8
Ayer, 28 de abril de 2014, fantaseé durante todo el día con un diálogo imaginario entre Marco y yo; tal y como lo fantaseé lo transcribo, literalmente. Por una vez, en este libro la ficción no la pone Marco: la pongo yo.
—Bueno, ya era hora.
—Ya era hora de qué.
—De que me dejara hablar.
—Lleva hablando todo el libro. Recuerde que fue usted quien me contó su historia; yo me estoy limitando a repetir lo que usted me contó.
—Mentira: está usted haciendo mucho más que eso. No me tome por tonto.
—No lo hago.
—Claro que sí. Por tonto y por peligroso. Por eso solo me saca en su libro así. De mala manera. En un simple fantaseo. Cuando el libro se está acabando y ya casi está todo dicho… Si cree que haciéndome aparecer así va a conseguir desactivar lo que digo y que la gente no se lo tome en serio, se equivoca: una cosa es que usted sea tonto y otra que lo sean los demás. Y hablando de su libro: eso que escribió hace un rato me ha parecido interesante.
—He escrito muchas cosas. ¿A cuál de ellas se refiere?
—A eso de que escribe su libro para salvarme.
—Yo no he dicho eso.
—Claro que lo ha dicho.
—No. Lo que yo he dicho es que a veces, desde que empecé a escribir este libro, he tenido la impresión o la sospecha de que, en secreto, sin saberlo o sin querer reconocerlo, yo quería salvarlo, y de que quería salvarlo no como usted cree que tengo que salvarlo, es decir rehabilitándolo, sino enfrentándole a la verdad.
—Igual que Cervantes salvó a don Quijote, ¿no?
—Exactamente.
—Sí, ya me sé esa cantinela. Menudo cuento. De todos modos, no olvide que yo solo le he pedido que me defienda, no que me salve ni que me rehabilite. Eso no se lo he pedido nunca. Nunca jamás.
—Tenga cuidado; ya sabe lo que opino de los énfasis: dos «nunca» y un «jamás» equivalen por lo menos a un «siempre».
—Es usted un cínico. Usted no escribe este libro para salvarme; lo escribe para forrarse, para hacerse rico y famoso, para salir en la foto, como usted dice, para que le quieran y le admiren y le consideren un gran escritor. En fin, no digo que no lo escriba también para aliviarse de sus neurosis y sus complejos de pequeñoburgués, pero sobre todo lo escribe para eso.
—Cree el ladrón que todos son de su condición. Dicho esto, no veo qué tendría de malo escribir por todas esas cosas que usted dice.
—Nada. Siempre que lo reconozca. Siempre que no cuente milongas.
—No son milongas. Al principio solo quería comprenderle, pero ahora, a ratos, una parte de mí ya no se conforma con eso; o es la impresión que tengo. Ahora oigo a veces una vocecita que me dice: ¿y por qué no tratar de salvarlo? ¿Por qué no intentar salvar al gran impostor y el gran maldito, a ese grandísimo sinvergüenza que está más que condenado? ¿Solo porque es imposible hacerlo? ¿No es este libro un libro imposible desde el principio? ¿Por qué no hacerlo más imposible todavía? ¿Qué tengo que perder? Además, si la literatura no sirve para salvar a la gente, ¿para qué demonios sirve?
—Se está usted volviendo loco.
—Puede ser, pero el culpable es usted. De todos modos, haga lo que haga, lo que es seguro es que aquí tengo que contar toda la verdad. Eso es seguro. Y, contándola, quizá podré hacer que recupere usted la cordura, librarle de don Quijote y devolverle a Alonso Quijano. Por lo demás, no diga bobadas: ¿cómo quiere que me forre con un libro como este?
—Trata de mí, ¿no? ¿Conoce usted algún tema más apasionante que yo?
—No.
—Yo tampoco. El que no es apasionante, reconozcámoslo, es usted. Podría tener algún interés, pero siendo tan deshonesto es imposible.
—No le sigo.
—Claro que me sigue. Mire, lo que no puede ser es que lleve ya no sé cuántas páginas acusándome de mentir y de engañar, de ser un farsante y de no querer conocerme a mí mismo, o de no querer reconocerme, y todavía no haya dicho que hace usted exactamente igual. Cuénteles la verdad a sus lectores, y a lo mejor entonces empiezan a creerle.
—¿Qué es lo que tengo que contarles?
—Todo.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo que usted se benefició tanto como yo de eso que llama la industria de la memoria. Y que usted es tan responsable de ella como yo. Tan responsable o más.
—Eso tendrá que explicármelo.
—¿Cómo se titulaba su novela?
—¿Qué novela?
—¡Qué novela ni qué novela! Lo sabe perfectamente. La que le sacó del anonimato, la que le colocó en la foto, la que le hizo rico y famoso.
—No me hizo ni rico ni famoso: solo me permitió ganarme la vida escribiendo. Se titula Soldados de Salamina.
—Esa. Dígame: ¿cuándo se publicó?
—En 2001. En febrero o marzo.
—Y dígame: ¿cuántos ejemplares se vendieron? ¿Cuánta gente la leyó? ¿Y de qué iba? Yo le diré de qué iba: iba de un periodista de su edad, un nieto de la guerra, que al principio de la novela cree que la guerra es algo tan remoto y tan ajeno a él como la batalla de Salamina y al final se da cuenta de que no es verdad, de que el pasado no pasa nunca, de que el pasado es el presente o una dimensión del presente, y de que la guerra todavía está viva y sin ella no se explica nada; también se podía contar de otra manera: iba de un periodista de su edad que cree estar buscando a un fascista a quien salvó la vida un republicano hasta que descubre que en realidad busca a un republicano que salvó la vida a un fascista, y que al final lo descubre, descubre al republicano, que resulta ser un viejo soldado de todas las guerras o de todas las guerras justas, un héroe que representa lo mejor y más noble de su país, y a quien todo el mundo ha olvidado.
—Miralles.
—Eso: Miralles. ¿Le suena lo que acabo de contar? Y ahora dígame otra cosa: ¿quién había oído hablar en España de la memoria histórica cuando se publicó su novela?
—¿No me estará diciendo que la apoteosis de la memoria histórica ocurrió por culpa de mi novela? Soy vanidoso, pero no tonto.
—Ocurrió por culpa de su novela y de otras cosas, pero por culpa de su novela también. ¿Cómo se explica si no el éxito que tuvo? ¿Por qué cree usted que tanta gente la leyó? ¿Porque era buena? No me haga reír. La gente la leyó porque la necesitaba, porque el país la necesitaba, necesitaba recordar su pasado republicano como si lo estuviese desenterrando, necesitaba revivirlo, llorar por aquel viejo republicano olvidado en un asilo de Dijon y por sus amigos muertos en la guerra, igual que necesitaba llorar por las cosas que yo contaba en mis charlas sobre Flossenbürg, sobre la guerra y sobre mis amigos de la guerra: sobre Francesc Armenguer, de Les Franqueses, sobre Jordi Jardí, de Anglès…
—No siga: me sé toda la lista. Y no se compare con Miralles, por favor.
—¿Por qué no? ¿Sabe cuántos periodistas o cuantos estudiantes venían a verme, en 2001 o 2002 o 2003 o 2004 o 2005, creyendo que habían encontrado a su Miralles, a su soldado de todas las guerras justas, a su héroe olvidado? ¿Y qué iba a hacer yo? ¿Mandarles a la mierda? ¿Decirles que los héroes no existen? Claro que no: les daba lo que habían venido a buscar, que era lo que usted les había dado en su novela.
—La diferencia es que Miralles era un héroe de verdad, y usted no. La diferencia es que Miralles no mentía, y usted sí. La diferencia es que yo tampoco mentía.
—¿Cómo que no?
—Yo mentía con la verdad, yo mentía legítimamente, como se miente en las novelas, yo me inventé a Miralles para hablar de los héroes y de los muertos, para recordar a unos hombres olvidados por la historia.
—¿Y qué hice yo? Lo mismo que usted; no: yo lo hice mucho mejor que usted. Yo me inventé a un tipo como Miralles, solo que este Miralles estaba vivo y visitaba los colegios y les hablaba a los chicos del horror de los campos nazis y de los españoles encerrados allí y de la justicia y la libertad y la solidaridad, este hombre levantó la Amical de Mauthausen, gracias a él se empezó a hablar del Holocausto en las escuelas españolas, gracias a él se supo que existía el campo de Flossenbürg y que catorce españoles habían muerto allí.
—Sí, esa historia también me la sé de memoria, y también sé que usted operaba como un novelista; eso ya lo cuento en el libro. El problema es que usted no era un novelista, y que el novelista puede engañar, pero usted no.
—¿Por qué no?
—Porque todo el mundo sabe que el novelista engaña, pero nadie sabía que lo hacía usted. Porque el engaño del novelista es un engaño consentido y el suyo no. Porque el novelista tiene la obligación de engañar, y usted tenía la obligación de decir la verdad. Esas son las reglas del juego, y usted se las saltó.
—Mira quién habla. ¿Es que no se las saltó usted? ¿A cuánta gente engañó con Soldados de Salamina? ¿A cuánta gente hizo creer que todo lo que allí contaba era verdad?
—Le repito que la obligación de un novelista es que la gente crea que todo lo que cuenta es verdad, aunque sea mentira. Por Dios, ¿tengo que repetirle lo que dijo Gorgias cuatro siglos antes de Cristo? «La poesía [o sea la ficción, y para el caso la novela] es un engaño en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar más sabio que quien no se deja engañar». Ahí está todo. ¿Lo ha entendido? No tengo más que añadir.
—Pero yo sí. Porque eso vale para las novelas normales, pero ¿y los relatos reales? ¿Y las novelas sin ficción?
—Soldados de Salamina no era ni una novela sin ficción ni un relato real.
—El narrador bien decía que lo era.
—Pero eso no significa que lo fuese. Lo primero que hay que hacer al leer una novela es desconfiar del narrador. El narrador del Quijote también dice que su historia es un relato real o una novela sin ficción y que él no ha hecho más que traducirla de un original árabe escrito por un tal Cide Hamete Benengeli. Eso no es verdad: es una broma.
—Sí, pero en su caso hubo gente que se la creyó.
—También hay gente que cree que el verdadero autor del Quijote es Cide Hamete Benengeli. Y que don Quijote existió de verdad.
—Sí, pero en su caso no solo hubo gente que creyó que Miralles existía; también hubo gente que escribió cartas a la residencia donde vivía, que creyó que usted le había conocido y le había entrevistado igual que me habían conocido y entrevistado todos esos chavales que imitaban al narrador de su novela. Y usted no lo desmintió, o por lo menos no siempre. Alguna vez llegó a decir que Miralles existía.
—Es que existió, aunque yo no lo conocí; lo conoció Roberto Bolaño, tal como se cuenta en el libro, solo que cuando yo lo escribí Miralles ya estaba muerto. Además, eso de que Miralles existía también era una broma, o una forma de hablar: lo que yo quería decir es que, mientras la gente leyese el libro, Miralles estaría vivo, igual que don Quijote seguirá vivo mientras haya gente que lea el libro de Cervantes. Es una broma pero es verdad: así funciona la literatura.
—Tonterías: don Quijote nunca estuvo vivo; y Miralles está muerto. Ya lo estaba cuando escribió su libro, aunque usted no lo sabía; y su amigo Bolaño tampoco. Y yo me pregunto: si usted no sabía que Miralles estaba muerto, si podía estar vivo, ¿por qué no lo buscó de verdad? ¿Por qué no buscó al Miralles verdadero, al Miralles de carne y hueso, en vez de inventar a un falso Miralles?
—Porque, en la novela, el verdadero Miralles hubiese sido falso, mientras que el falso es el verdadero. Porque estaba escribiendo una ficción, no un relato real.
—Y una mierda: no lo buscó porque a usted la verdad le importaba un pito, lo mismo que a mí; lo que a usted le importaba era escribir un buen libro para forrarse y salir en la foto y que le quisieran y le admiraran y le consideraran un gran escritor y todo lo demás: vamos, lo que a mí me importaba, mutatis mutandis. Aunque, bien pensado, más que hablar de Miralles deberíamos hablar de la pitonisa.
—No quiero hablar de eso.
—Muy equitativo: lleva usted largando de mí no sé cuántas páginas, diciendo de mí lo que le da la gana y, en el poco rato que me deja para hablar de sus cosas, se niega a hablar de ellas. Puede acusarme todo lo que quiera de esconder mi pasado, de no querer conocerme a mí mismo o de no querer reconocerme, de ser un Narciso, pero usted es idéntico. O peor. Pues se va a joder, al menos en este capítulo; en el resto del libro haga lo que quiera: aquí mando yo. Hábleme de la pitonisa.
—Es una historia repugnante.
—A mí en cambio me parece muy graciosa. Escribe una novela donde todos los personajes son reales, menos la pitonisa de la televisión local de Gerona, y va la pitonisa de la televisión local de Gerona y le pone un pleito. ¿Ve lo que pasa cuando se mezcla la ficción con la realidad? La gente las confunde.
—Todas las novelas mezclan la ficción con la realidad, señor Marco. Salvo las novelas sin ficción o los relatos reales, todas lo hacen. En cuanto a esa mujer, créame: no confundió nada. Decía que era el personaje de Soldados de Salamina, pero todo era un disparate: yo no la conocía, nunca había estado con ella, solo la había visto alguna vez por televisión, nada más. Esa mujer intentaba aprovecharse del éxito del libro, salir en la foto.
—Y lo consiguió.
—Salió en la foto, sí. Pero a mí el juez me absolvió. De todos modos, la historia fue horrible. Vivíamos en Gerona, una ciudad pequeña, y mi familia lo pasó mal… ¿Podemos cambiar de tema?
—Bueno: lo haré por su hijo. Me cae bien. Parece un chaval estupendo.
—Lo es.
—Entiendo que no quiera hablar de este asunto. ¿Entiende usted que yo no quisiera hablar de según qué cosas, y que las tuviera escondidas? Todos tenemos cosas escondidas, y todos tenemos derecho a tenerlas, ¿no? Ahora se las he contado a usted para que las cuente en su libro, y ¿sabe lo que le digo? Que no me arrepiento. Cuéntelas. No trate de salvarme con ellas; no me hace ninguna falta. Defiéndame con ellas. Aunque no era eso lo que quería decirle. Lo que quería decirle es que usted no puede tirar la piedra y esconder la mano: usted hizo exactamente lo mismo que yo, usted puso de moda la memoria histórica, o contribuyó a ponerla de moda, usted contribuyó a crear la industria de la memoria, igual que yo, mucho más que yo; pero a usted le premiaron convirtiéndole en un escritor reconocido mientras que a mí me castigaron convirtiéndome en un apestado.
—Es inútil: no le voy a dar la razón. Y no va a conseguir que me sienta culpable.
—Pues lo es. Tanto como yo, o más, porque por lo menos yo he purgado mi culpa, pero usted no. Eso es lo que no entiendo: ¿por qué, habiendo hecho lo mismo los dos, usted se lleva la gloria y yo la vergüenza? Y haga el favor de no mentirme otra vez: claro que se siente culpable; usted siempre se siente culpable. ¿Por qué, si no, se estaría psicoanalizando?
—No me estoy psicoanalizando.
—Pero se psicoanalizó.
—¿Cómo lo sabe?
—Sé muchas más cosas de lo que cree. Además, debo decirle que no me extraña en un pequeñoburgués como usted, neurótico y débil, con la conciencia remordiéndole siempre. Los hombres como yo, en cambio, no necesitamos psicoanalizarnos. Supongo que cuando más cerca estuve de psicoanalizarme fue mientras filmábamos Ich bin Enric Marco y andábamos buscando las verdades que había entre las mentiras de mi pasado. En eso consiste psicoanalizarse, ¿no?
—Supongo que sí.
—¿Y qué encontró usted?
—¿Entre las mentiras de mi pasado? Nada.
—Es un mentiroso.
—¿Y usted? ¿Qué encontró usted?
—Algo pequeñito pero importante, que además ya sabía que estaba allí. Una cosa gris, sucia, plana, mediocre y fantasmal: apenas lo que necesitaba para mentir. Eso es la verdad, ¿no le parece? Lo que necesitamos para mentir. La verdad es insoportable. Lo espantoso no es la mentira: lo espantoso es la verdad.
—La ficción salva, la realidad mata.
—Exacto.
—De todos modos, no se puede vivir siempre con la mentira.
—De todos modos, no se puede vivir siempre con la verdad. No se puede vivir, pero hay que vivir. Esa es la cuestión. Yo pude vivir con la mentira. Y ahora, cuando usted termine su libro, viviré con la verdad, con la verdad completa. No lo dude. Yo puedo con todo, Javier. Con todo. Yo soy Enric Marco. No lo olvide. Cuando estalló mi caso creyeron que me acobardaría, que me hundiría, que nunca más saldría a la calle, que me suicidaría, de hecho algún hijo de puta dijo que es lo que hubiera debido hacer. ¡Y una mierda! ¡Y una puta mierda! ¡Que les den por el culo a todos! Yo no me suicido, me dije. Que se suiciden ellos, me dije. Que se suiciden los hijos de puta que quieren que me suicide, me dije. Y no me suicidé. Me defendí. Y aquí me tiene. Es verdad: cometí un error; estamos de acuerdo: quizá no debí hacer lo que hice. Pero ¿nadie más cometió un error? ¿Y los periodistas y los historiadores que se tragaron mi historia sin decir ni pío? ¿Ellos no se equivocaron? ¿Quién no se equivoca alguna vez? ¿No ha cometido usted nunca un error? ¿Y a quién hizo daño mi error?
—A millones de muertos. Usted se burló de ellos. De ellos y de millones de vivos.
—Mentira: yo no me burlé de nadie; al revés: yo di a conocer esa infamia. Y además demostré que esa infamia le daba igual a todo el mundo, que, al menos en España, nadie había querido saber nada de ella, que no le había importado a nadie y que seguía sin importarle a nadie. ¿O cree usted que, si hubieran sabido algo de ella y les hubiese importado de veras, mi mentira hubiese pasado por verdad y mi farsa hubiese colado? Mire, con su novela usted les demostró a muchas personas que se habían olvidado de la guerra y sobre todo de los perdedores de la guerra, o por lo menos les hizo creer que se habían olvidado, pero con mi impostura yo demostré que en nuestro país no existía el Holocausto, o que a nadie le importaba. No me diga que le hice daño a nadie. Yo no hice más daño que usted; y lo hice como usted, con las mismas herramientas que usted. La diferencia es que a usted lo celebraron por hacerlo y a mí me convirtieron en un apestado. Por eso está usted en deuda conmigo. Por eso tiene que limpiar mi nombre.
—Yo no estoy en deuda con usted, y ya le he explicado lo que me propongo hacer.
—Y yo le repito que no necesito que me salve. No sea tan engreído. Ni tan ingenuo: salvarse no se salva nadie; todos estamos condenados. Pero ¿a quién le importa eso? A mí no, desde luego, y a usted tampoco debería importarle. Me conformo con que me defienda. Y, por cierto, ¿puedo decirle una cosa?
—¿No lo ha dicho ya todo?
—No.
—Diga lo que quiera.
—Tenía mejor concepto de usted cuando no le conocía, cuando solo le leía.
—Ah, eso no me extraña: le pasa a todo el mundo. Por eso cada vez hago menos vida social.
—Hablo en serio. La gente que no le conoce, que solo le lee, cree que es usted una persona humilde, porque siempre se quita importancia y se ríe de sí mismo, sobre todo en sus artículos. Yo no lo creo. De hecho, hasta que le conocí pensaba que sus autoironías no eran un signo de humildad, sino de soberbia: se siente tan fuerte, pensaba yo, que hasta se permite atacarse a sí mismo, burlarse de sí mismo; si no fuese tan soberbio, me decía, si fuese más humilde o más prudente y no estuviese tan seguro de sí mismo, les dejaría el trabajo de reírse de él a los demás.
—Es curioso; yo nunca me lo planteé así. Para mí la autoironía solo es el grado cero de la decencia, la mínima honestidad que uno puede tener, sobre todo si se escribe en los periódicos: al fin y al cabo, la crítica bien entendida empieza por la autocrítica, y quien no es capaz de reírse de sí mismo no tiene derecho a reírse de nada.
—Sí, es lo que diría un soberbio. Y es lo que me gustaba de usted cuando solo le leía: que, detrás de su apariencia de humildad, yo adivinaba a un soberbio tremendo. Pero, ahora que le conozco, ya sé que, de soberbia, nada, aunque de humildad tampoco. Lo suyo es la típica mentalidad pequeñoburguesa: una mezcla neurótica de culpa y de miedo. Su relación con la culpa me hace mucha gracia. Me recuerda una escena de un western que vi hace poco. El sheriff del pueblo acaba de cargarse a un negro, y las putas que habían contratado al negro le dicen que el negro era inocente; entonces el sheriff las mira intrigado y les pregunta: «Inocente, ¿de qué?». Usted es igual: cualquier excusa le parece buena para sentirse culpable. La suya es una moral de esclavo; la mía, en cambio, es una moral de hombre libre. Yo no me siento culpable de nada, yo he superado la culpa, y usted lo sabe y por eso me admira. No se atreve a decirlo, claro, pero me admira. Tiene miedo de decirlo, pero me admira. Me considera su héroe, y por eso de vez en cuando se le escapa en su libro un «nuestro héroe» por aquí y un «nuestro héroe» por allá.
—Tengo que darle una mala noticia: eso de nuestro héroe es irónico; en realidad significa nuestro villano. Como mucho, nuestro héroe y nuestro villano a la vez.
—¿Y está seguro de que lo van a entender los lectores?
—Igual que entienden que don Quijote es a la vez heroico y ridículo, o que está cuerdo y loco a la vez.
—Tiene usted mucha confianza en sus lectores.
—Claro, escribo para gente inteligente.
—Ya, pero este libro lo van a leer hasta los tontos. Tenga en cuenta que trata sobre mí. Pero ¿lo ve?
—¿El qué?
—Que está preocupado por lo que van a decir los lectores. Tiene miedo.
—¿Miedo? Quien debería tener miedo es usted: mi libro trata sobre usted, sí, pero voy a contar toda la verdad. Lo que usted me ha contado pero también lo que no me ha contado. Las mentiras pero también las verdades.
—No me venga con memeces: se lo he contado todo yo, y lo que no le he contado se lo he dado a entender, o le he indicado o le he insinuado cómo averiguarlo. ¿No me acaba usted de decir que se limita a repetir lo que yo le conté? ¿No ha tenido usted más de una vez la sospecha de que era yo el que quería que averiguase la verdad, el que había vivido lo que había vivido y había inventado lo que había inventado solo para que usted lo contase, como Alonso Quijano vivió lo que vivió e inventó lo que inventó solo para que lo contase Cervantes? ¿Por qué voy a tener miedo ahora de que lo cuente? Y, por otra parte, ¿ya se le ha olvidado que soy el gran impostor y el gran maldito y que, cuando estalló el caso Marco, me dijeron de todo y ya no les queda nada por decirme? Lo que diga usted me trae sin cuidado; mejor dicho, me beneficiará: volveré a salir en la foto, como usted dice. No hay propaganda mala. Además, pronto cumpliré noventa y cinco años, y ¿cree usted que a los noventa y cinco años se tiene miedo de algo? En cambio, usted es un chavalito, un chavalito de cincuenta años pero un chavalito, y está aterrado. Tiene miedo de sus lectores. Tiene miedo de lo que van a decir de este libro. Tiene miedo de que se note que en realidad yo le caigo simpático, que me admira, que le gustaría ser como yo, no tener sentimiento de culpa y ser un inmoral o más bien un amoral, poder reinventarse a sus cincuenta y pico de años como Alonso Quijano, cambiar de vida y de nombre y de ciudad y de mujer y de familia y ser otro, ser capaz de vivir las novelas y no tener que limitarse a escribirlas, librarse de toda esa mierda de moral pequeñoburguesa que le hace sentirse culpable de todo y le obliga a respetar sus miserables virtudes pequeñoburguesas, ser fiel a la verdad y a la decencia y a no sé qué más, cuando lo que en realidad desearía es ser como yo, un héroe nietzscheano como yo, un tipo que sabe que no hay ningún valor superior a la vida, ni la verdad ni la decencia ni nada, un tipo que a los cincuenta años, pasada ya la cumbre de la vida, cuando hay que empezar a prepararse para la muerte, le dice No a todo y se fabrica una vida a la medida de sus deseos y se lanza a vivirla sin importarle nada ni nadie, ni sus apestosos valores morales ni la apestosa opinión de los demás, como hace Alonso Quijano. Pero usted es incapaz de eso, incapaz siquiera de reconocer que me admira porque yo sí fui capaz. Siente pánico, le tiemblan las piernas ante la mera posibilidad de que digan: Ahí está otra vez Cercas; miren sus libros: primero defendió a un fascista; luego defendió a un asesino; luego defendió a otro fascista; luego defendió a un psicópata; y ahora defiende a un mentiroso, a un tipo que se burla de millones de muertos. Dígame: ¿cuántas veces le han dicho que se dedica a defender fascistas?
—Le repito que escribo para gente inteligente.
—Y yo le repito que también le leen los tontos. Los tontos y los moralistas unidimensionales, como les llamaba su maestro Ferraté. Y hasta los fariseos de los que tuvo la chulería de defender a su amiguito Vargas Llosa. Y tiene miedo de ellos. Vaya si lo tiene. Tiene miedo de que, como usted se dedica a defender mentirosos, ellos sientan que tienen derecho a mentir sobre usted. Y sobre su familia. Y que tienen derecho a sacarle las tripas a usted y a su familia, sobre todo a su familia. Al fin y al cabo, en España no hay nada que le guste tanto a la gente como ver a un tipo sacándole las tripas a otro, ¿verdad? Ya le ha pasado alguna vez, ¿verdad? Pero no solo tiene miedo de eso. Sobre todo tiene miedo de condenarse. Tiene miedo de condenarse contando en este libro mi historia como Truman Capote se condenó contando en A sangre fría la historia de Dick Hickock y Perry Smith. Ah, de eso sí que tiene miedo: está cagado. Tiene miedo de acabar como Capote, destruido por la maldad, el esnobismo y el alcohol. Tiene miedo de haber pactado con el Diablo para poder escribir este libro, y le faltan agallas para pactar sin más y atenerse a las consecuencias, como hizo Capote… Y, ahora que lo pienso, ya sé por qué quiere salvarme.
—¿Por qué?
—Para salvarse usted, igual que Dickens se salvó en David Copperfield salvando a Miss Mowcher. Menuda puerilidad. Menuda tontería. Pero la idea de condenarse le da pánico. Un pánico terrible. Y además le da pánico otra cosa. Le da pánico que descubran que es usted un mentiroso y un farsante. Un mentiroso tan bueno como yo, o casi, y un farsante mucho mejor que yo, porque a mí me descubrieron pero a usted todavía no le han descubierto. Eso le da tanto miedo como lo otro. O casi. O quizá lo que le da miedo es que ese sea precisamente el precio que tenga que pagarle al Diablo por contar mi historia, y no el esnobismo, la maldad y el alcohol de Capote. Que se descubra que lleva usted toda la vida engañando a todo el mundo. Que descubran que es usted un impostor, como le dijo su amigo Martínez de Pisón en la casa de Vargas Llosa en Madrid. ¿Se acuerda? Ah, qué aragonés tan listo, ese Pisón. Él sí que le tiene tomada la medida, él sí que se ha dado cuenta de lo que es usted, de que lo que a usted le da pánico es que descubran que no es lo que parece, y por eso se esfuerza de una manera sobrehumana para que todos crean que es usted lo que no es, o sea un buen escritor y un buen ciudadano y una persona decente y toda esa porquería tan prestigiosa. Dios, cómo se esfuerza usted, qué horror de vida la suya, infinitamente peor que la mía o que la que la gente creía que era la mía antes de que me descubrieran: cada mañana levantándose casi de madrugada y escribiendo durante todo el día para mantener la impostura, para que no le pillen, para que nadie se dé cuenta, leyendo lo que escribe, de que es usted una farsa de escritor, un escritor sin talento, sin inteligencia y sin nada que decir, cada día fingiendo que no es usted un fantoche, un descerebrado, un personaje lamentable, un hijo de puta completamente asocial y un auténtico sinvergüenza. ¿No le da vértigo? ¿No está cansado de fingir que es lo que no es? ¿Por qué no confiesa de una vez, como hice yo? Se quedará más tranquilo, se lo aseguro, se sentirá aliviado. Podrá conocerse o reconocerse a sí mismo, dejará de esconderse de todo el mundo detrás de lo que escribe, podrá ser por fin quien es. Yo sé que lo está deseando. Yo no lo deseaba, pero usted sí. De lo contrario, ¿por qué estaría escribiendo este libro? Entiendo que hiciera todo lo posible por no escribirlo, que durante años se negara a escribirlo y que aplazase este momento al máximo; es natural que tuviese miedo de enfrentarse a la verdad. Pero ahora ya casi lo está terminando y no le queda más remedio que afrontarla. Además, en el fondo usted ya conocía la verdad desde el principio, desde el mismo momento en que estalló mi caso; por eso precisamente no quería escribir sobre mí.
—No le entiendo.
—Dígame una cosa: ¿por qué tituló su artículo de El País «Yo soy Enric Marco»?
—Porque la película de Santi Fillol y Lucas Vermal se titulaba Ich bin Enric Marco y eso significa en alemán «Yo soy Enric Marco».
—Y una mierda: lo tituló así porque supo desde el principio que, igual que yo, usted es un farsante y un mentiroso, que tiene todos mis defectos y ninguna de mis virtudes, y que yo soy su reflejo en un sueño, o en un espejo. Y por eso le pido que me defienda, que se olvide de salvarme y me defienda: porque ni usted ni yo podemos salvarnos, pero defendiéndome se defiende. Esa es la verdad, Javier. La verdad es que usted soy yo.