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¿Y la verdad? La verdad es que, según descubrí a medida que le iba quitando capas a la cebolla de la biografía de Marco, esa sarta de mentiras se amasó naturalmente con verdades.
Es verdad que, al llegar a Barcelona, Marco se refugió en la casa o la portería de su tía Ramona, que esta se hallaba en la esquina de Lepanto y Travessera de Gracia y que quizás era como Marco dice que era; pero no es verdad que la tía Ramona viviera sola allí: compartía su casa con una chica cuatro años mayor que Marco, llamada Ana Beltrán Ribes. Es verdad que Marco tardó mucho tiempo en salir a la calle, pero es mentira que estuviera herido; estaría agotado y desmoralizado y aterrado como solo lo están los soldados que vuelven del frente tras perder una guerra, pero no estaba herido. Es verdad que un suboficial del ejército republicano como él, que además había militado en la CNT, tenía muy buenas razones para no presentarse a los vencedores y para temer represalias —como mínimo un servicio militar de tres años, tal vez un batallón de castigo, quizá la cárcel o la pena de muerte—, pero no es verdad que su dignidad le impidiese regularizar su situación legal ante los vencedores, ni que su asco y su vergüenza por el triunfo franquista fueran superiores a su miedo: sin la menor duda, su miedo era muy superior. Es verdad que consiguió un trabajo de mecánico en el taller de un hombre llamado Felip Homs, en París esquina con Viladomat, pero es muy improbable que, de haber sido republicano, Homs hubiese celebrado que Marco fuese un voluntario antifascista en el ejército de la República: primero, porque después de la guerra nadie hablaba de la guerra, y menos un derrotado (lo más urgente después de una guerra es olvidar la guerra); y segundo por miedo. Es posible que, como casi todos los jóvenes en casi todas las épocas, Marco fuera de natural rebelde e impulsivo y que, como tantos jóvenes proletarios, en la Barcelona de la guerra y la preguerra hubiera sido un anarquista inflamado de ideales revolucionarios, pero es seguro que, como a todos o a casi todos los soldados perdedores, el espanto del frente y la melancolía de la derrota lo cambiaron a fondo, volviéndolo muy capaz de soportar sin la menor protesta todas las vejaciones: como el énfasis en la valentía delata al cobarde y como el cobarde no para de anticipar catástrofes, los relatos noveleros que hace Marco de sus huidas portentosas y sus heroicas negativas a levantar el brazo o cantar el «Cara al sol» y plegarse a la brutalidad de los falangistas de camisa azul y pistola en cinto invitan a pensar en todas las veces que Marco imaginó que lo detenían, en todas las veces que fue humillado por los vencedores, en todas las veces que, en los cines, en las calles, en las covachuelas del régimen, no tuvo más remedio que levantar el brazo y cantar el «Cara al sol». Es verdad que en la Barcelona de la posguerra inmediata cualquier vida normal era un simulacro de vida normal, porque —esto también es verdad— aquella era una ciudad hambrienta, prostituida y aplastada por la doble tiranía de la Iglesia y los falangistas, corrompida económica y moralmente, humillada y saqueada por la rapacidad y la arrogancia de los vencedores, pero es mentira que Marco llevara en ella una vida clandestina y no una vida normal o un simulacro de vida normal o de eso que hemos convenido misteriosamente en llamar una vida normal, y, aunque es verdad que el mismo pueblo idealista y fogoso que durante tres años había luchado por su libertad, con un coraje que había admirado al mundo, se había convertido a la fuerza en un pueblo roto, servil, cobarde y desposeído, un pueblo de pícaros, colaboracionistas, delincuentes, delatores, sobornados y campeones del estraperlo, no es verdad que nuestro hombre se sintiese ajeno a él, exiliado en su interior: Marco puede ser muchas cosas, pero no tonto, y, por poca lucidez que le quedase en medio del descalabro total del país que había conocido, debía de saber que él formaba parte de aquello, que él era como los demás, que, como la inmensa mayoría de los derrotados, él también estaba aceptando la vida bárbara, abyecta y claustrofóbica impuesta por los vencedores, que había dado a torcer su brazo ante el terror y la estulticia, que no se sentía en absoluto orgulloso de su comportamiento ni le consolaba ni le reconfortaba nada salvo lo mismo que podía consolar y reconfortar a la inmensa mayoría de los soldados republicanos derrotados que, como él, no tenían ni fuerzas ni madera de héroes para seguir luchando, y que no se habían quedado en su país con la voluntad intrépida de lanzarse a la clandestinidad y a la lucha armada sino con la natural intención prosaica y exhausta de pasar inadvertidos para no ser represaliados y tratar de sobrevivir así al desastre. Es verdad, en fin, que Marco es un símbolo de este momento de la historia de su país; pero no es verdad que sea un símbolo de la decencia y el honor excepcionales de la derrota, sino de su indecencia y su deshonor comunes.
Esa es la verdad. O esa es la verdad de este período de la vida de Marco: una verdad que viene a ser el negativo casi exacto de la novelita de aventuras románticas, edulcorada y falaz, que, consigo mismo en el papel estelar de paladín de la libertad, Marco contó siempre. Es la verdad pero no es toda la verdad; es, digamos, la verdad esencial (o lo que a mí me parece la verdad esencial), pero hay verdades complementarias. Paso a resumirlas.
Ya he dicho que, a su regreso del frente, Marco no encontró sola en su casa a la tía Ramona: con ella vivía una muchacha llamada Ana Beltrán Ribes; no he dicho, en cambio, que Ana (o Anita, como la llamó siempre su familia) tenía un niño de pecho y acababa de abandonar a su marido. No tengo del todo claro qué hacían aquellas dos mujeres viviendo juntas; de hecho, no lo tienen claro ni Marco ni la propia familia de Anita. Todos recuerdan que años atrás Anita había dejado a sus padres para poder casarse, pero algunos creen que, tras la separación de su marido, los padres de Anita, católicos republicanos, no le permitieron volver a su casa y por eso ella buscó refugio con la tía Ramona; otros, en cambio, sostienen que los padres de Anita, a pesar de su catolicismo y de que ella se hubiera escapado del domicilio familiar, aceptaron el regreso de su hija, y que esta acabó con la tía Ramona simplemente porque en su casa nunca faltó comida durante aquellos meses del final de la guerra, cuando el hambre se adueñó por completo de la ciudad. En cuanto a la tía Ramona, es muy probable que conociese a Anita del barrio —donde la joven había vivido siempre, tanto con su recién abandonado marido como con sus padres—, y que se compadeciese de ella al tiempo que veía en su desamparo o en su hambre una ocasión de aliviarse de su reciente viudez, de la soledad en que vivía desde la muerte del tío Anastasio. Sea como sea, lo cierto es que, durante algunos meses, la tía Ramona, Marco, Anita y el hijo de esta vivieron en armonía: Anita se iba a trabajar cada mañana temprano con un representante de tejidos, en la calle Caspe, Ramona se ocupaba de comprar y de mantener limpia y ordenada la casa, Marco se ocupaba del niño. La armonía se rompió cuando Marco y Anita se enamoraron, o cuando la tía Ramona se enteró de que Marco y Anita se habían enamorado. La tía Ramona quizás era tan libertaria como su difunto marido, pero conservaba una ética de matriarca tradicional y juzgaba que a su sobrino no le convenía en absoluto una muchacha cargada con un niño y cuatro años mayor que él, así que intentó por todos los medios que Marco entrara en razón y la dejara; Marco no entró en razón, no la dejó, y la tía Ramona optó por echar de la portería a Anita, que volvió al hogar de sus padres.
Marco no tardó en seguirla. Los padres de Anita vivían en una casa de una sola planta de la calle Sicilia, casi a la altura de Córcega, justo al lado de un bar y un frontón. Era una familia muy humilde y muy querida en su barrio: el padre trabajaba en una fábrica de aprestos, de chatarrero por libre y de camarero en una cooperativa ubicada en la calle Valencia, que llegó a presidir; la madre era una huérfana educada por las monjas en un catolicismo tridentino. Ninguno de los dos se recuperó nunca de la muerte de su único hijo varón en la batalla del Ebro, ya al final de la guerra, pero es posible que la presencia de Marco en la casa los ayudase a sobrellevar la pérdida. Tal vez eso explique en parte que la madre olvidase las reglas inflexibles de la moral en que se crio y permitiese que Marco y su hija conviviesen sin estar casados bajo el mismo techo, en aquella casa abarrotada donde también vivían dos de sus hijas y un yerno. Esta situación irregular o que el catolicismo de la madre de Anita consideraba irregular no duró mucho tiempo: Marco y Anita se casaron por la iglesia el 10 de agosto de 1941 (el matrimonio anterior de Anita no fue ningún inconveniente para esta unión, porque el franquismo no reconoció la validez de los matrimonios civiles celebrados durante la Segunda República). La boda se celebró en el templo de la Sagrada Familia, y a ella asistió solamente la familia de Anita, no la de Marco, con la mayor parte de la cual él ya estaba peleado, incluyendo a su padre y a la tía Ramona, o con la que en aquel momento cortó. Para entonces Marco tenía una nueva familia, la familia de Anita; mejor dicho, para entonces Marco había seducido a la familia de Anita, donde era considerado por todos como un muchacho laborioso, inteligente, cultivado, práctico, alegre, divertido y encantador, siempre cariñoso con su mujer, siempre dispuesto a ayudar a sus suegros, a aconsejar y proteger a sus cuñadas y a hacer favores a quien los necesitase, el marido ideal, el sustituto ideal e imposible del hijo y el hermano que la guerra les arrebató (y el salvador de Anita, a quien había librado del doble baldón de ser una mujer separada y una madre soltera). Era una familia compacta, que durante la semana trabajaba duro y pasaba los domingos en la playa o la montaña o, más frecuentemente, en la cooperativa de la calle Valencia, donde el padre servía en el bar y los hijos jugaban al ajedrez y a las cartas y representaban dramas teatrales, y donde Marco descollaba como jugador de ping-pong, como cantante ocasional y como lector encarnizado de los volúmenes que albergaba la biblioteca. Así que a aquellas alturas, cuando el recuerdo de la guerra todavía llameaba pero todo el mundo o casi todo el mundo luchaba por apagarlo mientras trataba de acomodarse a la nueva situación, Marco no era por supuesto un héroe ni un rebelde ni un resistente, pero es probable que fuera un hombre feliz o eso que misteriosamente hemos convenido en llamar un hombre feliz.
O casi. Porque el pasado no pasa nunca, ni siquiera —lo dijo Faulkner— es pasado; el pasado es solo una dimensión del presente. Y, también para Marco, en 1941 el pasado de la guerra todavía llameaba y él solo podía soñar con apagarlo si regularizaba su situación ante la legalidad fraudulenta de los vencedores. ¿La regularizó? ¿Intentó regularizarla? Marco siempre dijo que no, que su dignidad se lo impidió y que permaneció al margen de la ley durante aquellos dos años, pero el caso es que —ya lo advertí— también mintió en esto y que, si no hubiese regularizado su situación o al menos no lo hubiese intentado, no hubiera podido llevar la vida normal o el simulacro de vida normal que llevó en ese tiempo.
Fue también por casualidad como descubrí que también en este punto Marco mentía; por casualidad o porque la casualidad me deparó otro pequeño milagro. Un milagro doble, esta vez. Primer milagro: un aviso publicado el 23 de julio de 1940 en La Vanguardia (en realidad, La Vanguardia Española, que es como pasó a llamarse el diario después de la guerra); allí se lee lo siguiente: «Deberán presentarse con toda urgencia en la oficina del detall de la Comandancia Militar de Marina los inscritos de Marina que a continuación se indican»; y a continuación se indican trece nombres, el antepenúltimo de los cuales es —ya lo han adivinado— Enrique Marco Batlló [en realidad Batlle]. ¿Qué significa esto? Significa que, año y medio después de que Marco regresara de la guerra, las autoridades militares le habían enviado varios requerimientos a su domicilio, o al que ellos creían que era su domicilio, exigiéndole que se presentase en sus oficinas para ser quintado, esto es, para ser fichado, pasar un reconocimiento médico y estar listo para hacer el servicio militar; y significa que, a pesar de los requerimientos para que se presentase, Marco no se había presentado: la publicación de aquel anuncio era probablemente el último recurso antes de declararlo prófugo. Ahora bien, ¿lo declararon prófugo? ¿Al final se presentó o no se presentó Marco a las autoridades?