1
¿Cuándo fue la primera vez? ¿Cuándo dijo Marco por vez primera que había sido un deportado en el campo de Flossenbürg? ¿Y dónde lo dijo? ¿Y a quién se lo dijo? No lo sé con exactitud; ni siquiera creo que el propio Marco lo sepa. Todo indica, sin embargo, que debió de ocurrir hacia 1977.
Para entonces Marco tenía cincuenta y seis años y llevaba ya mucho tiempo mintiendo sobre su pasado, o al menos adornándolo o maquillándolo, mezclando mentiras con verdades. Para entonces Franco llevaba dos años muerto y el país estaba reinventándose a fondo; Marco también: se había provisto de una historia personal de resistente antifranquista, había cambiado de nombre, de mujer, de casa, de ciudad y casi de oficio, porque, aunque todavía era mecánico, ya era sobre todo líder sindical de la CNT. Para entonces estudiaba historia en la Universidad Autónoma, y un día cayó en sus manos un libro que llevaba por título La deportación, publicado en 1969 por la editorial Petronio. Era una traducción del francés de un texto donde se ofrecía una panorámica de los campos nazis. En el libro había un capítulo dedicado a Flossenbürg; en el capítulo había varias fotos del campo: fotos de los barracones y las torres de vigilancia, de los prisioneros trabajando en la cantera, del horno crematorio, del Reichsführer Heinrich Himmler visitando las instalaciones. Una de esas imágenes atrajo la atención de Marco. Se trataba de un monumento conmemorativo en el que figuraban el número y la nacionalidad de los prisioneros muertos en el campo; Marco notó que entre ellos había representantes de la mayoría de las naciones de Europa, pero sobre todo que también había españoles, y que eran muy pocos: catorce, concretamente. El dato era erróneo, pero, por importante que eso sea para la historia con mayúscula, para nuestra minúscula historia es lo de menos. Lo importante es que, al ver aquella foto, Marco intuyó con su tino infalible de experto en mentir que esa ínfima cantidad de españoles muertos le permitía inventarse su estancia en aquel campo de concentración secundario, del que nunca había oído hablar, sin que existiera más que una posibilidad remotísima de que alguien pudiera desmentirle; al fin y al cabo, en aquella época Marco sabía muy poco sobre los campos nazis, pero sabía tres cosas fundamentales para su impostura: la primera es que, sobre ese asunto, en España casi todo el mundo sabía aún menos que él; la segunda es que había habido muy pocos españoles en los campos nazis; la tercera es que la inmensa mayoría de ellos había estado en el campo de Mauthausen. Años más tarde Marco me aseguró que, en cuanto vio la mencionada foto, decidió hacerse pasar por un deportado en Flossenbürg para reivindicar la memoria de aquellos catorce españoles muertos, de los que nadie se acordaba ya; tonterías: Marco decidió hacerse pasar por un deportado en Flossenbürg porque no resistió la tentación de añadir un nuevo capítulo al historial de héroe antifascista que llevaba años forjándose.
Lo añadió de inmediato. Repito: no sé a quién le dijo la primera mentira, si fue a su mujer, a quien acababa de conquistar y con quien se había ido a vivir a Sant Cugat, o a sus compañeros de la CNT o de la universidad, a quienes todavía estaba conquistando; lo que sí sé es que, aquel mismo año, dos hombres que estaban escribiendo un libro a cuatro manos sobre los republicanos españoles deportados en los campos nazis oyeron que Marco era uno de ellos y fueron a verle. Al menos desde el punto de vista documental o historiográfico, el tema del libro era virgen (o casi: aquel mismo año la novelista Montserrat Roig había escrito un largo reportaje sobre él, aunque limitándolo a los deportados catalanes); los dos hombres se llamaban Mariano Constante y Eduardo Pons Prades. Constante era comunista y superviviente del campo de concentración de Mauthausen; Pons Prades era anarquista y escritor prolífico, y nuestro hombre lo conocía porque militaba en el sindicato de profesiones liberales de la CNT. Fue a él a quien Marco le contó su historia. Lo hizo con su pericia acostumbrada, entreverando su pasado real con su pasado ficticio, pero sobre todo lo hizo con prudencia, porque no había tenido ni tiempo ni excesivo interés en construirse una biografía de deportado, algo a aquellas alturas todavía muy poco rentable en España, y por lo tanto no podía mentir con seguridad y conocimiento de causa; de hecho, Marco solo dedica a su paso por el campo de concentración como tal, en el relato de Pons Prades, una frase, una frase diabólicamente hábil, eso sí, concebida como protección o escapatoria frente a posibles testigos: «En Flossenbürg estuve muy poco tiempo y, como me llevaban de un lado para otro en plan de incomunicado, no podía entrar en contacto con nadie». El resto del texto, por lo demás muy breve, lo conocemos ya: está dedicado a contar su ficticia participación en la UJA al terminar la guerra, su ficticia salida clandestina de España, su ficticia detención en Marsella y su ficticio paso por un campo anejo al de Flossenbürg; también su participación en la guerra civil y su encarcelamiento en Kiel, ambos reales: reales pero barnizados por la capa de heroísmo y sentimentalismo que Marco añadía en estos casos.
El libro de Pons Prades y Constante apareció en 1978; ese mismo año, Pons Prades incluyó una síntesis del relato de Marco, con alguna variante, en una crónica pionera del paso de los republicanos españoles por los campos nazis publicada por la revista Tiempo de historia. Marco no debió de quedar muy contento con ninguna de las dos versiones, no porque no se ajustasen a lo que él le había contado a Pons Prades, sino probablemente porque de pronto le revelaron que estaba en falso. Había conseguido salir en la foto, pero era una foto desvaída e insegura. En aquella época de metamorfosis colectiva, todo el mundo en España conocía el poder del pasado, y Marco tan bien como el que más, pero él acababa de reciclar una parte de su pasado verdadero —su paso por Kiel como trabajador voluntario en los años cuarenta— sin dominarla lo suficiente para ser capaz de construirse con ella un sólido pasado ficticio. Es indudable que a aquellas alturas de su vida Marco se avergonzaba de haber vivido en la Alemania de Hitler como trabajador voluntario, pero en aquel momento debió de preguntarse si podía serle útil de verdad ese episodio, y sobre todo el episodio de su detención y su juicio, más allá del uso circunstancial que ya había hecho de ellos en los dos relatos publicados sobre su estancia en Alemania. Allí, Marco había unido sin pensarlo mucho su paso ficticio por Flossenbürg con su paso real por Kiel: ahora bien, debió de preguntarse entonces, ¿no sería más fácil fabricar esa unión, y fabricarla de manera más convincente, si era capaz de documentar su paso por Kiel? ¿Sería posible hacerlo? ¿Qué huellas quedaban de su estancia en la Alemania nazi? Fuesen cuales fuesen, debió de pensar que había que controlarlas: bien para usarlas en su provecho, bien para esconderlas, bien incluso para suprimirlas. Lo importante era dominar ese pasado escondido, debió de pensar; luego ya vería qué es lo que hacía con él.
Este razonamiento conjetural (u otro muy semejante) explica que, el 12 de abril de aquel mismo año, Marco escribiera al cónsul español en Kiel solicitándole información sobre su paso por Alemania, ocurrido treinta y cinco años atrás. La carta está fechada en Barcelona y lleva el sello y el membrete de la CNT. Para dotar de mayor fuerza a su solicitud, Marco firma como secretario general de la CNT española; en realidad, todavía no lo es: aunque le faltaban diez días exactos para ser elegido para ese cargo, en aquel momento solo era secretario general de la CNT catalana. He aquí la carta:
Sr. Cónsul de España:
Desearíamos que nos informara sobre Enrique Marco Batlle, de nacionalidad española, el cual estuvo en un campamento de trabajadores de la Deutsche Werke Kiel, en la localidad de Bordesholm.
Fue detenido por la Gestapo el 7 de marzo de 1942, en Kiel.
Ingresado en el penal de Kiel, sin recordar la fecha.
Acusado de conspiración y atentado al III Reich.
Juzgado por consejo de guerra, sin recordar la fecha.
Trasladado a un cuartel de la Gestapo, del cual solo recuerda que estaba ubicado en la Blumenstrasse.
Trasladado después a un campo de la localidad de Neumünster.
Trasladado a un campo de Flensburg o Flossenbürg.
Liberado por las fuerzas inglesas en 1945.
Habiendo desaparecido toda la documentación existente sobre este período, en cuanto a esta persona se refiere, agradeceríamos se tomara el máximo interés y remitiera cualquier documento que permitiera probar los datos que reseñamos, todos o aquellos de que haya constancia.
Al mismo tiempo quedaríamos agradecidos si le fuera posible proporcionarnos lugar y dirección de Bruno y Kathy Shankowitz, residentes en Ellerbeck, Kiel.
Quedamos a su disposición. Attmente,
Por el secretariado del comité nacional
Secretario General. Enrique Marco Batlle
P. S: Por el mismo tiempo, la Cruz Roja Internacional le daba por desaparecido.
A juzgar por la carta, la inseguridad de Marco sobre su estatus ficticio de deportado era justificada, igual que su sensación de estar en falso. No sabe siquiera que fueron los norteamericanos, no los ingleses, quienes liberaron Flossenbürg; por no saber, ni siquiera sabe cómo se escribe Flossenbürg (y duda entre Flossenbürg y Flensburg, una población cercana a Kiel). Subrayo otros tres detalles de la carta: Marco no olvida a Bruno y Kathy Shankowitz, sus amigos y ángeles de la guarda en Kiel; Marco firma Marco, que era como firmaba cuando estuvo en Alemania, y no Marcos, que era como firmaba cuando firmó la carta y lideraba la CNT; Marco parece querer rectificar el relato de su vida en Alemania, o por lo menos parece explorar la posibilidad de hacerlo, quizá para dotarlo de mayor consistencia y no verse obligado a ocultar su condición de trabajador voluntario: quién sabe si Marco busca convertir el relato de su paso por Alemania en el de uno de esos españoles que, como él, acudieron por su voluntad a aquel país, pero que, a diferencia de él, terminaron contra su voluntad en un campo nazi. Quién lo sabe.
La carta de Marco no recibió respuesta. Marco la olvidó: su cargo de secretario general de la CNT, en aquella época convulsa de grandes esperanzas, cambios abruptos y feroces luchas internas, le mantenía lo bastante ocupado para no permitirle interesarse por nada salvo su trabajo en el sindicato. No volvió a acordarse del asunto hasta cuatro años después (o no hay constancia de que volviera a acordarse), cuando la transición de la dictadura a la democracia terminaba, la CNT ya se había roto en pedazos y él había sido expulsado del sindicato y boqueaba en uno de los grupúsculos resultantes de la ruptura, presa de la incertidumbre sobre su futuro e impaciente por encontrar un lugar donde invertir su perpetua inquietud y donde proveerse de un lenitivo contra su mediopatía. En marzo de 1982, en efecto, Marco escribió de nuevo al cónsul español en Kiel; ahora lo hacía a título particular, sin el sello ni el membrete de la CNT, con el remite de su casa en Sant Cugat. Marco adjuntaba en el sobre una copia de su primera carta, reiteraba su solicitud de información, justificaba su demanda: «No me anima otra intención que la de cubrir esta parte de mi vida que se mantiene, hasta para mí mismo, en un cierto misterio. —Con resignado pesar añadía—. La vida de los hombres públicos se ve sometida a ciertas servidumbres, y en mi caso también me veo en la necesidad de probar las cosas y el porqué de ellas».
Esta vez Marco tuvo más suerte: a finales del mes siguiente recibió una carta del cónsul general de España en Hamburgo. Estaba fechada el 21 de abril de 1982 y en ella el diplomático, llamado Eduardo Junco, le decía que no había recibido la primera carta porque no había consulado en Kiel y que había recibido la segunda gracias a la diligencia prusiana del servicio de correos alemán; también le anunciaba que en aquel mismo momento iniciaba las gestiones para obtener la información que le solicitaba. No pudo obtener mucha. Aunque durante más de un año el representante español escribió varias veces a Marco, de sus misivas se desprende que lo único que consiguió averiguar fue que en el Servicio Internacional de Búsqueda de Personas de la Cruz Roja en la Alemania Occidental no existía ningún dato sobre él. A mediados de 1983 las cartas cesaron: tal vez el cónsul comprendió que buscaba en vano, o se cansó de hacerlo; tal vez Marco se cansó de pedirle que siguiera buscando. El hecho es que, algún tiempo después, Marco encontró acomodo en FAPAC y dejó de estar interesado en hacer averiguaciones privadas sobre su pasado real en Kiel y en hacer uso público de su pasado ficticio en Flossenbürg.
El interés solo volvió quince años más tarde, a finales de los noventa. Para aquellas fechas Marco sabía que sus días como vicepresidente de FAPAC estaban contados —en principio, no se podía ser miembro de FAPAC más que si se tenían hijos en edad escolar, y su primera hija ya había dejado de ir a la escuela y la segunda estaba a punto de hacerlo—, y por tanto sabía también que iba a tener que buscar una nueva ocupación a la altura de su energía y sus exigencias. Fue entonces cuando se acordó de la Amical de Mauthausen, la asociación que reunía a casi todos los antiguos deportados españoles residentes en España. Hacía ya muchos años que Marco conocía la existencia de la Amical, pero solo ahora empezó a pensar en acercarse a ella. No había tenido necesidad de hacerlo hasta entonces, ocupado como estaba en otras tareas; tampoco habría podido: por una parte, quedaban aún demasiados deportados vivos, susceptibles de desenmascarar su impostura; por otra parte, él no había construido aún un personaje de deportado lo bastante persuasivo para poder enfrentarse con garantías a los verdaderos deportados. Seguro de que aquel era el momento de entrar en la Amical, puesto que cada vez quedaban menos supervivientes, y los que quedaban eran muy mayores, Marco se puso a construir en serio su personaje. Lo primero que debía hacer era dominar su pasado real en Alemania, así que lo primero que hizo, hacia finales de 1998, fue escribir de nuevo al cónsul general en Hamburgo. El diplomático le contestó, pero debió de remitirle al jefe de asuntos sociales del consulado, un hombre llamado José Pellicer; así se explica que se iniciara una correspondencia entre Marco y él destinada a rastrear las huellas de nuestro hombre en Alemania, con el fin implícito de que este pudiera reconstruir su paso por ese país y el explícito de que pudiera cobrar una indemnización como prisionero del nazismo.
Marco, sin embargo, no se conformó con eso, y en los primeros días de 1999, durante las vacaciones de Navidad, hizo un viaje por Alemania con su mujer, durante el cual pasó por Kiel. Fue una visita decepcionante, o al menos es lo que le contó a Pellicer en una carta fechada el 7 de enero, justo a su regreso del viaje. De acuerdo con ella, Marco había buscado en Kiel los lugares de su memoria —el campamento de barracones en Bordesholm, los astilleros de la Deutsche Werke Werft, el edificio de la cárcel y el de la biblioteca de la universidad—, pero todo había desaparecido o se había vuelto irreconocible, salvo el antiguo cuartel de la Gestapo, convertido ahora en comisaría de policía; de su estancia en la ciudad en los años cuarenta no quedaba rastro, ni tampoco de su arresto y su procesamiento: en la cárcel le dijeron que toda la documentación había sido depositada en el archivo estatal de Schleswig-Holstein. Al rematar su carta Marco le pedía a Pellicer que continuase la búsqueda, y Pellicer la continuó; Marco, por su parte, continuó la tarea de construcción de su identidad como antiguo deportado. De abril de 1999 es un documento interesante. El día 25 de ese mes el diario La Vanguardia publicó una carta al director titulada «¿La vida es bella? No siempre»; la firmaba Enric Marco. La carta empezaba constatando la desagradable impresión que le había dejado a nuestro hombre La vida es bella, la dulzona película sobre los campos nazis con la que Roberto Benigni había ganado un Oscar el año anterior. «Es una sensación de rechazo que no acabo de determinar —escribía Marco—, ya que, a pesar de todo, debo convenir que en mi caso logré sobrevivir gracias a la conciencia de que la vida es esencial, independientemente de su circunstancia, de que la vida hay que soñarla bella y que había que saltar, volar sobre los alambres y las barreras cuando no existía opción de evasión real». Acto seguido, en un párrafo escueto, Marco hacía una síntesis de las penalidades que había visto y vivido en su ficticia experiencia como deportado y concluía con un canto a sí mismo y un canto a la vida próximo al de la película de Benigni: «Sigo sintiendo el orgullo de haberme negado al aniquilamiento, de haber ganado la partida, de que sigo viviendo y sintiendo que la vida es bella a pesar de todo. De quien sea. Sí, es cierto, he notado un malestar incómodo, quizás irrazonable en quien ha tenido unas vivencias tan próximas al mensaje de la película. Quizá tenga que volver a verla con permiso de mi estómago». No hay duda: Marco estaba presentando públicamente su candidatura a ingresar con todos los honores en la Amical de Mauthausen; también estaba construyendo a toda prisa su nuevo personaje.
Nada le ayudó tanto a hacerlo como conocer Flossenbürg. La primera vez que visitó el pueblo fue en la primavera de aquel mismo año, acompañado por su mujer, con quien había planeado un viaje de vacaciones a Praga. Mientras lo preparaban, o tal vez ya en Praga, Marco le hizo notar a Dani que Flossenbürg —el lugar donde, según le había contado también a ella, había sido prisionero de los nazis durante varios años— quedaba muy cerca de la capital checa, y le propuso hacer una visita al campo, o a lo que quedaba de él. Al contrario que su visita a Kiel, su visita a Flossenbürg fue un éxito, aunque allí había ido en busca de su pasado real y aquí venía en busca de su pasado ficticio. Por entonces hacía décadas que existía el Memorial del campo, pero aún no se había creado la institución encargada de administrarlo —se creó poco después, a finales de 1999— y lo único que había en el pueblo era una oficina de información en el Ayuntamiento. Marco y su mujer fueron recibidos en ella con gran alborozo; la recepción estaba justificada: al campo acudían cada año antiguos deportados de muchas nacionalidades, pero era la primera vez que los trabajadores de la oficina veían por allí a un antiguo deportado español.
Durante esa primera visita a Flossenbürg Marco recorrió con su mujer los restos del campo —el edificio de la comandancia, la Appellplatz, la cocina de los prisioneros, la lavandería, la plaza de las Naciones, el crematorio— y se hizo con todos los libros y folletos informativos que encontró. A su vuelta a Barcelona se puso a leerlos, o más bien a asimilarlos, junto con todas las noticias a su alcance sobre la deportación en general y la española en particular. Pronto pudo comprender que había acertado de lleno. Pudo comprender que por entonces, en España, apenas existían estudios serios sobre la deportación, y mucho menos sobre Flossenbürg, un campo secundario y casi olvidado, sobre todo en España, donde nadie o casi nadie había oído hablar de él. Pudo comprender que su impostura hubiese sido mucho más difícil si la hubiese situado en campos bien conocidos, como el de Dachau o el de Buchenwald, y prácticamente imposible si la hubiese situado en Mauthausen, donde habían sido confinados la mayor parte de los casi nueve mil españoles deportados en los campos nazis; Flossenbürg, en cambio, había acogido a muy pocos españoles, y él no sabía de ninguno que hubiese sobrevivido y estuviese aún vivo, con lo que nadie en España podría desmentirle (sin contar con el hecho de que, a diferencia por ejemplo de Mauthausen, donde la mayoría de los españoles estaban juntos y se conocían, Flossenbürg era un campo con numerosos subcampos y muy dispersos, donde muchos prisioneros no tenían contacto entre sí). Y, aunque también pudo comprender en seguida que su impostura hubiese sido mucho más fácil si hubiese sido judío y si hubiese dicho que había sido deportado desde Alemania y no desde Francia, porque la deportación de los judíos dejó mucho menos rastro documental que la de los no judíos y porque, a diferencia de la deportación desde Alemania, la deportación desde Francia estaba bastante bien documentada, muy pronto debió de enterarse de que algunos de los prisioneros que habían pasado por Flossenbürg figuraban en los archivos con un nombre distinto del suyo y de que bastantes de ellos ni siquiera estaban inscritos en el registro de entrada. Veinticinco años atrás, Marco se había hecho pasar con éxito por un resistente antifranquista en un sindicato antifranquista donde no faltaban los resistentes antifranquistas, así que ¿por qué no iba a poder hacerse pasar ahora por un deportado español en un remoto campo nazi entre los escasos, menguantes y envejecidos deportados españoles en los campos nazis? Además, ¿por qué iba alguien a intentar desenmascararlo? ¿Qué interés podía tener en hacerlo? ¿Para qué?
Pocos meses después de su primera visita a Flossenbürg, Marco regresó allí para asistir a una de las reuniones de antiguos deportados que, de forma periódica, se celebraban en el Memorial del campo desde 1995; la de aquel año fue el 26 de junio. A partir de entonces Marco se convirtió en un asiduo de esos cónclaves. Debió de ser en uno de los primeros cuando conoció a Johannes Ibel y cuando ocurrió una anécdota que este no iba a olvidar.
Ibel es historiador. Había conseguido un trabajo en el Memorial de Flossenbürg a principios del año 2000, poco después de que la administración del Memorial empezara a funcionar en el antiguo edificio de la comandancia; su labor consistía en preparar una base de datos con la información completa sobre todos los prisioneros que habían pasado por el campo, una tarea que, en principio, debía llevarle cinco años. Desde su primera visita a Flossenbürg, Marco había mostrado un gran interés por acreditar documentalmente su estancia en el campo y, como a cualquiera de los antiguos prisioneros que lo solicitaba, se le habían proporcionado fotocopias de las páginas de los libros de registro donde podía figurar su nombre —en su caso las páginas donde los nazis habían anotado nombres de prisioneros españoles—, no sin antes advertirle de que quizá no figuraba en ellas porque las listas de los libros no estaban completas. El día en que Ibel lo conoció, Marco le mostró la fotocopia de una de las páginas de los libros de registro y señaló un nombre. Aquí está, dijo. Este soy yo. Ibel miró. Estaba acostumbrado a la letra de los funcionarios nazis de Flossenbürg y de un vistazo captó la información: la entrada que Marco señalaba era la del prisionero número 6448, un español cuyo nombre era Enric pero cuyo apellido no era Marco sino Moné. Ibel llamó la atención de Marco sobre ello; Marco insistió, se lanzó a una confusa explicación sobre el funcionamiento de la lucha clandestina, sobre la necesidad de usar nombres falsos para borrar las pistas y desorientar al enemigo. No hay duda, concluyó, señalando otra vez la entrada del listado. Soy yo. Ibel estudió la entrada: allí se leía que aquel español era de Figueras, que había ingresado en el campo principal el 23 de febrero de 1944 y que había salido de él hacia el subcampo de Beneschau el 3 de marzo de ese mismo año, y el historiador recordó entonces (o quizá lo recordó más tarde) que ninguno de aquellos datos coincidía con los que Marco le había dado o con los que le parecía recordar que le había dado, pero no quiso discutir con él. Solo dijo: Si usted dice que es usted, será usted. No hay duda, repitió Marco. Soy yo. Y a continuación le pidió a Ibel que le extendiese un certificado conforme al cual él había sido el preso número 6448 del campo de Flossenbürg. Ibel se quedó perplejo. Yo no puedo hacer eso, dijo. ¿Por qué no?, preguntó Marco. Porque no tenemos la certeza de que usted fuese esa persona, contestó Ibel; luego añadió, indicando la fotocopia del libro de registro: Podemos hacerle otra copia de ese documento, si lo desea, pero no un certificado de que estuviese preso aquí. Marco no debió de quedar muy satisfecho con la respuesta, aunque también debió de comprender que no le convenía prolongar la discusión. No la prolongó.
El incidente no tuvo consecuencias negativas para Marco, y a partir de aquel momento nuestro hombre usurpó en todas partes el número del campo de Enric Moné, que en realidad se llamaba Enric Moner; en todas partes menos en Flossenbürg, por supuesto. A pesar de que su comportamiento provocó el recelo momentáneo de Ibel —quien aquel mismo día dedujo también, por las respuestas de Marco a sus preguntas sobre su experiencia de los días finales del campo, que hablaba de ellos de oídas—, Marco continuó siendo invitado por las autoridades del Memorial a las celebraciones de los supervivientes. Acudía a ellas cada año, o casi cada año, solo o con su mujer o con amigos o conocidos españoles, participaba en los actos conmemorativos, ponía flores en la lápida de los españoles muertos, pronunciaba discursos, ejercía de cicerone con los visitantes o daba charlas sobre su experiencia de deportado en las escuelas próximas al campo. La organización del Memorial le trataba como a un superviviente más, y él se comportaba como si lo fuese; con alguno de los verdaderos supervivientes llegó incluso a entablar una cierta amistad: es lo que ocurrió, por ejemplo, con Gianfranco Mariconti —un viejo partisano italiano que había luchado durante la segunda guerra mundial contra los fascistas de su país y que, tras ser detenido en 1944, había pasado el último año del conflicto en Flossenbürg—, con quien inició una correspondencia y con quien se encontró varias veces al margen de las conmemoraciones, en Alemania y en Italia, solos y con sus respectivas mujeres. Todo esto le permitió identificarse con el campo, con los supervivientes del campo, consigo mismo como superviviente del campo. Fue una identificación completa, radical: para entender a Marco hay que entender que, en cierto modo, no fingía que era un deportado; o que al menos no lo fingió a partir de determinado momento: a partir de determinado momento, Marco pasó a ser un deportado, igual que, a partir de determinado momento, Alonso Quijano pasó a ser don Quijote.