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Marco cuenta que volvió a alistarse en el ejército republicano en la primavera de 1938, respondiendo a un llamamiento del gobierno autónomo catalán para que los jóvenes se incorporasen a filas. La guerra estaba en su penúltimo año y los franquistas acababan de romper el frente de Aragón y amenazaban Cataluña, así que Marco fue enviado al frente del Segre, un río que, con sus casi trescientos kilómetros de extensión, constituía la línea más larga de defensa de la Cataluña republicana, y que estaba siendo el escenario de duros combates desde principios de abril.
Los recuerdos que Marco conserva de esta fase de la guerra son mucho más precisos y abundantes que los de las anteriores. Dice que fue al frente en camión junto a otros muchachos como él, como él voluntarios, y que entre ellos estaba Antonio Fernández Vallet, hijo del barbero del barrio de La Trinidad y amigo suyo de infancia. Dice que, al llegar al frente, los encuadraron en distintas unidades, y que la mala suerte hizo que a Fernández Vallet y a él no les asignaran la misma. Dice que recuerda muy bien cuál era su unidad: la tercera compañía del tercer batallón de la 121.ª Brigada de la 26.ª División, antigua Columna Durruti. Dice que la unidad tenía sus posiciones en la sierra del Montsec, en la cima o la falda de la sierra del Montsec, en los pueblos de Sant Corneli y La Campaneta. Dice que él era el soldado más joven de su unidad. Dice que recuerda a algunos compañeros de su unidad: a Francesc Armenguer, de Les Franqueses; a Jordi Jardí, de Anglès; a un tal Jorge Veí o Vehi o Pei; a un tal Thomas o Tomàs. También dice que recuerda al comisario de su unidad, Joan Sants, y por supuesto a Ricardo Sanz, jefe de su división y amigo de Buenaventura Durruti. Dice que la mayoría de sus compañeros no había ido a la escuela y no sabía ni leer ni escribir y que él les escribía las cartas que enviaban a sus familiares, novias y amigos, igual que escribía a menudo en el llamado diario moral, un panel donde se publicaban noticias de interés para los miembros de la unidad. Dice que a veces se atrevía a hacer cosas que pocos se atrevían a hacer: a veces, dice, se adentraba en tierra de nadie y desde allí, a gritos, les hacía preguntas a los fascistas, preguntas que los suyos le habían encargado que hiciese, de qué pueblo eran, si conocían a tal o cual amigo o conocido o familiar de alguno de sus compañeros. Dice que ese tipo de servicio le volvió muy popular, muy querido y admirado entre ellos. Durante años dijo otra cosa (aunque esto a mí no me lo dijo). Lo que dijo fue que allí, en el frente del Segre, conoció a Quico Sabaté, legendario guerrillero anarquista que hizo tres años de guerra en el ejército de la República y que, tras la derrota de este, siguió combatiendo con las armas al franquismo hasta que a principios de 1960, después de veintiún años peleando por su cuenta contra la dictadura, fue abatido a tiros cerca de la frontera francesa. Marco contó más de una vez por escrito su relación con Sabaté. «Conocí personalmente a Quico —escribe por ejemplo en una carta al director enviada a El País a principios de siglo—. Fue en el verano de 1938, un día en que se presentó en las trincheras que ocupaba la 26 División, Columna Durruti, en la cima del Montsec, y nos propuso, a un grupo de gente joven, iniciar unas acciones guerrilleras en la retaguardia fascista. En aquel tiempo Quico estaba organizando una unidad de guerrilleros en el undécimo cuerpo del ejército. Nos decidimos unos cuantos: Pei, de Poble Sec; Jardí, de Anglès; un salmantino pequeño y seco a quien llamábamos Gandhi, Francesc Armenguer, un chaval de Les Franqueses, inteligente y responsable, que cayó muerto pocos meses después en el paso del río Segre, entre Soses y Torres de Segre, precisamente cuando acababa de ser nombrado comisario de la unidad; y yo mismo. Fue emocionante encontrarte en “el otro lado”, con uniforme enemigo, recogiendo información, cortando comunicaciones y facilitando la fuga de algunos prisioneros asturianos condenados a hacer fortificaciones».
Marco recuerda también (o dice que recuerda) que durante el tiempo que pasó en el frente del Segre asistió a la escuela de guerra de su unidad. Dice que, para asistir a ella, tenía que bajar un par de días a la semana desde Sant Corneli y La Campaneta hasta el pueblo donde se hallaba la escuela, Vilanova de Meià o Santa Maria de Meià, no lo recuerda con exactitud, o dice que no lo recuerda. Dice que allí le instruyeron en cosas que desconocía por completo, como el alfabeto morse, y que recuerda a algunos de sus instructores, como un tal capitán Martín. Dice que no recuerda con exactitud cuándo terminó su instrucción en la escuela, pero sí que salió de ella con el grado de cabo. Dice que la guerra civil dentro de la guerra civil en que estaban enzarzados comunistas y anarquistas, sobre todo desde que en mayo del año anterior se habían enfrentado a tiros durante una semana en las calles de Barcelona, envenenaba la vida en las trincheras, y que quienes como él militaban en la CNT, el sindicato anarquista, se sentían bajo la vigilancia permanente del SIM, el servicio de inteligencia dominado por los comunistas, que usaban ese organismo como policía política. Dice que un día llegó a las trincheras una circular de la CNT en la que se informaba de que, en virtud de un pacto firmado días atrás en Munich por las democracias occidentales con la Alemania nazi y la Italia fascista, quedaba sentenciada la victoria del franquismo en la guerra española, y que en aquella misma circular se aconsejaba a los militantes del sindicato que, una vez terminada la guerra, pasaran a la clandestinidad con el fin de organizar la resistencia, y se les daba instrucciones para hacerlo. Dice que en adelante él y la mayoría de sus correligionarios siguieron en las trincheras más por sentimiento de compañerismo y responsabilidad que por convicción. Dice que, con convicción o sin convicción, en algún momento de aquel otoño cruzó con su unidad el Segre y que la ofensiva —sin duda la que a mediados de noviembre tomó por unos días Seròs, Aitona y Soses, en la orilla izquierda del río— pretendía descargar el frente del Ebro, donde se estaba librando una de las batallas más cruentas, dilatadas y determinantes de toda la guerra. Dice que guarda algunos recuerdos de esos días de combates más allá del Segre, entre ellos el de la muerte de Francesc Armenguer al cruzar el río y el del tiro en el culo que recibió Jordi Jardí; igualmente recuerda (o dice que recuerda) que tenía un ayudante homosexual llamado Antonio, que Antonio estaba muerto de miedo y que en el curso de una marcha nocturna lo perdió en la oscuridad y no volvió a verlo. Dice que recuerda también que durante aquel efímero avance republicano fue ascendido a sargento y, en uno de los numerosos textos autobiográficos o supuestamente autobiográficos que se encuentran en su archivo personal —Marco no es solo un hablador compulsivo sino también un grafómano obsesivo—, escribe que el comandante de su unidad le ascendió a oficial en el campo de batalla «por el valor demostrado repetidamente en el cumplimiento del deber». Pero lo que sobre todo recuerda o dice que recuerda es que una tarde, en medio de un bombardeo de la artillería enemiga, la explosión de un obús lo levantó en vilo y le quitó el conocimiento.
A partir de este momento los recuerdos de guerra de Marco se vuelven confusos. No es capaz de precisar en qué consistía exactamente su herida, que por lo demás no dejó en su cuerpo la menor cicatriz; solo dice que, según cree, le reventó por dentro, que afectó a sus bronquios y a sus pulmones y que le obligó a una larga recuperación durante la cual no paró de escupir sangre. Dice que en seguida fue retirado del frente y que cruzó de vuelta el río durante una noche de aguacero, en camilla y por una pasarela, muy cerca de una vaguada donde se había instalado un puesto de socorro en el que pasó la noche. Dice que a continuación estuvo en varios hospitales de sangre de la retaguardia, en Manresa, tal vez en Agramunt, sin duda en el monasterio de Montserrat, donde permaneció ingresado un mes o mes y medio, tal vez más. Dice que apenas recuerda nada de ese periplo de soldado convaleciente, salvo los esputos de sangre, la fiebre constante, los susurros de las enfermeras hablando de él y la vergüenza de quedarse desnudo ante aquellas mujeres. Dice que llegó a Barcelona en un coche abarrotado de soldados, poco antes de que la ciudad fuera tomada por los franquistas el 26 de enero, y que se quedó allí en vez de emprender el camino del exilio, como hicieron tantos de sus compañeros. Dice que, en su caso, lo lógico también hubiera sido exiliarse, porque era un suboficial de la República y había militado en la CNT y en consecuencia estaba expuesto a todo tipo de represalias por parte de los franquistas, pero que no se exilió porque aún no se había recuperado y no se sentía con fuerzas para hacerlo, y también por seguir las instrucciones de su sindicato, que recomendaba quedarse en el país y organizar la resistencia. Dice que sus compañeros lo dejaron en el centro de la ciudad, en la Diagonal, que se dirigió al barrio de El Guinardó y que, al llegar a la esquina de Lepanto y Travessera de Gracia, llamó a la portería del edificio donde vivían el tío Anastasio y la tía Ramona la última vez que volvió a Barcelona de permiso, solo unos meses antes, justo después de obtener sus galones de cabo. Dice que fue la tía Ramona quien le abrió la puerta y quien, pasada la sorpresa inicial, le abrazó, le cubrió de besos, le hizo entrar. Y dice que a partir de entonces permaneció mucho tiempo encerrado en casa de la tía Ramona, o más que encerrado escondido, sin poner un pie en la calle, dejando que el reposo y los cuidados de la tía Ramona curasen sus heridas invisibles antes de lanzarse a la lucha armada para combatir desde la clandestinidad a los fascistas triunfantes con la misma abnegación y el mismo coraje con que los había combatido durante toda la guerra.