos; podía serles muy útil a todos, contando en un libro su vida verdadera.

—Bueno —dijo Santi en cuanto nos despedimos de Marco a la puerta de La Tagliatella y echamos a andar hacia la estación de tren—, ¿qué te pareció el viejito?

Esperé a que nos hubiésemos alejado lo suficiente de Marco para decir, o casi gritar:

—¡Un horror! ¡Un auténtico horror!

Durante el trayecto de vuelta a Barcelona me desahogué: le dije a Santi lo que opinaba de Marco. Le dije que no solo era un mentiroso consumado; también era un manipulador, un sinvergüenza y un pelota sin escrúpulos que quería utilizarme para blanquear sus embustes y sus fechorías. Le dije que no pensaba ni por asomo escribir la historia de Marco, porque me parecía un hombre horrible y porque Marco no era una ficción sino una realidad espantosa, y lo que yo necesitaba era una ficción. Le dije que, además, era imposible escribir la historia de Marco y, ahora sí, cité a Vargas Llosa y a Magris y hasta a Arrabal y su teoría de que el mentiroso no tiene historia o de que es imposible contarla sin mentir. Le dije incluso que, aunque hubiera sido posible contar la historia de Marco, no había que contarla, era una inmoralidad, porque contarla —aquí cité a Primo Levi y a Teresa Sala— significaba intentar entender a Marco, e intentar entender a Marco era casi justificarlo, y después concluí —no sé si citando a Anna Maria Garcia— que lo mejor que se podía hacer con aquel monstruo de vanidad y de egotismo era no escribir sobre él, dejarlo pudrirse en su soledad sin honor. Santi me escuchó con paciencia, riéndose a ratos, sin molestarse en discutir mis argumentos, tratando en vano de suavizar mi furia con dosis inalterables de ironía porteña y, cuando nos bajamos del tren en Barcelona, me propuso tomar un café.

—¡Ni hablar! —le respondí, casi volviendo a gritar—. ¡Ahora mismo me voy a ver a mi madre!

A finales de aquel mismo año se estrenó en los cines Ich bin Enric Marco, la película de Santi Fillol y Lucas Vermal, y el día 27 de diciembre publiqué en el diario El País un artículo sobre ella. Se titulaba «Yo soy Enric Marco». Decía así:

«El 11 de mayo de 2005 se descubrió la verdad: Enric Marco era un impostor. Durante los veintisiete años anteriores Marco había fingido ser el prisionero n.º 6448 del campo de concentración alemán de Flossenbürg; había vivido esa mentira y la había hecho vivir: en esas casi tres décadas Marco pronunció centenares de charlas sobre su experiencia del nazismo, presidió la Amical de Mauthausen, la asociación que reúne a los antiguos deportados españoles en los campos nazis, recibió importantes honores y condecoraciones y el 27 de enero de 2005 conmovió en algún caso hasta las lágrimas a los parlamentarios españoles reunidos en el Congreso de los Diputados para rendir homenaje por vez primera a los casi nueve mil republicanos españoles deportados por el III Reich; por lo demás, solo el descubrimiento in extremis de la superchería impidió que, tres meses y medio después de esa interpretación estelar, Marco se superara a sí mismo pronunciando un discurso en el campo de Mauthausen, ante el presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y otros altos dignatarios, durante la conmemoración de los sesenta años del fin del delirio nazi. Muchos de ustedes recordarán el caso, que dio la vuelta al mundo y llenó los periódicos de artículos cargados de improperios contra Marco; una excepción fue el que le dedicó Mario Vargas Llosa: su título era “Espantoso y genial”. El primer adjetivo es obviamente exacto; el segundo también: hay que ser un genio para engañar durante casi treinta años a todo el mundo, incluidos familia, amigos, compañeros de la Amical de Mauthausen y hasta algún recluso de Flossenbürg, que llegó a reconocerlo como camarada de desdicha.

»Un genio o casi un genio. Porque lo cierto es que es difícil resistirse a pensar que determinadas flaquezas colectivas habilitaron el triunfo de la farsa de Marco. Este, de entrada, fue el fruto de dos prestigios paralelos e imbatibles: el prestigio de la víctima y el prestigio del testigo; nadie se atreve a poner en duda la autoridad de la víctima, nadie se atreve a poner en duda la autoridad del testigo: la cesión pusilánime a ese doble soborno —el primero de orden moral y el segundo de orden intelectual— engrasó el embeleco de Marco. Lo hicieron también, al menos, otras dos cosas. Una es nuestra relativa ignorancia del pasado reciente en general y del nazismo en particular: aunque Marco se vendía como un remedio contra esa tara nacional, en realidad era la mejor prueba de su existencia. La segunda cosa no es quizá tan evidente. No hay duda de que, ahora mismo, el peor enemigo de la izquierda es la propia izquierda; es decir: el kitsch de izquierda; es decir: la conversión del discurso de la izquierda en una cáscara hueca, en el sentimentalismo hipócrita y ornamental que la derecha ha dado en llamar buenismo. Pues bien, en sus intervenciones públicas Marco supo encarnar con maestría esa prostitución o esa derrota de la izquierda; o dicho de otro modo: las mentiras de Marco vinieron a satisfacer una masiva demanda vacuamente izquierdista de venenoso forraje sentimental aderezado de buena conciencia histórica. Las implicaciones del caso Marco, sin embargo, no son solo políticas o históricas; también son morales. De un tiempo a esta parte la psicología insiste en que apenas podemos vivir sin mentir, en que el hombre es un animal que miente: la vida en sociedad suele exigir esa dosis de mentira que llamamos educación (y que solo los hipócritas confunden con la hipocresía); Marco exageró y pervirtió monstruosamente esa necesidad humana. En este sentido se parece a don Quijote o a Emma Bovary, otros dos grandes mentirosos que, como Marco, no se conformaron con la grisura de su vida real y se inventaron y vivieron una heroica vida ficticia; en este sentido hay algo en el destino de Marco, como en el del Quijote o la Bovary, que profundamente nos atañe a todos: todos representamos un papel; todos somos quienes no somos; todos, de algún modo, somos Enric Marco.

»Tal vez por ello Santiago Fillol y Lucas Vermal han titulado más o menos así un documental sobre Marco que se estrena estos días: Ich bin Enric Marco. La película tiene muchas virtudes, pero solo me queda espacio para destacar dos. La primera es su modestia: Fillol y Vermal no pretenden agotar las complejidades del personaje; de esa limitación extrae la película toda su fuerza. La segunda virtud no es menos esencial. Como sabe cualquier buen mentiroso, una mentira solo triunfa si está amasada con verdades; la mentira de Marco no fue ninguna excepción: era verdad que durante la guerra había estado en la Alemania nazi, pero no era verdad que había estado allí como prisionero republicano, sino como trabajador voluntario de Franco; era verdad que los nazis le habían encerrado, pero no era verdad que le habían encerrado en el campo de Flossenbürg, sino en la ciudad de Kiel, y no por su militancia antifascista sino, quizá, por mero derrotismo. Fillol y Vermal tienen el acierto de llevar a Marco a la mentira a través de la verdad, y no al revés, y de ese modo no solo lo muestran peleando a brazo partido con su mentira sino peleando por vindicar la verdad de su mentira, peleando todavía por vindicarse a sí mismo como víctima, peleando todavía por imponer la mentira a la verdad, peleando por sí mismo. Peleando. Es un personaje fascinante. Es una película fascinante. Vayan a verla».