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A mediados de abril de 2013, dos semanas después de la entrevista con Marco en mi despacho del barrio de Gracia durante la cual tuve el sentimiento de que nuestro hombre se quitaba la máscara y de que la relación entre ambos cambiaba, comí con Santi Fillol en el Salambó, un restaurante cercano a mi despacho. No nos veíamos desde hacía cuatro años, cuando por segunda vez quise escribir este libro y me puse en contacto con él, que acababa de filmar su película sobre Marco, y él me acompañó hasta Sant Cugat a conocer a nuestro hombre. En aquel intervalo apenas nos habíamos escrito algún correo electrónico, pero, a finales de 2012 o principios de 2013, Santi fue una de las primeras personas que conoció mi decisión sin vuelta atrás de escribir este libro o de dejar de resistirme a hacerlo. A partir de entonces había intentado en vano verle, para hablar sobre Marco y para que me prestase la documentación o parte de la documentación que Lucas Vermal y él habían reunido con el fin de rodar Ich bin Enric Marco.

Según mi agenda, la cita fue el jueves 18, a las dos y cuarto de la tarde. Para entonces yo ya llevaba casi dos semanas viviendo en Berlín como profesor invitado en la Universidad Libre, y aquel día regresaba a Barcelona para promocionar Las leyes de la frontera, una novela con ficción publicada el año anterior. El vuelo de Berlín había aterrizado en Barcelona a la una y media, lo que me permitió llegar justo a tiempo a la cita. Venía sediento y, apenas me senté en la planta baja del Salambó, de cara a la entrada de la calle Torrijos, conseguí atraer la atención de una camarera joven, de rasgos orientales, y pedirle una cerveza. No habían transcurrido más que unos minutos desde mi llegada cuando vi aparecer a Santi por la puerta, con su aire de intelectual, sus gafas de intelectual y su barba descuidada, cargado con una bolsa de plástico. Le hice un signo, me vio, vino hasta mí, nos saludamos. La camarera me sirvió en aquel momento mi cerveza, y Santi aprovechó para pedir otra mientras dejaba en el suelo su bolsa, junto a la mesa. No recuerdo de qué hablamos al principio, porque yo estaba impaciente por hablar sobre Marco y todo lo demás me importaba poco. Vagamente recuerdo que Santi me contó que había pasado una temporada fuera de Barcelona, tal vez en Buenos Aires, tal vez rodando una película; vagamente recuerdo que le expliqué en qué parte de Berlín estaba viviendo, y que le hablé de mis clases. La camarera llegó con la cerveza de Santi y aprovechó para tomar nota de lo que queríamos comer; una vez que se hubo marchado, Santi preguntó:

—Bueno, parece que por fin te decidiste a escribir sobre Enric, ¿no es cierto?

—Sí —contesté.

—Ya sabía que acabarías cediendo —dijo—. Y apuesto a que Enric lo sabía también. ¿Te acuerdas de lo que te dijo el día que almorzamos con él en Sant Cugat?

—¿A qué te refieres?

—Claro, Javier —recitó, imitando la voz de Marco—, yo siempre he sabido que era un personaje tuyo.

Santi se rio. Yo estaba atónito.

—¿De verdad dijo eso? —pregunté.

—Tan verdad como que ahora es de día y estamos en el Salambó —contestó.

—Es increíble. No me acordaba.

—¿Cómo te vas a acordar? Con el cabreo que te agarraste, che. Parecía que el pobre Enric te hubiese hecho algo.

—Se me cruzaron los cables —me disculpé—. Supongo que no era el momento adecuado para escribir sobre él. Mi padre acababa de morir, mi madre estaba mal, yo también estaba mal. Me parece que tuve miedo.

—Me dijiste que estabas harto de realidad, que necesitabas ficción.

—Y tú me dijiste que Enric era pura ficción. Y era verdad. Por eso voy a escribir sobre él.

La camarera nos sirvió el primer plato. Sin hacerle caso, Santi se agachó, cogió la bolsa que había dejado junto a la mesa y me la alargó.

—He estado pensando qué es lo que te podía traer —dijo, mientras yo abría la bolsa—. Y he llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo darte es eso.

Dentro de la bolsa había un disco duro de ordenador y una disquetera llena de deuvedés.

—¿Qué es? —pregunté.

—Todo el material que rodamos para la película —contestó—. Setenta, ochenta horas de Enric Marco. Quizá más, ya no me acuerdo. Toneladas de Enric Marco en bruto. Ahí está todo. Bueno, contame ahora de tu libro.

Mientras comíamos le hablé de mi libro. Me escuchó con atención, como si su película no le hubiese saturado de Marco, como si estuviese buscando una excusa para volver a filmarlo. Le expliqué que estaba intentando reconstruir la vida verdadera de Marco desde el principio hasta el final, desde su nacimiento hasta el estallido de su caso o hasta después del estallido de su caso, le hablé de las largas sesiones que habíamos grabado en mi despacho, de las pesquisas que estaba llevando a cabo y de las personas con las que estaba hablando para verificar si lo que Marco decía era cierto o no, le dije que Marco parecía querer y no querer que yo escribiera el libro, y que su mujer y sus hijas no querían que lo escribiera.

—Es lo que al principio nos decía también a nosotros —me interrumpió Santi—. Que si Dani no quiere que hagamos la película, que si las niñas tampoco… Boludeces: Enric hace lo que le da la gana; lo que digan su mujer y sus hijas le trae sin cuidado. En realidad, eso es solo una forma de seducirte; en realidad lo que te está diciendo es: eres tan listo que me vas a calar; y, como eres tan listo, mi mujer y mis hijas te temen. Y yo también. Pero es mentira. Enric no nos tenía ningún miedo, y no creo que te lo tenga a ti. Enric es muy listo, Javier: es el perro callejero que tiene que buscarse la vida, y que te ve y que lo primero que piensa es: «A ver cómo voy a meterme en casa de este para sacarle algo». Es así. En cuanto a lo de su pasado, la verdad es que nosotros nos centramos en su viaje a Alemania, lo demás nos interesaba poco. Ahora, si quieres que te diga cuál es mi impresión, te la digo. Mi impresión es que, en Enric, todo es mentira: lo de su infancia, lo de la guerra, lo de la posguerra, lo de la clandestinidad. Todo.

—Es posible —dije—. Pero las mentiras se fabrican con verdades; las buenas mentiras, quiero decir.

—En eso tienes razón —concedió Santi.

—Las mentiras puras no se las cree nadie —continué—. Las buenas mentiras son las mentiras mezcladas, las que contienen una parte de verdad. Y las mentiras de Marco eran buenas. Y eso es lo que estoy intentando sacar en claro: qué hay de mentira y qué hay de verdad en sus mentiras.

—Te vas a dar un buen hartón de trabajar —pronosticó Santi—. Pero seguro que merece la pena. Enric siempre merece la pena. Es un yacimiento que nunca se agota. Nosotros no nos metimos con el Enric de la guerra y la posguerra, con el Enric del franquismo, aunque durante el rodaje estuvimos tantas horas con él que al final te hacías una idea. Y te aseguro que la idea que te hacías no era que había sido un resistente, alguien que hubiera estado en la clandestinidad ni nada parecido, sino que había sido un vividor, un pillo que, si podía, la pasaba en grande, con chicas y dinero y mucha vida nocturna.

En aquel momento la camarera nos retiró el primer plato; mientras lo hacía, Santi dijo:

—¿Te fijaste en cómo le gustan las mujeres a Enric? Yo nunca estuve con él en un café sin que piropease a la moza. Si estuviera aquí, ya le habría dicho dos o tres cosas a esta mina tan linda.

La camarera sonrió sin ruborizarse, quizá sin entender, y se marchó en silencio. Le pedí a Santi que me hablara del rodaje de Ich bin Enric Marco, de sus muchos días de convivencia con Marco, en Barcelona pero sobre todo de viaje en coche desde Barcelona hasta Kiel, desde Kiel hasta Flossenbürg y luego de vuelta a Barcelona.

—¿Estuviste ya en Flossenbürg? —preguntó.

—No —contesté.

—Pues merece la pena. De toda la película, a mí la parte que más me gusta es la que rodamos en Flossenbürg. Allá fue donde Enric dio más juego. Nunca había vivido en el campo, pero estaba como en su casa. Mucho más que en Kiel, donde había vivido de verdad. ¿Cómo es lo de Pessoa? «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente, / que hasta finge que es dolor, / el dolor que de verdad siente». Eso es Enric: un poeta.

Santi se puso entonces a contar anécdotas del rodaje de la película. Contó por ejemplo que en Flossenbürg habían estado con el director del Memorial, a quien Marco conocía desde su primera visita al campo, y que el director aceptó darle la mano a Marco pero no aceptó las razones con que intentó disculpar su impostura. Luego contó cosas que le habían contado Pau Lanao y Carme Vinyoles, los dos periodistas amigos de Marco que, años después de que estallara su caso, publicaron un largo reportaje sobre él en la revista Presència y que, en una charla con estudiantes de instituto, le habían visto convencer a un neonazi de que sus ideas eran absurdas, o conocían a alguien que le había visto hacerlo, y también contó que un amigo suyo, director de cine, le había contado que en los años setenta sus padres tuvieron problemas económicos y que Marco, entonces secretario general de la CNT, se las arregló para ayudarles a capearlos.

—Ese también es Enric —dijo Santi—. Por un lado el pícaro y el tramposo, y por otro el que se desvive por hacerle un favor a cualquiera. Enric es las dos cosas: no hay manera de separarlas. Lo tomas o lo dejas.

Fue solo entonces cuando me animé a hablarle a Santi de la última reunión que había mantenido con Marco en mi despacho, poco antes de marcharme a Berlín, o más bien de aquel momento casi mágico en que me había ganado la impresión de que Marco se quitaba la máscara, o de que se le caía, y de que yo le contemplaba como era en realidad y empezaba por fin a entenderle. Le dije a Santi que tenía la sospecha de que el Marco que él y Lucas Vermal habían filmado ya no era el mismo de ahora, que los años transcurridos desde entonces le habían cambiado, que ahora ya no era el hombre en permanente estado de reivindicación de sí mismo que ellos habían conocido, o no del todo, o que empezaba a dejar de serlo y a reconocer sus errores y a arrepentirse de lo que había hecho en vez de seguir defendiendo lo indefendible, es decir su impostura, que había decidido aceptar su equivocación y pedir disculpas; le conté que, en el fondo, eso quizás había empezado en el momento mismo del estallido del caso, o justo antes, cuando, harto de mentiras, cansado de ser un impostor y de llevar una vida embustera, Marco había reconocido su farsa y se había delatado de manera voluntaria. Y, ahora que recuerdo estas cosas que le expliqué a Santi en el Salambó, me doy cuenta de que por aquellas fechas quizá yo ya estaba empezando a pensar algo que solo me atreví a pensar del todo tiempo después, y es que Marco no quería seguir escondiéndose detrás de la mentira, que quería contarme toda la verdad porque quizás había llegado a la conclusión de que únicamente contando toda la verdad podría de verdad rehabilitarse. Es más, quizá durante aquella comida con Santi en el Salambó, se me ocurre también ahora, intuí también por vez primera algo que apenas intuí del todo, fugazmente y con vértigo, meses después, un atardecer de finales de verano o principios de otoño, mientras volvía a Barcelona desde Sant Cugat por la carretera de La Rabassada tras haberme pasado el día con Marco y haberle dejado a la puerta de su casa, cuando por un momento sentí que, en realidad, Marco nunca había querido engañarme, que nunca se había resistido a contarme su historia, que desde que yo había empezado a investigar en serio su vida él no había hecho otra cosa que tantearme para saber si era digno de que me contara la verdad y para guiarme hasta ella si descubría que lo era, que Marco había construido a lo largo de casi un siglo la mentira monumental de su vida no para embaucar a nadie, o no solo para eso, sino para que un escritor futuro la descifrase con su ayuda y luego la diese a conocer por el mundo, igual que Alonso Quijano había construido a don Quijote y le había hecho perpetrar todas sus locuras para que Cervantes las descifrase y las diese a conocer por el mundo, y que en definitiva yo no estaba usando a Marco como Capote había usado a Dick Hickock y Perry Smith, sino que Marco me estaba usando como Alonso Quijano usó a Cervantes. Todo esto sentí durante un segundo aquella tarde en La Rabassada, y por una parte me alegra y por otra lamento no haberlo sentido antes de mi cita con Santi en el Salambó, porque se lo hubiese contado. No pude contárselo, y solo le hablé, de forma cada vez más vehemente y precipitada, de mi última entrevista con Marco y de lo que había creído descubrir o entrever en ella y de lo mucho que Marco había cambiado en los últimos tiempos, hasta que tuve la impresión de que la sonrisa inicial con que me escuchaba Santi estaba a punto de derivar en una risa franca.

—¿Qué pasa? —pregunté, adivinando de golpe qué pasaba.

—Nada —dijo Santi. Ambos estábamos tomando el café; ambos habíamos prescindido del postre—. ¿De verdad crees lo que estás diciendo? Ay, Javier, qué mal te veo. ¿De verdad crees que Enric se delató porque quiso? Enric se delató porque no le quedó más remedio, porque Bermejo le había agarrado y porque es muy listo y comprendió que lo mejor que podía hacer era contar él mismo lo que había pasado, para que no lo contase otro; es decir: comprendió que lo mejor que podía hacer era tomar el control del discurso para tomar el control del escándalo. Eso es lo que intentó. Lo que pasa es que no le salió bien, porque no le podía salir bien, porque ni un genio del enredo como Enric podía enredar a todo el mundo con la pamema de que se había hecho pasar por un deportado para hacer el bien y para dar voz a los que no tienen voz y todos los demás cuentos. ¿Quitarse la máscara Enric? Ni en pedo: Enric no se quita nunca la máscara. Siempre está actuando, siempre está haciendo el discurso que en cada momento le interesa. Con nosotros construyó el discurso de la víctima. Contigo parece que está construyendo el discurso del arrepentimiento y del perdón. Pero Enric no se arrepiente de nada, ni pide perdón nunca. Simplemente, considera que ahora lo que le conviene es eso. Nada más.

—¿Tú crees? —pregunté, quizá para que siguiera hablando, de repente convencido de que lo que Santi decía era la verdad.

—No te quepa la menor duda, Javier —insistió—. Con Enric nunca se puede dejar de pensar. Si dejas de pensar, te jode. Si llegas a una conclusión sobre él, te jode. Si piensas que ya le has entendido y que se ha quitado la máscara, te jode. Enric siempre tiene otra máscara detrás de la máscara. Siempre se escurre. Nosotros creemos que le metemos en nuestras historias, en nuestras películas y en nuestras novelas, pero en realidad es él el que nos mete en su historia, el que hace con nosotros lo que quiere. Enric es un enigma, pero un enigma raro: cuando lo has descifrado, te plantea otro enigma; y cuando descifras ese segundo enigma, te plantea el tercero; y así hasta el infinito. O hasta el agotamiento.

La comida terminó casi en seguida, porque Santi tenía un compromiso, y nos despedimos a la puerta del Salambó. Desde entonces no he vuelto a verle. Por lo demás, tardé todavía muchos meses en empezar a escribir este libro, pero no he escrito una sola de las palabras que lo componen sin pensar en lo que Santi me dijo aquel día.