Di un respingo, grité. Era verdad: Marco había hecho la guerra, y además con la unidad con la que decía haberla hecho, el tercer batallón de la 121 Brigada de la 26 División, antigua Columna Durruti. Era verdad: Marco había sido cabo en el ejército republicano (es posible incluso que terminase la guerra como sargento; en cambio, es pura fantasía que la terminase como teniente, aunque Marco así lo sostuvo en uno de los numerosos textos supuestamente autobiográficos que envió a la Amical de Mauthausen tras el descubrimiento de su impostura para demostrar que, aunque no había estado en un campo nazi, había sido un denodado luchador antifascista). Era verdad y era increíble. Al leer la noticia recordé la desconfianza que Marco les había inspirado a los historiadores del Segre y pensé en la fragilidad de la memoria y en la guerra y en Fabrizio del Dongo y en Pierre Bezujov, los protagonistas de La cartuja de Parma y de Guerra y paz, que participaron en Waterloo y Borodino y apenas entendieron lo que ocurría a su alrededor y hubieran podido contar tan poco de ambas batallas como Marco de la batalla del Segre. Y pensé, de nuevo, que toda gran mentira se fabrica con pequeñas verdades, se amasa con ellas. Pero también pensé que, a pesar de la imprevista verdad documentada que acababa de aparecer, la mayor parte de la peripecia bélica de Marco era mentira, una invención más de su egolatría y su deseo insaciable de notoriedad. Ahora, mucho tiempo después, sigo pensando lo mismo: que Marco no estuvo el 19 de julio en el cuartel de Sant Andreu ni combatió en el frente de Huesca con la Columna Roja y Negra ni fue un guerrillero de Quico Sabaté en territorio enemigo ni recibió una herida en el Segre. Eso es lo que pienso. Aunque también pienso que no puedo estar seguro de que Marco no viajara a Mallorca en el verano del 36, junto a su tío Anastasio, o que no puedo estar más seguro de lo que los historiadores del Segre lo estaban de que Marco no había pisado el frente del Segre. Pienso en eso y pienso en el momento en que, como si estuviera a punto de quitarle la última piel de cebolla a la biografía heroica de Marco, la postrera capa de ficción adherida a su personaje inventado, le expliqué, también en la galería de su casa, que no creía que hubiera viajado a Mallorca con su tío Anastasio, y le pedí que confesase la verdad. Marco estaba sentado frente a mí, con los codos clavados sobre la mesa y las manos entrelazadas; ahora que lo recuerdo, quizás esto ocurrió el mismo día en que reconoció por fin que no había vuelto herido del frente, quizá justo después de que lo reconociera. El caso es que, al oír mis palabras, Marco se cogió la cabeza con las manos en un gesto que, aunque era melodramático, no me pareció melodramático; luego imploró: «Por favor, déjame algo».

Le dejo eso.