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Llegamos así a Alemania. Llegamos al centro candente de la impostura de Marco: no sé si su peor mentira (o la mejor), pero sí la que le hizo célebre y la que lo desenmascaró. A partir del momento en que empezó a construirse un ficticio pasado de resistente antifascista y víctima de los campos nazis, Marco contó la falsa historia de su deportación en infinidad de ocasiones, de infinidad de formas distintas y con infinidad de distintas anécdotas, detalles y matices; sería absurdo, y probablemente imposible, tratar de resumirlos todos, pero no recordar el contenido de los dos relatos en que se fundamentó la superchería de Marco, a partir de los cuales creció de forma arborescente la farsa de su condición de prisionero en Flossenbürg.

Los he citado ya en alguna ocasión, porque lo esencial de la mentira alemana de Marco se encuentra en ellos. Ambos son biografías sintéticas de Marco, las más extensas publicadas sobre él; ambos están incluidos en dos de los escasos libros dedicados, al menos cuando se publicaron, a los prisioneros españoles en los campos nazis; ambos incluyen diversas biografías sintéticas de deportados: el primero apareció en 1978, es obra de un polígrafo libertario contemporáneo de Marco llamado Pons Prades, está escrito en castellano y se titula Los cerdos del comandante (el libro se realizó en colaboración con un deportado comunista: Mariano Constante); el segundo apareció en 2002, es obra de un joven reportero catalán llamado David Bassa, está escrito en catalán y se titula Memoria del infierno (el libro se realizó en colaboración con un fotógrafo joven: Jordi Ribó). Las dos biografías son parecidas: ambas se inician con la versión heroica y embustera de la peripecia bélica de Marco y de su salida de España, y en ambas, para amasar una mentira, se mezclan mentiras con verdades; pero las dos también difieren, y no solo en detalles concretos. La biografía de Pons Prades está puesta en boca de Marco y se publicó cuando nuestro hombre aún no conocía Flossenbürg, cuando sabía muy poco de la deportación nazi y cuando aún quedaban vivos muchos supervivientes españoles que podían desmentirle, de forma que Marco miente con tacto y brevedad; en cambio, la biografía de Bassa, escrita en tercera persona, se publicó cuando quedaban muy pocos supervivientes españoles de la deportación nazi y cuando Marco, que ya pertenecía a la Amical de Mauthausen y había visitado Flossenbürg y se había documentado sobre los campos de concentración en general y sobre el de Flossenbürg en particular, creía saber que no quedaba ningún español superviviente de Flossenbürg, de manera que miente con generosidad y desparpajo.

«En Flossenbürg estuve muy poco tiempo —empieza mintiendo prudentemente Marco en el texto de Pons Prades— y, como me llevaban de un lado para otro en plan de incomunicado, no podía entrar en contacto con nadie». Al apartarse de Flossenbürg el relato, se acaban las cautelas, o casi, y empieza la épica, el colorido, las discretas atribuciones heroicas y hasta cierta dosis de patriotismo, cosa esta última bastante rara en Marco: «Donde empecé a respirar un poco —prosigue en efecto Marco— fue en el campo anexo de Neumünster, cerca de Hamburgo, donde vivimos los terribles bombardeos ingleses con bombas de fósforo, en los que murieron cientos de miles de alemanes. Como no se sabía muy bien si aquellas bombas tenían efectos retardados, los primeros en ir a sacar escombros, y a recuperar restos humanos a camiones repletos de ellos, fuimos los deportados de varios campos de las cercanías de aquel importante puerto de mar. Allí encontré a otro español, un andaluz. Éramos toda la representación ibérica de Neumünster, pero nos bastamos para meternos en un organismo internacional de resistencia que crearon los franceses y los letones, donde también había belgas, polacos, italianos y alemanes (de los detenidos en los primeros tiempos del nazismo: 1933, 1934 y 1935). Los polacos eran los más jóvenes, ya que a los viejos de dicha nacionalidad los habían machacado tanto que se resignaban a morir con una indiferencia asombrosa. Ves tú: esa es una cosa que nunca observé en los españoles. Bueno, en general, porque alguno acabaría desmoralizándose también».

Hasta aquí, en el relato de Marco (o en el relato de Marco reproducido o recreado por Pons Prades) la mentira se fabrica solo con mentiras; a partir de aquí, también con verdades: «Cuando yo creía que no me iban a molestar más, un día vino la Gestapo y me llevaron al presidio de Kiel y allí empezó otra vez el jaleo. Yo creí, te lo digo sinceramente, que había llegado mi última hora. Estuve ocho meses completamente incomunicado y aprendí alemán gracias a la luz —cuyo chorro no cesaba en las veinticuatro horas del día— y a una Biblia protestante, cuyo texto era bilingüe: en latín y en alemán. En Kiel fue donde nos enteramos de que los franquistas habían prestado a los nazis unos grupos de falangistas y requetés que se dejaban internar en campos y prisiones para actuar como confidentes. En uno de los primeros interrogatorios que me hizo la Gestapo en Kiel aparecieron dos españoles de aquellos, que me acusaron sin tapujos de ser uno de los animadores de la organización de resistencia de Neumünster. Eran un catalán y un vallisoletano. El primero se llamaba —y se llama, porque todavía vive, en Martorell— Jaume Poch y era de Ponts, Lérida; el otro se llamaba José Rebollo. Requeté aquel y falangista este. Por eso fui condenado por un consejo de guerra, acusado de conspiración contra el III Reich. Conmigo había un brasileño, marino mercante, llamado Lacerda da Silva, detenido en Hamburgo cuando Brasil declaró la guerra a los alemanes. Era un chico muy optimista. Fui condenado a trabajos forzados durante diez años, pena que solo cumplí en parte, ya que en mayo de 1945 los canadienses del ejército norteamericano liberaron Kiel y recobré mi libertad».

Verdades y mentiras: es verdad que a Marco lo encerraron en la cárcel de Kiel, que estuvo un tiempo incomunicado y que aprendió algo de alemán, quizás en una Biblia bilingüe, pero es mentira que fuera un deportado —en realidad era un trabajador voluntario—, que llegara hasta la cárcel de Kiel desde Neumünster —en realidad llegó desde el propio Kiel, o desde el campamento que la Deutsche Werke Werft había habilitado para los trabajadores voluntarios en Wattembeck, cerca de Kiel—, y que estuviera incomunicado ocho meses —en realidad lo estuvo apenas cinco días—. Es verdad que Marco fue juzgado y acusado por dos españoles llamados Jaume Poch y José Robledo (no Rebollo), pero es mentira que fuera acusado de conspiración contra el Tercer Reich por organizar la resistencia en el campo de Neumünster —en realidad fue acusado de alta traición, pero solo por hablar mal de los nazis y bien de los rusos soviéticos entre sus compañeros de la Deutsche Werke Werft—, igual que es mentira que fuera condenado a diez años de trabajos forzados —en realidad fue absuelto de todos los cargos que se le imputaban—, aunque no, quizá, que conociera a un marinero brasileño llamado Lacerda o Lacerta o Lacerte da Silva. Su salida de Alemania al final de la guerra y su regreso a España son, tal y como a continuación los cuenta nuestro hombre, pura fantasía: «Me extendieron en seguida un salvoconducto para regresar a Francia, donde me enviaron a una casa de descanso. Y cuando salí, en 1946, me reintegré a la lucha clandestina en España de nuevo». El relato de Pons Prades (o el relato que Pons Prades atribuye a Marco) concluye con una pirotecnia de efectos especiales característicos de la novelería de Marco: sucesivamente, una bengala sentimental, otra psicológica y una última épica; todas, por supuesto, de fogueo: todas falsas. «Una de las cosas que me salvó cuando estuve incomunicado en Kiel —dice Marco— fue oír los gritos de las gaviotas y las voces de los niños de los funcionarios del penal jugando en un patio vecino. Yo me decía: mientras haya gaviotas sobre el mar y niños que juegan, no todo está perdido. Como era joven, las secuelas de la deportación desaparecieron pronto. Pero una cosa que me marcó durante muchos años fue que, cuando iba por la calle y me fijaba en el ritmo de los pasos de la persona que andaba delante de mí, me sentía forzado a marcar el paso que llevaba. Otra cosa que me salvó fue ponerme a actuar de nuevo, en seguida. La militancia clandestina en España de los confederales, durante el segundo lustro de los años cuarenta, fue apasionante. Pero esto ya es harina de otro costal».

El relato de Bassa es más largo y pormenorizado que el de Pons Prades; también, en gran parte, más limpiamente falso, más exento de verdad. Según él, Marco no fue deportado desde Francia hasta el campo de Flossenbürg, como sostenía el falso relato de Pons Prades, sino hasta Kiel, donde lo condenaron a trabajos forzados en los astilleros de la ciudad y donde, sin perder un minuto de tiempo, organizó un sistema de información clandestino y empezó a practicar el sabotaje (cosas todas ellas también falsas). No existen diferencias sustanciales entre uno y otro relato de la estancia de Marco en Kiel, pero sí anecdóticas: en el relato de Bassa, por ejemplo, se subraya el orgullo y la dignidad admirables con que Marco supuestamente soportó los interrogatorios de la Gestapo tras ser detenido, se alargan a nueve los ocho meses ficticios que en el relato de Pons Prades pasó incomunicado, y se cambia la ficticia condena a trabajos forzados impuesta por el tribunal que le juzgó por una condena no menos ficticia a ser internado en un campo de concentración. Es en este punto donde empieza la diferencia fundamental entre los dos relatos: mientras que, en el de Pons Prades, Marco liquidaba su paso por Flossenbürg con una sola línea precavida, en el de Bassa le consagra varias páginas sin desperdicio de fantasías heroicas y sentimentales. A continuación las traduzco del catalán, manteniendo el relato en tercera persona, con mínimos cambios, cortes e interrupciones, a partir de la escena melodramática en que, una noche de pleno invierno, en una estación ferroviaria desconocida, Marco aguarda un tren que debe conducirle a un campo de concentración:

«Hacía frío, mucho frío. No sabía muy bien qué día era. Aquellos nueve meses de aislamiento lo habían desorientado y había perdido la cuenta de los días. Debían de estar en enero o febrero, porque hacía poco que los alemanes habían celebrado el Año Nuevo. Tembloroso y constipado, se sentía solo, muy solo. Estaba rodeado de decenas de personas que, como él, esperaban un tren. Pero en realidad estaba solo. El convoy de mercancías llegó y los soldados los hicieron subir a los vagones. Al hacerlo, Enric se dio cuenta de que no cabían allí, pero, apenas hizo un leve gesto de bajar, los soldados lo empujaron con violencia. Chocó con dos o tres prisioneros, cara a cara, respiración con respiración, piel con piel… Estaban amontonados como animales. Cerraron las puertas y el tren arrancó. Poco después el olor era insoportable. Los efluvios que desprendían los orines y las defecaciones de los más débiles saturaban el ambiente hasta el extremo de que eran muchos los que vomitaban. Todo era patéticamente repugnante. Y así fue durante los dos días y dos noches que duró el viaje. Un auténtico periplo de paradas. El tren se detenía para dejar pasar los convoyes militares, pero dentro de los vagones todos tenían la esperanza de que, por fin, habían llegado a su destino y se abrirían las puertas. Pero no. Siempre volvía a arrancar y la tortura se alargaba.

»Cuando, desde el interior de los vagones, oyeron que la máquina del tren se paraba del todo, apagando el motor, Enric pudo ver por una rendija el nombre de la estación: Flossenbürg. Las puertas se abrieron, dejando entrar un aire helado que provocó fuertes sacudidas en todos los vagones. Todos querían respirar aire puro y se empujaban unos a otros para poder sentir aquella anhelada frescura. Los prisioneros cercanos a la puerta se caían, empujados por sus compañeros de viaje, muchos de los cuales también tropezaban y caían. Era dantesco. Gritos y gemidos. Quejas y maldiciones. Parecían rebaños de animales desbocados, mareas humanas moviéndose irracionalmente hasta que, de golpe, la inercia de los movimientos se invirtió: los SS que llenaban el andén empezaron a apalear a los primeros caídos, mientras los perros atacaban a todo aquel que se movía. La consecuencia fue que todo el mundo quería volver a subir a los vagones. Los choques entre los que querían salir y los que querían entrar provocaron más caídas. Y los SS estaban por todas partes. Golpes, patadas, azotes, mordiscos.

»—Raus! Raus! Aufrichten! Aufrichten scheibe dür! [¡Fuera! ¡Fuera! ¡Levántense! ¡Levántense…!]

»—Raus! Im reihe! Im reihe! [¡Fuera! ¡En la línea! ¡En la línea!] —gritaba otro SS mientras los perros ladraban como si estuviesen rabiosos. Algunos murieron en aquel mismo sitio, porque estaban tan débiles que, con cuatro golpes, los SS los remataban. Asustado, Enric empezó a caminar, en formación de cinco, en la dirección que indicaban los SS. Todo estaba nevado y, viciados por la oscuridad de los vagones, los ojos de los prisioneros sufrían a la hora de enfocar el paisaje. Y menos mal que era de noche y el sol ya se había puesto, porque, si no, el deslumbramiento hubiera sido cegador.

»En cuanto llegaron al campo de concentración, les hicieron dejar toda la ropa para entrar en las duchas de agua fría. Entraban empujados por los SS, que no se cansaban de mostrarse violentos. Algunos compañeros de vagón fueron brutalmente apaleados por el simple hecho de que no entendían el alemán.

»—Achtung! Da links! Da links! (¡Atención! ¡A la izquierda! ¡A la izquierda!).

»Todo eran órdenes. Y los que no las entendían recibían un primer golpe de culata que, según el estado de ánimo del soldado, podía ir acompañado de una buena tanda de golpes. Algunos quedaron heridos de muerte por culpa de aquellas palizas absurdas. Enric entendió en seguida que, si quería sobrevivir, tenía que extremar la atención, para estar siempre lejos de los SS y obedecer rápidamente todas sus órdenes. Si te despistabas, podías dejar la vida. Entonces entendió que aquel era su destino. Su condena era Flossenbürg».

Es un clásico: la llegada de los deportados a los campos de concentración. Hay centenares, tal vez miles de relatos de los supervivientes; el cine y la literatura lo han recreado también, infatigablemente. No menos infatigablemente lo reinventó Marco en sus conferencias, artículos y entrevistas. El 27 de enero de 2005, por ejemplo, en el sesenta aniversario de la liberación de Auschwitz por el ejército soviético, durante un acto solemne en el que por vez primera el Parlamento español rendía homenaje oficial a las víctimas del Holocausto y a los casi nueve mil republicanos españoles deportados en los campos nazis, Marco lo contó así: «Cuando llegábamos a los campos de concentración en esos trenes infectos, para ganado, nos desnudaban completamente, nos quitaban todas nuestras pertenencias; no únicamente por razones de rapiña, sino por dejarnos completamente desnudos, desprotegidos: la alianza, la pulsera, la cadena, las fotos. Solos, desasistidos, sin nada. Nada que te pudiera recordar al exterior, nada que te pudiera recordar la ternura de alguien que te permitiera seguir viviendo con la esperanza de que la volverías a recuperar. Nosotros éramos personas normales, como ustedes, pero ellos nos desnudaban y luego nos mordían sus perros, nos deslumbraban sus focos, nos gritaban en alemán “linke-recht!” [“¡izquierda-derecha!”]. Nosotros no entendíamos nada, y no entender una orden te podía costar la vida».

Todo era mentira, por supuesto. Marco no había vivido lo que contaba que había vivido, pero en 2005 hacía ya dos años que era el presidente de la Amical de Mauthausen y fue el único superviviente que aquel día habló en el Parlamento. Las imágenes del evento son inequívocas: el discurso de Marco fue escuchado en medio de un silencio sobrecogido, y conmovió profundamente a muchos de los asistentes, incluidos hijos y nietos de deportados; algunos lloraron.

«La primera barraca donde durmió fue la dieciocho —prosigue el relato de Bassa, o el relato de Marco filtrado por la prosa de Bassa—. Y después de pasar tres días de cuarentena le enviaron a la cantera, el comando más duro de todo el campo. Nadie sobrevivía allí más de medio año, por lo que los turnos eran constantes. La fatiga derribaba a muchos de los prisioneros, que después eran ejecutados por los soldados. Y, como no les dejaban recogerlos ni enterrarlos, tenían que cargarlos en las vagonetas que salían de la cantera. Al coronar la subida, los SS separaban las vagonetas que debían ir a los contenedores de granito y las que debían ir al crematorio. Fue entonces cuando Enric comprendió cuál era el objetivo final de Hitler: crear una raza superior a base de volver inferiores a quienes quedasen excluidos de ella. Los nazis querían crear una subespecie, una raza de esclavos condenada a vivir siempre bajo la sumisión de los arios. Lo veía claro porque lo estaban consiguiendo: todos los prisioneros estaban inmersos en unas profundas y destructivas depresiones que los llevaban al suicidio o a la inactividad, lo que suponía su ejecución inmediata. Enric no había visto nunca aquello: personas destruidas que se encaminaban voluntariamente hacia la muerte porque estaban hartas de morir cada día cuando se levantaban. La desolación y la angustia le rodeaban, y centró todos sus esfuerzos en mantener viva la conciencia de preso político, de resistente. Si asumía el papel de víctima, la depresión se le llevaría como había hecho con tantos y tantos deportados.

»Cuando ya hacía tres meses que trabajaba en la cantera, recibió la orden de integrarse en el grupo del campo que se dedicaba a reparar fuselajes de aviones. Los informes de la Gestapo donde se detallaba su habilidad en cuestiones de mecánica le valieron aquel traslado. Un alemán llamado Anton era su kapo. Los gritos y los golpes eran frecuentes, pero Anton no se recreaba en ellos. De hecho, el suyo era un grupo especializado y había que cuidarlo un poco. Además, su traslado coincidió con los primeros avisos de la enfermería, que alertaban de la excesiva mortandad en Flossenbürg. El crematorio no podía asumirlo todo, y la productividad del campo era más baja de lo que querían los mandos de Berlín. La consecuencia inmediata fue que los SS frenaron un poco las ejecuciones absurdas, y mataban solo a aquellos que consideraban rebeldes o negligentes. Por lo tanto, los ahorcados en la plaza seguían siendo el paisaje cotidiano de cada semana. No los bajaban hasta que el tono morado de los primeros días se había vuelto verdoso».

Los ahorcados. Otro clásico del horror de los campos nazis que la fantasía de Marco explotó a fondo. En un reportaje publicado en enero de 2005 por El País, Marco contó por ejemplo lo siguiente: «En las últimas navidades que pasamos en el campo, en 1944, solicitamos permiso para poner un árbol de Navidad, y el 24 de diciembre nos colgaron cuatro polacos sobre el árbol iluminado». Ahí queda eso.

«Pietr, un letón amargado y violento —continúa Bassa, o continúa Marco por boca de Bassa—, era el kapo de la barraca de Enric. Siempre llevaba un garrote en las manos y le encantaba aplicar veinticinco golpes de castigo al primero que le daba la más mínima excusa. Y nadie apoyaba a nadie. Eran cerca de doscientos hombres en aquella barraca pensada para cincuenta hombres, pero Enric se sentía muy solo. No había ningún catalán y todo el mundo luchaba por sobrevivir. Él no desistía y trabó conversación con algunos franceses y checos, hombres valientes y de mentalidad resistente como él. Con los rusos no se podía contar, porque eran exterminados a centenares en cuanto entraban en el campo. Los polacos eran ásperos y solitarios y a los judíos les pasaba más o menos lo mismo que a los rusos: no duraban mucho.

»Poco a poco convenció a algunos checos y franceses para que le ayudasen a guardar cualquier pequeño recorte de periódico que encontrasen trabajando en los comandos exteriores. El objetivo era obtener una mínima información de la guerra y mantener el contacto con la realidad exterior al campo. Y la red empezó a funcionar. El siguiente paso consistió en robar pequeñas cantidades de carbón con el fin de poder alargar la hora de estufa que tenían para calentar los barracones, y de aquí ya pasaron a captar a los deportados que hacían de secretarios en las oficinas de traslado. Así pudieron evitar que algunos de los suyos fueran enviados a la enfermería final (donde los deportados eran ejecutados con inyecciones de gasolina), traspapelando hojas de destino o cambiando los nombres. Se jugaban la vida, pero a aquellas alturas los SS ya no estaban muy pendientes de aquellos detalles. Estaban tan convencidos de que los deportados eran inferiores que les parecía imposible que un prisionero fuera inteligente. Y eso hacía que la vigilancia “política” fuera muy relajada.

»Enric no solo pensaba esto, sino que lo había sufrido en carne propia. Un día, mientras jugaba al ajedrez con otro preso, un soldado SS quiso retarlo. Evidentemente, accedió, pero al cabo de pocas jugadas ya había asediado la reina del soldado y el jaque mate se veía venir. El soldado se enfureció y tiró las piezas por el suelo mientras se arremangaba la camisa. Quería hacer un pulso. Y, evidentemente, lo ganó. No solo porque Enric no se esforzó en absoluto, sabiendo que se jugaba la vida, sino porque cualquier SS era diez veces más fuerte que cualquier hambriento y escuálido deportado. No pasó de aquí, pero la conclusión que Enric sacó de la anécdota fue que los soldados estaban convencidos de que eran superiores y, cuando alguien o algo hacía que se tambaleasen sus esquemas, usaban la violencia para imponerse definitivamente. Enric lo veía como un último recurso, pero ellos lo veían como la constatación de su poder. Siempre ganarían».

No siempre. A veces el coraje y la astucia inauditos de Marco no solo hacían tambalear los esquemas de los SS, sino que terminaban derrotándolos, incapaces de enfrentarse a la heroica dignidad del deportado español. La anécdota de la partida de ajedrez es apenas un ejemplo; también, uno de los grandes éxitos del repertorio interpretativo de Marco. La versión que de ella ofrece Bassa es relativamente austera; mucho más exuberante (y algo distinta) es la que ofreció en 2004 un reportaje de la televisión pública catalana. En él se recogía el relato oral de un Marco conmovido casi hasta el llanto por sus recuerdos inventados y se dramatizaba aquel episodio memorable (y memorablemente falaz): la imagen fija de Marco sobre un fondo negro alternaba con el travelling de un tablero de ajedrez erizado de piezas solemnes sobre un fondo desolado de campo nazi o de paisaje que imitaba el de un campo nazi, todo ello envuelto en una música íntima y grandiosa, saturada de emoción. «Aquel día estaba, más que jugando al ajedrez con un compañero, enseñándole a jugar —cuenta Marco en el reportaje—, cuando vi que sobre el tablero se reflejaba una sombra. Levanté la vista y vi a un SS, que apartó de una patada a mi compañero, pegó un puñetazo sobre la mesa y me ordenó que continuara jugando. Quería ganarme, demostrar una vez más que era mejor que nosotros, mejor que yo; al fin y al cabo, ¿quién era yo? Un desgraciado, y además un español, bah, un latino, un mediterráneo. Y jugué la partida. Y entonces me pasó por la cabeza que, si debía jugar con el SS, tenía que ganarle con todas sus consecuencias. Y fui ganándole las piezas, una por una; no era contrincante para mí. Hasta que a última hora, de manera preconcebida, le dejé solo con el rey. Y le hice jaque mate y tumbé su rey sabiendo verdaderamente lo que aquello podía costarme. Pero era el momento que habían elegido para mí, aquel momento era el mío, no me lo podían arrebatar de ninguna de las maneras, y me quedé convencido de que, pasase lo que pasase, me había recuperado a mí mismo como ser humano. Aquel día recuperé la dignidad. Gané la batalla de Stalingrado».

No fue la única que ganó, por supuesto: en sus ensoñaciones de heroísmo frente a los nazis —que invariablemente caían derrotados por su valor y su grandeza de ánimo—, ganó muchas batallas más. Ahí va un último ejemplo, también televisivo, antes de volver al relato de Bassa. Está sacado de un programa emitido por el Canal de Historia de la televisión gallega; la puesta en escena es menos empalagosa que la del episodio ajedrecístico, la música de fondo es menos sentimental y las palabras de Marco se ilustran con imágenes de deportados auténticos en auténticos campos nazis, pero la interpretación del protagonista es igualmente soberbia (la voz ronca, el gesto de grave nobleza, los ojos húmedos), el sentido del relato igualmente didáctico y enaltecedor y, sobra decirlo, la historia igualmente falsa. «¿Cuál fue el mecanismo que me permitió salvar la vida —se pregunta Marco al inicio de su relato— cuando otro, quizá con menos razones para perderla o para que se la quitasen (si es que existe alguna razón para quitarle a alguien la vida), la hubiera perdido? ¿Qué pasó verdaderamente aquel día en que había que hacer un escarmiento porque durante unas horas desaparecieron de mi barraca unos chicos que trabajaban fuera? ¿Qué pasó cuando el SS elegía a uno de cada veinticinco de nosotros para ser ejecutado y cuando, con el miedo de siempre, viste que se iba aproximando y tenías la conciencia de que llegaba hasta ti? El caso es que al llegar frente a mí se detuvo y levantó el dedo índice y me apuntó así. No dijo palabra. Yo solamente sé que levanté la cabeza, le miré y creo que le dirigí la mirada más atractiva que le haya dirigido a nadie. Y solamente sé que él se me quedó mirando, seriamente; casi no frunció los labios, pero dijo: “Der Spanier anderer Tag”. “El español otro día”. Y se fue».

Basta la mirada de un hombre noble y valeroso para intimidar a un verdugo. Puro kitsch. Puro Marco.

«Siempre ganarían —dice Bassa que pensaban los nazis, o dice Bassa que, durante su estancia ilusoria en Flössenburg, Marco pensaba que pensaban los nazis; y continúa—: Como aquel día en que alguien había hecho las necesidades fuera de la barraca y un soldado lo había visto. Los hicieron formar y preguntaron quién había sido. Nadie dijo nada y el castigo fue dejarlos desnudos toda la noche en la Appellplatz [la plaza central del campo]. En pleno invierno. A la mañana siguiente había una docena de presos muertos por congelación. Así demostraban su poder. Y lo hacían cuando querían. Cualquier motivo era bueno para matar a aquellos seres inferiores.

»El sufrimiento y la muerte gobernaban todos los rincones del campo y acababan poseyendo el espíritu de todos sus habitantes. Enric no era una excepción. Era fuerte y tenía una formación política muy sólida, pero allá dentro no era nada. La angustia y el miedo son enemigos difíciles de vencer si te asedian noche tras noche en medio de aquella oscuridad llena de los gemidos de los presos que lloran a los amigos y familiares muertos aquel día. Un miedo que a veces hacía perder la cabeza, como el día en que todos los deportados fueron conducidos a la cámara de desinfección. Eso decían los SS, pero, claro, todo el mundo pensaba en el gas. Nadie lo había visto, pero todos habían oído hablar de él y algunos habían perdido amigos por su culpa. Los encerraron dentro, desnudos, y pusieron en marcha el vapor. Entonces varios presos empezaron a gritar, a caerse al suelo, a darse de cabezadas contra las paredes. Enric tuvo pánico pensando que el gas ya empezaba a matar a los más débiles. Pero al cabo de unos segundos se dio cuenta de que no se estaban muriendo, sufrían ataques de nervios, algunos incluso epilépticos, a causa del miedo. Y el pánico se contagiaba. Primero fueron dos presos, después tres, cinco, diez… Hasta que también los que estaban a su lado empezaron a enloquecer. Entonces él les soltó dos bofetadas. Y, al menos los que estaban cerca de él, se calmaron. Aquella mañana vio la muerte aún más cerca que el día en que contempló, junto con todos los presos del campo, cómo colgaban a los veinticinco checos que habían intentado huir. Pero llegó el mediodía, la tarde y finalmente la noche. Y, con ella, los sueños, la evasión que liberaba su alma aunque solo fuese por unas horas.

»Y las noches daban paso a los días, las semanas, los meses y los años. Hasta que, el 22 de abril de 1945, las fuerzas del tercer cuerpo militar del ejército norteamericano llegaron a Flossenbürg. Enric, que estaba escondido en los subterráneos de la calefacción, no salió hasta que oyó que los gritos de alegría eran clamorosos. Se había escondido porque, sabiendo que los aliados ya habían entrado en Alemania [como lo sabía todo el mundo], temía que los SS ejecutasen a los presos, por rabia o para no dejar testigos de sus actos. Pero los alemanes huyeron como ratas antes de que los aliados llegasen al pueblo de Flossenbürg. Al día siguiente, 23 de abril, el caos gobernaba el campo. La enfermería estaba llena de moribundos, las barracas eran escenario de peleas y discusiones, algunos se habían hecho con armas… En el pueblo quedaban todavía patrullas de la policía alemana que vigilaban que los presos no saliesen del campo. Los aliados los habían liberado, sí, pero se habían marchado. Nadie sabía qué hacer ni adónde ir. Y, sorprendentemente, al cabo de unos cuantos días todavía llegaron nuevos presos al campo. Ya no eran deportados por el régimen nazi; ahora eran desplazados que los mandos aliados iban metiendo en los campos porque no sabían qué hacer con ellos. Fueron unos días de desconcierto en que la alegría de la liberación se iba volviendo agria, sobre todo para él, que era el único catalán del campo, el único apátrida a quien nadie reclamaba».

Hasta aquí, lo esencial del relato de Bassa, que a su vez constituye lo esencial de la ficción que Marco forjó sobre su confinamiento en Flossenbürg. El resto del relato de Bassa es apenas un epílogo donde Marco vuelve a mezclar mentiras con verdades y donde se narra su supuesto regreso a Kiel, tras ser liberado de Flossenbürg, para volver a trabajar en los astilleros, su supuesto regreso a Barcelona en 1946, su supuesta vinculación al antifranquismo clandestino durante la dictadura y su indudable y sucesiva vinculación, tras el fin de la dictadura, a la CNT, FAPAC y la Amical de Mauthausen, por todo lo cual, concluye Bassa satisfecho, el gobierno catalán le concedió en 2001 a Marco su máxima condecoración civil, la Creu de Sant Jordi. Honor a los héroes.