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De una cosa estoy seguro: mientras intentaba averiguar la verdad sobre Marco, yo no era el único que albergaba dudas sobre este libro que durante tantos años no quise escribir; también las albergaba el propio Marco.
Al principio de mis pesquisas nuestra relación no fue buena, por no decir que fue mala. La culpa la tuve yo. Una vez que dejé de resistirme a escribir este libro y acordé con Marco que él me contaría su historia completa y que, con la ayuda de mi hijo, yo le grabaría contándomela, los dos empezamos a vernos con cierta regularidad en mi despacho del barrio de Gracia. Repasando las imágenes grabadas de esas primeras charlas, me noto frío, tenso, fiscalizador y reticente, como si no pudiera superar la repugnancia que me produce Marco, o como si no quisiera hacerlo, o quizá como si temiera hacerlo. No es solo que no me fiase de él o que no creyese una palabra de sus relatos; lo peor es que se me notaba. Vista desde ahora, mi actitud me resulta por momentos, además de estratégicamente equivocada, hipócrita y ridícula, una pose filistea de inquisidor o catequista que en más de una ocasión me llevó a exigirle a Marco que reconociese el daño que había causado con sus mentiras y se arrepintiese de ellas. Él siempre se negó a hacerlo. Siempre que yo se lo exigía, quiero decir. Ya dije que Marco puede ser muchas cosas, pero no tonto, así que no siempre se negaba a aceptar que había mentido y que eso estaba mal; a veces, solo cuando él lo consideraba adecuado, no cuando nadie quería obligarle a hacerlo, lo aceptaba con la boca pequeña y de pasada, aunque para sepultar acto seguido esa aceptación bajo su discurso habitual sobre los beneficios que se habían derivado de sus mentiras y sobre las mentiras, maldades e inexactitudes que se habían dicho sobre él a cuenta de su impostura.
Por aquella época —hablo del invierno y la primavera de 2013— Marco era un hombre herido pero también un hombre en estado de rebeldía y de permanente reivindicación de sí mismo, y yo aún no había aprendido a tratarlo; es natural que al principio chocáramos. A diferencia de lo que hizo Truman Capote con Dick Hickock y con Perry Smith, los jóvenes asesinos que protagonizan A sangre fría, no me hice amigo de Marco en seguida, y de hecho nuestros interrogatorios de trabajo parecían a menudo batallas en las que yo atacaba, bombardeándolo con sus contradicciones, sus trampas y sus embustes, y él contraatacaba con toda su artillería argumentativa, que era mucha y muy potente. Más de una vez terminamos mal, separándonos a la puerta de mi despacho casi sin despedirnos ni darnos la mano, y cuando eso ocurría dejábamos de vernos y de llamarnos durante algún tiempo. Entonces yo volvía a mis angustias, volvía a acordarme de Vargas Llosa y de Claudio Magris, que pensaban que tal vez era imposible llegar a conocer la verdadera historia de Marco, volvía a pensar en Fernando Arrabal, que pensaba que el mentiroso no tiene historia y que, si la tuviera, nadie se atrevería a proponerla como una historia verdadera o como un relato real o una novela sin ficción, porque es imposible contarla sin mentir; volvía a pensar, en suma, que me había equivocado de libro o que era imposible escribirlo o que no debía escribirlo.
Por fortuna, aquel invierno viajé mucho. Estuve en Colombia, en México, en París, en Bruselas, en Trento, y pasé dos semanas en Pordenone, en el norte de Italia, antes de instalarme durante la primavera y el verano en Berlín; de modo que, cuando regresaba a Barcelona, estaba fresco y lleno de energía y sin angustias y con nuevas ideas sobre Marco y con ganas de hablar otra vez con él. Naturalmente, volvía a llamarlo. A veces Marco me contestaba en seguida, pero otras veces no me contestaba o tardaba en contestarme o me contestaba diciéndome que no podíamos vernos y poniendo cualquier excusa: que estaba muy ocupado, o que no se encontraba bien, o que su mujer y sus hijas no querían que nos viésemos porque nuestras entrevistas le perturbaban mucho. Entonces, para convencerlo de que nos viésemos, yo le decía la verdad, o una verdad a medias; le decía, por ejemplo, que solo estaba de paso por Barcelona y que quizá no podríamos volver a vernos en meses. El efecto de mis palabras solía ser fulminante: Marco cambiaba de inmediato de opinión y me convocaba para aquella misma tarde o para la mañana siguiente en mi despacho. Fue así como empecé a entender que yo no era el único que dudaba, y que, según había intuido Joan Amézaga al terminar nuestra comida en La Troballa con mi hermana Blanca y con Montse Cardona para hablar de Marco y FAPAC, nuestro hombre se debatía entre la vanidad y el temor: por un lado le halagaba que yo escribiese un libro sobre él, pero por otro lado tenía miedo de lo que yo iba a contar en ese libro. Al menos al principio de nuestra relación, eso es lo que pasaba: Marco quería y no quería que yo escribiese sobre él, y por eso quería y no quería hablar conmigo. O dicho con más claridad: Marco quería que yo escribiese el libro que a él le hubiese gustado leer, el libro que él necesitaba, el libro que al fin lo rehabilitase.
Yo le había advertido de entrada a Marco, con total claridad, que no iba a escribir un libro de esa clase; no obstante, como mínimo al principio él intentó que lo escribiese, o al menos intentó controlar lo que yo iba a escribir. En teoría Marco no solo no iba a poner ningún impedimento a mi trabajo, sino que iba a ayudarme a llevarlo a cabo; en la práctica no fue así. Marco tenía en su casa un archivo con abundantes documentos clasificados, papeles personales y escritos de todo tipo, pero, cuando le pedí que me dejara examinarlo, se negó en redondo. Siempre llegaba a mi despacho cargado con carpetas abarrotadas de papeles, pero eran papeles muy bien seleccionados por él, todos favorables a su versión de la historia. A veces yo le pedía documentos y él me prometía traérmelos, pero no me los traía. Otras veces me traía los documentos y me permitía verlos un momento y en seguida me los quitaba de las manos y luego no me dejaba fotocopiarlos. Alguna vez aplazó sin explicaciones nuestras citas, y en una ocasión se presentó sin aviso acompañado por otra persona (un joven cineasta que traía la propuesta impracticable de filmarnos mientras conversábamos, para hacer una película o un documental sobre el proceso de creación de mi libro, o algo así), lo que dio al traste con el encuentro. Por descontado, Marco me ocultaba información, me engañaba, mentía y, cuando yo le pillaba en alguna mentira, encontraba al instante una explicación que trataba de hacer pasar la mentira por un error o un malentendido. A menudo me ofrecía la posibilidad de encontrarme con personas que lo habían conocido en distintos momentos de su vida y que podían hablarme de él, pero casi siempre tardaba semanas o meses en darme su teléfono o su dirección y, mientras yo aguardaba a que me los diese, él hablaba con ellos o les escribía previniéndoles de mi visita y anunciándoles mis intenciones y (como mínimo eso imaginaba yo) tratando de manipularlos para que me contaran lo que él quería que me contaran. Era astuto como un zorro y escurridizo como una anguila, y no tardé en hacerme a la idea de que no colaboraba conmigo para ayudarme, sino para fingir que me ayudaba y mantenerme así vigilado, controlar mis pasos, extraviarme en un laberinto de mentiras y conseguir que escribiera el libro con el que él soñaba.
No lo consiguió, o creo que no lo consiguió. Y no porque yo se lo impidiese, sino porque no podía conseguirlo: es imposible que alguien escriba el libro que otro ha imaginado, y además el mío solo podía escribirse si se escribía con la verdad o con hechos que estuviesen pegados al máximo a la verdad; también es imposible esconder una verdad como la de Marco si alguien se propone a toda costa desvelarla. Marco es un mentiroso magistral, pero, mientras armaba sus mentiras, treinta o cuarenta o cincuenta años atrás, nunca pudo imaginar que algún día un escritor se consagrase en cuerpo y alma a desmontarlas y no consideró necesario acorazarlas contra aquella improbable curiosidad futura. Hay quizá todavía otra razón, o más bien otra hipótesis, que explica el fracaso de Marco, y es que no fue un fracaso sino un éxito: quizá Marco no solo comprendió que no podía esconderme la verdad ni conseguir que yo escribiese un libro que lo rehabilitase; quizá también comprendió que la única forma en que podía rehabilitarse era precisamente contándome la verdad.
No estoy seguro de que Marco llegara en algún momento a esa conclusión, pero sí de que yo me esforcé a fondo para obligarle a alcanzarla. El esfuerzo empezó cuando ya llevaba varios meses persiguiéndole y batallando sin cuartel contra él y ya había vencido la repulsión que al principio me inspiraba y había abandonado mi ridícula actitud de juez o fiscal o inquisidor o catequista y había comprendido que mi tarea consistía en ir despojando de ficciones su pasado, como quien despoja de su piel a una cebolla, y que solo podría conseguirlo ganándome su confianza igual que había hecho Capote con Dick Hickock y Perry Smith. En esa tarea me resultó muy útil Benito Bermejo, o más bien la sombra mortífera y alargadísima que Benito Bermejo proyectaba sobre Marco. Yo le decía a Marco, sin mentirle del todo pero sin decirle del todo la verdad, que Bermejo no había abandonado por completo la idea de escribir un libro sobre él, y que en consecuencia el libro que yo iba a escribir debía ser inatacable, porque de lo contrario Bermejo nos haría picadillo, nos destrozaría, destruiría nuestra versión de los hechos y nos destruiría, a él y a mí. Yo estaba de su parte, le decía, y Bermejo no, así que era mejor que me dijera a mí la verdad y no se la dejase a Bermejo, porque Bermejo la iba a usar para mal y yo para bien. Debíamos conseguir, le insistía a Marco, un relato perfectamente real, invulnerable, veraz y no solo verosímil, un relato que, aunque no estuviese por completo documentado (no podía estarlo), se ajustase lo más posible a los documentos de los que disponíamos, y por lo tanto a los hechos. Eso venía a decirle a Marco: Bermejo era el mal en estado puro, y yo era el único que podía alejarlo, pero para alejarlo necesitaba la verdad.
Fue así como empezó una nueva y extraña etapa de mi relación con Marco. Para entonces yo ya estaba inmerso hasta el fondo en su biografía, le había oído contar su vida de principio a fin, había leído multitud de documentos sobre él y había hablado con numerosas personas que lo habían conocido. Así, localizando documentos que ni el propio Marco había visto, cruzando datos y fechas, confrontando testimonios, había descubierto muchas verdades de la biografía oculta de Marco y había descartado muchas mentiras de su biografía pública; más aún: había conseguido, enfrentándole a contradicciones flagrantes o a obvias falsedades, que Marco reconociese que unas eran verdad y las otras mentira. Lo más sorprendente del asunto (o lo que más me sorprendió a mí) era que cuantas más mentiras le descubría, cuanto más me hacía cargo de la sórdida y triste realidad que había ocultado durante tantos años tras su fachada espléndida, cuanto más me enfrentaba al villano real que se escondía tras el héroe ficticio, más próximo me sentía a él, más piedad me inspiraba, mejor me sentía a su lado. Miento. Yo también estoy intentando esconder la verdad. La verdad es que llegó un momento en que lo que sentí por él fue afecto, a ratos una especie de admiración que ni yo mismo sabía explicarme, y que me perturbaba.
Cuando ese momento llegó, Marco ya me había abierto de par en par sus archivos y me había conseguido incluso un encuentro con su hija escondida, el fruto de su primer matrimonio también escondido. Cuando ese momento llegó ya solo quedaban unos pocos puntos problemáticos en su biografía, o eso que eufemísticamente habíamos acordado llamar puntos problemáticos: mentiras que Marco aún no había reconocido como mentiras y que yo no estaba dispuesto a aceptar como verdades, entre otras razones porque, argumentaba, nadie las creería, empezando por Benito Bermejo. Recuerdo la mañana en que discutimos, sentados en la galería de su casa, sobre los últimos de esos puntos, como siempre de forma encarnizada (pero ya no tensa ni desabrida), yo tratando de que él reconociera la verdad y él tratando de salvar en lo posible su mentira; en aquel momento, cuando Marco ya había cedido en tres de los puntos, o más bien cuando los habíamos aparcado porque yo ya estaba seguro de que Marco se había rendido y acabaría cediendo y reconocería la verdad (que no había participado en el asalto al cuartel de Sant Andreu el 19 de julio de 1936, al día siguiente de iniciada la guerra civil; que no había vuelto herido del frente y había regularizado su situación al terminar la guerra y nunca había llevado una vida clandestina durante la posguerra; que nunca había pertenecido a la UJA de Fernández Vallet y sus compañeros), le di a entender que el interrogatorio había acabado.
—Ah, se me olvidaba —dije entonces, ladinamente, mientras él se levantaba ya, con la guardia bajada, fatigado después de horas de discusión, o quizá solo harto de discutir—. Hay otro punto problemático. Es el último.
Escuchó mi explicación de pie, observándome con lo que le quedaba de interés: le dije que no me creía que hubiera participado en la invasión de Mallorca con el tío Anastasio y que, aunque no podía probar que el hecho fuera falso, todos los indicios sugerían que lo era. Cuando terminé de enumerar los indicios se desplomó sobre su asiento, clavó los codos en la mesa y se cogió la cabeza con las dos manos en un gesto que, aunque era melodramático, no me pareció melodramático. Le oí murmurar:
—Por favor, déjame algo.
Volvimos a vernos al cabo de dos o tres días. Aquella mañana fui a buscarlo muy temprano a Sant Cugat en mi coche, y estuvimos hasta la tarde dando vueltas por los paisajes de su juventud y de su madurez, en los barrios de Collblanc, Gracia y El Guinardó, reconociendo las calles y las casas donde había vivido, hablando con vecinos que lo habían tratado y volviendo a repasar episodios de su vida, y durante esas horas Marco reconoció de forma tácita o explícita que todos o casi todos los puntos problemáticos que yo le había planteado en nuestro último encuentro no eran puntos problemáticos sino verdades adornadas o maquilladas, o simples mentiras. No puedo decir que el reconocimiento me sorprendiera, porque ya conocía su forma de operar en aquellos duelos que manteníamos por su pasado: si las pruebas que yo le presentaba eran concluyentes (a veces incluso cuando no lo eran), Marco terminaba aceptando de una u otra forma la verdad, aunque a veces tardaba horas o días o semanas en hacerlo, porque tenía que buscar una salida honrosa, una explicación a su mentira anterior, explicación o salida que a menudo encontraba en las confusiones, espejismos y desvaríos que provocaba la alianza del paso del tiempo con la oportuna fragilidad de su memoria. Sea como sea, cuando aparqué a la puerta de su casa en Sant Cugat, ya al atardecer, Marco aún debía de estar pensando en las mentiras que había reconocido ante mí, lo que explica que, antes de bajarse del coche, me dijera con una mezcla de pesadumbre y resignación en la voz:
—Verdaderamente, tengo la impresión de estar actuando contra mí mismo.
Entendí y me apresuré a corregirle:
—No: estás actuando contra el falso Enric Marco; y a favor del verdadero. —Como Marco no decía nada, aclaré—: Estás actuando a favor de ti mismo, igual que al final del Quijote Alonso Quijano actúa a favor de sí mismo cuando deja de ser don Quijote.
Marco me miró con curiosidad, quizás inquieto.
—Cuando recupera la cordura, ¿no? —preguntó.
—Exacto —contesté, y en ese momento vi a un niño idéntico a él, calvo y con mostacho y arrugado, leyéndole a su madrastra alcohólica el Quijote, ochenta años atrás, en una habitación mugrienta iluminada por una Petromax—. Cuando deja de ser el falso y heroico don Quijote y vuelve a ser solo el verdadero Alonso Quijano.
Una risa sincera disipó la inquietud en la mirada de Marco.
—El Bueno —puntualizó—. Alonso Quijano el Bueno. Me pregunto cuántas veces vamos a tener que leer ese libro para entenderlo del todo.
No recuerdo una palabra más de aquella conversación, si es que hubo alguna más. Pero lo que sí recuerdo es que poco después, mientras regresaba a Barcelona por la carretera de La Rabassada, sentí por vez primera que Marco ya no quería esconderse detrás de la mentira, que al menos conmigo ya no quería hacerlo, y que ya solo quería la verdad y nada más que la verdad, como si hubiera descubierto que la biografía prosaica y vergonzosa y auténtica que yo iba a contar podía ser mejor o más útil que la biografía brillante, poética y falseada que él siempre había contado, y sobre todo recuerdo que, cuando sobrepasé la cima del cerro de El Tibidabo y empecé a bajar La Rabassada y apareció al fondo Barcelona y más allá el mar rojizo y reluciente bajo el sol del crepúsculo, me acordé de aquel extraño pasaje en que, al final del Quijote, Cervantes hace hablar a su pluma («Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno») y por un segundo me pareció entender lo que Cervantes o la pluma de Cervantes quería decir y me asaltó una evidencia de vértigo: Marco nunca había querido engañarme, Marco había estado tanteándome durante todo aquel tiempo para saber si era digno o no de que él me contara la verdad, yo no había averiguado la verdad sino que Marco me había guiado hasta ella, Marco había construido a lo largo de casi un siglo la mentira monumental de su vida no para embaucar a nadie, o no solo para eso, sino para que un escritor futuro la descifrase con su ayuda y luego la contase y la diese a conocer por el mundo y al final pudiese hacer hablar a su ordenador como Cervantes hace hablar a su pluma («Para mí solo nació Enric Marco, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno»), igual que Alonso Quijano había construido a don Quijote y le había hecho perpetrar todas sus locuras para que Cervantes las descifrase y las contase y las diese a conocer por el mundo como si don Quijote y su pluma fuesen uno solo; en definitiva: yo no estaba usando a Marco como Capote había usado a Dick Hickock y Perry Smith, sino que Marco me estaba usando a mí como Alonso Quijano usó a Cervantes.
Eso pensé por un segundo, mientras bajaba en coche La Rabassada. Al segundo siguiente intenté olvidarlo.