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El viernes 5 de abril de 2013 mantuve una larga conversación con Marco en mi despacho del barrio de Gracia, en Barcelona. Meses atrás había dejado de resistirme a escribir este libro y desde entonces trabajaba en él a tiempo completo, la víspera había estado también en mi despacho con Joan Villarroya, uno de los historiadores que mejor conoce la guerra civil en Cataluña, tratando de aclarar qué había de verdad y qué había de mentira en el relato que Marco hacía de su peripecia de guerra, y el miércoles me había pasado el día en la sede de la Amical de Mauthausen, en la calle Sils, buceando en su archivo y hablando con Rosa Torán y con otros miembros de la entidad.

Fue allí donde concerté la cita del viernes con Marco. En determinado momento, feliz y abrumado por la cantidad de papeles sobre nuestro hombre que se conservaban en la sede de la Amical, le pregunté a Torán si podía fotocopiarlos para examinarlos con calma; Torán me contestó que sí, siempre que contase con el permiso de Marco. Inmediatamente cogí el teléfono y le llamé. Lo hice con algún temor, porque Marco y yo aún no habíamos salido del todo de la fase inicial de nuestra relación, cuando yo trataba a duras penas de ocultar la mezcla de recelo y desagrado que él me inspiraba, y Marco aún quería y no quería que yo escribiera este libro y trataba de seducirme mientras se defendía de mi asedio, enredándome en su telaraña de pícaro genial y liante único, aceptando que nos reuniéramos solo con cuentagotas y haciendo lo posible por mantener el control sobre lo que yo averiguaba. De modo que, mientras marcaba el teléfono de Marco para pedirle que me dejara fotocopiar aquellos papeles de la Amical, temí que no me dejara hacerlo sin examinarlos él mismo con antelación.

Me equivoqué. Marco me dijo que fotocopiase lo que quisiese; luego hablamos brevemente. No sé cuánto tiempo hacía que no nos reuníamos para que él siguiera contándome su vida, pero sí sé que desde unos días atrás yo le apremiaba por teléfono para que nos viésemos y que él me esquivaba con pretextos, de modo que aproveché aquella llamada para decirle que el lunes me marchaba a Berlín, donde iba a pasar cuatro meses como profesor invitado de la Universidad Libre; me guardé muy bien de decirle, en cambio, que durante aquellos cuatro meses iba a volver de vez en cuando a Barcelona, con la esperanza de que mi falsa larga ausencia disparase otra vez su deseo ciclotímico de que yo escribiese este libro y le empujase a concederme la entrevista que venía reclamándole. La treta funcionó: Marco propuso que nos viésemos antes de mi partida y yo atrapé la ocasión al vuelo.

Quedamos el viernes por la tarde.

Si mis cuentas no me engañan, fue la quinta sesión que grabamos, la última de la tanda inicial. La grabé yo. Me había enseñado a hacerlo mi hijo, que nos había grabado en nuestras primeras sesiones pero en seguida dejó de hacerlo, demasiado ocupado como estaba con sus estudios para seguir ayudándome. La grabación dura casi tres horas. Cuando la hice, me faltaban por descubrir muchas cosas sobre Marco, y no estaba seguro de muchas otras; tampoco había empezado a rondarme aún, que yo recuerde, la idea extravagante de que debía salvarlo. Adelanto que durante la grabación no ocurren ni se dicen cosas extraordinarias, o no más que las que se dicen y ocurren en las muchas otras horas que grabé a Marco (durante las cuales ocurrieron y se dijeron muchas cosas extraordinarias), salvo por el hecho de que en los últimos minutos, cuando el relato de Marco ha llegado a su final cronológico, es decir a la actualidad o a lo que entonces era la actualidad, y yo le ayudo a recapitular e interpretar algunos episodios que me ha contado en las sesiones anteriores, hay un instante en que parece como si los dos dejáramos por vez primera de lado nuestros papeles de perseguidor y perseguido o de asediador y asediado y por vez primera estableciésemos una especie de diálogo o de comunicación real. Es un momento extraño, casi mágico, o al menos lo es para mí, una especie de cambio de rasante en mi relación con Marco, y por eso no quiero terminar este libro sin contarlo, o más bien sin transcribir el diálogo que ambos mantuvimos en él, con la esperanza de que las palabras que intercambiamos reflejen una parte de su magia.

En la imagen de la grabación, Marco está sentado en una butaca blanca, de Ikea, y solo se ve su cuerpo de los hombros hacia arriba; a mí no se me ve, claro, pero estoy sentado frente a él, con la cámara y el trípode que la sostiene a mi lado. Marco viste camisa blanca, pañuelo azul con lunares blancos anudado a la garganta y jersey azul (prendido a la altura del pecho, fuera de foco, luce sin duda el pin con la bandera de la Segunda República); como siempre, lleva el pelo del mostacho teñido, pero no el de la cabeza, que es ceniciento y escaso. Detrás de Marco hay una estantería llena de libros y, a su izquierda y su derecha, dos ventanas por las que suele entrar la luz de la mañana o la tarde. En el momento del que hablo, sin embargo, la luz natural se ha agotado y hemos prendido las luces artificiales de la estancia; a la derecha de Marco se levanta también una lámpara de pie, encendida. Añadiré que, al revisar las imágenes, hay tres cosas que me llaman la atención. La primera es el aire de fatiga de Marco, lógico en cualquier persona que, como él, llevase tres horas hablando sin parar, pero menos lógico en Marco; ahora se me ocurre que quizás esa fatiga no solo explica el hecho de que Marco me deje hablar más de lo normal, sino también, al menos en parte, la atmósfera de rara complicidad o acuerdo en que parece envuelta la escena, la sensación que en aquel momento tuve de que Marco por fin se quitaba la máscara y mostraba su rostro auténtico. La segunda cosa que me sorprende es que, como mínimo a lo largo de esos minutos finales de la grabación, llamo a Marco de «tú»; él me llamó así casi desde el principio, pero en mi recuerdo yo había tardado mucho más tiempo en tutearle; quizá fue aquel el primer día en que lo hice. La tercera cosa es que, en todo el diálogo, Marco no pronuncia ni una sola vez la palabra «verdaderamente».

YO: No hace mucho, alguien que te aprecia me dijo lo siguiente: «Enric es una persona que de chico debió de sufrir mucho. Muchísimo. Y que si hay algo que necesita es que lo quieran. Ferozmente, lo necesita. Y todas las cosas que se inventó, todas sus mentiras, no son más que el recurso que usó para que lo quisieran, para que lo admiraran y lo quisieran». ¿Qué te parece?

MARCO (encogiéndose de hombros): No lo sé. Yo he sufrido tanto que ya ni me acuerdo. Cuando pienso que nací en un manicomio, que no tuve madre o que fue peor que si no la tuviese, porque estaba loca. Cuando pienso que casi no tuve padre y que fui rebotado de una casa a otra, de una familia a otra. ¿Te he contado alguna vez que una tía me peinaba con la raya en la derecha, otra con la raya en la izquierda y otra con la raya en el medio? No te puedes imaginar la rabia que me daba eso… ¿Tú te acuerdas del tacto de la mano de tu padre cuando eras pequeño? Yo no. No recuerdo que mi padre me cogiera de la mano, no recuerdo que me ayudase a hacer un trabajo del colegio, ni que me enseñase las cosas que sabía, a tocar el acordeón o la bandurria por ejemplo, no recuerdo ir a ninguna parte con él, ni hacer nada con él… No sé, yo creo que, sin tener conciencia de que era huérfano, Enric Marco sufrió mucho.

YO: Y por eso necesitabas con tanta urgencia que te quisiesen y que te admirasen.

MARCO: Supongo que sí, pero lo que quiero decirte es que no tengo conciencia de haber sufrido. Supongo que sufrí, pero no soy consciente de eso. Es raro, ¿no? Me acuerdo de cuando salía de casa de mi padre, huyendo de mi madrastra y gritando: «¡Esto me pasa porque no tengo madre!». Cuando yo hacía eso quería decir alguna cosa, ¿no? Quería decir que me faltaba una madre, y un padre también, quería decir que estaba sufriendo, ¿no?

YO: Y también debiste de sufrir en la guerra, y después de la guerra. Debiste de pasar mucho miedo.

MARCO: Mucho. Pero el miedo no era solo mío: era de todos; era un miedo general. En la guerra por motivos evidentes; y después de la guerra también. Mucha gente tenía mucho miedo: era un país encarcelado, un país de delatores, de sobornados, de prostituidos. Había de todo, y nada bueno. Y de todo por miedo. Por supervivencia. Para seguir viviendo a costa de lo que fuese.

YO: Eso no se lo decías mucho a los chicos, ¿verdad? En tus charlas en los institutos, quiero decir. A lo mejor hubiese estado bien que se lo dijeses.

MARCO: ¿Para qué? ¿Para mostrarles lo sucios que podemos llegar a ser? ¿Qué iban a aprender con eso? No, lo que les decía a los chicos es que la vida puede ser muy dura, pero que un solo gesto de dignidad puede redimirte. (Aquí, de repente, Marco vuelve a ponerse la máscara y, recobrando la energía, se lanza a contar una anécdota entresacada de su repertorio de aventuras gloriosas, como si ya no me hablase a mí sino a un gran auditorio abarrotado de gente. Cuando acaba de contar, la fatiga parece apoderarse de nuevo de él y quitarle otra vez la máscara. Después de un silencio, continúa:). Tuve una vida mala. No me acompañó la suerte.

YO: No tuviste tan mala suerte, Enric. Me refiero a luego, a la posguerra, al franquismo y todo eso. No era una vida tan mala: tenías trabajo, familia, llevabas más o menos la vida que llevaba todo el mundo, ¿no?

MARCO: Sí. Supongo que sí.

YO: Hasta que murió Franco y llegó la libertad. Entonces debiste de pensar: «¡Joder, esto es la vida!».

MARCO (incorporándose en la butaca y recobrando la energía pero sin recobrar la máscara, sonriendo con extraño entusiasmo, con los ojos brillantes y la boca abierta, y haciendo un gesto extraño con los brazos, rápido, furioso y festivo, mientras se vuelve a recostar en la butaca): ¡Acabamos con todo! ¡Hasta con el agua mineral! ¡Qué enorme alegría! ¡Qué cosa tan grande!

YO: Y entonces empezaste a inventarte tu pasado.

MARCO: Y sí, yo supongo que sí. Prácticamente me sentí obligado, aquella gente que había a mi alrededor me obligaba, todos aquellos chicos de familias ricas…

YO: ¿Te refieres a Salsas y a Boada, a Ignasi de Gispert?

MARCO: Claro.

YO: Entiendo. Te obligaban. Te admiraban. Te veían como un héroe.

MARCO: Exacto. Yo no quería ser un héroe, pero sí quería que me quisiesen, como tú dices. Que me quisiesen y que me admirasen. Y me admiraban y me querían, ya lo creo. Las chicas se enamoraban de mí. Incluso últimamente, estando ya en la Amical, con más de ochenta años, había chicas de diecisiete diciéndome que me querían, medio persiguiéndome. Y sí, he tenido necesidad de que…

YO: De que te quieran y de que te admiren.

MARCO: Sí.

YO: Y crearte un pasado de héroe era la forma de que te admirasen.

MARCO: Puede ser. A lo mejor. Sí, posiblemente me colgué esa medalla. Bueno, sí, me la colgué. Y luego llegó todo esto y lo pagué bien caro.

YO: ¿Te refieres al escándalo?

MARCO: Sí. Y me da mucha pena por Dani. (Marco cambia de expresión y de repente suelta una risa breve). ¿Sabías que el gobierno francés iba a darme la Legión de Honor?

YO: No.

MARCO: Estaban a punto de dármela: hasta tenían escrito el informe. ¡Menos mal que no me la dieron! Pero a Dani, tan francesa ella, seguro que le hubiese hecho ilusión, y me hubiese admirado todavía más… No pudo ser: no fui capaz de darle eso. Yo le he dado muchas cosas, todo lo que he podido, tú lo sabes, pero parece que no he hecho las paces.

YO: ¿No has hecho las paces?

MARCO: Yo creo que no.

YO: ¿Con ella?

MARCO: Eso es. No digo que ella no esté contenta; lo que digo es que todo esto mío debió de hacerle sufrir muchísimo.

YO: Tanto como a tus hijas.

MARCO: Más o menos.

YO: ¿Ves como has tenido suerte, Enric? Por lo menos en algunas cosas. Con tu mujer y con tus hijas, por ejemplo, has tenido mucha suerte.

MARCO: Sí. Aunque no he hecho las paces con ellas.

YO: ¿Y contigo?

MARCO: Tampoco. Por eso estamos aquí, hablando, ¿no? Pero, claro, supongo que he sido un personaje un poco raro, ¿no?, con una vida un poco rara. Me han pasado tantas cosas…

(Aquí hace un largo silencio. Marco no me mira a mí ni a la cámara, sino a un punto situado frente a él. Parece abstraído, como si estuviera a punto de descubrir o recordar algo fundamental, algo que lo cambia todo o que puede cambiar del todo mi opinión sobre él, o como si de repente hubiera dejado de interesarle la conversación. Al final vuelvo a hablar yo):

YO: Enric, dime una cosa: entonces la primera vez que notaste que la gente te admiraba por tu pasado fue a finales de los sesenta, cuando conociste a Salsas y Boada y De Gispert y empezaste a frecuentar a los jóvenes más o menos antifranquistas que iban a su academia, ¿no?

MARCO: Sí, son los primeros admiradores que tuve.

YO: Y luego, cuando muere Franco y llega la libertad y el anarquismo se convierte en la moda del momento y tú eres un líder anarquista y te ves rodeado de todos aquellos chavales anarquistas… En fin, allí debían de admirarte todavía más, todos esos chicos y chicas partidarios del amor libre y de la juerga permanente debían de quererte muchísimo, ahí debiste de triunfar totalmente.

MARCO: Totalmente.

YO: Allí notas que te quieren por tu pasado, que un pasado de militante antifranquista y de luchador clandestino y de combatiente republicano y de víctima de los nazis hace que todos esos chicos se vuelvan locos por ti.

MARCO: Claro, es que yo soy el mayor de ellos, soy el viejo anarquista aunque todavía sea joven, soy el excombatiente republicano y el soldado que hizo la guerra aunque también sea uno de ellos… Soy todas esas cosas.

YO: Y a ellos les encantan. Te quieren por ellas, por tu pasado. Hasta tu mujer te quiere por tu pasado, tu pasado le impresiona.

MARCO: Bueno, no lo sé. Ella me conoce y…

YO: No hablo de ahora, hablo de entonces. ¿No te quería Dani por tu pasado? ¿No la enamoraste con tu pasado? ¿No era parte de tu atractivo para ella? ¿No decías que te admiraba? Yo enamoré a mi mujer haciéndole creer que era escritor y al final tuve que hacerme escritor para que se quedase conmigo.

MARCO: Sí, puede ser. Puede que para Dani eso no fuera una cosa más, puede que fuera importante: ella era una chica de izquierdas, antifranquista, su madre había estado en la resistencia francesa.

YO: Para ella tú también eras un héroe. Por eso la enamoraste.

MARCO: Sí, puede ser… Ya sé por dónde vas, y a lo mejor tienes razón. Puede ser. (Aquí vuelve a abrir otro silencio, aunque más corto que el anterior; parece simplemente buscar por dónde seguir, o cómo evitar que yo siga por donde voy). Mira, yo he sido, no diría una excepción, pero sí una persona diferente. Ni mejor ni peor: diferente. Y en cualquier capítulo de mi vida hay cosas de las que me siento orgulloso y cosas de las que no me siento orgulloso, o incluso de las que me avergüenzo. Eso le pasa a todo el mundo, ¿no? Sobre todo a mi edad. A veces he intentado ponerlo todo en una balanza, ya sabes, lo bueno en este platillo, lo malo en el otro. Y, cuando hago eso, la balanza cae de mi lado, del lado bueno y no del malo, porque lo bueno pesa más que lo malo. Me avergüenzo de algunas cosas: me avergüenzo de haber abandonado a mi madre en un manicomio, me avergüenzo de cómo traté a mi primera familia, me avergüenzo de mi mentira…

YO: ¿Te avergüenzas?

MARCO: Claro. Me arrepiento de lo que hice; no tenía por qué haberlo hecho, no sé por qué lo hice.

YO: Lo hiciste para que te quisieran. Para que te admiraran.

MARCO: Sí, pero no debí hacerlo. Y al pillarme Bermejo ya estaba cansado de hacerlo; por eso yo mismo me delaté: estaba harto de mentiras. Cuando Bermejo descubrió que había ido a Alemania como trabajador voluntario, yo hubiera podido decir: sí, es verdad, pero demostrad que no estuve en un campo de concentración, demostrad que no estuve en Flossenbürg. No hubiesen podido; ni Bermejo ni nadie. Pero no lo hice. Estaba cansado de tanta mentira y quería decir la verdad. Por eso me delaté. Me crees, ¿no?

YO: No lo sé.

MARCO: Pues créeme, por una vez deberías creerme. Aunque a estas alturas me da igual. Lo que te estaba diciendo es que en mi vida he hecho algunas cosas malas, pero el resto es bueno, o bastante bueno, y compensa todo lo demás.

YO: Enric.

MARCO: ¿Qué?

YO: ¿Puedo decirte una cosa?

MARCO: Claro.

YO: ¿Recuerdas la primera vez que hablamos de este libro, del libro que voy a escribir sobre ti? ¿Recuerdas lo que te dije? Te dije que yo no quería rehabilitarte, ni absolverte ni condenarte, que ese no es mi trabajo ni el trabajo de un escritor, tal y como yo lo entiendo. ¿Sabes cuál es mi trabajo? Entenderte. (En este punto, una gran sonrisa ilumina la cara de Marco, y él murmura, aliviado, alargando mucho la «e»: «Bueno»). No te confundas, Enric: entenderte no es justificarte; entenderte es solo entenderte: nada más. (Marco asiente varias veces, despacio). Pero ¿sabes una cosa? Me parece que empiezo a entenderte.

MARCO (incorporándose un poco en la butaca y levantando los brazos sin dejar de asentir): Mira, tengo que decirte una cosa: si tu objetivo era entenderme, el mío era explicarme. Y tenemos que ir despacio, porque todavía tengo que explicarte muchas cosas. No podemos precipitarnos.

YO: No vamos a precipitarnos. No tenemos ninguna prisa. Yo por lo menos no la tengo.

MARCO: Ni yo tampoco. Mi biografía es muy complicada. A lo mejor debería escribirla yo. Mis hijas me dicen: «No vayas más con Cercas. Escribe tú mismo tus memorias».

YO: ¿Tus hijas no quieren que hables conmigo?

MARCO: No. Y Dani tampoco. Pero eso es porque no te conocen. Yo empiezo a conocerte. Antes solo te conocía por tus libros y tus artículos. Los he leído todos, ¿eh? Y en algunas cosas estoy de acuerdo contigo y en otras no. Pero siempre leo tus artículos, incluso los tengo recortados.

(Aquí Marco se pone otra vez su máscara de liante y se lanza a hablar de mis artículos y mis libros, tratando de halagarme. Le interrumpo):

YO: Oye, Enric.

MARCO: ¿Qué?

YO: Que tus hijas tienen razón. Yo no puedo escribir tu biografía; ni quiero escribirla. Tu biografía tienes que escribirla tú. Yo lo único que quiero, ya te lo he dicho, es escribir un libro en el que se te entienda, o como mínimo en el que te entienda yo. Además, lo que me interesa de ti no es lo que es solo tuyo, sino lo que es de todo el mundo, mío también; lo que es solo tuyo escríbelo tú, Enric. Tus hijas tienen razón.

MARCO (cruzando los brazos pero sin dejar de sonreír): Y…

YO: Y nada más. Que ya es tarde y te tienes que marchar; tu mujer debe de estar esperándote. Solo quería decirte eso: que te empiezo a entender. Y que me alegro.

MARCO: Bueno, bueno. Yo también me alegro.

YO: ¿Tus hijas están asustadas?

MARCO: No. Solo que notan que cuando vuelvo a casa después de verte, después de una de estas sesiones, no estoy bien, y eso les preocupa. Pero hoy no será así; hoy será diferente, porque has dicho que empiezas a entenderme. Y me alegro mucho. Y se lo diré a Dani en cuanto llegue a casa. Le diré: «Dani, he estado con Javier y he estado muy a gusto. Ya no le tengo miedo».

Aquí Marco suelta una gran carcajada, y a continuación, sin venir a cuento, vuelve a hablar de mis libros y artículos. Apago la cámara.