8

La pregunta era la siguiente: ¿cómo es posible que Marco dirigiera la CNT durante la transición de la dictadura a la democracia? ¿Cómo es posible que un hombre que durante el franquismo no había tenido la menor relación no ya con la CNT sino con el conjunto del antifranquismo, y que se había pasado veinticinco años encerrado en su taller de reparaciones y cuarenta sin mover un solo dedo para derribar el franquismo o para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores durante el franquismo, se convirtiera apenas unos meses después de la muerte de Franco en secretario general de la CNT de Cataluña y, un par de años más tarde, en secretario general de la CNT en toda España? ¿Cómo es posible que un hombre así se hiciera en el momento decisivo con el control de una organización decisiva, un sindicato anarquista o anarcosindicalista proscrito durante los cuarenta años de franquismo, que había dominado el movimiento sindical antes del franquismo y que aspiraba a hacerlo después de él? La respuesta a estos complejos interrogantes es muy simple: porque era el personaje ideal para hacerlo.

A la muerte de Franco el anarquismo español estaba dividido sobre todo en dos grandes bloques, uno formado por la gente del exilio y otro por la del interior del país. El grupo mayoritario y más poderoso del bloque del exilio, que conservaba la legitimidad histórica de la CNT y estaba radicado en la ciudad francesa de Toulouse, lo formaban viejos anarquistas que habían hecho la guerra y llevaban cuarenta años fuera de España; casi inevitablemente, todos o casi todos tenían una visión fantasiosa de la realidad española, una idea anticuada de la lucha sindical y política y una concepción patrimonial del sindicato, de cuyas esencias se consideraban portadores. Por el contrario, los anarquistas del interior eran gente muy joven, a menudo bregada en la lucha contra el franquismo, muchachos trabajadores con una visión bastante más realista de la complejidad social y política de la España del momento. Entre la gente del interior, no obstante, había asimismo otro tipo de gente (entre la gente del exilio también, pero no eran muy relevantes: una escisión de la CNT llamada Frente Libertario y radicada en París): si a los primeros podríamos llamarlos anarcosindicalistas, a los segundos podríamos llamarlos contraculturales, porque eran herederos del espíritu ácrata de mayo del 68, con su énfasis festivo en el antiautoritarismo y en la emancipación personal a través de las drogas, la libertad sexual y las culturas alternativas.

Ese era, en cuatro trazos, el mapa del anarquismo español del momento. Ahora bien, entre los viejos del exilio y los jóvenes del interior se abría un abismo generacional que era también un abismo ideológico, igual que entre los jóvenes anarcosindicalistas y los jóvenes contraculturales se abría un abismo ideológico que era también un abismo cultural (y, a menudo, de clase). Por si fuera poco, a esos dos abismos se sumaban, dentro de la CNT, otros tres. El primero era el que separaba a los puristas de los posibilistas o realistas: los puristas eran partidarios de mantener las esencias del anarquismo anterior a la guerra o de no mancharse las manos con la política y la negociación, como hacían los demás sindicatos; los posibilistas o realistas, en cambio, eran partidarios de lograr mejoras concretas para los trabajadores aun a costa de renunciar a principios que por lo demás consideraban caducos o impracticables. El segundo abismo era el que separaba a los que concebían la CNT solo como un sindicato, confinado en la lucha por los derechos y el bienestar de los trabajadores, de los que lo concebían como un movimiento libertario, que debía aspirar a realizar una revolución anarquista integral. El tercer abismo era el que separaba a los partidarios de la violencia de los que la rechazaban. Había quizá más abismos, pero da igual. Lo importante es que, hacia 1977 o 1978, Marco pudo parecerles a muchos militantes de la CNT el dirigente perfecto, el único capaz de salvar esas distancias insalvables, o como mínimo algunas de ellas, y por lo tanto el único capaz de resolver las contradicciones que el sindicato anarquista albergaba en su seno; lo asombroso es que, en cierto modo, tal vez lo era.

Marco resolvía en sí mismo la contradicción fundamental de la CNT; lo hacía porque, en 1976, a sus cincuenta y cinco años recién cumplidos, llenaba la carencia más notoria del sindicato, fruto de la ruptura provocada por cuatro décadas de franquismo: la falta de militantes de edad intermedia, ni tan viejos como los viejos del exilio ni tan jóvenes como los jóvenes del interior. Frente a los viejos del exilio, Marco conocía no solo la realidad del país, sino también la realidad del trabajo en el país; frente a los jóvenes del interior, Marco no solo había hecho la guerra, sino que dominaba el lenguaje y la cultura de la vieja CNT, la de la guerra y la preguerra. Es verdad que los cenetistas del exilio, que no habían visto nunca a Marco, desconfiaban de él, pero también es verdad que desconfiaban de todo el que no fuese de los suyos y que desconfiaban más de los jóvenes que de Marco, porque este los entendía mejor. Es verdad que Marco tenía treinta años más que la mayoría de los jóvenes del interior, pero también es verdad que conectaba a la perfección con su espíritu vitalista y desmelenado, y que, gracias a su amistad con Salsas, Boada y compañía, los conocía muy bien y estaba habituado a seducirlos y a liderarlos; igualmente es verdad que, gracias a su aspecto físico, su energía y sus maneras, casi podía confundirse con ellos, o por lo menos no llamaba la atención entre ellos. Marco poseía lo mejor de los jóvenes, que era su fortaleza y su conocimiento de la realidad, y se inventó lo mejor de los viejos, que era su pasado épico de guerra y resistencia antifranquista: por eso en parte adornó su verdadera aventura de guerra y le añadió episodios heroicos, como su relación ficticia con Quico Sabater —para los jóvenes un mito casi comparable al de Durruti, o al del Che Guevara—; y por eso consiguió hacerse pasar en seguida, sobre todo entre los jóvenes, por un resistente antifranquista: en abril de 1978, cuando fue proclamado secretario general de la CNT en España, la revista Triunfo, en aquel momento la más importante de la izquierda española, lo presentaba como un militante que durante el franquismo había intervenido «en todas las luchas clandestinas de la organización confederal», y José Ribas, director de Ajoblanco, la revista más popular entre los jóvenes libertarios del momento, afirma en sus memorias que Marco era conocido entre sus compañeros «por haber sufrido prisión en los calabozos del franquismo». Todo eso tenía Marco a su favor para convertirse en el líder de la CNT. También le benefició el hecho de pertenecer al sindicato metalúrgico, que en los primeros años del posfranquismo experimentó en Cataluña un crecimiento mayor que cualquier otro sindicato, lo que le dotó de una fuerza determinante, o la circunstancia de trabajar en una cooperativa —ese era el régimen de propiedad de su taller de reparaciones—, lo que le permitía disponer de más tiempo para trabajar en el sindicato que la mayor parte de sus compañeros; igual que le favorecieron ciertas cualidades personales: su oratoria aplastante, su frenético activismo, sus dotes extraordinarias de actor y su falta de convicciones políticas serias —en realidad, el propósito principal de Marco radicaba en salir en la foto, satisfaciendo así su mediopatía, su necesidad de ser querido y admirado y su deseo de protagonismo—, de tal forma que un día podía decir una cosa y al día siguiente la contraria, y sobre todo podía decirles a unos y a otros lo que unos y otros querían escuchar.

Pero hay más, y quizá más importante. La transición de la dictadura a la democracia en España fue básicamente un lío, una imposibilidad teórica convertida en realidad práctica gracias al azar, a la voluntad conciliadora de muchos y al talento de liantes de unos pocos, muy en particular de Adolfo Suárez, el artífice fundamental del cambio, quien fue capaz de aprovechar la confusión para salirse con la suya, que consistía en salir en la foto como presidente del gobierno pero también en destruir el franquismo y construir una democracia. Pues bien, dentro del lío tremendo del cambio de régimen político, la reconstrucción de la CNT fue un lío todavía más tremendo. Por una parte, tras décadas de tiranía, los primeros años de la democracia conocieron una explosión libertaria, una intensa moda anarquista y contracultural, sobre todo entre los jóvenes, influidos por los movimientos postsesentayochistas y antiautoritarios de todo Occidente: colocado en el centro de esa explosión y esa moda, Marco seguía perteneciendo a la mayoría. Por otra parte, la CNT, que había sido esquilmada y destripada y prácticamente anulada por el franquismo, en aquel momento abrió de par en par sus puertas para llenar un vacío de cuarenta años, lo que la convirtió en un cajón de sastre, en un depósito de las más variopintas tendencias, colectivos e ideologías; copio la enumeración que hace de ellas el ya mencionado José Ribas: «Ecologistas, ateneos, homosexuales, feministas, cooperativistas, colectivos de antipsiquiatría, movimiento de presos (COPEL), comuneros […] faístas, consejistas, anarcocomunistas, comunistas libertarios, autónomos, radicales más o menos partidarios de la violencia, pasotas, trotskistas, gente del PORE, de la OICE, del MCL, leninistas infiltrados, espontaneístas, naturistas y hasta cristianos disfrazados». ¿No falta nadie? Sí: faltan policías y confidentes, que eran tantos que hubieran podido formar sin dificultad una corriente interna. En fin. Lo cierto es que este caos absoluto era territorio perfecto para arribistas, gente con necesidad inaplazable de salir en la foto y, en general, pescadores en río revuelto, y también que, en medio del lío dentro del lío o del doble lío tremendo de la transición política y la reconstrucción de la CNT, nadie podía prosperar mejor que un pícaro profesional, un charlatán desaforado y un liante único como Marco, maestro en generar confusión y en manejarse dentro de ella.

Es lo que hizo. E, igual que Adolfo Suárez, pudo salirse con la suya, saliendo en la foto pero también convirtiendo la CNT en lo que en algún momento parecía que iba a ser o en lo que algunos, hacia 1977, esperaban (o temían) que podía volver a ser tras cuarenta años: el primer sindicato del país. No era fácil conseguirlo, desde luego. La tradicional filosofía del anarquismo español había caducado, su teórico apoliticismo de siempre era anacrónico y su estrategia de acción directa totalmente ineficaz, sobre todo si se la comparaba con la de los demás sindicatos de izquierda, mucho más modernos y capaces. Pero, si la CNT hubiera cosido su discurso y sus postulados a la realidad del país y hubiera sido capaz de resolver las contradicciones que la desgarraban, sumando la leyenda prestigiosa del viejo sindicato al atractivo y la potencia del joven movimiento libertario y contracultural, quién sabe lo que hubiera podido ocurrir; al fin y al cabo, mucho más difícil era pasar de una dictadura a una democracia en menos de un año y Suárez lo consiguió. Eso sin contar con que, por lo menos al principio de la transición política, los gobiernos del Estado no vieron con malos ojos la reaparición de la CNT; al contrario: para ellos, el sindicato anarquista podía servir como contrapeso a la fuerza temible de los grandes sindicatos izquierdistas, sobre todo Comisiones Obreras, de orientación comunista, pero también UGT, de orientación socialista. Sea como sea, en la segunda mitad de los setenta no pocos partidarios del anarquismo creyeron que, si alguien podía unir el sindicato, concertar sus discordancias y ponerlo a punto, ese era Enric Marco; por su parte, Marco aprovechó esta creencia y la confusión fabulosa del momento para salir en la foto liderando la CNT.

Quizá la primera vez que muchos pensaron que Marco era el hombre ideal para levantar el sindicato fue el 2 de julio de 1977, pasado ya año y medio desde la asamblea fundacional de Sant Medir, mes y medio desde la legalización de la CNT y poco más de un par de semanas desde las primeras elecciones libres de la democracia. Para entonces Marco era secretario general de la organización en Cataluña; para entonces se había cambiado de nombre: ya no se llamaba Enrique Marco —como se había llamado casi siempre—, ni Enrique Durruti —como lo llamaban sus aprendices de mecánico en la cochera de los Peiró, o como él les decía que se llamaba—, ni Enric Batlle —como lo llamaban Salsas, Boada y compañía, o como él les decía que se llamaba—, sino Enrique Marcos. Se había cambiado de nombre para que nadie lo confundiera con otro Enrique Marco, Enrique Marco Nadal, un viejo cabecilla libertario con un notable currículum antifranquista que a principios de los años sesenta, junto a otros dirigentes sindicales de izquierdas, había pactado con la dictadura, y que a partir de entonces fue considerado por los suyos como un colaboracionista y arrojado al ostracismo (en cambio, a principios de siglo XXI, cuando Marco Nadal ya había muerto y todo el mundo había olvidado su supuesto colaboracionismo pero no su indudable antifranquismo, Marco nunca evitó que lo identificasen con él; más bien al contrario). Aquel 2 de julio tuvo lugar el primer gran mitin de la CNT tras su legalización, con diferencia el más multitudinario desde el final de la guerra. Era un sábado por la tarde, y unos cien mil hombres y mujeres se reunieron en el parque de Montjuich de Barcelona. En YouTube puede verse una breve filmación del evento. Breve pero elocuente.

Los primeros minutos de la película están dedicados a captar la atmósfera de festiva reivindicación en que se celebró el acto y a ofrecer una panorámica de la muchedumbre que acudió a él; de fondo suena la música de «A las barricadas», el himno de la CNT. En seguida, sin embargo, la música calla y empieza el mitin propiamente dicho, con planos alternativos de los oradores que hablan y la multitud que escucha y ovaciona. De inmediato aparece Marco, subido en el estrado de los oradores, y a partir de ese momento su protagonismo en la grabación es permanente: conduce el mitin, pronuncia discursos, lanza consignas y hace que el público las coree con él («Sí, sí, libertad; sí, sí, libertad; amnistía, total»), presenta a los demás oradores y, mientras estos pronuncian a su vez sus discursos, no para de moverse por el estrado ni de hablar con sus compañeros, junto a ellos o detrás de ellos o alrededor de ellos, presa de un frenesí invencible. Lo de las consignas es curioso. Años después de que estallara el caso Marco y nuestro héroe se convirtiera en el gran impostor y el gran maldito, una historiadora del anarquismo observó que la tradición libertaria española no incluía el hábito de corear consignas, y que la forma de obrar de Marco en el mitin de Montjuich hubiera debido delatarle como un impostor, como un intruso ajeno a la cultura del anarquismo. No estoy seguro. Aunque es verdad que la tradición anarquista ignoraba tal costumbre y que por eso es posible que aquella tarde las consignas lanzadas por Marco y coreadas por el público rechinaran en los oídos de la minoría de viejos militantes y dirigentes del exilio que los escuchaban, para los militantes jóvenes, que eran la mayoría y no conocían o conocían muy poco la tradición anarquista y estaban acostumbrados a lanzar y repetir consignas parecidas en las manifestaciones contra la dictadura, el gesto de Marco difícilmente sonaría a falso y, en el peor de los casos (o en el mejor), tanto a los viejos como a los jóvenes pudo parecerles una manera de adaptar al presente el viejo anarquismo, poniendo al día su forma sin traicionar su fondo.

De hecho, eso fue lo que a muchos jóvenes les pareció la intervención entera de Marco aquel día; y no solo a los jóvenes anarquistas, sino también a militantes de sindicatos comunistas y socialistas, que habían acudido a Montjuich atraídos por la curiosidad antes que por las afinidades ideológicas. Muchos de ellos tuvieron en cambio la impresión, más o menos íntima, de que los dirigentes del exilio que rodeaban a Marco en el estrado eran momias o muertos vivientes, viejas glorias extraviadas que pronunciaban discursos guerracivilistas y disparatados: José Peirats, director de Solidaridad Obrera, el órgano de expresión de la CNT, no era al parecer consciente de que gran parte de la sociedad catalana y todo el antifranquismo clamaba desde hacía mucho tiempo por un estatuto de autonomía para Cataluña, y se burló de las aspiraciones de autogobierno catalanas antes de reivindicar los municipios libres, algo que nadie sabía a ciencia cierta lo que era; por su parte, Federica Montseny, eterna encarnación de la ortodoxia libertaria y jefa de facto (si no propietaria in pectore) de la CNT, parecía ignorar o fingía ignorar la euforia de la inmensa mayoría de los españoles por el hecho de que, apenas dos semanas atrás, después de cuatro décadas de dictadura, habían podido votar en unas elecciones libres, y solo se refirió a los comicios para abominar del dinero que había costado organizarlos y para asegurar que «nos parece pagar muy cara la carne de diputado», declaración en teoría coherente con su apoliticismo radical pero en la práctica oportunista o incluso cínica, al menos para sus correligionarios más avisados: al fin y al cabo La Leona, que era el sobrenombre feroz con el que se la conocía, había aceptado participar como ministra de Sanidad en el gobierno de la Segunda República durante la guerra. En contraste con estos discursos extravagantes, lejanos a los problemas concretos de la gente y deudores de una ideología decrépita, pronunciados además con un lenguaje, un tono y unas maneras de otro tiempo, el discurso de Marco les pareció, a muchos jóvenes y no tan jóvenes asistentes al acto, un discurso claro, enérgico, directo, eficaz, de clase y sindicalista, ceñido a la realidad.

Esta buena impresión general, unida a sus dotes personales y a su condición de puente entre el exilio y el interior y entre los viejos y los jóvenes, ya había catapultado a Marco hasta la secretaría general de la CNT en Cataluña y, menos de un año más tarde, también le catapultó a la secretaría general de la CNT en toda España. Aunque siempre intentó estar a bien con los varios sectores del sindicato, desde el principio se apoyó sobre todo en el sector más razonable, competente y ambicioso, el de los jóvenes anarcosindicalistas del interior, que intentaban crear una organización capaz de competir con los grandes sindicatos y que además eran los que más caso le hacían y quizá los que más lo necesitaban. Por eso los propósitos de su mandato fueron también bastante razonables, aunque no su modo de ejecutarlos. En realidad, no podía serlo. A pesar de su militancia adolescente en la CNT, Marco no tenía una noción muy clara de cómo funcionaba un sindicato, ni de la forma mejor de organizarlo; y, aunque conociese de un modo vago y más bien general los propósitos que perseguía, tampoco tenía una idea muy clara de las ideas que debían o podían regirlo, ni de hacia dónde debía dirigirse. Sin embargo, Marco, que puede ser ignorante pero no tonto, desplegó en seguida dos tácticas complementarias para ocultar estas lagunas dramáticas. La primera consistía en subactuar; la segunda, en sobreactuar. Marco estaba rodeado en la dirección del sindicato por intelectuales e ideólogos, o por gente que decía que lo era o que aspiraba a serlo, y por eso nunca se presentó como un ideólogo o un intelectual, sino como un hombre de acción, de manera que apenas participaba en las discusiones de ideas o de estrategias: prudente y astutamente, escuchaba a todo el mundo, esperaba a que, por convicción o por agotamiento, se hubiesen decantado las posiciones y se hubiese llegado a un acuerdo, y entonces él, armado con su oratoria y su autoridad de secretario general, se limitaba a reafirmar la posición ganadora y a ratificar el acuerdo. De ese modo no solo aprendía del debate y escondía el hecho de que no tenía ninguna posición seria sobre nada o sobre casi nada y de que su única posición seria consistía en su deseo de seguir en el cargo o de conseguir otro mejor; además, se ganaba la admiración de sus correligionarios, en especial la de los intelectuales y los ideólogos, que interpretaban su reticencia a intervenir en aquellos debates como una muestra de su humilde sobriedad de auténtico obrero endurecido en la resistencia contra la dictadura, y sobre todo como una muestra de su perspicacia innata, que le aconsejaba sobrevolar esas discusiones desempeñando un papel arbitral que le permitiera hallar salidas de consenso, aceptables por todos.

Esa era la primera estrategia de ocultación. La segunda no era menos sofisticada, pero sí menos contraria a su naturaleza; sobre todo era acorde con su fama de hombre de acción, porque consistía en entregarse sin reservas a la acción. Marco no paraba un instante: además de continuar trabajando en su taller y estudiando en la universidad, como secretario general del sindicato acudía a todas partes, hablaba con todo el mundo, asistía a todas las reuniones, fiestas, homenajes y entierros, se ponía al frente de todas las luchas, de todas las huelgas, de todas las manifestaciones, si era preciso de todos los enfrentamientos con la policía o con las autoridades. Este desasosiego sin reflexión hacía muy difícil, si no imposible, trabajar con él; también hacía imposible o muy difícil su propio trabajo: en vez de resolver los problemas, los aplazaba o los transformaba en problemas distintos, de manera que se le iban acumulando en medio de un caos cada vez mayor. Pero, en contrapartida, con la polvareda que levantaba su hiperactividad permanente Marco conseguía tapar su incapacidad política y sobre todo conseguía salir en todas las fotos, convertirse en una persona muy conocida, de hecho convertirse en una celebridad en los ambientes sindicales, alguien a quien la gente paraba por la calle y con quien todo el mundo quería hablar y a quien todo el mundo respetaba por su lucha actual en favor de los derechos y la dignidad de los trabajadores y sobre todo por su pasado infatigable de héroe republicano y resistente antifranquista, un pasado ficticio o al menos profusamente adornado que Marco llevaba consigo como unos galones o una condecoración o un halo de santo, como un último recurso de autoridad que solo sacaba a relucir cuando era imprescindible y nadie podía desmentirlo ni ponerlo en duda (apenas sacaba a relucir, por el contrario, su pasado no menos ficticio de prisionero en Flossenbürg: en parte porque por entonces apenas estaba empezando a construirlo; pero sobre todo porque no podía resultarle útil ni dotarle de autoridad entre sus compañeros: baste recordar que en aquella época ni siquiera la izquierda consideraba que la historia de la segunda guerra mundial, el Holocausto y los campos nazis formasen del todo parte de la historia española). Más que feliz, Marco estaba exultante. No solo había empezado una vida nueva, sino que esa nueva vida era mucho mejor de lo que nunca había imaginado durante sus cuarenta años de posguerra y sus veinticinco de encierro trabajando de sol a sol en un taller de reparaciones; pese a que su astucia le obligaba a presentarse ante los medios de comunicación como un simple mecánico —«Ir a un currículum más extenso sería caer en un protagonismo que me resulta embarazoso», declaraba en una entrevista concedida en mayo de 1978 al semanario Por favor—, él sabía que era mucho más que eso: ahora hablaba ante multitudes, era un líder escuchado y respetado y admirado y querido, era el dirigente con más futuro del que iba a ser el segundo o tercer sindicato del país, había conquistado a la joven y bellísima y educada mujer que amaba y se había ido a vivir con ella a Sant Cugat y acababa de tener su primera hija con ella, Elizabeth (la segunda, Ona, nacería seis años más tarde, en 1984). ¿Qué más podía desear?

Que la CNT iba a ser el segundo o tercer sindicato del país era algo que muchos pensaban a principios de 1978, cuando el número de afiliados seguía creciendo al mismo ritmo trepidante al que lo había hecho desde su legalización; es muy posible incluso que muchos, empezando por el propio Marco, todavía pensasen tal cosa a mediados de abril de aquel mismo año, cuando nuestro hombre fue elegido en Madrid secretario general de toda la CNT: al fin y al cabo, la organización parecía unida en torno a un programa de reformas sensato y a su nuevo líder, acerca del cual Juan Gómez Casas, secretario general saliente y posterior enemigo de Marco en las luchas internas, declaraba en aquel momento que «es el dinamismo personificado, es valeroso e inteligente y, en fin, es el hombre que la organización necesitaba». Marco había llegado a la cima, y la CNT también. Desde ahí, ambos se despeñaron.

La autodestrucción de la CNT no se produjo por las contradicciones que albergaba en su seno, sino por los errores que ella misma cometió y que volvieron esas contradicciones irresolubles. El primero, y acaso el más importante, fue un error de cálculo. En 1977, en plena euforia por la marcha del sindicato, los jóvenes anarcosindicalistas que apoyaban a Marco propusieron llevar a cabo un congreso que redefiniera la organización, corrigiera el anacronismo y la ineficacia de muchos de sus planteamientos y los adaptara a los nuevos tiempos; era una idea muy razonable, sobre todo teniendo en cuenta que el último congreso se había celebrado en 1936. Pero los jóvenes anarcosindicalistas cometieron la imprudencia (o la ingenuidad) de incluir entre los puntos del futuro congreso la revisión del papel desempeñado por los dirigentes del exilio durante los cuarenta años de franquismo, incluyendo en ese apartado la exigencia de que la mismísima Federica Montseny redactase un informe explicando lo ocurrido: Marco y sus amigos no previeron que los viejos exiliados entenderían la propuesta como la entendieron, es decir, como una falta de respeto o una amenaza o un insulto de aquellos jovenzuelos ingratos que ahora, después de que ellos hubieran conseguido mantener heroicamente enhiesta la bandera libertaria durante los años brutales de la dictadura, pretendían fiscalizar su conducta y ajustarles las cuentas. Esta torpeza táctica empezó a desatar las furias en el seno de la organización. Pero lo que acabó de desatarlas fue el caso Scala.

Todo ocurrió el domingo 15 de enero de 1978, cuando Marco era aún secretario general de Cataluña de la CNT. Aquel día el sindicato convocó en Barcelona una manifestación contra los Pactos de la Moncloa, un acuerdo promovido por el gobierno de Adolfo Suárez y firmado tres meses antes por los principales partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales que buscaba pacificar la vida social del país y estabilizar el proceso de transición de la dictadura a la democracia; la protesta fue un éxito: unas diez mil personas asistieron a ella. Pero hacia el mediodía, cuando el propio Marco había dado por concluida la manifestación en la plaza de España y la multitud se había disuelto, cuatro cócteles molotov de fabricación casera estallaron en la sala de fiestas Scala. Durante el incendio murieron cuatro trabajadores. Aunque dos de ellos eran afiliados a la CNT, todas las sospechas de la autoría del atentado apuntaron en seguida hacia el sindicato o hacia el entorno del sindicato; también (al menos dentro del propio sindicato) hacia infiltrados de la policía que, siguiendo instrucciones del gobierno, buscaban desacreditar a la única organización sindical relevante que se oponía a la marcha de la transición política por considerar que se estaba realizando contra los intereses de los trabajadores. Aunque ambas sospechas eran contradictorias, ambas se confirmaron. En diciembre de 1980, un tribunal condenó a seis personas vinculadas a la CNT por el atentado del Scala, pero dos años después también fue condenado, como instigador y organizador de los hechos, un confidente policial llamado Joaquín Gambín. No hay ninguna duda de que el gobierno estaba interesado en desprestigiar a la CNT, o más bien en acabar con ella; pero es imposible descartar que los sectores más puristas e intransigentes de la organización —empezando por el de los viejos exiliados, que no querían ser sometidos a examen por sus propios compañeros en el próximo congreso y buscaban recuperar el dominio completo del sindicato— desearan radicalizarla por la vía de ceder a la tentación tradicional de la violencia, apartando a la CNT de la línea realista y posibilista que había seguido hasta entonces y apartando a Marco y a los jóvenes anarcosindicalistas de su dirección. El propósito del gobierno y el de los extremistas del sindicato no eran contradictorios, y ambos también acabaron cumpliéndose.

El caso Scala resultó letal para la CNT. Aquel brote inesperado de violencia ahuyentó a numerosos simpatizantes del anarquismo: la llegada masiva de afiliados se cortó en seco, y muchos de los que ya estaban dentro de la organización empezaron a marcharse; igualmente en seco se acabó la moda libertaria, o poco menos. La estampida fue un éxito del gobierno, que consiguió estigmatizar a la CNT en los medios de comunicación, asociándola, a ella y al movimiento libertario, con el radicalismo insensato y con el terrorismo en un momento en que el terrorismo —sobre todo el terrorismo vasco de ETA— mataba a mansalva; pero también fue un fracaso de la CNT, que demostró ser incapaz de combatir la estrategia del gobierno, permitió que se dispararan las contradicciones que hasta entonces había mantenido bajo control y se encerró en sí misma. El caso Scala partió al sindicato por la mitad. De una parte quedaron los jóvenes anarcosindicalistas que apoyaban a Marco y exigían que el sindicato condenase con rotundidad el uso de la violencia, aunque sin excluir la ayuda a los militantes de la CNT envueltos en el atentado ni la denuncia de la infiltración policial y las maniobras de descrédito del anarquismo llevadas a cabo por el gobierno; de otra parte quedaron los viejos del exilio en alianza con los jóvenes y radicalizados contraculturales, que coqueteaban con la violencia o dejaban entender que coqueteaban con la violencia, porque eran partidarios de condenar al gobierno pero no la violencia en abstracto ni el atentado en concreto, igual que eran partidarios de apoyar sin fisuras a los supuestos responsables de haberlo cometido. En principio, era una lucha ideológica: los jóvenes anarcosindicalistas eran realistas, antiviolentos, renovadores y posibilistas; los viejos exiliados y los jóvenes contraculturales, en cambio, eran puristas, idealistas, radicales y como mínimo no habían resuelto el eterno debate libertario sobre la necesidad o la legitimidad del uso de la violencia. Al final todo desembocó en una seca lucha por el poder, debidamente disfrazada de debate de principios, que ensimismó al sindicato enredándolo en sus preocupaciones internas y alejándolo por completo de las preocupaciones de los trabajadores.

Fue una guerra a muerte, en la que los puristas del exilio, que en el fondo nunca habían perdido el control del sindicato, llevaron desde el principio todas las de ganar. De cara al congreso propuesto por los jóvenes anarcosindicalistas, los exiliados diseñaron una estrategia destinada a limpiar el sindicato de sus adversarios, para impedir que les obligasen a dar cuenta de su actuación durante la dictadura y ganasen el congreso y con él el poder. Lo primero que hicieron fue demonizar a los jóvenes anarcosindicalistas con acusaciones de revisionistas, colaboracionistas, reformistas y marxistas heterodoxos; lo segundo fue empezar a expulsar a la mayor cantidad posible de ellos de la mayor cantidad posible de sindicatos; lo tercero fue recurrir al insulto, la intimidación y la violencia. Marco no tardó en darse cuenta de que los jóvenes anarcosindicalistas en los que se había apoyado hasta entonces iban a ser barridos del sindicato, así que se apartó de ellos e intentó mediar entre ambos bandos y proponerse como una suerte de opción intermedia o tercera opción, advirtiendo de paso que, si las cosas no cambiaban, la CNT se dirigía hacia la catástrofe: «En la CNT se está llevando a cabo un proceso desintegrador y de descomposición —escribió el 5 de marzo de 1979, en Solidaridad Obrera—. Cosa a la que, si no se le pone remedio ahora mismo, nos hará desaparecer en beneficio solamente de nuestros enemigos comunes, el capital y el Estado. […] O nos espabilamos o esto se acaba. La lucha por el dominio sobre la CNT dará como resultado que no haya nada que dominar, y esto a corto plazo».

No exageraba un ápice. Aquella debió de ser para él una época difícil; pero, por lo mismo, también debió de ser una época intensa y exaltante, a su modo una época gloriosa, en todo caso la época en que se produjo uno de los hechos más gloriosos de su vida o por lo menos uno de los hechos cuya gloria más explotó. Tuvo lugar al atardecer del 28 de septiembre de 1979, en el centro de Barcelona, donde unos anarquistas se encadenaron y cortaron el tráfico de la calle Pelayo en demanda de amnistía para los acusados por el caso Scala; Marco se encontraba allí y, al disolver la manifestación, la policía lo golpeó y lo detuvo. En el sumario del caso, nuestro héroe declara que él no hizo más que recriminarles a los agentes que pegasen a las personas que estaban encadenadas; por su parte, los agentes afirman que Marco no les recriminó nada, sino que los llamó «asesinos, cabrones, hijos de puta, etcétera» mientras ellos les quitaban las cadenas a los manifestantes: de ahí que lo detuvieran. Por lo demás, Marco fue puesto en libertad aquella misma noche, pero le faltó tiempo para hacerse varias fotos —dos de perfil y dos de espaldas— donde se advierten los hematomas que habían causado, en la espalda y los costados de su cuerpo celulítico, los golpes de las porras y las culatas de los policías, unas fotos que a partir de aquel momento procuraría llevar siempre consigo. Para Marco eran vitales. Hay testimonios de que, en esta época suya de dirigente cenetista, nuestro hombre tuvo actuaciones valerosas ante unas autoridades o unas fuerzas de seguridad todavía franquistas o incapaces de librarse de su mentalidad y su comportamiento franquistas, pero Marco comprendió de inmediato que ningún testimonio podía ser mejor que aquellas fotos. Por fin había conseguido ser lo que llevaba muchos años soñando con ser o imaginando ser y en todo caso diciendo que era, lo que muchos estaban seguros de que había sido. Las fotos eran la prueba. Allí estaban, nítidas e inequívocas. Él también era una víctima del franquismo o de lo que quedaba del franquismo. Él también era un resistente. Él también era un héroe.