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En mayo de 2005, cuando estalló el caso Marco, mucha gente se preguntó cómo pudo nuestro hombre engañar a tanta gente durante tanto tiempo con una mentira tan monstruosa. Igual que cualquier pregunta, o al menos igual que cualquier pregunta compleja, esta no tiene una respuesta sino muchas; a continuación enumero siete.
La primera respuesta es por supuesto que Marco no es solo un pícaro sobresaliente, un charlatán desaforado, un liante único y un fabulador excepcional, sino también un actor portentoso, un «eximio histrión», como lo llamó Vargas Llosa, un intérprete capaz de incorporarse por completo su personaje, de convertir su personaje en su persona: del mismo modo que a partir de determinado momento, en los años setenta, Marco dejó de interpretar a un antiguo resistente del franquismo y se convirtió en un antiguo resistente del franquismo, en determinado momento de los años del cambio de siglo Marco dejó de interpretar a un antiguo deportado por los nazis para convertirse en un antiguo deportado por los nazis.
La segunda respuesta es que, cuanto más monstruosa es la mentira, más creíble resulta para el común de los mortales. Esta evidencia está en la base del totalitarismo político, y nadie la describió mejor que un genio del totalitarismo: Adolf Hitler. «Las masas —razona Hitler en Mi lucha— son más fácilmente víctimas de la gran mentira que de la pequeña, porque sus miembros mienten en cosas pequeñas, pero se avergonzarían de mentiras demasiado grandes. Este tipo de falsedad nunca entraría en sus cabezas, y no serán capaces de creer en la posibilidad de que otros incurran en tales desfachateces aberrantes y tergiversaciones infames». Dado que el énfasis en la verdad delata al mentiroso, apenas hará falta aclarar que en el pasaje citado Hitler no abogaba por las grandes mentiras, sino que las denunciaba en nombre de la verdad.
La tercera respuesta no es más importante que las dos primeras, pero sí menos evidente. Alguna vez se ha insinuado que el caso Marco quizá solo pudo darse en España, un país con una compleja, deficitaria digestión de su pasado reciente, donde hubo pocas víctimas del nazismo por comparación con casi todos los demás países de Europa (entre otras razones porque no participó en la segunda guerra mundial o porque solo participó en ella como aliado de Alemania), donde todavía a principios del siglo XXI apenas existían estudios fiables sobre las víctimas españolas del genocidio nazi y donde el Holocausto no figura en un lugar principal de la memoria colectiva o de eso que suele llamarse la memoria colectiva. Yo mismo creía que esa idea era exacta o al menos verosímil, y por eso, en «Yo soy Enric Marco», escribí que una de las cosas que hicieron posible el caso Marco fue «nuestra relativa ignorancia del pasado reciente en general y del nazismo en particular»; y concluía: «Aunque Marco se vendía como un remedio contra esa tara nacional, en realidad era la mejor prueba de su existencia».
No es falso, pero, al menos de entrada, tampoco parece del todo cierto. Porque la verdad es que desde el mismo final de la guerra hubo gente de muchas nacionalidades que aseguraba que había estado en los campos nazis y que en realidad no había estado en ellos, o gente que maquillaba o adornaba o exageraba la realidad de su estancia en los campos nazis, quizá porque, como dice Germaine Tillion, el enloquecido universo de los campos fomentaba este tipo de fantasías. Norman Finkelstein explica el fenómeno por dos razones más tangibles: «Dado que el haber soportado los campos confiere una corona de mártir, muchos judíos que habían pasado la guerra en otros lugares se hicieron pasar por sobrevivientes de los campos. Aparte de ello, el otro motivo para esta impostura fue material. El gobierno alemán de posguerra pagaba compensaciones a judíos que habían estado en los guetos o en los campos. Muchos judíos se fabricaron un pasado acorde con los requerimientos de ese beneficio». Solo algunos de estos impostores alcanzaron, claro está, la notoriedad de Marco, pero unos cuantos la superaron, o poco menos. Es el caso de Jerzy Kosinski, cuyas falsas memorias de víctima infantil del Holocausto, tituladas El pájaro pintado, fueron saludadas en 1965 como una de las mejores denuncias del nazismo, convertidas en un texto básico sobre el Holocausto, premiadas varias veces, traducidas a multitud de idiomas y recomendadas como lectura en las escuelas. O el caso de Benjamin Wilkomirski, que se hizo célebre por un libro publicado en 1995 y titulado Fragmentos de una infancia en tiempos de guerra, donde narraba como si fuera real su internamiento inventado en Auschwitz y Majdanek. O el de Herman Rosenblat, que en unas falsas memorias tituladas El ángel en la valla contaba que, de niño, en un campo nazi, había conocido sin verla a una niña a la que muchos años más tarde, por un azar inverosímil, había reconocido, y con quien seguía casado cuando el libro se publicó, en 2008. O el caso de la belga Misha Defonseca, quien el año anterior había publicado con gran éxito Misha: recuerdos de los años del Holocausto, donde cuenta que en 1941, cuando apenas había cumplido seis años, sus padres fueron arrestados por ser judíos y enviados a un campo de concentración, y que ella se pasó los cuatro años siguientes peregrinando por Alemania, Polonia, Ucrania, Rumanía y Yugoslavia, hasta que volvió a Bélgica a través de Italia y Francia, cuando la realidad es que ni era judía ni había salido de Bruselas en toda la guerra.
La lista de grandes impostores podría alargarse (durante veinte años Deli Strummer pronunció conferencias en Estados Unidos sobre su paso por los campos nazis, hasta que en 2000 se descubrió que nunca había sido prisionero en un campo nazi; Martin Zaidenstadt fue en su vida adulta un próspero hombre de negocios hasta que, tras su jubilación, empezó a hacer de guía y a pedir limosna a los visitantes del antiguo campo de Dachau, fingiendo que había sido prisionero allí). Todas estas personas son o eran judíos, o decían serlo. El hecho no es anecdótico. Como el propio Marco pudo comprender en cuanto empezó a documentarse para crear su personaje de deportado, una cosa es el Holocausto —el exterminio sistemático y masivo de millones de judíos— y otra la Deportación —el encarcelamiento en campos, el uso como mano de obra esclava y el asesinato de centenares de miles de no judíos—; no siempre es fácil distinguir una cosa de la otra, porque a veces se entrecruzan o se superponen, pero lo cierto es que el Holocausto dejó mucho menos rastro documental que la Deportación, sobre todo en el este de Europa, donde se eliminó a millones de personas sin que muchas veces mediase un solo papel. La conclusión es que los impostores judíos lo tenían mucho más fácil que los no judíos, y de ahí que los impostores más conocidos sean judíos. De hecho, en numerosos países de Europa, sobre todo del oeste de Europa, el caso Marco hubiese sido muy difícil; sin ir más lejos en Francia, donde hubo muchísimos más deportados que en España, donde todos ellos estuvieron encuadrados desde el principio en entidades y asociaciones, donde la circunstancia de ser un deportado obligaba a pasar una serie de controles periódicos y donde los deportados cobraban una pensión y gozaban de ciertos privilegios. Hay que ser justos: todos o casi todos los países europeos —y, verosímilmente, la inmensa mayoría de los países sin más— tienen o han tenido una compleja y deficitaria digestión de su pasado reciente, porque ningún país puede presumir de un pasado sin conflicto y sin violencia y sin nada de lo que avergonzarse, y porque, igual que Marco, las naciones hacen también lo posible para evitar conocerse a sí mismas o reconocerse como lo que son; de modo que quizá no es cierto que el caso Marco solo pudiera darse en España. Quizá. Pero no es un intento de halagar el tradicional masoquismo español reconocer que, en gran parte a causa de la dictadura de cuarenta años que siguió a la guerra, España estaba mejor preparada que casi cualquier otro país de Europa para generar el caso Marco, y la prueba es que en diciembre de 2004, pocos meses antes de desenmascarar a Marco, el propio Benito Bermejo desenmascaró a un segundo falso deportado español que había adquirido casi tanta notoriedad como Marco: Antonio Pastor Martínez. Que yo sepa, en ningún otro lugar de Europa se han dado dos casos semejantes.
Esa es la tercera respuesta, la tercera razón por la que Marco pudo engañar a tanta gente durante tanto tiempo: el retraso histórico de España en acceder a la democracia y nuestro desinterés general por el más áspero pasado reciente europeo. La cuarta respuesta es que, si bien se mira, Marco no engañó a tanta gente, o solo engañó a la gente que era fácil de engañar o que estaba deseando ser engañada, y sobre todo no la engañó durante tanto tiempo. Marco se manifestó públicamente como deportado en 1978, en el libro de Pons Prades y Mariano Constante, pero hasta 1999, cuando hizo su primer viaje a Flossenbürg e ingresó en la Amical de Mauthausen, su personaje de deportado apenas volvió a dar señales de vida más que de forma privada y ocasional, casi secreta, como si llevase una vida latente. Esto significa que, al menos como falso deportado, Marco no engañó durante casi treinta años, como suele decirse, sino durante apenas seis: desde 1999 hasta que estalló el caso Marco. En cuanto al número de personas a las que engañó, no hay duda de que fue enorme, pero la mayoría eran escolares, y la inmensa mayoría, incluidos periodistas, profesores, historiadores y políticos, no tenían ni idea de la Deportación o tenían una idea muy superficial de ella, y no conocían los datos que podían desmontar la impostura de Marco ni se tomaron la molestia de verificar si lo que decía era cierto o no. A los auténticos deportados, en cambio, no los engañó, o no a todos: no sabemos lo que pensaban de él los verdaderos deportados en Flossenbürg —a quienes por lo demás vio muy pocas veces y de quienes le separaban barreras lingüísticas muy útiles para proteger su impostura—, pero sí sabemos que algunos deportados españoles sospechaban de él, que antes de que fuese desenmascarado comentaban entre sí sus sospechas, que Marco procuraba frecuentarlos lo menos posible y que tenía una enorme habilidad para esquivarlos; también sabemos que nunca se acercó a las asociaciones mayoritarias de deportados españoles, que se hallaban en Francia porque tras la guerra mundial la mayoría de los deportados españoles se quedaron en Francia —la Amical francesa y la FEDIP (Federación Española de Deportados e Internados Políticos)—, igual que sabemos que, cuando se acercó a la Amical española, la Amical de Mauthausen, quedaban ya en ella muy pocos deportados y estaban muy disminuidos. No quisiera ser malinterpretado: nada más lejos de mi intención que pretender escatimar méritos a la impostura de Marco, que es extraordinaria; como en todo este libro, o en casi todo, en el párrafo que ahora termina solo trato de ser ecuánime.
La quinta respuesta explica en parte por qué no desenmascaró a Marco ninguno de los verdaderos deportados que sospechaban de él. «En los impostores públicos se da el hecho curioso de algo como un silencio protector —escribe el psiquiatra Carlos Castilla del Pino—. Casi siempre hay conocedores de la impostura que no se atreven a desvelarla. Las razones a su vez ocultas del silencio hacen que en ocasiones se pueda mantener la impostura durante años. La complicidad no siempre es interesada, y no se trata de cómplices en sentido estricto». La pregunta es cuáles eran las razones ocultas del silencio de los cómplices involuntarios de Marco; arriesgo dos respuestas. La primera es obvia: en las últimas décadas se ha producido una «sacralización del Holocausto» (la expresión es de Peter Novick); esta, unida al eclipse progresivo de los testigos del Holocausto, ha llevado a una sacralización de los testigos del Holocausto, que han dejado de ser víctimas para ser héroes o santos laicos, y a nadie le gusta ser un aguafiestas ni meter el dedo en el ojo de nadie, y mucho menos en el de un heroico y sacralizado testigo del Holocausto mientras danza en la fúnebre celebración permanente del Holocausto. La segunda respuesta no es menos obvia: aunque parece improbable que haya habido más casos de impostura entre los deportados españoles (aparte de los de Marco y Pastor), no es en absoluto improbable que algunos de los deportados que aglutinaba la Amical de Mauthausen hubieran cedido más de una vez a la tentación de maquillar o adornar o exagerar su pasado, y que ninguno de ellos quisiese arrojar la primera piedra.
Llegamos así a la sexta respuesta. Está relacionada con la mencionada sacralización de los testigos del Holocausto, o simplemente con la sacralización de los testigos. En «Yo soy Enric Marco» argumenté que el testigo ha cobrado en nuestro tiempo un prestigio tan desmesurado que nadie se atreve a cuestionar su autoridad, y que la cesión pusilánime a ese soborno intelectual facilitó el embeleco de Marco. Ese artículo se publicó en El País en diciembre de 2009; justo un año después, en diciembre de 2010, cuando creía haber abandonado definitivamente la idea de escribir sobre Marco y estaba sumergido en un libro que no tenía nada que ver con él, publiqué en el mismo periódico otro artículo, este titulado «El chantaje del testigo», que sin la menor duda escribí pensando en Marco. Dice así:
»No falla: cada vez que, en una discusión sobre historia reciente, se produce una discrepancia entre la versión del historiador y la versión del testigo, algún testigo esgrime el argumento imbatible: “¿Y usted qué sabe de aquello, si no estaba allí?”. Quien estuvo allí —el testigo— posee la verdad de los hechos; quien llegó después —el historiador— posee apenas fragmentos, ecos y sombras de la verdad. Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo ha dicho con un ejemplo: para él, los supervivientes de los campos de concentración nazis “tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos”, porque “solo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán”. Esto, me parece, no es un argumento: es el chantaje del testigo.
»Tomo la cita de Wiesel de un necesario alegato en favor de la historia publicado por Santos Juliá en la revista Claves (n.º 207). Necesario porque, en un tiempo saturado de memoria, esta amenaza con sustituir a la historia. Mal asunto. La memoria y la historia son, en principio, opuestas: la memoria es individual, parcial y subjetiva; en cambio, la historia es colectiva y aspira a ser total y objetiva. La memoria y la historia también son complementarias: la historia dota a la memoria de un sentido; la memoria es un instrumento, un ingrediente, una parte de la historia. Pero la memoria no es la historia. Elie Wiesel tiene razón, aunque solo a medias: los supervivientes de los campos nazis son los únicos que conocen de verdad el horror incalculable de aquel experimento diabólico; pero eso no significa que entendiesen el experimento, y sí más bien que, demasiado ocupados con su propia supervivencia, quizá se hallan en la peor situación posible para entenderlo. Tolstói afirma en Guerra y paz que “el individuo que desempeña un papel en el acontecer histórico nunca entiende su significado”. En la undécima parte de esa novela, Pierre Bezujov se adentra en la batalla de Borodino; va en busca de las glorias que ha leído en los libros, pero lo único que encuentra es un caos total o, como escribe Isaiah Berlin, «la confusión acostumbrada de los individuos, ocupados en satisfacer al azar tal o cual deseo humano […] una sucesión de accidentes cuyos orígenes y cuyas consecuencias, en general, no se puede rastrear ni predecir». Treinta años antes de Guerra y paz, Stendhal concibió una escena semejante: al principio de La cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, ferviente admirador de Napoleón, toma parte en Waterloo, pero, igual que Bezujov en Borodino, no entiende nada o solo entiende que la guerra es un caos absoluto y no «aquel noble y común arrebato de almas generosas que él se había imaginado por las proclamas de Napoleón». Claro que hay en los testimonios de Bezujov y Del Dongo una verdad profunda, según la cual la guerra no es, para quienes intervienen en ella, más que un cuento lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Pero la verdad de Bezujov y Del Dongo no es toda la verdad; precisamente porque no participó en Borodino ni en Waterloo, el historiador puede silenciar el ruido y aplacar la furia, inscribir Borodino y Waterloo en la serie de las guerras napoleónicas y la serie de las guerras napoleónicas en la serie de la historia del siglo XIX o de la historia a secas, y de ese modo darle un sentido al cuento. A menos que sea muy ingenuo (o muy soberbio), el historiador no pretende alcanzar así la verdad absoluta, que es la suma de infinitas verdades parciales, y como tal inalcanzable; pero, a menos que sea muy inconsciente (o muy perezoso), el historiador sabe que tiene la obligación de acercarse al máximo a esa verdad perfecta, y la posibilidad de hacerlo más que nadie.
»Un historiador no es un juez; pero la forma de operar de un juez se parece a la de un historiador: como el juez, el historiador busca la verdad; como el juez, el historiador estudia documentos, verifica pruebas, relaciona hechos, interroga a testigos; como el juez, el historiador emite un veredicto. Este veredicto no es definitivo: puede ser recurrido, revisado, refutado; pero es un veredicto. Lo emite el juez, o el historiador, no el testigo. Este no siempre tiene razón; la razón del testigo es su memoria, y la memoria es frágil y, a menudo, interesada: no siempre se recuerda bien; no siempre se acierta a separar el recuerdo de la invención; no siempre se recuerda lo que ocurrió sino lo que ya otras veces recordamos que ocurrió, o lo que otros testigos han dicho que ocurrió, o simplemente lo que nos conviene recordar que ocurrió. De esto, desde luego, el testigo no tiene la culpa (o no siempre): al fin y al cabo, él solo responde ante sus recuerdos; el historiador, en cambio, responde ante la verdad. Y, como responde ante la verdad, no puede aceptar el chantaje del testigo; llegado el caso, debe tener el coraje de negarle la razón. En tiempo de memoria, la historia para los historiadores».
Esa es la respuesta a la pregunta de por qué Marco pudo engañar a tanta gente durante tanto tiempo, la sexta y la penúltima: la respuesta es que, mientras Marco interpretaba su papel de deportado o se convertía de verdad en un deportado y sobre todo en el campeón de la memoria de los horrores del siglo XX, en España —y acaso en toda Europa— el chantaje del testigo era más potente que nunca, porque no se vivía un tiempo de historia, sino de memoria.
La séptima y última respuesta es que, en aquel tiempo de memoria, cuando, más que la memoria, triunfaba en España la industria de la memoria, la gente estaba deseando escuchar las mentiras que el campeón de la memoria tenía que contar. Una vez más, Marco estaba con la mayoría.